"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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El escarabajo verde - Phillipp Vanderberg

3 Phillipp Vandenberg El escarabajo verde Philipp Vandenberg El escarabajo verde Traducción de Joaquín Adsuar Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del editor. Todos los derechos reservados Título original: Der grüne Skarabäus © Gustav Lübbe Verlag GmbH, 1994 © por la traducción, Joaquín Adsuar, 1996 © Editorial Planeta, S. A., 1998 Córcega, 273-279, 08008 Barcelona (España) Diseño de la sobrecubierta: Jordi Salvany Primera edición en esta presentación: junio de 1998 Depósito Legal: B. 25.410-1998 ISBN 84-08-02541-4 Composición: Víctor Igual, S. L. Impresión: A&M Gràfic, S. L. Encuadernación: Eurobinder, S. A. Printed in Spain - Impreso en España Contraportada Abu Simbel es el nombre de un templo de la época de los faraones, y también el de una de las más audaces empresas de ingeniería de nuestro siglo. En los años sesenta se reunieron especialistas de todo el mundo para salvar el santuario y sus colosales estatuas de las aguas de la presa de Asuán. Debía ser trasladado, piedra a piedra, y reconstruido tierra adentro. Para decidirse a participar en un proyecto de semejante envergadura sólo podía haber tres razones: el afán de aventura, la falta de dinero o la de desaparecer por algún tiempo. Éste era el caso de Arthur Kaminski, un ingeniero alemán. Pero su viaje a Abu Simbel se convirtió en un descenso a los infiernos desde el momento en que, bajo el suelo de su barracón, descubrió un pasadizo que desembocaba en la cámara mortuoria de una reina egipcia. Reina egipcia momificada en cuya mano reposaba un amuleto, el escarabajo verde, con una inscripción en jeroglífico de la cual emanaba una maldición que afectó a los miembros de la expedición arqueológica y que se perpetúa hasta nuestros días. Philipp Vandenberg nació en 1941 en Breslau, estudió bachillerato y después Historia del Arte y Germánicas en Munich. Trabajó como periodista hasta que a los treinta y dos años publicó su primera novela. Su maestría y su peculiar manera de presentar los acontecimientos históricos le han consagrado como uno de los autores alemanes de mayor peso y sus obras se han traducido a más de treinta lenguas. Ha escrito numerosos libros sobre la historia y la investigación de la antigüedad, entre ellos el éxito mundial La maldición de los faraones, Nefertiti, El faraón olvidado y El secreto del oráculo. Otras obras suyas publicadas por Editorial Planeta son: La conjura sixtina, El quinto Evangelio y El escarabajo verde, El inventor de espejos, La maldición de Copérnico y Sombras púrpuras. ADVERTENCIA Este libro es para uso exclusivo de personas ciegas, con baja visión o con otra discapacidad que no permita la lectura impresa. Y es para compartirlo con un grupo reducido de amigos, por medios privados. Si llega a tus manos debes saber que no deberás colgarlo en webs o redes públicas, ni hacer uso comercial del mismo. Que una vez leído se considera caducado el préstamo y deberá ser destruido. En caso de incumplimiento de dicha advertencia, derivamos cualquier responsabilidad o acción legal a quienes la incumplieran. Queremos dejar bien claro que nuestra intención es favorecer a aquellas personas, de entre nuestros compañeros, que por diversos motivos: económicos, de situación geográfica o discapacidades físicas, no tienen acceso a la literatura, o a bibliotecas públicas. 1 Se había imaginado que todo aquello sería muy distinto; al fin y al cabo no era su primera obra de ingeniería en el extranjero. En la India había construido una presa en el curso superior del Ganges, en Persia levantó aquella planta desalinizadora, considerada por todos como una maravilla técnica. Realmente, Kaminski había pasado muy pocos años en casa y a eso lo llamaba libertad. Si durante todo el tiempo hubiera realizado el mismo trabajo, todos los días en el mismo lugar, lo más posible es que se hubiera vuelto loco o tonto o se hubiese avejentado prematuramente. Así, pese a sus cuarenta y cinco años seguía conservando un aspecto juvenil, bronceado por el trabajo al aire libre, el cabello corto, peinado hacia delante, y musculoso como un luchador, el verdadero tipo que gusta a las mujeres, lo que hasta entonces había sido habitual. No, él se había figurado que Abu Simbel sería algo totalmente diferente: un mezquino oasis en medio del desierto, rodeado por cientos de kilómetros de arena junto al Nilo perezoso, barracones de madera en la orilla y caminos sin asfaltar que después de cada tormenta tenían que volver a hacerse transitables para los vehículos, y en algún lugar cercano una cantina con techo de uralita, mesas y bancos de madera sin pulir en los que los hombres se bebían la mitad de su sueldo a la luz de las lámparas de gas. Así fue en la India, y en Persia tampoco fue diferente: una construcción en un lugar extranjero. —¿Sorprendido? —se rió Lundholm, que había observado la mirada de asombro de Kaminski. El casino estaba lleno. Era de noche. Kaminski asintió con la cabeza. —¡Caramba! Y todo esto en medio del desierto. ¡Caramba! —repitió. Lundholm, el sueco, tenía la misión de mostrar a los nuevos todas las instalaciones de la «Joint Venture Abu Simbel»». Como Kaminski, también era ingeniero de obras públicas y ambos tenían que trabajar juntos durante los próximos dos años y medio. Contrariamente a Kaminski, que por su aspecto no hubiera podido negar su origen alemán ni en medio de una tormenta de arena, en Lundholm no era fácil reconocer a un sueco. Era pequeño, más bien gordo y su pelo oscuro y espeso delataba con demasiada claridad a sus antepasados italianos por parte de madre. —La India fue algo terrible —dijo Kaminski, pusilánime—, en Persia nos alojábamos en edificios, pero teníamos que pasarnos la noche luchando con las ratas. —Aquí lo que hay son escorpiones —respondió y añadió—: Pero la verdad es que no me he topado con ninguno. —¿Y serpientes? Lundholm alzó los hombros. Abu Simbel era su primer trabajo en el extranjero. Hasta entonces se había limitado a construir puentes para Skanska, una de las empresas que participaban en la «Joint Venture Abu Simbel»». —Las serpientes no están tan mal —tomó Kaminski de nuevo el hilo de la conversación—, te apartan los insectos. Experiencia de años. —Y al ver el rostro incrédulo del sueco añadió—: Sí, contra las serpientes puedes protegerte, pero contra ratas, ratones y mangostas no tienes nada que hacer. Se multiplican sin cesar. —Tomó su cerveza, vació el vaso hasta la mitad y miró a su alrededor—: ¿Está esto siempre tan tranquilo? —preguntó señalando con la cabeza las otras mesas. El establecimiento estaba totalmente lleno. En las mesas de acero se mezclaban las voces en alemán, inglés, francés, italiano, sueco y árabe. La mayoría de los clientes eran hombres, pero al mirar con mayor atención, Kaminski descubrió también algunas mujeres, la mayoría vestidas como éstos, con pantalones y camisas de color caqui. —Espera y verás —respondió Lundholm—. A las nueve actúa Nagla y esto se convierte en un infierno. —¿Quién es Nagla? —En realidad es la que posee la concesión de este casino. Procede de Asuán. Cuando se supo que en sus años jóvenes había sido una de las más famosas bailarinas de Egipto, los hombres insistieron hasta que consiguieron hacerla danzar. —¿Y? —Nagla ya no es tan joven, pero su ombligo puede cornpetir con el de cualquier muchacha de veinte años. Además tiene unas «cosas»... —Hizo un gesto expresivo delante de su pecho—. Desde ese día Nagla baila la danza del vientre una vez a la semana. Ya la verás. El casino, situado en una planta baja y que también era llamado club o sala de oficiales, se alzaba en forma de herradura en el saliente de un monte sobre el valle del Nilo y estaba orientado al sur. Durante el día se extendía una impresionante vista hacia Nubia. Por las noches era como si se mirara un gran agujero negro; causaba una impresión más bien tétrica. Para los simples obreros, de los que había unos mil, el casino era tabú. Los que allí bebían su cerveza o su whisky pertenecían al equipo de dirección europeo y vivían a pocos pasos, en la Contractor’s Colony de la Honeymoon Road o en la Souna Road, y ganaban salarios de 10.000 marcos al mes. Ésta era una buena suma de dinero y el dinero era la causa principal por la que se habían alistado voluntarios para un trabajo como el de Abu Simbel... Aunque a veces se debía a algún asunto que hacía recomendable quitarse de en medio durante dos o tres años. Para Kaminski era también un desafío técnico. —¡Eh, Rogalla! —Lundholm le hizo una seña a un hombre alto y flaco que entraba en el establecimiento en compañía de una joven. El larguirucho vestía una chaqueta de lino que le daba cierta elegancia, mientras que la muchacha, al parecer, le concedía menos importancia a su aspecto. Llevaba puesto un mono grande y ancho que había sido lavado muchas veces y el pelo oscuro recogido en un moño sobre la nuca. Unas gafas de concha daban a su rostro una expresión distante. —Permitidme que os presente —dijo Lundholm cuando se acercaron a la mesa—: Arthur Kaminski, de la Hochtief de Essen, que releva a Mösslang. Y éste es Istvan Rogalla, arqueólogo, y Margret Bakker, su ayudante. Kaminski les estrechó la mano y Lundholm comentó sarcástico: —Voy a decirte una cosa. Todos los arqueólogos que andan por aquí son nuestros enemigos naturales; sólo nos causan disgustos. Creen que podemos realizar nuestro trabajo sin dejar la menor huella. ¡Pero eso es imposible! Rogalla sonrió molesto, Margret Bakker no reaccionó en absoluto. —Ya nos entenderemos —comentó Kaminski, animado. Rogalla afirmó con la cabeza y pidió cerveza a un camarero que vestía una túnica blanca. —¿Usted también quiere una? —preguntó a Margret volviéndose hacia ella. Su voz sonaba algo forzada como si normalmente tuteara a su ayudante. Ésta asintió con un movimiento de cabeza. —He hecho muchas cosas en mi vida —comenzó Kaminski para superar la penosa pausa— pero ésta es, sin duda, la más loca de las empresas. ¡Desmontar un templo a trozos para volverlo a construir a unos cientos de metros de distancia! —¡Si de veras se tratara de desmontarlo! —insinuó Rogalla. —¿Qué quiere decir? —Su tarea es tan complicada precisamente porque el templo de Abu Simbel es prácticamente de una sola pieza. Como usted sabe, fue construido en el interior de la montaña o mejor dicho, cortado en la misma roca. Eso es precisamente lo que lo hace algo único y la razón por la que no debe quedar sumergido por la presa del Nilo. —Corremos un riesgo verdaderamente alto —observó Lundholm. —Lo sé —respondió Kaminski—. ¿Cuándo se cumple el plazo para la inundación? Quiero decir, ¿cuándo anegarán las aguas del Nilo la cuenca en la que se encuentra el templo? Lundholm hizo un ademán de ignorancia con la mano. —Los egipcios y los rusos aún discuten la fecha. Los egipcios proponen 1967; los rusos, el 1 de septiembre de 1966. Yo me fío más de los rusos que de los egipcios; al fin y al cabo son ellos los que construyen la presa. —¿Septiembre de 1966? ¡Entonces faltan dos años! —¡Menos de dos años! ¡Y hasta ahora no se ha trasladado ni una sola piedra! Rogalla asintió. —¿Por qué no se ha comenzado todavía? —quiso informarse Kaminski. —¡Por qué, por qué, por qué! —replicó Lundholm casi furioso—. ¡El maldito suelo! Arena, arena y arena, y cuando tenemos suerte una capa de arcilla. Los diques encuentran poco apoyo. Desde hace meses estamos más ocupados extendiendo la presa alrededor del templo que en elevarla, la excavación tiene ya entre sesenta y cien metros de anchura y la presión del Nilo se hace cada vez mayor. —¿Y la altura? —El límite superior de la corona de la presa es de 135 metros SSL[1 y el del nivel del agua de 133 metros SSL. —Eso significa... —Que dos metros separan el éxito del fracaso, dos miserables metros. —Y dos años. Lundholm asintió. En ese instante no parecía muy optimista. Tras una larga pausa dijo Kaminski: —¿Y si los rusos se han equivocado en sus cálculos? Quiero decir, ¿y si el agua del embalse sube con mayor rapidez?... Jacques Balouet, el director de la oficina de información de Abu Simbel, los observó un instante desde la mesa de al lado. Rogalla y Margret Bakker intercambiaron una mirada, parecía que temieran que el hombre de la mesa cercana hubiese oído el comentario de Kaminski, como si el recién llegado hubiera dicho algo qxie no debía. En el campamento se hablaba de todo, pero no del impreciso plazo que pendía sobre la «Joint Venture Abu Simbel»» como una espada invisible. Nadie conocía las previsiones, pero esa fecha límite era algo que estaba presente y con la que tenían que contar. —¡Que el diablo se lleve a esos rusos! —gritó Lundholm—. Han lanzado al espacio tres astronautas en una nave espacial y han dado diecisiete veces la vuelta a la Tierra, así que no es fácil que se hayan equivocado al calcular la crecida del Nilo. Rogalla alzó la mano como si fuera a decir algo importante. —No será culpa de los rusos si sale algo mal. La presa de Asuán se está construyendo desde hace ya cuatro años. Desde entonces, se sabe que a su debido tiempo Abu Simbel quedará sumergido bajo las aguas del pantano. —Entonces teníamos un nivel de agua de 120 SSL. Nos hubiéramos podido ahorrar el embalse si los egipcios hubiesen tomado antes su decisión. Cuando se empezó, a principios de la primavera, el agua ya nos llegaba hasta el cuello. Desde entonces no hago otra cosa que clavar estacas de sustentación en esa maldita arcilla. Al principio fueron doce metros, ahora estoy en veinticuatro... ¡a lo largo de 370 metros! ¿Y todo para qué? ¡Para nada! Antes de que el sueco terminase de hablar sonó en los altavoces una excitante música árabe en la que destacaba una flauta y un instrumento de percusión. Detrás de la barra, en el centro de la sala semicircular, apareció una mujer que era toda una orgía de colores. Lundholm tocó con el codo a Kaminski y, volviendo hacia él la cabeza, le dijo: —Nagla. Tenía el cabello rojo como el fuego. Kaminski, que había conocido muchas mujeres, nunca había visto un pelo tan rojo y brillante como aquél. Formaba el apropiado contraste con su vestido verde, una falda larga de seda que se ceñía a sus caderas y se abría por delante. El corpino, adornado de perlas y piedras de colores como un árbol de Navidad, cubría difícilmente sus poderosos senos. Nagla realizó unos movimientos convulsivos al ritmo de la canción. Pero Kaminski no entendía mucho, la música le parecía algo horrible, aunque la danza era realmente admirable. Nagla sabía dar a su cuerpo movimientos ondulantes, como los de una serpiente, al término de los cuales echaba la cabeza hacia atrás. Al caer de rodillas e inclinar su busto hacia delante hasta rozar el suelo con sus cabellos rojos, los hombres silbaron y aplaudieron sin dejar de gritar una y otra vez «¡Nagla... Nagla... Nagla!», como si no pudieran cansarse de contemplarla. Excitada por los gritos, la bailarina se alzó del suelo sin usar los brazos. Volvió a agitar sus caderas en sacudidas que se hacían cada vez más rápidas y convulsivas, y con pasos rítmicos y ligeros, las manos detrás del cuello, pasó entre las filas de mesas jaleada por las palmas del público. Kaminski observó cómo algunos hombres ponían billetes entre la ropa de la bailarina y, de vez en cuando, como Nagla se inclinaba de modo tan provocativo delante de ellos, no podían por menos que deslizar el billete entre sus pechos. Junto con el dinero, había también algunas notas dobladas y, al ver la mirada interrogante de Kaminski, Lundholm le dijo en voz baja: —En cada representación Nagla recibe media docena de ofertas. —¿Y? —quiso saber el alemán. Lundholm hizo un gesto afirmativo, como si quisiera decir «sí, a veces se consigue algo». Excitados por la música vibrante y los provocadores movimientos de la bailarina, también Lundholm, Rogalla y Kaminski comenzaron a llevar el compás con sus palmas. Sólo Margret seguía sentada rígida y seria. Sin volver directamente su mirada hacia ella, Kaminski la observó de reojo y no pudo menos que preguntarse qué tendría que suceder para que una sonrisa apareciera en el rostro de aquella joven. Mientras tanto, la danza de Nagla se fue haciendo más y más animada y excitante. El cuerpo voluptuoso de la bailarina se movía cada vez de forma más convulsa, más rápida. Finalmente se acercó tanto a Kaminski, que éste vio el sudor sobre sus senos, oyó el tintineo de sus brazaletes de oro y su respiración agitada. Nagla fijó en él sus ojos y, pese a todos sus giros y desplazamientos, siguió mucho tiempo sin apartar su mirada del nuevo ingeniero. —¡Eh, eh!... —gritaron los hombres que seguían la escena—. ¡Eh, eh!... Para el gusto de Kaminski, Nagla era demasiado llenita y provocativa. Además, en lo que se refería a las mujeres, estaba hasta las narices. Realmente, había esperado no encontrarse con ninguna en Abu Simbel; pero la verdad era que se lo había imaginado todo bastante distinto. Nagla pareció haber advertido el desinterés de Kaminski, pues con un rápido movimiento de cabeza apartó su vista de él y empezó a ensayar su arte de seducción con los ocupantes de una de las mesas vecinas, con gran pesar de Lundholm, que siguió la retirada de Nagla con mirada ansiosa. Con la vibrante música y las palmas se mezcló de repente un fuerte griterío procedente de la puerta de entrada y, como una lengua de fuego, un grito se extendió de mesa en mesa. —¡Las aguas nos invaden! Lundholm, cuyos ojos seguían clavados en Nagla, se levantó de un salto. Se metió las manos en los bolsillos del pantalón y durante un instante se quedó inmóvil, paralizado. Después balbuceó algo ininteligible, miró a Kaminski y susurró: —¡Siempre supe que iba a ocurrir, siempre lo supe! Sólo después pareció capaz de hacer algo; sacó un billete del bolsillo, lo dejó de un golpe sobre la mesa y se dio la vuelta para salir. Antes le dijo al oído a Kaminski: —Ven conmigo, debes ver cómo el agua se lo traga todo. En ese mismo momento resonó fuera una especie de sirena como la que hacen sonar los barcos en la niebla. La música cesó y Nagla desapareció detrás del bar. Los hombrees se apretaban en la salida. Sin prestar atención a Kaminski, Lundholm corrió hacia su Land-Rover, que estaba aparcado junto a la entrada del campo de tenis. El recién llegado tuvo dificultades para seguirlo. Como si estuviera en juego su vida, Lundholm hizo rugir el todoterreno por la Souna Road y giró a la derecha por la desviación que iba al este, una ancha carretera asfaltada que transcurría en línea recta durante casi dos kilómetros hasta el istmo de Abu Simbel. A la luz de los faros aparecieron a la izquierda los alargados y solitarios edificios de la dirección de la obra. Sin tener en cuenta la velocidad tan alta que estaba exigiendo al duro vehículo de mala suspensión, Lundholm buscó algo con la mano debajo de su asiento. Kaminski se ofreció a ayudarle pero Lundholm no respondió. Finalmente dio con una botella, la alzó delante del parabrisas para cornprobar su contenido y tiró del corcho con los dientes. —Toma. —El sueco le pasó la botella a su compañero de viaje; pero antes de que Kaminski pudiera rechazar su invitación, Lundholm pisó violentamente el freno al aparecer otro vehículo por su derecha en el cruce del centro de radio. Con la brusquedad del frenado la botella se le escapó de las manos, golpeó con el cambio de marchas y cayó sobre el asiento del acompañante y de allí al suelo cubierto de goma donde se derramó por completo, dejando en el aire un fuerte olor a alcohol. —Lo siento —gruñó Lundholm, una vez que hubo controlado el coche, y aceleró de nuevo—, lástima que se haya perdido este excelente aguardiente. Kaminski hizo un gesto con la mano para restarle importancia al asunto, y el sueco redujo la velocidad. Después del siguiente cruce, la carretera describía una curva pronunciada hacia la izquierda y subía colina arriba para, al cabo de unos doscientos o trescientos metros, descender hacia el este. A la izquierda, a la luz de los faros, estaba el pequeño campamento y, a partir de allí, la carretera descendía al Nilo y al templo, describiendo un amplio semicírculo. Delante de ellos, Kaminski contó las luces de al menos otros diez automóviles. A la derecha surgió de repente la obra totalmente iluminada. Gigantescos reflectores irradiaban su luz desde la parte alta de la colina sobre la cuenca artificial que se había formado entre la presa desbordada y el templo. Como si todo aquello no fuera con él, el coloso Ramsés, con sus veinte metros de altura, miraba indiferente las dragas, los camiones, los brazos de las grúas y las demás máquinas. Hombres, pequeños como hormigas, corrían nerviosos de un lado para otro. Lundholm viró el Land-Rover hacia la derecha y lo detuvo en un lugar arenoso y llano delante del templo. —¡Ven conmigo! —le gritó y cerró de golpe la puerta del vehículo. Kaminski se apresuró a seguirlo. Olía a agua estancada y a acero engrasado. Pesadas excavadoras con sus enormes palas dentadas maniobraban aparentemente sin orden alguno, se clavaban en el suelo de arena y giraban como si bailaran un vals, levantaban apestosas nubes de polvo en el aire y hacían temblar el suelo como en un terremoto. En la parte más profunda de la cuenca arenosa, el recién llegado reconoció la oscura superficie del agua de un lago. En su centro se alzaba, algo que parecía el esqueleto de una ballena gigante. Tubos de conducción de acero, del grosor de un hombre, se bifurcaban como enormes arterias y discurrían por diversos caminos sobre la parte más elevada del dique. Desde allí, una noria gigantesca descargaba piedras y guijarros sobre el terraplén. Éstos golpeaban el agua como una gran tormenta. En la terraza superior del dique salió a su encuentro el capataz de Lundholm. Agitando los brazos con gran excitación señaló un determinado lugar por donde sospechaba que el agua penetraba por debajo de la tierra. La serenidad y el autocontrol de Lundholm en aquella situación hicieron que Kaminski sintiera por él un gran respeto. El sueco contempló ambos extremos del dique, golpeó con el pie en el suelo como si quisiera comprobar su firmeza y gritó por encima del fragor de las excavadoras, bombas y demás maquinaria: —¡Detengan el bombeo! ¡Coloquen el tercer tubo de la bomba! ¡Sitúen las juntas en el lugar de la ruptura! ¡El lastre de piedras y de guijarros no sirve de nada! ¡Ahora inunden! El capataz entendía sus órdenes y las retransmitía a su manera por su radiotransmisor portátil. De improviso, por todas partes aparecieron obreros, se reunieron, se hicieron cargo de sus tareas y se dirigieron cada uno de ellos a su lugar de trabajo. Todo transcurrió sin gran agitación, parecía que realmente no pudiera pasar nada grave. Por esa razón Kaminski se sorprendió cuando Lundholm se lo llevó aparte y le dijo: —¡Una situación crítica, maldita sea! —Y al ver su mirada interrogante, añadió—: Si tenemos mala suerte ni siquiera podrás entrar en acción, todo habrá terminado. ¡Punto final! Kaminski se acercó a él y le preguntó: —¿Qué significa eso? El sueco se echó a reír, pero en su risa había amargura; finalmente respondió: —La presión hidráulica exterior es demasiado fuerte para el suelo de arena. El agua ha encontrado un lugar por donde escapar bajo el muro de contención. Todo es arcilla, ¿lo entiendes? Y se disuelve como el jabón. —¿Y entonces? Lundholm se encogió de hombros. —Voy a intentar inundar la cuenca. Ya sé que eso suena como si fuera una locura pero es la única posibilidad de reducir la presión sobre el punto de ruptura subterráneo. Después lo taponaremos desde fuera y bombearemos el agua del lago que se ha formado de vuelta al Nilo. ¡Si es que resulta! —añadió. Después saltó al estribo de un camión que pasaba por allí cargado de tubos y le dio órdenes al chófer para que lo llevara al lugar desde donde pensaba dirigir las operaciones. Desamparado, Kaminski dirigió su mirada desde la parte alta del dique sobre el agua que se había infiltrado y amenazaba al coloso Ramsés. Su tarea futura hubiera sido cortar de su emplazamiento en la piedra aquella estatua que tenía sus buenos veinte metros de altura. Y no de una sola pieza sino dividida en bloques de entre diez y treinta toneladas. La empresa no se limitaba a eso: también había que seccionar todo el templo que penetraba unos cincuenta metros en la montaña, para sacarlo de ella y situarlo sobre seguro donde no pudiera ser alcanzado por las crecientes inundaciones del Nilo. Kaminski tenía todos los planos y los proyectos en su memoria, conocía todos los recovecos y las medidas del templo, pese a que aún no había puesto los pies en él. Abu Simbel lo fascinaba. Y sin embargo ahora, antes de que hubiera podido comenzar con su trabajo, el nivel de las aguas del embalse estaba más alto que la entrada del santuario. Ésa era la razón por la que Lundholm y su equipo debían reducir el nivel de las aguas del lago que se había creado alrededor de las instalaciones del templo. En ese ambiente de tensión, capaz de destrozar los nervios del más sereno de los hombres, Kaminski, con la mirada del ingeniero, dividía en sus distintas partes el coloso iluminado por los rayos de los reflectores, medía el alcance de la gigantesca grúa Derrick para la que todavía no se había hecho más que emplazar los cimientos y buscaba mentalmente el lugar apropiado para cargar los vehículos de siete ejes. Para Kaminski el templo era sobre todo un reto técnico que el ordenador y la calculadora ya habían resuelto en la mesa de trabajo y que él tenía que llevar a la práctica... Si es que el dique y la propia infraestructura de la obra resistían. El nivel del agua en el interior subía lentamente y desde lejos Kaminski siguió con la vista a Lundholm y sus hombrees que con ayuda de una grúa móvil colocaban una cañería en el agua invasora y la conectaban con una instalación móvil de bombeo situada en la parte alta del dique. Mientras tanto, otros obreros provistos de perforadoras de disco trataban de abrir en la ataguía un agujero para pasar un tubo. Las chispas, que alcanzaban una altura de varios metros, formaban un castillo de fuegos artificiales que recordaba una verbena. A los pies del coloso dos gigantescas excavadoras de noria sacaban la arena sedimentada a sus pies para depositarla, por encima del dique, en las aguas del pantano. Con un ruido ensordecedor, el dispositivo de bombeo situado en la parte alta del dique comenzó su trabajo y, como si procediera de una fuente subterránea, el agua del Nilo apareció a borbotones en la superficie del lago que se había formado al otro lado de la presa. El fango de la cuenca dejaba un olor a podrido que se mezclaba con los gases de los tubos de escape de vehículos y máquinas. Una embarcación se acercaba Nilo arriba, una barca a con una primitiva estructura en la cubierta. Las escotillas de carga del centro estaban abiertas y dejaban ver las bodegas llenas de arena hasta el borde. Por el lado izquierdo sobresalían las palas de una excavadora situada en una rampa que llevaba a la parte alta del dique. La barcaza se aproximó y la máquina empezó a sacar la arena de sus bodegas para depositarla en el agua, en el lugar donde se había roto la ataguía. En el interior de la agitada presa el nivel del agua comenzó a subir a ojos vista. A Kaminski le hizo sentirse mal la idea de que Lundholm fuera a inundar la cuenca hasta que el agua llegara muy cerca de los cimientos del templo, porque eso destruiría el camino y las rampas que ya se habían construido para los grandes vehículos que debían transportar los gigantescos bloques. Levantar una nueva instalación requeriría al menos dos semanas, un tiempo muy precioso si se tenía en cuenta la subida de las aguas del pantano. Mientras Kaminski daba rienda suelta a sus pensamientos, en las proximidades de la bomba se produjo un agitado intercambio de palabras, en tono subido, entre Lundholm, Rogalla y un egipcio muy delgado al que Kaminski no conocía. Por lo que éste pudo deducir de sus agitados movimientos, los dos últimos trataban de convencer al sueco de que dejara de inundar la cuenca. Pero Lundholm insistía en seguir adelante y antes de que las cosas llegaran a mayores, los dejó plantados, saltó a la cabina de la draga, echó a un lado al conductor y con un diestro movimiento cogió una palada de arena junto a los pies de sus asombrados antagonistas que se apresuraron a marcharse de allí. —¡Un chiflado! —gritó Rogalla cuando a la luz de los focos reconoció a Kaminski—. Ese hombre está loco, tenga cuidado con él. —Está alterado. —Kaminski trató de calmarlos—. Deben comprenderlo. ¡El tiene toda la responsabilidad! —¡Responsabilidad! —dijo el egipcio con agresividad—. Ese tipo se ha olvidado de lo que verdaderamente hay que hacer aquí. Sólo entonces Rogalla pensó en presentar a Kaminski y al egipcio, y así, el nuevo ingeniero supo que aquel hombree de elevada estatura era el doctor Hasan Moukhtar, el director de los arqueólogos egipcios. El primer pensamiento de Kaminski fue: ¡acabarás viéndotelas con él! Moukhtar demostró poco interés por el recién llegado, de modo que Kaminski se vio obligado a preguntarles cuál era la razón de su agitación. El egipcio señaló la estatua del coloso Ramsés en la entrada del templo. —Desde hace tres mil años no ha tocado sus pies ni una sola gota de agua —le explicó—. No sabemos cómo reaccionará la piedra cuando el agua llegue hasta el pedestal de la estatua. Es posible que se seque como la sal al sol, pero podría ocurrir también que la arcilla petrificada tome otro color al empaparse de agua. O incluso que se desmorone como un castillo de arena. —Al terminar de hablar se sacudió el polvo de su chaqueta de algodón de color claro. Rogalla movió la cabeza enérgicamente y añadió: —Es posible que ahora comprenda nuestra excitación. —La comprendo —respondió Kaminski, pero le hubiera gustado más haberles contestado: «no, no les entiendo, pues si no se inunda la cuenca, el agua entrará de todos modos y lo hará incontroladamente. De la manera en que se está haciendo cabe la esperanza de que se pueda taponar la filtración antes de que el nivel del agua alcance el templo». Pero se mordió los labios y guardó silencio. No quena estropear desde el primer día sus relaciones con aquel hombre. —En ese caso, ¡buenas noches! —Le tendió la mano—. ¡Por una buena colaboración en el trabajo! —Por nuestra buena colaboración —correspondió Kaminski y añadió cortésmente, en inglés, sir. Había oído decir que nada agrada más a un egipcio instruido que el que al dirigirse a él se le llame sir. Moukhtar no pareció ser una excepción y se mostró igualmente satisfecho: —Venga a verme mañana a mi oficina —le invitó—. En la Government’s Colony. Kaminski le respondió que así lo haría. Con la mirada fija en el agujero grande y profundo cuyas aguas pardas parecían hervir a borbotones, Kaminski no pudo liberarse de la impresión de que Abu Simbel, aquella gigantesca obra en medio del desierto, tenía sus propias leyes, y de que éstas eran muy distintas de las de las otras construcciones en las que había trabajado anteriormente. Sí, era como si existiera una inexplicable tensión relacionada con el proyecto, que se traducía en una rara excitación y susceptibilidad de todos los que en él participaban. Ya en el barco que lo llevó a Abu Simbel desde Asuán, le llamó la atención la reserva que parecía dominar a los pasajeros cuando se sacaba a relucir el tema del trabajo. Ciertamente, estaba acostumbrado a la monotonía reinante en aquellas grandes obras en el extranjero y no le importaba renunciar a las comodidades y diversiones de la civilización, aunque su experiencia hasta entonces le había enseñado que precisamente en esas situaciones solían crearse amistades poco corrientes. En aquel lugar, dudaba seriamente de poder encontrar una amistad sincera. Finalmente, apartó sus sombríos pensamientos y como no le resultó posible distinguir de nuevo a Lundholm entre los numerosos trabajadores, se dirigió en silencio hasta la explanada en que el sueco había dejado su Land-Rover. No tenía nada que hacer en aquel sitio. Tampoco quería esperar a Lundholm, así que paró al primer camión que apareció en el camino y emprendió la vuelta a casa. El chófer, un joven egipcio que no hablaba una palabra de inglés, necesitó medio kilómetro para hacerle entender a Kaminski que se llamaba Makar, pero que todos lo conocían por El Krim, de lo que parecía estar especialmente orgulloso, puesto que le repitió su nombre una y otra vez al tiempo que movía la cabeza suavemente. El Krim dejó a su pasajero en el cruce desde donde, a mano izquierda, se iba al campamento de trabajo y se alejó de allí. En el horizonte, por oriente, se veían ya los primeros grises del amanecer. A la derecha estaba el hospital iluminado como a pleno día, lo mismo que la planta de transformadores. A Kaminski se le había asignado en la Contractor’s Colony una casa que compartía con Lundholm, un edificio de un piso con muros de piedra y con un techo de cúpula, encalado para proteger del calor, y un pequeño campo de césped ante la entrada. Allá arriba no llegaba el ruido de la obra y hasta las cigarras, que se dejaban oír durante la noche, habían enmudecido ya a aquellas horas. Después de recorrer unos cien metros, Kaminski abandonó el pavimento de la carretera y caminó en paralelo por la arena, como un hombre acostumbrado a andar por ella y los guijarros sin cansarse. Las casas parecían todas iguales, sobre todo de noche. Kaminski vivía en la tercera desde la carretera. Lundholm le había informado de las ordenanzas del campamento, según las cuales estaba estrictamente prohibido cerrar las puertas con llave. Una costumbre que él ya conocía desde su estancia en Persia. Cuando abrió la puerta, Balboush apareció ante él vestido con una galabiya blanca que le daba un aspecto de fantasma. Balboush era cocinero y criado para todo y Lundholm y Kaminski se repartían sus servicios. —Míster —balbuceó excitado—, míster Lundholm no está en casa. Míster Lundholm desaparecido. —¡Sí, sí! —Kaminski alzó la mano tranquilizadoramente—. ¡Todo está en orden! 2 Una camioneta amarilla descubierta corría haciendo bramar su motor sobre la Valley Road en dirección al hospital del campamento y dejaba tras de sí una espesa nube de polvo. Un egipcio vestido con un mono azul estaba de rodillas en el cajón de carga y entre ellas sostenía el cuerpo sin vida de un obrero. En la planta de transformadores, donde la carretera giraba para seguir en línea recta hacia el norte, a la altura del hospital, el chófer comenzó a hacer sonar el claxon con insistencia para llamar la atención sobre su llegada. Cuando el conductor y su acompañante se detuvieron delante de la puerta de la clínica, dos enfermeros vestidos de blanco salieron a su encuentro con una camilla. —¡Una sacudida eléctrica! —gritó exaltado el acompañante. Y el chófer aclaró: —Alí ha tocado un cable con 10.000 voltios. ¡Que Alá esté con él! Entre los cuatro colocaron el cuerpo en la camilla y corriendo lo llevaron a la sala de reconocimientos al extremo del pasillo de la izquierda. Un timbre situado hacia la mitad del corredor y que se utilizaba para anunciar las urgencias empezó a sonar estrepitosamente y casi de inmediato aparecieron en la sala el doctor Heckmann, director del hospital, y junto a él la doctora Hella Hornstein, su ayudante. —¡Una descarga eléctrica! —les gritó a los médicos uno de los enfermeros—. ¡El paciente está sin sentido! —¡Desnúdenlo! —ordenó Heckmann, que se volvió a su ayudante—. ¡Conecten el electrocardiógrafo! Con el estetoscopio auscultó el pecho del accidentado. Movió la cabeza dubitativo y finalmente le levantó el párpado. —¡Vaya por Dios! —dijo en voz baja—, la pupila está borrosa, no reacciona. Ahora que el paciente estaba desnudo delante de ellos, se podía ver en su piel franjas irregulares de color oscuro que iban desde el brazo derecho hasta el pie del mismo lado. Mientras tanto, la doctora había conectado y puesto en funcionamiento el ECG1. La aguja describió una línea irregular en zigzag sin grandes oscilaciones. Miró a Heckmann; existían palpitaciones ventriculares. El médico dirigió una mirada a la línea del gráfico. —Oxígeno. Respiración artificial. Uno de los enfermeros les alargó una mascarilla de oxígeno que la doctora puso sobre el rostro del paciente cubriéndole la boca y la nariz. Heckmann presionó varias veces con las manos juntas sobre el pecho del accidentado. De pronto se detuvo y miró la curva en el gráfico del electrocardiógrafo. La marca de la aguja apenas mostraba oscilaciones. Heckmann aumentó sus esfuerzos y se dejó caer sobre el pecho del hombre. El ECG marcó una última línea irregular, después dejó de zigzaguear y describió sólo una raya continua horizontal. —Ha fallecido —anunció el doctor Heckmann sin apreciable emoción. La doctora asintió en silencio y, resignada, comenzó a desconectar los electrodos del cuerpo sin vida. A ella la muerte del egipcio pareció afectarle algo más. Heckmann notó su desánimo y, mientras recorrían juntos el pasillo que los llevaba a la sala de guardia, comentó: —Créame, colega, es mejor así. Las descargas eléctricas tan potentes dañan la médula, por lo general, y producen parálisis espásticas y atrofias. En algunos casos hay que añadir a todo eso daños del sistema nervioso periférico y perturbaciones de la conciencia. Si se hubiera salvado habría sido un inválido para el resto de su vida, o un idiota... O ambas cosas. ¿Me daría usted la satisfacción de cenar conmigo esta noche? Hella Hornstein se estremeció. La forma un tanto despreocupada en que el doctor Heckmann pasaba por encima del orden del día tenía algo que no acababa de gustarle. Heckmann no era un mal médico, pero consideraba su trabajo como un simple empleo... o al menos así lo aparentaba. Muchas veces, ella tenía la impresión de que eso sólo servía para ocultar su inseguridad personal, lo que sin embargo no representaba ningún obstáculo para asediarla cada vez que se ofrecía la ocasión, pues además, Heckmann estaba convencido de que era un hombre guapo e irresistible. —¿Café? —le preguntó la médica para evitar una respuesta. Pero él no dejó de aprovechar la ocasión. —Con mucho gusto —aceptó—, pero aún no ha contestado a mi pregunta. «Tú misma tienes la culpa —pensó Hella Hornstein—. Ahora sí que no podrás quitártelo de encima.» Mientras Hella ponía en marcha la anticuada cafetera eléctrica que se había traído de Alemania —el oscuro café egipcio y su preparación eran un capítulo especial para ella— se dio cuenta de que Heckmann, que se había sentado en un sillón tapizado de verde, la devoraba con los ojos. Hizo como si no se diera cuenta, aunque era plenamente consciente. La joven doctora estaba muy lejos de condenar a un hombre porque la mirara así. Era una chica orgullosa que se vestía con distinción, dentro de las limitaciones que imponía el desierto, y aia que le gustaba agradar. Su pelo negro, corto, y el tono moreno de su piel, sus ojos llamativos, grandes y negros, y sus pómulos salientes le daban un carácter especial, una clase que ella sabía subrayar con sus labios, añadiéndoles un ligero toque de un color rojo pálido. Hella era pequeña, delicada y esbelta y llevaba faldas desvergonzadamente cortas que apenas le cubrían la rodilla. Supuestamente eso debía desviar la atención de un pequeño defecto físico que arrastraba desde su nacimiento, cuando la comadrona le rompió la articulación del tobillo izquierdo. Desde entonces, arrastraba un poco el pie, levemente torcido hacia dentro. Si no le hubiera granjeado cierto respeto su cargo de médica, no cabía duda de que Hella Hornstein hubiera tenido que soportar los silbidos de admiración que despertaría a su paso entre la mayoría de los mil obreros nativos que trabajaban en Abu Simbel. Con respecto al equipo internacional, la doctora Hornstein solía mostrarse notablemente distante y pertenecía a ese tipo de mujeres que pueden permitírselo sin perder su atractivo. Por el contrario, el frío retraimiento que exhibía actuaba como un desafío más para los hombres y apenas si pasaba un día en que no fuera invitada por alguno de los ingenieros o arqueólogos que trabajaban en la obra. Por lo general, rechazaba esas invitaciones. Sólo en raras ocasiones se la veía en el casino y resultaba impensable que fuera a beber una copa de más, cosa que entre los hombres ocurría con bastante frecuencia. Mientras preparaba el café, la mirada que sentía clavada en su espalda se le iba haciendo poco a poco insoportable , finalmente, no tuvo más remedio que preguntarle, sin girarse: —¿Por qué me mira usted con esa fijeza, doctor Heckmann? Asustado, Heckmann se vio sorprendido en sus lascivos pensamientos. Se sintió cazado como un jovenzuelo en una travesura, pero no lo dejó ver y respondió con una voz llena de autosuficiencia: —Dispénseme, colega, pero es usted un milagro anatómico, puede ver por la espalda. —Ver no, sentir —replicó la doctora Hornstein sin volverse a mirar a su interlocutor. Éste vio que no le quedaba otra salida que una huida hacia delante y declaró: —Sí, está bien, la he estado mirando fijamente, como usted dice, pero ¿tengo que excusarme por eso? Es usted una mujer extraordinariamente atractiva; un hombre que no aprovechara la ocasión de poner sus ojos en usted, no sería un hombre... Hella consideró que aquella frase, dicha con la intención de ser un piropo, resultaba un tanto chabacana, pero se correspondía con alguien que no estaba a la altura de su posición. Tipos como Heckmann, a los que por lo general se les considera estupendos, en Hella despertaban más bien una especie de lástima... el sentimiento que los varones reciben con mayor desagrado. Ella valoraba a los hombres que renuncian voluntariamente a ser fuertes, es decir, una especie bastante escasa. Y cuando quiso ser sincera sólo tropezó con tipos que únicamente pensaban en ellos mismos y tuvo que vivir su egoísmo de manera más o menos considerable. Y ése, también, era uno de los motivos por los que a sus veintisiete años aún no había tenido ninguna relación amorosa seria y estable. Desde los catorce años soñaba con una imagen ideal de hombre, que no existía en ninguna parte salvo en su fantasía. En lo que a Heckmann se refiere, estaba muy lejos de ese ideal; pero eso era algo que él desconocía y de haberlo sabido, con toda seguridad se hubiera negado a creerlo. Naturalmente, Heckmann también tenía su propia historia, como todos en Abu Simbel, pues sin una razón seria nadie se ofrece voluntario para pasarse seis años en el desierto. Pero no se trataba de la obligada historia de mujeres, con la que dos tercios de los trabajadores justificaban su presencia allí (el otro tercio daba como razón el dinero o ambas cosas), la que había llevado allí a Heckmann, sino un penoso incidente en una clínica de Alemania Occidental. Los periódicos se refirieron a un error médico, pero se trató más bien de un descuido y él no se sintió, en absoluto, moralmente responsable de lo ocurrido. El seguro profesional pagó a los perjudicados una indemnización considerable en vista de la cual la mujer retiró la denuncia. Sin embargo, el caso —un tapón de algodón olvidado en el vientre de la paciente— causó tal sensación que le pareció aconsejable dejar de prestar sus servicios en el país para que con el tiempo se echara tierra sobre el asunto. En Abu Simbel nadie conocía esa historia y nadie llegaría a saberla. Cuando se le preguntaban las razones que lo habían llevado a hacerse cargo del hospital del campamento, Heckmann solía decir que se trataba de su afán de aventuras, lo que sonaba bastante convincente. Aunque trabajaban y se movían en un pequeño círculo, separados por sólo unos metros, entre George Heckmann y Hella Hornstein se había abierto una brecha invisible. Él no se atrevía a confesarle su pasión y ella consideró conveniente hacerle saber que no estaban hechos el uno para el otro. Finalmente, cuando Hella se giró para dejar las dos tazas que acababa de enjuagar, sobre la mesa al lado de Heckmann, éste casi se asustó al ver el resplandor helado que había en su mirada. —Nosotros podríamos llevarnos muy bien —dijo la doctora con una sonrisa forzada— si usted se limitara a tratarme sólo como médica, que es para lo que he sido empleada. En mi contrato no hay ninguna cláusula que hable de dormir con el jefe, y supongo que en el suyo tampoco se estipulará nada semejante. La observación dio en el blanco. La forma superior con que Hella demostró su autocontrol y la capacidad de destrozar sus intentos de aproximación y de llevarlo al borde del ridículo sacaron de quicio a un hombre como él, que se creía más que experimentado en su trato con el sexo opuesto. Por primera vez empezó a formarse en su mente la idea de que tal vez no estuviera a la altura de aquella mujer. Desanimado, Heckmann removió el café en su taza. No se atrevió a alzar la vista para mirar cara a cara a Hella , que se había sentado a su lado. Fue una inesperada salvación que un enfermero llamara a la puerta para preguntar si podían recibir a Kemal, el herrero. Antes de que Heckmann pudiera responder nada, Kemal estaba ya presente en el centro de la habitación. Era un hombre de piel oscura, calvo y de aspecto rechoncho. En los brazos llevaba una cesta de mimbre que no dejó mientras chapurreaba una mezcla de árabe e inglés. Explicó que se había enterado del accidente sufrido por el obrero y que él era el único entre Wadi Halfa y la primera catarata que podía hacer algo para ayudarlo. Heckmann se puso de pie y se adelantó unos pasos hacia Kemal. Le puso la mano en el antebrazo y le explicó que el hombre acababa de morir de un paro cardiaco; ya era tarde para cualquier tipo de ayuda. Kemal no parecía dispuesto a aceptar esa explicación. Movió la cabeza con violencia y con la cesta en la mano realizó los pasos de una extraña danza sin dejar de gritar que el hombre no estaba muerto, que el fuego eléctrico sólo lo había paralizado y que él era el único entre Wadi Halfa y la primera catarata... —¿Es que no ha oído lo que le ha dicho el doctor Heckmann? —Hella Hornstein interrumpió aquel extraño ritual—. Ese hombre ha muerto y ni siquiera usted podrá devolverle la vida. Pero Kemal no estaba dispuesto a dejarse convencer con facilidad. —¡No muerto, no muerto! —continuó repitiendo una y otra vez con voz profunda—. ¡El fuego eléctrico ha paralizado al hijo de Alá! El doctor Heckmann trataba de controlar la situación pero no lo conseguía plenamente y acabó disgustando a la doctora Hornstein al preguntarle al herrero: —En ese caso, explíqueme cómo quiere sacarlo de su estado de parálisis... El herrero alzó las cejas, tan gruesas y pobladas que parecieron formar un semicírculo. Era consciente de la importancia del momento y quitó la tapa en forma de hongo que cubría su cesta. Por la abertura de la cesta apareció la aplanada cabeza de una serpiente, que comenzó a realizar ondulaciones de avance y retroceso mientras sacaba la lengua que movía en todas direcciones. —Naya-naya —dijo Kemal y en su voz había cierto eco de orgullo. Mientras sujetaba el cesto con la mano izquierda, con los dedos extendidos de la derecha acarició al reptil que se enroscó sobre sí mismo y desapareció en el interior del canasto—. Naya teme a Kemal —afirmó—. Naya hacer todo lo que Kemal decir. —¿Y para qué ha traído aquí a esa Naya? Kemal abrió los ojos desmesuradamente. —Naya hará que el muerto vuelva a la vida. —¿Y cómo va a hacerlo? Heckmann cruzó los brazos sobre el pecho. La cosa empezaba a interesarle. Hella se dio cuenta y se indignó con Heckmann: —¡No irá usted a dejarse engatusar por un charlatán! —¡Chist! Heckmann se puso el dedo índice sobre los labios y con la mirada señaló la cesta con la serpiente. Kemal pareció divertido con su ignorancia. —Naya sorda. Todas las serpientes sordas; sólo buenos ojos... —¿Y cómo quiere usted devolver la vida al muerto? —Heckmann repitió su pregunta. Kemal buscó en el interior de la canasta. El calvo no conocía el miedo. Como un encantador de serpientes en un circo sacó al reptil y lo mantuvo cogido por detrás de la cabeza, cosa que no parecía gustarle, pues mantenía la boca abierta de modo que se podía ver su profunda garganta rojiza. —Una mordedura de serpiente —dijo Kemal y apretó el cuello del reptil con todas sus fuerzas— y el veneno devolver muerto a la vida. Ya lo sabían antiguos egipcios. Ante la visión de la serpiente, que bajo la despiadada presión que la mano del herrero ejercía en su cuello había abierto sus fauces hasta el punto de que parecían formar una línea recta, Hella Hornstein comenzó a chillar histéricamente, aunque en sus gritos había más rabia que miedo. —¡Ya lo ha oído usted! —Se dirigió al herrero—. El hombree ha muerto. Muerto, muerto, ¿lo entiende? Y ningún veneno de serpiente puede servir de ayuda. En vista de que Kemal no mostraba la menor intención de marcharse y sostenía a la serpiente frente a la médica para que pudiera ver su diente venenoso y convencerse de la verdad de su declaración, Hella gritó con tal fuerza que hizo que el médico sintiera un escalofrío: —¡Heckmann, eche de aquí a este tipo! El hombre pequeño y regordete miró a Heckmann. En sus ojos parecía estar la pregunta de si tenía que obedecer la orden de la doctora. —Ya ha oído lo que ha dicho la doctora Hornstein —Heckmann se volvió al herrero—, así que vayase. Créame, el hombre está muerto. Hicimos todo lo humanamente posible. Kemal le lanzó a Hella, que temblaba de agitación, una perversa mirada. Sus ojos negros relampaguearon como el fuego. Furioso, guardó la serpiente en la cesta. No dijo una sola palabra más, se dio la vuelta y desapareció por la puerta, que no se molestó en cerrar para demostrarles su desprecio a los médicos. Heckmann la cerró. —Creo que hoy acaba de ganarse un enemigo mortal en Abu Simbel. Hella se lo quedó mirando. —¿Usted no creerá en esas necias supersticiones? Heckmann alzó los hombros y adelantó su labio inferior. —La gente cuenta maravillas de Kemal... 3 En Abu Simbel, la inundación de la presa llevó a violentas discusiones entre técnicos y arqueólogos, que temían que las estatuas de Ramsés pudieran sufrir daños irremediables. En una reunión de urgencia convocada para estudiar las consecuencias de la catástrofe, en la que también se encontraba Kaminski, los participantes llegaron a tal grado de excitación que Cari Theodor Jacobi, el director general de la obra, al que todos llamaban únicamente profesor, señaló la puerta de la sala al sueco Lundholm y al francés Bedeau por temor a que agredieran al arqueólogo egipcio doctor Moukhtar. Lundholm y Bedeau aceptaron la orden —pues había que obedecerla— maldiciendo y a regañadientes, y el francés, el más duro crítico de Moukhtar y, casi podía decirse, su enemigo mortal, cerró la puerta tras de sí con tal fuerza que hizo temblar las delgadas paredes de la dirección. El resultado de la discusión, que duró varias horas, fue la orden de que el bombeo del lago formado por la inundación comenzara al día siguiente. El profesor, que en aquel asunto apoyaba plenamente a Lundholm, no quiso asumir la responsabilidad y argumentó que la brecha necesitaba todavía que se vertieran sobre ella cien camiones de tierra, antes de que se pudiera decir si su taponamiento daba resultados positivos. Y no era posible descargarlos en un solo día, ni aunque se trabajara en tres turnos. Por el contrario, Moukhtar defendía la tesis de los arqueólogos, ya conocida, de que si el nivel del agua ascendía como consecuencia de la inundación, aunque sólo fuera por corto tiempo, el agua, gracias a la capilaridad, podía encontrar un camino para llegar hasta el pedestal del coloso y provocar en la arcilla reacciones químicas y la formación de cristales. Con la presión producida por la creación de los cristales, la piedra se iría destruyendo sistemáticamente... y de modo irreparable, lo que subrayó con el dedo índice elevado en el aire. Afectado por las violentas discusiones entre técnicos y arqueólogos, ese mismo día Arthuí Kaminski comenzó su trabajo que consistía en desmontar por partes el coloso y el templo, numerarlas, cargarlas en los pesados vehículos de transporte y trasladarlas a un lugar donde estuvieran a salvo de las crecidas del Nilo, consecuencia de la edificación de la presa, antes de que empezaran las obras de reconstrucción. La división en trozos del templo no entraba dentro del campo de acción de Kaminski; se la habían encargado a canteros expertos, los llamados marmolistas, un grupo indómito de italianos que se entendían entre ellos a voces, aun cuando no hubiera necesidad de gritar. El gran problema con el que se enfrentaba Kaminski era el anclaje de los tirantes con los que debían ser alzados los bloques. La idea original de elevar las distintas partes del templo mediante cables de acero produjo sudores de angustia en los arqueólogos cuando en el primer intento los cables se hundieron en la blanda piedra arenisca y la hicieron saltar en algunas partes. A partir de entonces, la tarea de Kaminski consistió en agujerear desde arriba cada pieza antes de ser cortada de la montaña y, con ayuda de resina sintética, anclar un gancho de acero en la perforación, que debía servir para prender el bloque a la hora de subirlo. Antes de llegar a eso, sin embargo, Kaminski tuvo que elaborar un plano de cortes exacto, que tuviera en cuenta las diferentes características de cada bloque. Los arqueólogos insistían en que las piezas debían ser del mayor tamaño posible; los marmolistas, por su parte, pedían que fueran lo más reducidas posible porque eso facilitaba su trabajo. Kaminski necesitaba bloques de al menos metro y medio de altura para poder anclar en ellos sus tirantes de acero, dos como mínimo en cada bloque, separados entre sí por metro y medio de distancia por lo menos. Lo que significaba, en muchas ocasiones, un peso demasiado grande. Dos días completos necesitó Kaminski, así como los arqueólogos Moukhtar y Rogalla, y Sergio Alinardo, el jefe de los marmolistas, para determinar dónde debían hacerse los cortes en los cuatro colosos del templo de Ramsés. Cuando volvieron a reunirse en la mañana del tercer día para continuar su trabajo, se produjo una disputa entre Alinardo y Kaminski. De repente, el italiano expresó su disconformidad con los planos, los cortes decididos eran demasiado grandes y para hacerlos se requería que se trajeran nuevas herramientas y máquinas cortadoras desde Italia. —¡Bueno, pues reclamad esas herramientas! —gritó Kaminski con la mayor agitación. Alinardo colocó su antebrazo sobre los ojos, en parte para protegerse del sol y en parte también para dar a su actitud un aire amenazador. —¿Sabes, tío, lo que eso significa, eh? Hasta que lleguen habrán pasado tres meses. —¡Vaya, conque tres meses —ironizó Kaminski—, no me hagas reír! En tres meses nosotros transportamos a China una central eléctrica completa. —¿Quiénes son esos nosotros? —replicó Alinardo. —¡Nosotros los alemanes! —fue la respuesta airada de Kaminski—. Eso es algo que deberíais aprender los italianos. Nada de siestas. Laborare, laborare, ¿comprendes? Un hombre de carácter excitable como Sergio Alinardo no estaba dispuesto a dejar que le hablaran así. —¿Estás diciendo que los italianos somos vagos? ¡Pero bien que nos necesitáis para que hagamos vuestros trabajos más duros en Alemania! Antes de que Kaminski pudiera responder y sin dar tiempo a intervenir a Moukhtar o a Rogalla, el italiano le dio a Kaminski un empujón en el pecho que lo tiró al suelo. Kaminski sufrió una caída desgraciada y se golpeó la cabeza contra el pedestal de uno de los colosos y durante un momento se quedó inmóvil como si hubiera perdido el conocimiento. Cuando Rogalla quiso acercarse para ayudarle, volvió a abrir los ojos y dijo en voz baja: —Todo está en orden. No ha pasado nada. Alinardo se dio la vuelta, escupió en el suelo y desapareció. Kaminski le lanzó una palabrota que ni Rogalla ni Moukhtar entendieron. Al tocarse la parte de atrás de la cabeza vio que la mano se le llenaba de sangre. Rogalla le miró la herida y le comentó preocupado: —Creo que debería ir a ver al médico. No es conveniente pasear por el desierto con una herida abierta en la cabeza. Kaminski se presionó con un pañuelo la parte que sangraba, mientras, el doctor Moukhtar hizo señas a un camión que pasaba por allí y seguidamente ayudó a Kaminski a subir a la cabina. El chófer, un sueco, condujo a toda velocidad por la polvorienta carretera hacia la meseta, las oficinas de la dirección de la obra y hasta la planta de transformadores, donde la carretera giraba para dirigirse al hospital. El centro sanitario era la mayor de las construcciones del campamento, un edificio de dos pisos con bloques transversales que formaban una especie de cruz de San Andrés. Gozaba de gran fama en los alrededores y no era raro que alguna caravana procedente de Sudán se detuviera frente a su puerta para dejar allí a uno de sus hombres, gravemente enfermo, por cuya curación pagaban con un camello, o así querían hacerlo, pues el doctor Heckmann se negaba a aceptar el pago en especie. Un enfermero vestido de blanco llevó a Kaminski a la sala de curas y poco después apareció en la puerta una médica joven. Su cabello negro y su cutis moreno hicieron que Kaminski creyera que era una mujer del sur, pero la doctora lo sorprendió con su correcto alemán: —¿Qué puedo hacer por usted? Kaminski, que se había sentado en un taburete giratorio, levantó la vista. —¿Es usted alemana? —Me llamo Hornstein, doctora Hella Hornstein. Vengo de Bochum, del Hospital Clínico de esa ciudad. Kaminski miró los ojos oscuros de la doctora y le hubiera gustado decir: «pero no debe de haber trabajado allí mucho tiempo». Para ser médica era realmente muy joven y, sobre todo, tenía un aspecto excepcionalmente atractivo. Kaminski estuvo a punto de olvidar por qué había venido a Abu Simbel y la promesa que se había hecho a sí mismo de no volver a mirar a una mujer... al menos en los próximos dos o tres años. —Me llamo Arthur Kaminski —dijo algo cortado— y tengo mi hogar en Essen... —Se detuvo de repente. La palabra «hogar», que con tanta facilidad había aparecido en sus labios, ya no existía para él. Había tenido que renunciar a todo por fuerza; se sentía como un outlaw, un marginado, un fuera de la ley. Lo único que aún le quedaba era su profesión y la tarea para la que había sido contratado aquí. Sí, en Abu Simbel sólo podía ganar, porque ya no le quedaba nada que perder. —He tenido un leve accidente —trató de ocultar lo que verdaderamente le había ocurrido. La herida le dolía de modo insoportable. Cuidadosamente, la médica apartó el pañuelo, sujetó la cabeza de Kaminski y contempló la herida. —¿Le duele? —No vale la pena ni comentarlo —mintió Kaminski, pero no pudo evitar contraer el rostro. Se dio cuenta de que estaba tratando de representar el papel de hombre duro, una conducta que solía mostrar frente a las mujeres que le gustaban. En esos instantes disfrutaba del roce de los dedos de la doctora y sentía cada una de sus yemas sobre la piel de la cabeza. —Hay que coser la herida —dijo la doctora Hornstein con frialdad, y Kaminski tuvo la sensación de que despertaba de un sueño breve y placentero. —¡Ah, vamos, no es necesario! —protestó con decisión—. Un poco de yodo será suficiente. La médica tomó un espejo de mano que le dio a Kaminski, mientras que colocó un segundo junto a la parte de atrás de su cabeza, donde estaba la herida. —Mire, fíjese, la herida necesita unos puntos. —¿Y si me niego? —preguntó Kaminski airado. —La cabeza es suya —se echó a reír la médica, y al hacerlo sus ojos brillaron como el sol que en aquellas últimas horas de la mañana se reflejaba en el Nilo—. Yo no puedo obligarle pero... —¿Pero? —La herida se curará como es lógico, pero deberá contar con que en ese lugar no le volverá a crecer el pelo nunca más. Kaminski se pasó los dedos por el cabello. Aunque hubiera renunciado a las mujeres, la perspectiva de tener un defecto, por pequeño que fuera, le desagradaba. Aún conservaba un poco de vanidad. —¿Entonces? —insistió la doctora Hornstein, que le quitó el espejo de la mano. En su voz había un tono de mando, casi masculino, y la simpatía que Kaminski había empezado a sentir hacia ella desapareció de golpe. —Si me cosen, ¿tendrán que retenerme aquí? —interrogó precavidamente. La médica reaccionó casi divertida. —¿Qué cree usted? ¡Claro que no! Si internáramos a todos los pacientes a los que les damos unos puntos, no tendríamos ni una sola cama libre. Mientras tanto, había observado al paciente con atención y, sin esperar su respuesta, llamó a un enfermero al que le ordenó que preparara todo lo necesario para coser una herida, incluso una inyección de Xilocaína. Tozudo, Kaminski se negó a echarse en la camilla de curas. No sabía por qué pero seguía tratando de hacerse el fuerte. La doctora Hornstein parecía dispuesta a aceptar su actitud; le puso la inyección de anestesia local detrás de la oreja derecha, el enfermero le cortó un poco de pelo alrededor de la herida y Kaminski se quedó sentado, como adormilado. Trató de pensar en otras cosas. Los colosos del templo no se le iban del pensamiento. Aparecían ante sus ojos como gigantes con los que tuviera que luchar en desigual combate, titanes imprevisibles; y aunque se negara a reconocerlo, tenía miedo ante la tarea que le aguardaba. Un ligero mareo se apoderó de él. La inyección comenzaba a hacer su efecto. El sudor mojaba su espalda. Kaminski se apretó las manos y tensó los músculos de la pantorrilla hasta levantar el pulgar del pie en un esfuerzo por mantenerse despierto, inútilmente. El suelo embaldosado comenzó a oscilar como la cubierta de un buque en una mar movida. Sobre todo no pierdas el conocimiento, se dijo a sí mismo. Temía parecer débil y avergonzarse por ello. ¡Dios mío, esto es algo que puedes resistir! Pero mientras se hablaba de ese modo, sin darse cuenta comenzó a caer lentamente hacia delante y hubiera dado con su cuerpo en el suelo si la doctora Hornstein y el enfermero no lo hubieran sostenido en el último momento. Seguidamente lo arrastraron hacia la camilla de curas que estaba preparada. Kaminski disfrutó de ese corto camino, desde la silla giratoria hasta la camilla, como si fuera un sueño agradable. Sintió el cuerpo cálido de la médica, los movimientos de su brazo y de sus muslos como una sensación placentera. En la distancia, oyó los comentarios irónicos y en esa semiinconsciencia que envolvía su cabeza apenas si notó en la piel el pinchazo de los puntos. Cuando recobró el conocimiento, minutos después, tenía la cabeza vendada. 4 Ese mismo día Cari Theodor Jacobi, el director general de la obra de Abu Simbel, se reunió en Asuán, 280 kilómetros Nilo arriba, donde había llegado a bordo de un Boelkow 207, con el ministro de Obras Públicas egipcio Kamal Maher y con el director ruso de la presa, Mijaíl Antonov. La reunión tuvo lugar en el viejo hotel Cataract en la pedregosa orilla derecha del Nilo, desde donde se ofrecía la impresionante perspectiva de la isla Elefantina, situada en el centro del río y que en aquel lugar lo obligaba a estrecharse notablemente. La reunión, que estaba acordada desde hacía ya algún tiempo, adquiría extraordinaria actualidad debido a la invasión de las aguas en Abu Simbel. Jacobi opinaba que el accidente ponía en peligro la fecha 1 de septiembre de 1966 acordada para la inundación. Sin embargo, antes de que pudiera expresar sus reservas, Antonov lo sorprendió al afirmar que la obra de Sadd al-Ali, como los egipcios llamaban a la presa, tenía que ser adelantada al menos tres meses debido a medidas técnicas de ahorro. —¿Qué significa eso? —gritó Jacobi, indignado, y con un movimiento nervioso se aseguró las gafas en la nariz, lo que era un signo de sorpresa ante la nueva situación. Maher, un hombre gordo y calvo que vestía ropas europeas y trataba de ocultar su calvicie bajo un fez rojo, se esforzó en calmar a Jacobi, pero su inglés chapurreado, difícil de entender, producía el efecto contrario. —Eso significa —farfulló el egipcio— que Sadd al-Ali podrá estar en funcionamiento tres meses antes. —¡Pero eso es totalmente imposible! —gritó el alemán, que por lo general tenía un aspecto tranquilo—. ¿Para qué llegamos a acuerdos internacionales si ustedes no los respetan? ¡Pediré la intervención de la Unesco! El plazo estipulado, por el que yo me rijo, dice el 1 de septiembre de 1966 y así se queda. Además, venimos observando desde hace unos días que el nivel del agua crece con mayor rapidez de la que habían previsto sus propios cálculos. En aquel momento el ruso intervino en la discusión. —Querrido profesorr —replicó dirigiéndose a Jacobi—, esos cálculos están anticuados, se basaban, como debe comprender, en la creación de un canal de irrigación mediante el cual, durante el periodo de construcción de la presa, pudiéramos evacuar una determinada cantidad de agua a diario. Debe usted comprenderlo. —La verdad es que no entiendo nada —replicó Jacobi, excitado. Maher le quitó la respuesta al ruso: —Antonov opina que si hubiera un canal de irrigación, no sería ningún problema regular la subida de las aguas. El rostro de Jacobi enrojeció notablemente. —¿Pretende usted decir con ello que...? —Hemos decidido prescindir del canal de irrigación. Inshallah. —Inshallah. El alemán golpeó con la mano abierta sobre la mesa, después se levantó ceremoniosamente y con las manos unidas detrás de la espalda se dirigió a la ventana y miró al exterior por las celosías entornadas. En el calor del mediodía brillaban las piedras y por todas partes se oía el agudo canto de las cigarras. El aroma embriagador de las plantas exóticas penetraba a través de las ventanas cerradas. ¡Qué diferencia con el paisaje desértico de Abu Simbel, donde sólo olía a polvo y a arena! —Debo confesar —reanudó Antonov su charla— que nos hemos engañado en lo que respecta al impulso natural de las aguas, es bastante menor del que se había aceptado. Todos los expertos habían considerado al desierto más sediento, tampoco la evaporación se produce conforme a los cálculos, ni siquiera aproximadamente. Por esa razón el embalse alcanzará su límite al menos tres meses antes de lo que se había previsto. —¡En ese caso, pueden ustedes olvidarse de Abu Simbel! No se podrá conseguir. El ministro se encogió de hombros. La amenaza no pareció impresionarle demasiado. —Cada día antes de que podamos enlazar las turbinas con la red, la presa nos traerá veinticinco millones de kilovatios más. ¿Sabe usted lo que eso significa para un país pobre como Egipto, profesor? ¡Veinticinco millones de kilovatios! En ese momento Jacobi perdió su contención y le gritó al egipcio: —¿Y sabe usted lo que significaría para la humanidad la inundación prematura de Abu Simbel? Tengo la impresión de que usted pretende hacerse un nombre como aquel Eróstrato, que se hizo famoso hace dos mil trescientos años al incendiar el templo de Efeso, una de las siete maravillas del mundo. ¡No me gustaría estar en su pellejo! Kamal Maher revolvió con dedos inquietos una verdadera montaña de papeles que había delante de él sobre la mesa Podía verse cómo la furia iba creciendo en él, pero también era clara su incapacidad para reaccionar ante los ataques del alemán. Tacobi se dio cuenta y continuó insistiendo: —Es posible que usted gane celebridad debido a unos millones más de kilovatios, pero en menos de cincuenta años su nombre sólo será mencionado como el del culpable de la destrucción de Abu Simbel. Antonov miró a Maher con aire interrogativo, como si no entendiera lo que quería decir Jacobi. Y, casi excusándose, dijo: —Yo no hago otra cosa que cumplir con mi deber... Maher respiró profundamente. —Usted habla como si precisamente mi intención fuera destruir Abu Simbel —aclaró—. Eso es una insensatez. Pero el presidente Nasser ha decidido la construcción de esta presa para mejorar las estructuras agrícolas de Egipto. El socialismo árabe no puede detenerse a causa de Abu Simbel. —Eso es algo que nadie pretende —respondió Jacobipero lo que yo sí exijo es que se cumplan los acuerdos y que sean ciertas las cifras que se me ofrezcan. Confío en que sus cálculos, en lo que se refiere a la construcción de la presa, sean más precisos... —¡Bromea usted! —le replicó Antonov—. Permítame que le haga una indicación. Lo que discutimos aquí es un período de tiempo de tres meses. En un plazo de dos años, no creo que sea difícil, según mi opinión, recuperar esos tres meses, si es que me permite la observación. Jacobi se apretó las gafas contra la frente y respondió: —En circunstancias normales tendría usted razón, Antonov, pero no si se producen complicaciones. —¡Razón de más para que no ocurran! Debe procurar que no las haya, ¡usted es el responsable! —Maher señaló a Jacobi con el dedo índice extendido. Este no se sentía precisamente satisfecho con los acontecimientos. —Hemos tenido una inundación que significa al menos dos semanas de retraso. —¿Una inundación? —Kamal Maher pareció extrañado—. ¿Cómo pudo ocurrir una cosa así? —¿Que cómo pudo ocurrir? —repitió el profesor Jacobi con las manos en alto y los ojos en movimiento, como haría un narrador de cuentos en el bazar de una ciudad árabe—. ¿Cómo pudo ocurrir que sus cálculos sobre la evaporación del agua del pantano fueran erróneos? Maher calló. Tampoco Antonov dijo una palabra. 5 Más tarde, en el avión que lo llevaba de regreso a Abu Simbel, Jacobi reflexionó. Cuando al cabo de una hora de vuelo el morro pardo del Boelkow 207 puso rumbo exacto a occidente, el agua verde del embalse brillaba bajo ellos como lo hacía el sol a punto de desaparecer por el oeste sobre un infinito campo de escombros. Jacobi tuvo que entornar los ojos pese a que había puesto cristales oscuros sobre sus gafas de aumento. Los dos asientos traseros del pequeño avión no llevaban pasajeros, pero sí estaban ocupados con pesadas cajas de madera y sacos de correos, de modo que el aparato necesitó en Asuán un largo recorrido por la pista antes de poder despegar. Salah Kurosh, el piloto nativo al que todos conocían como el Águila porque era capaz de efectuar en el aire los rizos más espectaculares, podía realizar aquel trayecto dormido, puesto que lo hacía en muchas ocasiones, incluso dos veces diarias, y siempre elegía la ruta sobre el pantano formado por la presa, cuya anchura había crecido ya entre los diez y los veinte kilómetros, pero sin perder nunca de vista las orillas. Volaba bajo, a menos de quinientos pies sobre la superficie del agua, y cuando se encontraba con algún carguero lo saludaba inclinándose sobre una de las alas de la avioneta. En Asuán, al ocupar su asiento en el avión, Jacobi había decidido firmemente mandar al diablo su empleo. Tenía una misión docente en la Universidad de Hamburgo y no acababa de acostumbrarse a aquella aventura. Pero ahora, mientras la avioneta volaba directamente hacia el brillante sol de poniente y a su alrededor no había más que agua, cielo y desierto, su furia y su desencanto se habían esfumado como un globo que se desinfla y la perspectiva de pasarse todo un curso entre las aulas y el despacho le hizo cambiar de humor. —Águila —gritó Jacobi sobre el fuerte rugido del aparato—, ¿puedes imaginarte que todo lo que hemos hecho haya sido para nada? —¿Qué quiere decir, profesor? —¿Puedes hacerte a la idea de que el agua sea más rápida que nosotros? Kurosh estaba confuso, reflexionó sobre lo que decía el profesor y respondió moviendo la cabeza dubitativamente: —Jamás en la vida. Creo que todos y cada uno de los que se esfuerzan ahí abajo lo darían todo por salvar el templo, incluso trabajarían en tres turnos. Estoy completamente seguro, profesor. ¡Tres turnos! Jacobi miró directamente al piloto. Si fuera capaz de motivar a su gente a trabajar en tres turnos en vez de en dos, es decir, veinticuatro horas diarias en vez de dieciséis, podrían conseguirlo. Eso significaría, naturalmente, un aumento del personal y, consecuentemente, de los gastos. Pero de momento Jacobi no quería pensar en ello. El Boelkow 207 perdió altura. La superficie de las aguas, brillante como un espejo, estaba cada vez más cerca. Solo entonces se hizo perceptible la velocidad del vuelo. Y de repente apareció ante ellos el itsmo de Abu Simbel. Siempre resultaba impresionante el momento en que después de hora y media de vuelo sobre un mar de desierto, aparecía súbitamente lo que desde el aire podía parecer el enorme campamento de unos buscadores de oro: poderosas grúas, enormes excavadoras y todo tipo de máquinas, calles, casas, tiendas de campaña y barracas que se extendían aparentemente sin orden ni concierto. Como era su costumbre, Salah voló desde la orilla del río, muy cerca del templo, donde se alzaban los colosos de Ramsés, y después llevó el avión sobre el gran campamento y lo elevó un poco en una suave curva a la derecha. Bajo ellos se deslizaron las antenas de la emisora de radio, los depósitos de la planta de suministro de agua y la central eléctrica de la que noche y día se escapaba una nube gaseosa y gris. El piloto redujo gas, inclinó la avioneta en una pronunciada curva a la izquierda y aterrizó dejando tras él una espesa humareda de polvo sobre la pequeña pista en el desierto. El Boelkow se detuvo, por fin, delante de una barraca alargada en cuyo tejado había un par de antenas de radio. Jacobi se quedó sentado un momento; reflexionaba. Finalmente dijo dirigiéndose al piloto: —Tienes razón, Salah. No vamos a renunciar, seguiremos adelante. Y lo conseguiremos. 6 Por recomendación de la médica, Kaminski pasó la noche en el hospital. Para convencerlo no fue necesaria demasiada insistencia; sin embargo, el alemán vio defraudadas sus esperanzas cuando en la visita de la mañana siguiente apareció el doctor George Heckmann, el jefe del hospital de Abu Simbel, un tipo enérgico que trataba de ocultar su inseguridad bajo una capa de arrogancia. Heckmann opinó que no hubiera sido necesario que Kaminski pasara la noche en el hospital, así que debía vestirse, marcharse y regresar al cabo de una semana para que le quitaran los puntos. Cuando Kaminski se preparaba para obedecer la orden que le había dado el médico y se dirigía a la puerta, se encontró con Sergio Alinardo que había acudido a visitarlo y llevaba una botella de whisky en la mano. El italiano utilizó las palabras adecuadas y no fue avaro en disculpas por su comportamiento; nunca fue su intención lastimarlo, afirmó, y le preguntó si no era posible que llegaran a ser amigos. Y mientras hablaba sostenía la botella de whisky delante de la cara de Kaminski. Éste no sabía con certeza lo que le había sucedido y, con cierta timidez, tomó la botella de whisky y respondió: —Okay, no soy rencoroso. Esas palabras provocaron en el italiano una reacción amistosa; saltó excitado de una pierna a otra y seguidamente golpeó familiarmente la espalda de Kaminski con tanto entusiasmo que hizo que volviera a dolerle la herida de la cabeza. —Los italianos nos exaltamos con mucha facilidad —dijo—. Claro que esto no puede ser una disculpa, ¿eh? Lo invitó a tomar una copa en el casino para poner fin definitivamente a su enfrentamiento. Kaminski aceptó. Aquellos impetuosos italianos no eran, al fin y al cabo, malas personas, así que cuando se ofreció a llevarlo a casa en su camioneta, asintió complacido. A Kaminski no le pasó desapercibido que había dicho «a casa». La gente acostumbrada a trabajar en el extranjero se sentía en casa en cualquier alojamiento siempre que en él hubiera una cama cómoda. Alinardo vivía en la Cuadra. El edificio alargado, con diez habitaciones a la derecha y otras tantas a la izquierda de la puerta de entrada, dos retretes, dos duchas y dos lavabos en el centro, estaba habitado principalmente por solteros, que no tenían tiempo, o ganas, de buscarse algo mejor. A Kaminski le dolía la cabeza, pues la verdad era que no podía decirse que el italiano condujera lentamente por la pista, que estaba en muy malas condiciones a causa del exceso de tráfico. Kaminski se apretó la frente con las manos y cerró los ojos. —¿Te duele la cabeza? —quiso saber Alinardo. El alemán asintió. —Yo conozco un método totalmente seguro. —¿Sí? —Dolorido, Kaminski miró a Alinardo que, detrás del volante de su camioneta, parecía conducir como quien se marca unos pasos de baile tratando de esquivar con ágiles maniobras los numerosos baches de la carretera. —Kemal, el herrero —aclaró. Al oír estas palabras, Kaminski se volvió. Tuvo la sensación de que el italiano se burlaba de él. Y con el calor creciente del día su dolor de cabeza se iba haciendo realmente insoportable. —¿Crees que te quiero tomar el pelo, eh? —Alinardo hizo un ademán con la mano señalando a su alrededor—. En Abu Simbel todo el mundo que tiene dolor de cabeza acude a ver a Kemal el herrero. Los egipcios suelen decir que es un mago capaz de hacer milagros, pero yo no lo creo. Probablemente no es otra cosa que un hombre medicina como hay muchos otros en África. Sea como sea, es capaz de hacer desaparecer los dolores de cabeza más fuertes en cuestión de segundos. —Yo no creo en esas supersticiones —declaró Kaminski. —Tampoco yo —replicó Alinardo—, pero lo he visto con mis propios ojos. —¿Qué has visto? —insistió Kaminski—. ¿Cómo milagrosamente le hacía desaparecer a alguien los dolores ? Sergio Alinardo alzó tres dedos. —¡Lo juro! A Lundholm, el sueco. Naturalmente, no es algo que todo el mundo esté dispuesto a resistir. Kaminski pensó en todo tipo de recetas poco apetitosas a base de orina de camello y testículos de mono pulverizados, de las que había oído hablar durante su estancia en Jiddah, pero que nunca quiso probar, ni siquiera en casos de máxima necesidad. —No, gracias —rechazó la oferta implícita del italiano. —Podrías ir a verlo —insistió Alinardo—. Ya sé que no es algo al alcance de todos, pero quien se somete al procedimiento se ve libre de sus dolores de cabeza y lleno de admiración por Kemal el herrero. Las palabras de Alinardo aumentaron la curiosidad de Kaminski, que acabó por aceptar la visita al milagroso herrero; realmente, lo que quería saber era por qué el italiano se mostraba tan misterioso. El herrero vivía en una pequeña edificación cuadrada con reducidas aberturas a modo de ventanas que daban a la Workshop Road. Bajo un cobertizo de planchas abolladas había una multitud de remolques y otros utensilios y herramientas que esperaban ser reparados. Sin duda, debían de estar allí desde hacía mucho tiempo pues estaban cubiertos de una espesa capa del blanco polvo del desierto. Sergio detuvo su camioneta descubierta delante de la entrada. En ese mismo momento les llegó desde dentro un grito fuerte y doloroso como de una persona torturada y, seguidamente, vieron salir por la puerta a un egipcio joven que se detuvo un momento, como si oyera una llamada en su interior, para, al cabo de pocos segundos, obediente como un niño, alejarse de allí saltando de una pierna a la otra. El italiano empujó a Kaminski delante de él en la entrada, desde la que los asaltó una oleada de calor aún mayor. Kemal levantó brevemente la vista al ver entrar a los dos europeos, pero no dijo nada y siguió ocupándose en el fuego de su fragua. Kemal era viejo, incluso podría decirse que excesivamente viejo. Sus brazos desnudos, que salían del ceñido delantal de cuero, eran delgados y nervudos, y la piel de color gris pálido como si hiciera mucho tiempo que no le diera el sol. La breve mirada con que observó a los dos extranjeros debería haber bastado para descubrir que Kemal sólo tenía un ojo, o al menos sólo uno con el que pudiera ver, como se pudo apreciar cuando alzó la vista: bajo el párpado únicamente existía una mancha blanca. —Este míster sufre terribles dolores de cabeza —anunció Alinardo dirigiéndose a Kemal. Hizo un gesto con la cabeza, tan breve que casi hubo que adivinarlo. Igual de poco llamativo fue el movimiento de su brazo con el que señaló un taburete que había junto a la entrada para que Kaminski se sentara. Inseguro, sin saber lo que iba a ocurrir y sin embargo motivado por el aire de autoridad que emanaba del herrero, Kaminski obedeció y tomó asiento. Estaba convencido y dispuesto a aceptar que éste le traería un brebaje y que él se lo arrojaría a la cabeza. Tampoco le hubiera sorprendido que el curandero apareciera con algún tipo de cigarro humeante, alguna droga que fumar. Pero lo que sucedió fue algo muy diferente. Paralizado, Kaminski miró a Kemal que de repente estaba delante de él como un árbol rezumante de humedad. En la mano derecha llevaba unos alicates cortos y curvados que sujetaban un delgado clavo al rojo vivo. Hizo un movimiento tan rápido que Kaminski ni siquiera pudo cornprender lo que sucedía... y el herrero aplastó el clavo incandescente en medio de su cabeza. Kaminski sintió cómo el delgado hierro atravesaba su cuero cabelludo, percibió el pestilente olor de la carne y el pelo quemados y creyó que el clavo iba a atravesarle la tapa de los sesos... ¡Un aullido desesperado escapó de su garganta! Kemal parecía haber estado esperando aquel grito, pues en ese mismo momento se alejó de su paciente tan repentinamente como se había acercado. Kaminski se precipitó al aire libre, pero apenas llegó a la luz del día se sintió mejor; buscó el dolor que aquel loco le había causado. Se quedó sorprendido. Con la manga se secó el sudor de la frente. No sentía dolor alguno, nada en absoluto. El martillo que antes parecía golpearle en el interior del cráneo había desaparecido. —Estás loco —le dijo en voz baja a Alinardo, que lo ayudaba a subir a la camioneta. Una vez que se hubo sentado, le preguntó señalándose la cabeza—: ¿Qué aspecto tengo? —Una pequeña herida que apenas puede verse —respondió el italiano. Ambos se echaron a reír. Alinardo se disculpó: —Si te hubiera avisado de cómo Kemal trata a sus pacientes, no hubieras ido a verlo en tu vida, ¿verdad? —Cierto —asintió Kaminski. El traqueteo del vehículo de dura suspensión no le afectaba en absoluto. El martilleo continuo, que antes amenazaba con romper su cabeza como un hacha, había desaparecido por completo. Súbitamente, el alemán quiso saber—: ¿Cómo es que de repente te preocupas por mí? Alinardo se tomó tiempo antes de responder y después lo hizo sin darle importancia: —Quizá sea porque me he dado cuenta de que me cornporté de manera equivocada allá abajo en el templo. Sé que a veces pierdo los estribos y después lo lamento... sorry. Aquí, todos estamos haciendo nuestro trabajo, ¿no? Y si no colaboramos no lo conseguiremos. Quiero decir, ¿de qué sirven los mejores marmolistas del mundo si no funciona el transporte de los bloques y de qué sirve la totalidad de nuestro trabajo si el dique no resiste? Ecco! El alemán asintió con un enérgico movimiento de cabeza. Habían llegado ya a su alojamiento. Alinardo lo dejó delante de su casa y continuó hasta la Cuadra. 7 En el casino, donde habían quedado citados para firmar el fin de sus hostilidades, el alemán y el italiano se encontraron con Lundholm, que disponía de buenos contactos con el director de la obra. En honor de la verdad cabría decir que esas influencias se referían más bien a su hija Eva. El profesor Jacobi vivía en Abu Simbel con su esposa y su hija, lo que no sólo estaba permitido sino que incluso estaba bien considerado por la empresa, en vista de las tensiones que se habían producido en la obra durante los últimos cuatro meses. Con anterioridad, en el campamento no había ni una sola mujer y la gente tenía que dormir en tiendas de campaña o a bordo de las crujientes barcas de carga. Desde que construyeron casas de piedra, unos y otros fueron trayéndose a sus mujeres e hijos. Lo que no dejó de causar algunos problemas porque no había ningún entretenimiento para las mujeres y los niños, aparte de la piscina situada en la parte de atrás del casino. Asuán, la localidad más próxima, estaba a trescientos kilómetros de distancia río arriba, un viaje en barco de unas buenas treinta horas. Lundholm los sorprendió con la noticia de que eran falsos los cálculos de los rusos en lo que se refería a la subida del nivel de las aguas, es decir, que el embalse crecía con mayor rapidez de lo que se había aceptado y que, como consecuencia, la totalidad de la empresa de Abu Simbel podía ser cuestionada si a partir de la próxima semana no se empezaba a trabajar en tres turnos en vez de en dos como se había venido haciendo hasta entonces. Jacobi insistía en ello y había querido informar de su decisión oficialmente a la mañana siguiente. Alinardo giró los ojos como un santo estigmatizado y gritó en tono patético: —Madonna mia! —Y en vista del efecto de su invocación, añadió en voz baja—: ¡Y con esta porquería de comida! —Tendrá que ocurrírseles algo a los jefes —estuvo de acuerdo Lundholm con el italiano—, los obreros del campamento deberían rebelarse. Kaminski se mostró sorprendido: —¿Es realmente tan mala? Lo que nos han dado hasta ahora me ha parecido sabroso. —No lo digas tan fuerte —le interrumpió Alinardo— o lo oirá alguien y llevará tus elogios a la dirección. Volverán a decir que estamos demasiado consentidos y que no hemos venido aquí de vacaciones sino para ganar dinero. —Lo que no deja de ser cierto —afirmó concisamente Kaminski. —Claro, claro —intervino Lundholm—, pero hasta ahora lo relacionado con el trabajo ha salido mejor que lo referente a nuestros suministros. Desde luego hay que tener en cuenta que la situación alimenticia en Egipto es catastrófica. -Se llevó la mano a los labios y añadió casi en un susurro-: Apostaría cualquier cosa a que Nasser va a fracasar con su socialismo árabe. Se preocupa más por la política exterior que por los problemas de su propio país. Su gran sueño de construir la República Árabe Unida es una idea fija, pero los sirios ya han vuelto a separarse... —Y los rusos, que ha traído al país por miles, lo empeoran todo aún más —protestó Alinardo—. Para ellos todo esto no es más que un negocio. Los soviéticos han hecho que Nasser pique el anzuelo al permitirles adelantar los trescientos millones de dólares necesarios para financiar el coste de la presa de Asuán. Y ahora los egipcios ni siquiera están en condiciones de pagar los intereses del préstamo y menos aún de pensar en su amortización. En vista de esto, los rusos exigen de Nasser el pago en especie. Se dice que ya han embargado la cosecha entera de algodón de todo Egipto, y cualquier otra materia de las que produce el país es vendida al extranjero por divisas fuertes. Para nosotros, aquí a mil kilómetros al sur de El Cairo, no les queda mucho. Muchas veces hasta llego a temer que se olviden por completo de nosotros. —¡Vaya, hombre! —rió con fuerza Lundholm—. Ya lograremos que comas hasta hartarte, italiano. Éste volvió a enfadarse. —Tú, sueco, vives del aire y del amor, pero los pobres de nosotros... En las palabras de Alinardo había una clara alusión a las relaciones de Lundholm con la hija del director. Éste se encogió de hombros como diciendo «quien puede puede» y guardó silencio. Alinardo golpeó con el codo al sueco y con un movimiento de cabeza le señaló a Kaminski. —¡Aquí el nuevo ya tiene también su pasión! Lundholm hizo una mueca, dirigió una mirada a la venda que envolvía la cabeza de Kaminski y respondió: —Déjame adivinar cómo se llama... —Tras una pausa calculada añadió—: Apostaría por la doctora Hella Hornstein, ¿estoy en lo cierto? Kaminski lo miró azorado. —¡Mira, le da vergüenza!, ¡como a un chiquillo! —bromeó Alinardo con tono malicioso. Lundholm sacudió la cabeza. —Eso está absolutamente fuera de lugar. La doctora Hornstein es una mujer interesante, pero... —¿Pero? —Me temo —al hablar así se inclinó sobre la mesa y siguió diciendo en voz baja, casi en un susurro—, me temo que ni siquiera sea una mujer. La observación pareció gustarle sobremanera al italiano, que se estremeció de risa. Cuando vio que ya se había tranquilizado, el sueco continuó: —Esa mujer es fría como un bloque de hielo y ni siquiera Alinardo, con todo su encanto italiano, ha conseguido fundirlo. No lo logrará nadie, estoy seguro. —Además arrastra un poco la pierna izquierda —observó el italiano, herido en su orgullo. —¡Tonterías! —intervino Lundholm; después se volvió a Kaminski y precisó con ecuanimidad—: No deja de ser un italiano y no puede soportar haber sido rechazado. Esa observación puso aún más furioso a Alinardo, que golpeó con el puño sobre la mesa e insistió: —¡Os lo juro! Hablo en serio, la doctora arrastra la pierna izquierda. La desagradable observación fue oída también desde las mesas próximas y durante unos momentos todas las miradas quedaron fijas en él. Alinardo salvó la situación alzando su vaso de whisky y brindándolo a los curiosos mirones. —Supongo —preguntó Kaminski con tono que pretendía ser indiferente— que la doctora Hornstein todavía no se ha dejado ver por aquí, en el casino. —Estás bien equivocado si lo crees así. Se la ve ocasionalmente; por lo general, en compañía de su jefe el doctor Heckmann, pero si crees que... —Te equivocarías —completó el sueco—. Creo que sólo hablan de enfermedades tropicales como la bilharziosis y la dermatosis escarificante. Kaminski miró a Lundholm con incredulidad, asombrado de que el sueco fuera capaz de pronunciar palabras tan complicadas. —Son las dos enfermedades más corrientes aquí en el campamento —le explicó seguidamente—, sobre todo entre los obreros. Sé de qué hablo porque yo mismo lo he sufrido. Al principio, solíamos bañarnos en el Nilo y allí nos contagiamos de las más repugnantes enfermedades de este mundo. Después construimos la piscina, y ahora eso ya no ocurre. —Estoy hasta las narices de mujeres —empezó a hablar Arthur Kaminski de repente, cambiando de conversación—, podéis creerme. Miró su vaso como si en él se reflejara todo su pasado. Lundholm y Alinardo esperaban que tras esa introducción fuera a contarles toda su vida, como todos ellos habían hecho en alguna ocasión, pero no fue así; Kaminski guardó silencio y se quedó con la mirada fija en el vaso. —Está bien, hombre —trató de tranquilizarlo el italiano—. Aquí cada uno arrastra su propia carga; pero quien no se cayó nunca de narices jamás aprendió a levantarse. Lundholm golpeó la espalda de Kaminski para darle ánimos y ya estaba a punto de despedirse en el momento en que los arqueólogos Istvan Rogalla y Hasan Moukhtar entraron en el casino y se dirigieron directamente a su mesa. Parecían alegres y excitados y estrecharon la mano de Lundholm felicitándole por haber logrado taponar con éxito la brecha causada por el agua. El sueco les correspondió con una amplia sonrisa; estaba claro que le gustaban las alabanzas. —Ése es mi trabajo, muchachos —les habló como si quisiera restarle importancia. Los demás, que no estaban informados, se volvieron para mirarlo con interés—. Sí, esta misma tarde hemos empezado a bombear el agua. Si no ocurre nada imprevisto, mañana estará todo seco. Los presentes expresaron su reconocimiento en voz alta, aplaudieron y vitorearon a Lundholm y a la nación sueca. También Kaminski se dejó arrastrar por el entusiasmo y la reunión volvió a animarse con la celebración del éxito. 8 No lejos de la estación de ferrocarril de Asuán, en la calle que lleva a El-Deir, entre corpulentos eucaliptos plateados, se escondía una casa que los egipcios llamaban la datscha porque estaba habitada por rusos. Nadie, o al menos ninguno de los habitantes de Asuán, sabía con certeza quién vivía allí ni lo que ocurría detrás de la alta verja de hierro que rodeaba la villa. Los cables tensos que se extendían sobre el tejado horizontal y una antena entre los árboles llevaban a la sospecha de que la casa y los hombrees que la habitaban tenían algo que ver con el servicio secreto soviético. Y no estaban equivocados en sus suposiciones. En aquellos días, Egipto entero estaba invadido por agentes del KGB. Incluso se contaba entre ellos un corpulento arzobispo de la Iglesia ortodoxa rusa en África, un entusiasta admirador de Beethoven y de Pushkin... No del poeta sino de una marca de vodka que lleva su nombre. Había también agentes egipcios que trabajaban para el KGB, así como griegos y franceses. Jacques Balouet procedía de Toulon. Se parecía mucho a Claude Chabrol y, como éste, se le veía siempre con un cigarrillo en la comisura de los labios. Las gafas de concha de cristales oscuros le daban un aspecto solapado y astuto, y en realidad lo era. En Abu Simbel trabajaba como reportero gráfico; suministraba material sobre la marcha de los trabajos a los periódicos y a las agencias de prensa. Con absoluta regularidad, una vez por semana, viajaba a Asuán desde donde, por telefoto o por correo, enviaba fotografías y textos a todas partes del mundo. En el campamento estaba considerado un solitario no sólo por su conducta alejada del trato con los demás sino, sobre todo, porque no hablaba inglés y, menos aún, árabe. Su oficina de prensa estaba en una barraca de la Government’s Road y sus desapariciones no eran por lo general advertidas por nadie en Abu Simbel. En Asuán, Jacques Balouet solía tomar el camino hacia la casa escondida entre los eucaliptos donde la puerta enrejada siempre se le abría de modo misterioso. Un soldado ruso con uniforme gris y gorra de plato con bordes de color rojo recibía al francés en la puerta de entrada y lo llevaba a la presencia del coronel Smolitschew, el único ruso que le había sido presentado por su nombre, aunque era dudoso que fuera el verdadero. Éste, de espesas cejas negras y cabello plateado, parecía pasarse la vida detrás de una vieja mesa de despacho que hubiera resistido el dominio turco, fumaba gruesos papirossi y trataba siempre, sin demasiado éxito, de ponerle cara amable. Tres o a veces cuatro ayudantes y un intérprete, situados alrededor de la mesa, intentaban hacer lo mismo. Aquella mañana pegajosa y polvorienta, el hombre del pelo cano se secó el sudor que perlaba su frente y no hizo el menor intento por parecer cordial, sino que con tono seco preguntó: —¿Qué noticias nos trae hoy? El francés abrió su cartera de mano, sacó una fotografía de gran tamaño y sin una palabra la dejó sobre la mesa de despacho delante del ruso, cuya sombría expresión parecía animarse a cada segundo. —Bien, bien —dijo brevemente y pasó la imagen a los hombres que lo acompañaban. La foto mostraba la inundación de las aguas a los pies de los colosos de Ramsés en Abu Simbel. Mientras Smolitschew disfrutaba viendo aquella prueba del fracaso ajeno, Balouet sacó una segunda fotografía que también le ofreció. Ésta mostraba el lugar ya casi seco después de la operación de bombeo. El coronel cogió la nueva foto y, como hiciera con la otra, se la enseñó a sus hombrees. —Ésta es anterior, ¿no es eso? Balouet agitó la mano en el aire y con dificultad trató de explicarle que la última imagen había sido tomada sólo hacía cuarenta y ocho horas. Una vez que el intérprete le hubo aclarado las cosas al coronel, éste comenzó a maldecir; gritó y condenó a la Residentura y a todos sus agentes subordinados. Finalmente, trató de recuperar el aire que le faltaba y, sudoroso, preguntó: —¿Cómo ha podido pasar una cosa así? El francés se quedó mudo, no sabía la respuesta. Su misión consistía en facilitar información gráfica de lo que ocurría en Abu Simbel y no en ejecutar los planes rusos. En esos momentos se enteró de que un capataz egipcio había sido sobornado para utilizar materiales inadecuados en la obra. En otras palabras, que los rusos estaban interesados en el fracaso de la «Joint Venture Abu Simbel»». —Tschernoschopí! —repitió el coronel una y otra vez, palabra rusa que significaba «negro» con el mismo sentido despectivo y casi insultante que tiene entre los norteamericanos y que incluía en su desprecio a todos los de ese color de piel—. Tschernoschopí! ¿Qué es lo que ha salido mal? Uno de los presentes tomó la palabra para explicar al coronel que verdaderamente el dique había cedido y que los terrenos de la obra situados delante del templo habían quedado inundados en gran parte, pero que entre los alemanes y los suecos había muy buenos ingenieros capaces de solucionar cualquier problema. —¿Y el gran pueblo de la Unión Soviética —gritó indignado Smolitschew— es que no tiene buenos ingenieros? ¿No ha sido el compañero Gagarin el primer hombre en el espacio? ¿No fue una obra de los ingenieros soviéticos la Wostock, la primera nave espacial? —El coronel se lanzó por el camino del patriotismo—: Abu Simbel se ha convertido en una cuestión de prestigio. Por lo tanto, es secundario su objetivo, sea cual sea. El que unas cuantas piedras viejas desaparezcan o no, sumergidas bajo las aguas de un embalse, tiene que sernos totalmente indiferente. Nuestra tarea es convertir a Egipto en la base principal desde la que dirigir la subversión contra el mundo árabe. Ya hemos logrado infiltrar a nuestra gente en el ejército, en las redacciones de los periódicos, en las universidades e, incluso, en IQS partidos políticos. Oficiales soviéticos mandan las tropas egipcias, ingenieros soviéticos dirigen a los obreros egipcios. Hoy día resulta casi imposible que en este país ocurra algo sin nosotros, pero en Abu Simbel parece que nos hubiéramos quedado dormidos. Uno de los agentes que estaban a su derecha levantó la mano para decir algo, pero Smolitschew no le permitió tomar la palabra y empezó a gritarle como si él, y sólo él, tuviera la culpa de todo aquel fracaso. —El personal que construye la gran presa de Asuán es soviético, ¡una obra de ingeniería mayor que las pirámides! Pero todo el mundo habla de Abu Simbel donde un templo va a ser serrado en trozos y levantado en otro lugar. Y lo que es peor, ¡el mundo entero habla de la valentía y el mérito de los ingenieros alemanes occidentales, italianos y suecos! Cuando hojeo los periódicos extranjeros sólo veo referencias a esa puerca obra capitalista de Abu Simbel. Y yo me pregunto, camaradas, ¿dónde están las alabanzas y los himnos de gloria a la gran empresa soviética en Asuán? El hombre de su derecha que ya antes quiso llamar la atención pudo por fin hablar: —¡Eso no es tanto nuestra culpa, camarada coronel, como de este hombre —señaló a Balouet—, que ofrece demasiada información! —Sandeces —explotó Smolitschew aun antes de que el francés pudiera defenderse—. ¿ Quién impide a la oficina de prensa de Asuán hacer lo mismo o más ? —Es que —apoyó el francés— la demanda de informes y reportajes sobre Abu Simbel es sencillamente tan grande que nos vemos asediados por los periodistas. Es, tal vez —añadió—, un proyecto mucho más atractivo para la gente de la prensa, si entiende lo que quiero decir... Diques y presas se han levantado ya muchos en todo el mundo, pero hasta ahora no ha habido otro Abu Simbel. El coronel soviético se quedó inmóvil frente a él con la mirada fija en la mesa de despacho. Frunció sus espesas cejas negras y su actitud no auguró nada bueno. Las palabras salieron de su boca casi como un murmullo: —¿Dónde... está el camarada Antonov? —Espera fuera —le informó uno de sus ayudantes. —¡Que entre! El director ruso de la presa de Asuán pasó por una puerta lateral a la sala de reuniones; los otros se alejaron de la mesa. Mijaíl Antonov hizo un gesto amistoso a Smolitschew. El coronel seguía sentado delante de la mesa como dispuesto a saltar sobre su presa y, seguramente, no habría sorprendido a ninguno de los presentes si se hubiera precipitado sobre el ingeniero director, pero habló con voz suave y sin mirar al rostro del recién llegado: —¿Qué nekulturni1 llevan a cabo el trabajo de prensa y relaciones públicas en su obra, camarada Mijaíl? ¡Dígame sus nombres! Antonov vaciló y el coronel no pudo contenerse y gritó: —¡Dígame todos los nombres! Antonov respondió finalmente: —Moisejew, Lyssenko y la camarada Kurjanowa. Todos, gente extraordinaria. Con el dedo índice el coronel hizo una seña a uno de sus ayudantes para que se acercara y dictó: —Tome nota. Los camaradas Moisejew y Lyssenko y la camarada Kurjanowa han fracasado en su trabajo en pro del socialismo. Deben abandonar Egipto inmediatamente. Sus puestos deben ser ocupados por otras personas, después de las conversaciones pertinentes. Y ahora, con respecto a usted, camarada Mijaíl Antonov... Aunque el director de la obra aparentaba no ser más que un funcionario poco importante, la verdad era que no tenía que temer al coronel. Debía su carrera profesional en primer lugar a su amistad con Nikita Jruschov, una relación que siempre sacaba a relucir cuando fallaban los argumentos racionales o cuando se veía enfrentado a un compañero superior a él en la jerarquía del partido. —Camarada coronel —comenzó su respuesta Antonov—, la oficina de prensa, que actúa bajo mi responsabilidad, no es culpable de ningún fallo ni error. Moisejew y Lyssenko fueron corresponsales de la agencia Tass en El Cairo y Jarturn y son periodistas de mérito y experiencia y en lo que se refiere a la camarada Kurjanowa... —Es posible que sea así —lo interrumpió el coronel— y le honra a usted que intente defender a su gente... pero al parecer no es su gente, camarada. —¿Que no es mi gente? ¿Qué quiere usted decir? —¡Ah, no quiera parecer más tonto de lo que es! —No le comprendo. El coronel se movió en su sillón de un lado para otro y en su rostro se dibujó una amplia sonrisa. —¿No ha reflexionado sobre quién designó a los camaradas para su oficina de prensa? —Se golpeó el pecho con el puño—. ¡Usted sabe bien que todos los corresponsales de la Tass son agentes del KGB o si no no lo serían! —Smolitschew tembló de risa y sus espesas cejas formaron una oscura media luna. Una vez que el coronel, coreado por sus camaradas, dejó de reírse, Antonov declaró muy seguro de sí mismo: —Sobre esto no se ha dicho aún la última palabra. Acepto sus instrucciones bajo protesta y reclamaré ante las autoridades correspondientes. —¡Sí, puede usted hacerlo! —gritó Smolitschew con un tono de amargura—. Y por mi parte incluso ante el primer secretario del Partido Comunista de la Unión Soviética —añadió, dando a entender con ello que conocía los contactos de Antonov. —Pasemos al asunto que realmente me ha traído aquí —puso fin Antonov a la penosa situación—. He tenido una conversación con el ministro egipcio de Obras Públicas Maher y con Jacobi, de Abu Simbel... —Hable, hable ya, camarada. ¿Ha realizado su misión? Antonov afirmó con la cabeza. —Al servicio del socialismo. Pero qué no haría un ciudadano soviético por el triunfo del socialismo sobre el Occidente capitalista. —¿Y el camarada Jacobi lo ha creído? —Cherr Jacobi lo ha creído, qué remedio le quedaba. Los alemanes occidentales en Abu Simbel están sometidos a enormes presiones porque creen que el nivel del embalse crece con mayor rapidez de lo que en un principio se había pronosticado. Pero van por detrás de sus previsiones. Según mis cálculos tendrán que renunciar o... —¿O…? —O los capitalistas están jugando con las cartas marcadas. De todos modos la situación nunca fue más propicia para que los ingenieros de la gloriosa Unión Soviética se hagan cargo de Abu Simbel. —Bien, bien. —El coronel Smolitschew golpeó con la punta del dedo sobre la mesa de despacho y reflexionó—: Usted habrá oído, camarada, que nuestro atentado contra el dique de protección en Abu Simbel ha fracasado. —¡Ni idea! —Antonov se hizo el sorprendido. —¡Aquí tiene! —Le pasó al director de Asuán las fotografías de Balouet—: ¡Mire! El agua llegaba ya hasta el templo, pero esos mierdas de capitalistas lograron tapar la brecha y bombear el agua. Creo que se nos tendrá que ocurrir algo nuevo. El teléfono que había sobre la mesa sonó lúgubremente. Smolitschew descolgó el auricular y escuchó sin decir más que un da y repetir la palabra al cabo de una pausa. Colgó, después se levantó y se quedó de pie con los puños cerrados apoyados sobre la mesa como si fuera a pronunciar un discurso importante. —Camaradas, desde Moscú ha llegado la noticia de que el comité central del partido ha suspendido a Nikita Serguéievich Jruschov de todos sus cargos en el gobierno y en el partido. Su sucesor como jefe del gobierno es el cantarada Alexéi Nicoláievich Kosiguin y como primer secretario del partido ha sido nombrado el camarada Leonid Ilich Brézhnev. Los hombres que estaban en la calurosa sala de visitas del KGB se quedaron de pie, inmóviles, como si hubieran echado raíces. El único que pareció no darse cuenta de la trascendencia de aquella información fue el francés Balouet. Se quedó mirando con expresión interrogante a los otros agentes, de los que ni siquiera sabía el nombre. Antonov se había quedado blanco como la cal, sin duda era a él a quien la noticia había afectado de modo más desagradable. —¿Cómo puede haber pasado algo así? —balbuceó en voz baja dirigiéndose a Smolitschew—: ¿Sabía usted algo de esto? El gesto sombrío del coronel fue animándose lentamente hasta adquirir una expresión cínica, al principio apenas perceptible que se fue transformando poco a poco en una amplia sonrisa y finalmente dijo: —No quiero expresar mi opinión sobre el asunto aquí y en estos momentos; pero un jefe de gobierno que golpea la tribuna de oradores con su zapato delante de los representantes de todo el mundo para dar mayor importancia a sus flojas palabras, se juega todas sus oportunidades. Desde el momento en que eso ocurrió, el camarada Nikita se convirtió en un personaje de chiste, una caricatura en la que nadie podía creer, y menos aún en Occidente. Continuó manifestando en voz alta su opinión de que pese a los cambios, la gloriosa Unión Soviética no tenía intención de renunciar al espionaje. Como sabían hasta los niños, habían infiltrado sus agentes en todos los gobiernos occidentales, en los partidos del extranjero, en los centros de investigación y en otras instituciones. Los norteamericanos descubrieron a un marine, Nelson C. Drummond, y lo condenaron a cadena perpetua, en Suecia había pasado algo semejante con Eric Weunerstrom y los ingleses apresaron a Vladimir Solomatin... ¡mientras Jruschov afirmaba que la Unión Soviética no tenía agentes secretos! —Usted... y usted... —señaló uno por uno a todos los presentes— no existieron nunca. Aún hoy día siguen sin existir. La broma distendió el ambiente. Mijaíl Antonov fue el primero en reaccionar. —El que el camarada Nikita Serguéievich dijera la verdad o no es indiferente, coronel. Lo único importante es si sus declaraciones sirvieron a los intereses de la Unión Soviética. —¡Y precisamente no ha sido así! —se explayó Smolitschew. Golpeó con los puños la tapa de la mesa y al gritar su calva se oscureció—. Por el contrario, perjudicó el prestigio de la Unión Soviética y nos puso en ridículo a nosotros, los hombres y mujeres del KGB, ante los ojos de todo el mundo. Jruschov no estaba a la altura de un hombree corno Kennedy. Antonov, mientras tanto, miraba en silencio al techo donde un gran ventilador de aspas oscuras repartía el aire caliente pOr toda la estancia, y reflexionaba. Tuvo que contenerse para no echarse a reír a carcajadas. Las palabras que el coronel acababa de pronunciar, de haberlas dicho el día anterior, hubieran bastado para que el coronel, en el mejor de los casos, desapareciera de por vida en un campo ¿e castigo siberiano..., incluso podría haber sido fusilado en aplicación de la ley marcial o sufrir un «accidente» de tráfico. Hasta hacía sólo unos minutos, él, Antonov, se podía permitir contradecir al todopoderoso y emido coronel Smolitschew, pero eso era algo que pertenecía al pasado. De un cajón de su mesa de despacho el coronel sacó una botella de vodka. Un ordenanza trajo una bandeja con vaos pequeños que Smolitschew llenó hasta el borde y los Pasó a los presentes. —¡Brindemos por la gloriosa Unión Soviética —levantó el vaso y se volvió a los demás— y por los camaradas Kosiguin y Brézhnev! —Nasdarowje! Con la mano, el coronel del KGB hizo un gesto que indicaba a los presentes que se alejaran. —Antonov —se dirigió enérgicamente al director de la obra—, quedamos en lo que ya le he dicho; los camaradas de su oficina de información regresarán a la Unión Soviética. Sus protestas puede usted presentarlas posteriormente, a Moscú directamente si así lo cree necesario. Al decir estas últimas palabras había en su rostro una expresión de sorna. 9 En el embarcadero, más arriba del nuevo dique, estaba atracado el barco de suministro Nefertari dispuesto a zarpar rumbo a Abu Simbel. La travesía Nilo arriba debía de durar sus buenas treinta horas. En la proa y en el puente se amontonaban las cajas y bultos, herramientas, piezas de recambio, maquinaria, conservas y bebidas y dentro de una gran jaula de tela metálica revoloteaban excitadas algunas gallinas. A popa había unos bancos reservados a los escasos pasajeros que se veían obligados a emprender la incómoda travesía, ya que en los dos aviones de la «Joint Venture Abu Simbel»» sólo había disponibles cuatro plazas. Un marinero egipcio extendió una lona sobre un armazón metálico para protegerlo del sol. El piloto y capitán del Nefertari, un nubio esmirriado de labios muy gruesos y piel cenicienta, se esforzaba, en medio de una discusión a gritos, en hacer que funcionase la radio de a bordo, por lo que golpeaba el micrófono contra la pared de la cabina de pilotaje sin dejar de decir una y otra vez hallo! o algo semejante. Finalmente, abandono resignado y se puso a discutir con el único marinero que formaba la tripulación del barco un problema que, a deducir por los gestos, se relacionaba con la salida de la embarcación, que ya se había retrasado considerablemente del horario previsto. De repente, dejando atrás una nube de polvo amarillo se acercó a toda marcha un todoterreno que llevaba escrito en un lado Joint Venture y del que saltó Jacques Balouet. El vehículo dio la vuelta. El francés llevaba una bolsa de lona de color verde oliva que arrojó sobre uno de los bancos de cubierta y se sentó al lado. Como si lo hubiera estado esperando a él, el Nefertari zarpó tan pronto como Balouet subió al barco. Además del francés, a bordo iban unos seis o siete egipcios con ropas del país. Sentados inmóviles miraban el agua fijamente y entre sus dedos desgranaban las cuentas ambarinas de una especie de rosario. En el último banco se sentaba una mujer con el rostro cubierto con un velo, lo que por sí mismo no constituía una novedad, puesto que en Abu Simbel había bastantes mujeres. Lo que sí resultaba muy poco habitual era ver a una egipcia que viajara sola. Extrañado, Balouet arqueó las cejas pero enseguida perdió interés por ella. Tras su entrevista con el coronel no estaba de humor para conversar con nadie. Tenía un banco entero para él solo, colocó su bolsa de lona contra el respaldo y se procuró así un confortable apoyo que le permitía sentarse cómodamente y estirar las piernas sobre el banco. En aquel lugar el Nilo formaba un remanso y adquiría un color turquesa. El agua tenía múltiples reflejos y el brillo del desierto arenoso en ambas orillas deslumhraba tanto que hacía saltar las lágrimas. El francés se puso un pañuelo de gran tamaño sobre los ojos y se quedó adormilado. De vez en cuando, sacaba de su bolsa una botella de plástico llena de agua, bebía un corto trago y volvía a dormitar. Al cabo de una hora se quedó realmente dormido. Cuando se despertó, la oscuridad ya caía sobre el interminable embalse. Las orillas se alejaban cada vez más hasta desaparecer en la infinita superficie del agua. La temperatura se hizo cálida pero agradable y sustituyó al tórrido calor del día. Sobre su cabeza oscilaba un farol de petróleo que arrojaba una luz amarillenta. Los egipcios dormían en sus bancos apoyados unos contra otros. La mujer del velo estaba despierta y lo observaba todo con los ojos muy abiertos. Balouet se volvió hacia atrás sobre el respaldo de su banco y se dirigió en francés a la desconocida. —Usted no es egipcia aunque vaya vestida así. La mujer apartó el velo de su rostro y le contestó, también en francés, aunque sin el acento provinciano de Balouet: —¡Y usted no es de París, monsieur! —Al ver que su interlocutor no respondía nada, le preguntó—: ¿ Qué le ha hecho suponerlo? —Una egipcia —le explicó el francés— no haría sola un viaje como éste; no están tan emancipadas. —¿Que nacionalidad me atribuiría, monsieur? —sonrió la mujer. —Si las apariencias no me engañan, usted es francesa. —Acertó. —¿Y de dónde? —De París. Se hizo una pausa durante la que cada uno de ellos reflexionó qué otra cosa podría preguntar. La mujer vestida de egipcia fue la primera en decidirse. —¿Qué le lleva a Abu Simbel? —quiso saber. A Balouet le hubiera gustado mucho hacerle esa pregunta, pero en aquel momento le correspondía contestar, y lo hizo así: —Trabajo allí, dirijo la oficina de prensa. La desconocida dijo algo que Balouet no pudo cornprender pero supo que era en ruso. —¿Qué ha dicho, madame? Asustada, la señora se llevó la mano a los labios. Balouet pudo ver su rostro; no era bello, pero la austeridad de sus facciones, por lo que había podido vislumbrar con la escasa luz, producía una extraña fascinación. —Le ruego que me perdone, le he mentido —aclaró precavidamente—, no soy francesa, soy rusa. —¿Rusa? Habla usted el mejor francés que jamás le oí a un extranjero. —He vivido en París más de diez años. Balouet la miró incrédulo. La situación le parecía extraña e incongruente. —Fui secretaria del agregado de prensa de la embajada soviética. —¡Ah, eso es...! —Sí. Y en Asuán he trabajado en la oficina de información de la presa... Me llamo Raja Kurjanowa. Balouet no dijo una palabra más. Siguió mirando a la mujer y trató de aclarar qué significaba todo aquello. ¿Quería el KGB ponerlo a prueba? ¿Era Raja una desertora que trataba de ganárselo? ¿Era posible que aquellos hombres que al parecer dormían plácidamente formaran un comando asesino enviado contra él? Balouet sintió que el sudor recorría su espalda pero trató de mostrarse tranquilo. —Seguramente no esperaba una cosa así. —No —respondió el francés—. La verdad es que me ha cogido totalmente de improviso. —¿Y usted?, quiero decir, ¿qué hacía usted en Asuán? Balouet forzó una sonrisa atormentada antes de responder con tono circunstancial: —Bien, sabe, yo hago más o menos lo mismo que usted... Me llamo Jacques Balouet y soy de Toulon. En su interior, Balouet se preguntaba cuánto sabía la rusa de él; ésta, por su parte, reflexionaba si podía fiarse de aquel francés. Quien ha tenido un cargo importante en una embajada soviética está habituado a sospechar de todo el mundo. Sólo por decir algo, Balouet hizo una nueva pregunta. —¿Y qué la lleva a Abu Simbel? Raja Kurjanowa observó con aire ausente a aquellos hombres dormidos y después de nuevo al francés; finalmente, se dirigió a él en voz muy baja y suplicante: —Tiene usted que ayudarme, monsieur. ¡Se lo ruego, ayúdeme, por favor! Balouet no sabía qué estaba ocurriendo, pero hizo un gesto afirmativo. Poco a poco la situación se volvía incómoda y peligrosa. ¿Qué quería la mujer rusa de él? —El caso es —comenzó la rusa con la mirada fija en la borda— que en estos momentos yo debía ir a bordo de un Iliushin 28 volando en dirección a Moscú. Yo... —hizo una breve pausa y miró al francés a la cara— yo trabajaba para el KGB, como lo hacen todos los rusos que ocupan cargos de importancia en este país, y no he sido capaz de realizar las tareas que me habían confiado. Eso para ellos es sinónimo de sabotaje. Y no creo necesario decirle lo que en la Unión Soviética les espera a los saboteadores. Raja pronunció estas últimas palabras con un tono de voz tan bajo que a Balouet le costó trabajo entenderla. La mujer seguía con su pañuelo de cabeza blanco atado bajo la barbilla y Balouet vio cómo le temblaban las comisuras de los labios. —¡Por favor, ayúdeme! —le suplicó. Balouet no estaba convencido todavía de que aquello no fuera una trampa. Al fin y al cabo él también tenía que temer al largo brazo del KGB. Vaciló, inseguro de si debía descubrir su verdadera posición. Sin duda, eso hubiera aligerado la situación actual, pero decidió mantener su reserva. —Admiro su valor —le dijo—. Todo el mundo sabe lo que hacen los rusos con quienes se pasan a Occidente. Les dan caza hasta el último rincón de la Tierra. Raja sonrió con amargura. —Lo sé. Pero prefiero tener una pequeña oportunidad que ninguna absolutamente. Antes de desaparecer he dejado una pista falsa, lo que me dará un poco de tiempo. Balouet se la quedó mirando con aire interrogante. —No quisiera hablar de ello —respondió a su mirada—, al menos no en este momento. Lo que busco es alojamiento para unos días o un par de semanas, después ya veré. Hablo varios idiomas y tal vez pueda ser útil en Abu Simbel. ¿Qué opina usted? El francés se encogió de hombros. Ciertamente, no resultaría difícil encontrar una ocupación para Raja Kurjanowa. Pero Balouet se preguntó que pasaría si los rusos le encargaban que investigara el paradero de la agente desaparecida, y ese pensamiento casi le hizo sentirse enfermo. Él mismo, por su parte, todavía no se había planteado qué ocurriría el día en que le comunicara a la gente del KGB que quería dejar de trabajar para ellos. Mon Dieu!, en qué situación se encontraba! —Ya sé lo que piensa. —Raja interrumpió el silencio de Balouet—. Se pregunta qué llevó a una mujer como yo a mezclarse con el KGB —dijo y respiró profundamente. —Sí, eso es exactamente lo que me estaba cuestionando —mintió el francés—; a una mujer como usted se le ofrecen otras posibilidades... Raja Kurjanowa reaccionó con vehemencia: —Por favor, nada de frases hechas, monsieur, mi situación es bastante sencilla. Le responderé: el KGB emplea un método odioso para reclutar a sus agentes; prefiere dirigirse a personas a quienes la naturaleza o la suerte les ha jugado una mala pasada. Balouet se sintió profundamente tocado. La apreciación daba plenamente en el blanco en lo que a él se refería. Verdaderamente sufría poco por su aspecto de nomo aunque supiera que era menospreciado por los demás, pero su destino, el de un marginado sin éxito, fue algo que no pudo soportar y eso fue ciertamente lo que le hizo caer en las garras del KGB, subyugado por la sensación de pertenecer a una organización peligrosa y con poder y de tener la posibilidad de ejercer un dominio sobre otros. Todo esto le causaba mayor placer que los escasos dólares que le procuraba ese trabajo. En el caso de Raja no debió de ser la naturaleza, pensó Balouet mientras la contemplaba. La rusa pareció adivinar sus pensamientos. —No, no —se apresuró a aclarar—. En mi caso fue el destino, que parecía no tener buenas intenciones conmigo. —Lo siento —observó el francés con frialdad. Sin necesidad de que nadie se lo pidiera, Raja Kurjanowa comenzó a contarle: —Yo estuve casada con un químico y sólo me di cuenta de lo mucho que lo amaba cuando ya todo había pasado. —¿La dejó plantada? —Podría decirse que sí. —Raja sonrió dolorosamente—. Una mañana, al marcharse, se despidió como siempre: «¡Adiós, hasta la noche!». Pero no volvió jamás. Murió en su lugar de trabajo, simplemente. —¿Simplemente? —Dos funcionarios del MWD1 me trajeron aquella noche la noticia de que mi marido había muerto de un fallo cardiaco. Sí, sencillamente así. Al principio lo creí, ¡qué remedio me quedaba! y, en cierto modo, esa versión se correspondía con la realidad. Pero lo que nadie me aclaró fue qué había producido aquel paro en su corazón. Lo supe más tarde por uno de sus colegas que, desde entonces, ha desaparecido sin dejar rastro. ¿Qué clase de mundo es éste, monsieur? Raja luchaba por contener las lágrimas. Hizo una pausa y continuó: —Mi marido no me había dicho para quién trabajaba realmente, ni lo que hacía. Cuando se lo preguntaba, se limitaba a responderme que su labor consistía en combinar dos sustancias químicas de modo que produjeran una tercera. La verdad es que pertenecía al Spezbüro del KGB. —¿El Spezbüro? —Un departamento fundado después de la guerra para la realización de operaciones especiales en tiempos de paz, como actos de sabotaje y atentados contra la vida de personajes de importancia. El departamento contaba con su propia «cámara», un laboratorio en el que se desarrollaban los métodos más refinados y siniestros de asesinato... —Y su marido trabajaba en ese laboratorio, ¿no es eso? —Así es. Investigaba en busca de venenos capaces de causar un ataque cardiaco sin dejar huella, de modo que pudiera pasar por una muerte natural. Más tarde supe que trabajaba con sustancias mortales contra las que no existía antídoto y que eran tan peligrosas que un simple contacto con ellas podía dejar paralizado a un hombre de por vida. La más peligrosa llevaba su nombre: KUR3. Pero ¿por qué le cuento a usted todo esto? Balouet miró a Raja. La confianza que le mostraba la mujer rusa lo conmovía y se sentía miserable en aquella situación porque no reunía el valor necesario para descubrirle quién era él y cuáles eran sus verdaderas relaciones con el KGB. Sólo Dios sabía cuánto odiaba esa falta de coraje, esa cobardía que no podía explicarse pero que, al fin y al cabo, era la que le había llevado a caer en las garras del KGB. Se aborrecía a sí mismo. Y ese odio era más doloroso y profundo que el que pudiera sentir contra cualquiera, porque su origen y su objetivo eran la misma persona... ¡un círculo vicioso! Y así, Balouet aceptó la historia de la muerte del químico con la indiferencia del más curtido de ios agentes secretos. El infinito embalse se extendía como un espejo, negro, liso y tranquilo y el Nefertari continuaba su rumbo hacia el sur con incansable regularidad. De vez en cuando, alguno de los egipcios que dormían en los bancos se giraba para cambiar de lado y dejaba escapar unos sonoros ronquidos. Hablaron a ratos y dormitaron otros, y así Balouet y Raja ya habían dejado atrás la mitad de la travesía a Abu Simbel, cuando de improviso el piloto hizo sonar la sirena antiniebla. Los egipcios se despertaron sobresaltados y se produjo un gran griterío hasta que el piloto mediante gestos les dio a entender que venía en sentido contrario un gran carguero. Por lo que podía verse a la distancia que los separaba, apenas llevaba carga a bordo, posiblemente porque debía recogerla en Asuán. Esas barcazas solían navegar preferentemente de noche para no exponerse al sol implacable. El carguero respondió a la sirena con una apagada y rápida señal de que había oído la advertencia y el barco se alejó en silencio hasta perderse en la oscuridad. Balouet estaba de pie en la popa del Nefertari y vio cómo las luces de posición de la barcaza se iban haciendo cada vez más pequeñas hasta desaparecer en la inmensidad del embalse. Aquella mujer desconocida le había contado ya la mitad de su vida, mientras que él, por su parte, se había limitado a un par de frases retóricas que no comprometían a nada. En esos momentos temía que Raja Kurjanowa aprovechara aquel largo silencio y acabara por preguntarle: «¿Y qué hay de usted, quiero decir, qué extrañas circunstancias lo han traído hasta aquí?». Pero Raja continuó en silencio. Calló durante tanto tiempo que, finalmente, fue él quien se volvió de nuevo hacia ella. Con la manga de su amplio vestido, Raja se limpiaba las lágrimas del rostro. —No sé qué voy a hacer —dijo en voz muy baja. Perplejo, y para superar la penosa situación, Balouet le preguntó: —¿No trae equipaje? Raja negó con la cabeza. —No quise pasar por sospechosa; además todo sucedió demasiado deprisa, no me quedaba otra elección. —Uhm... —gruñó el francés—, eso no facilita las cosas. Una mujer que sin conocer a nadie aparece por Abu Simbel... y para colmo sin equipaje... ¿Qué pensaría usted de algo así? La rusa se encogió de hombros sin saber qué decir. Balouet se volvió a un lado con la mirada fija en la oscuridad. ¿Qué podía hacer con aquella mujer? Contar la verdad en Abu Simbel podría resultar demasiado peligroso para él. Tenía que haber otra solución y debería convencer a Raja Kurjanowa de que era la correcta. Sus pensamientos comenzaron a surgir en un sentido y en otro, agitándose dentro de su cabeza como los dados en el cubilete, en busca de una combinación que le permitiera terminar con el problema de aquella amistad de viaje que no había deseado. Delante de él, el interminable pantano y el barco, que seguía siempre su solitario rumbo... De repente, Balouet se vio obligado a volver a la realidad. Raja se había acercado a la borda y se apoyaba en la barandilla como si fuera a saltar al agua. Balouet corrió a su lado, la sujetó con fuerza por el brazo y, sorprendido él mismo por sus propias palabras, le dijo: —¡No lo haga! Siempre hay una salida. —Oh, ¿creyó usted que iba a saltar al agua? —manifestó la rusa, desconcertada—. ¡Oh, no! —Trató de sonreír—. Los cosacos tienen un proverbio: quien no sabe mantenerse en la silla no debe cabalgar. Y yo he decidido hacer esta galopada, así que me mantendré en la silla. —Su voz sonaba tranquila y Balouet retiró la mano de su brazo. Casi se avergonzó de haber querido hacer el papel de salvador. Juntos se sentaron en el último de los bancos de madera y contemplaron los desgastados tablones de cubierta del arco hasta que Raja, de nuevo, reanudó la conversación. —Ustedes los occidentales son todos demasiado blandos ceden muy pronto. Sólo con el socialismo se aprende a luchar y a resistir. Aunque sin saber por qué, Balouet no se atrevió a contradecirla. El comportamiento de Raja iba en contra de todo lo razonable. Pero ¿qué había de sentido común en el socialismo aparte de su idea inicial?, ¿su conducta, la de un occidental, como Raja lo había expresado, era de alguna manera razonable? En su rostro se dibujó una sonrisa burlona y Raja, aunque no pudo verla, se percató de ella inmediatamente. —¡Usted no me cree, monsieur! Está bien. Pero no me interprete erróneamente, por favor; no trataba de hablar bien del socialismo. Pero durante mi estancia en el extranjero, en Occidente, he llegado a este convencimiento y me temo que los capitalistas perderán la carrera por el dominio del mundo. «¡Sorprendente —pensó el francés—, esta mujer arriesga la cabeza para librarse de las garras del servicio secreto soviético y acaba cantando una alabanza del socialismo!» De nuevo, le asaltó la duda de si todo aquello no sería un montaje de los soviéticos, si el KGB no lo tendría en el punto de mira de sus sospechas. La conversación continuó de modo intermitente rota por largos intervalos de silencio durante los que ninguno de los dos durmió mucho tiempo, tan grande era la desconfianza mutua. En las proximidades de Kurusku, que el embalse cubría con las altas mareas, el día comenzó a hacer su aparición en el horizonte, primero con tonos azulados y amarillos y después con ocres y rojos. Allí, en el punto más meridional del gran arco del Nilo, el lago comenzaba a estrecharse poco a poco hasta convertirse en un estrecho con numerosos acantilados. Con la luz del amanecer fue como si la marea alta hiciera surgir del agua extraños espíritus con brazos ondulantes, aunque al aproximarse el barco se vio que eran las copas de las más altas palmeras que todavía sobresalían parcialmente del agua agitando sus palmas como gigantescos plumeros. Con la creciente claridad, los adormilados egipcios parecieron volver a la vida. Primero el más anciano de ellos y después los demás fueron sacando agua del río con ayuda de una cuerda y un cubo abollado para sus abluciones matinales. Después, todos juntos se volvieron hacia el este y realizaron sus plegarias. En el mercado de Asuán, Balouet había comprado un par de plátanos pequeños y de mal aspecto pero muy dulces; le ofreció uno a Raja. Durante un breve tiempo, la rusa desapareció bajo cubierta. Al regresar vestía ropas europeas, una blusa de color caqui y una falda ceñida. —Las había dejado abajo —explicó Raja adelantándose a la pregunta de Balouet—, creo que será mejor no aparecer disfrazada con estas ropas en Abu Simbel. —Y señaló el vestido egipcio que llevaba doblado bajo el brazo. El timonel repartió té en unos pequeños vasos y aunque Balouet tembló al pensar que la infusión había sido hecha con agua del Nilo, tomó uno de ellos. Raja rechazó el que se le ofrecía. —Tiene la apariencia de té —observó la rusa con sequedad—. ¿Sabe a té? —No está mal —respondió Balouet—, basta con no pensar de dónde procede. La conversación matutina de los egipcios era tan animada y ruidosa que los dos europeos tuvieron dificultades para entenderse. Pero lo que Balouet tenía que decir era de extraordinaria importancia. —He reflexionado una vez más sobre el asunto. Creo que debemos mantener en secreto quién es y de dónde viene; la verdad podría provocar gran inquietud en Abu Sime ¿O cómo reaccionaría usted si de improviso tuviera ante a una mujer que afirma que viene huyendo de los rusos? Raja lo miró desconcertada. —Tiene usted razón, monsieur, pero ¿qué debo hacer? —Déjelo en mis manos —respondió Jacques Balouet seguro de sí mismo. Tenía un plan. 10 Kaminski se había adaptado rápidamente a la vida en Abu Simbel. Se avenía bien con la gente, en primer lugar porque era un tipo parecido a todos los demás; en segundo, porque, pese a la presión que ejercía el límite de tiempo impuesto para la ejecución de la obra, reinaba un tono distendido y, por último, debido a que allí le era posible aquello que se esforzaba en conseguir: olvidar. Sobre todo le había resultado de gran ayuda la repentina y amistosa inclinación que el italiano Sergio Alinardo parecía sentir por él. Fue Sergio quien insistentemente le aconsejó a su amigo Arthur que se mantuviera alejado de la doctora Hornstein, la médica del campamento, y sabía fundamentar sus razones: pese a sus bonitos ojos la doctora era fría como un pez y ningún hombre al sur del trópico de Cáncer había conseguido intimar con ella, ni siquiera el doctor Heckmann, el atrevido director del hospital, que seguía cada uno de sus movimientos con cautela pero sin lograr acercarse a ella ni un paso más de lo estrictamente profesional. En lo que a Kaminski se refería, éste había confiado en olvidar por completo el tema mujeres mientras estuviera en Abu Simbel. Había esperado no encontrar allí ni un ejemplar del sexo femenino y su sorpresa fue mayor al tropezar con una mujer de las características de Hella Hornstein. El propio Kaminski se sentía incapaz de explicarse que era lo que pese a todas sus prevenciones hacía que se sintiera tan atraído por aquella mujer. Al menos en su aspecto externo, la médica no se correspondía en absoluto a su ideal de mujer. Al contrario; era lo que Kaminski solía llamar el tipo de estudiante adolescente, casi sin pechos, delicada y, en contra de la moda de la época que imponía el cabello largo y liso, con el pelo muy corto. ¿Le excitaba lo andrógino de su aspecto, subrayado aún más por lo profundo de su voz o era simplemente su inaccesibilidad lo que atraía a Kaminski de modo tan enigmático? En todo caso, hubiera deseado, al visitar por segunda vez a Hella Hornstein para que le quitara los puntos de la herida, que se produjera alguna pequeña complicación que hiciera necesarias otras visitas. Pero no ocurrió así. Todo quedó en una insulsa conversación sobre la ciudad natal de la doctora, Bochum, y la promesa de continuarla en otra ocasión. La oportunidad se hacía esperar ya muchos días. En el casino, donde solía pasar la mayor parte de las noches en compañía de Alinardo y Lundholm, se repetían siempre los mismos temas de conversación y al cabo de dos semanas ya todo el mundo, en el aburrido ámbito de la obra, sabía que Kaminski conocía también Jiddah y Persia. Una noche, en la que Alinardo tenía otro turno de trabajo, Kaminski vio desde la ventana de su alojamiento que la gente se dirigía al casino vestida con ropas de fiesta cosa que, por lo que él sabía, sólo ocurría en días especiales como Pentecostés y Navidad. Sin saber la razón de aquel inusual cambio de atuendo, se vistió con un traje gris, camisa blanca y corbata. Al principio creyó que había llegado tarde, pues en la entrada se encontró con que todo estaba a oscuras; su sorpresa fue todavía mayor cuando al entrar en el casino vio que en una pantalla colocada de manera provisional se ofrecía una película en color. En el futuro no recordaría el itulo (se trataba de la historia de una mujer entre dos res) porque los acontecimientos que sucedieron fuera de la pantalla fueron para él mucho más excitantes que los de la película. Y lo que ocurrió fue que cuando Kaminski, en medio de la oscuridad, ocupó una de las sillas libres se encontró sentado junto a Hella Hornstein. La copia de la película había sido pasada ya numerosas veces y se encontraba en tal mal estado que parecía que durante toda la proyección estuviera lloviendo. Pero a Kaminski eso le preocupó bien poco puesto que su ocupación principal era observar con el rabillo del ojo a la mujer que estaba a su lado, tratando de no desviar la cabeza, de la pantalla. Mientras en ésta dos maestros de escuela de ideología contraria cambiaban impresiones sobre las relaciones humanas, de pronto la doctora señaló con el dedo la pantalla y susurró en voz baja: —Es allí donde está el espectáculo, Kaminski. El ingeniero se sintió descubierto. Es posible que incluso se ruborizara, pero por suerte la penumbra no permitió que nadie lo viera. La verdad era que ella se había dado cuenta de su presencia y de que no dejaba de mirarla. Terminada la película, Kaminski la invitó a tomar una copa pero la doctora declinó la invitación. Él no había esperado otra cosa y se ofreció a acompañarla a casa. Esperaba un nuevo rechazo pero para su sorpresa ella se lo permitió. Como protección, había dicho, de los peligrosos perros salvajes que por las noches merodeaban por el campamento. La noche era muy apropiada para despertar sensaciones románticas incluso en un ingeniero de obras públicas tan prosaico como Kaminski. Nunca había visto un cielo tan vasto, claro y abierto. Parecía que el número de constelaciones se hubiera duplicado y su luminosidad también. El universo estrellado se extendía como una enorme bóveda porosa por la que penetrara el sol con su luz resplandeciente. Reinaba el silencio que sólo se rompía a intervalos por el ruido lejano y apagado de alguna draga o de alguna excavadora que trabajaba en la obra al otro lado de la colina. Una camioneta descubierta subía calle arriba y doblaba en el cruce en dirección al campamento de los obreros En esos momentos se oyó el aullido de los perros salsigilosamente iban de caza buscando su comida en las basuras. La temperatura seguía siendo de treinta erados pero, en comparación con los cuarenta y cinco o incluso cincuenta que se alcanzaban durante el día, parecía agradablemente fresca. Durante un buen rato, Kaminski y Hella Hornstein caminaron juntos, en silencio, hasta llegar a la planta de transformadores brillantemente iluminada. En comparación con la estrellada cúpula del cielo, las farolas a ambos lados del camino tenían una luz amarillenta y melancólica. Hella andaba con los brazos en la espalda, lo que le daba un aire de inaccesibilidad que hizo que Kaminski recordara a su antigua maestra de escuela, que acostumbraba a dictarles paseando entre los pupitres de la clase en esa misma actitud. Y de repente, con el rostro levantado hacia el cielo, Hella Hornstein comenzó a hablar como una sonámbula: —Bendito seas tú, ojo de Horus1, que con tu belleza alegras a los dioses cuando te levantas en el cielo de oriente. Kaminski se detuvo para escuchar sus palabras. No podía dar crédito a sus oídos y menos aún cuando su acompañante continuó: —Isis, tu hermana, viene hacia ti, Horus de la luz, dichosa con tu amor. Tú dejas que se siente sobre tu falo y tu semen penetra en ella... —Se interrumpió para volverse a mirar a Kaminski—: Espero no haberle asustado. —De ningún modo —balbuceó Arthur un tanto turbado—, Ja he estado escuchando con gran devoción. Sus palabras sonaban muy poéticas, realmente. Fue para él como si de repente la inalcanzable médica se hubiera convertido en otra mujer, como si de improviso hubiera perdido su frialdad y la severidad de su actitud hubiera dejado lugar a una especie de orgullo que expresaba más un sentimiento de autoestima que de arrogancia profesional. —La frase proviene del Libro de los Muertos —observó aquella extraña mujer y por vez primera Kaminski la vio sonreír—, que tiene más de tres mil años de antigüedad. —Verdaderamente fascinante —reconoció Kaminski más que nada para mantener la conversación—. ¿Se interesa usted por la historia de Egipto? Aunque la doctora Hornstein tuvo que haber oído y entendido su pregunta, no respondió. Echó la cabeza muy atrás para fijar sus ojos en el cielo y dijo: —De acuerdo con las creencias de los antiguos egipcios, en el cielo nocturno las almas de los muertos se encuentran con los dioses inmortales, y con ellos participan en la vorágine de la Vía Láctea en el cosmos inconmensurable. Kaminski también alzó el rostro hacia el cielo y dejó que el solemne resplandor de las estrellas cayera sobre él. —Lo ha dicho usted con bellas palabras —observó y en esta ocasión lo dijo muy en serio—. ¿Sabe más cosas sobre el mundo del antiguo Egipto? Yo sé demasiado poco. —Es una pena —respondió Hella Hornstein, pero en su voz no había desengaño. Más bien pareció tomar su confesión de ignorancia como una petición de que siguiera contándole más cosas—. Antiguamente, las gentes de este país creían que los hombres nacían en oriente y que a lo largo de su vida su alma cruzaba el cielo hacia el oeste, siguiendo siempre el curso del sol, hasta entrar en las regiones de la noche para pasar a otro ser. Esa es la razón por la que fueron erigidas todas esas tumbas y esos templos funerarios en la orilla occidental del Nilo. Kaminski meditó un momento. —Abu Simbel también está en la orilla occidental, aunque Ramsés no haya sido enterrado allí. —Eso es cierto —respondió la médica—, pero las razones son otras. Sigamos; ya es tarde y quiero llegar a casa. El ingeniero no entendía cómo el estado de humor de Hella Hornstein podía cambiar de modo tan radical de un momento a otro. No, no comprendía nada en absoluto de aquella mujer, pero decidió hacer como si no tomara en cuenta esa versatilidad. Y así, siguió andando a su lado como un perro dócil y bien educado. Para Kaminski la cosa estaba clara: en contra de todos sus proyectos y decisiones anteriores, sabía lo que quería, tenía que poseer a aquella mujer, costara lo que costase. Podía mostrar bastantes cualidades para resultar atractivo a los ojos de una mujer como Hella. Lo pensó así y en el mismo momento le invadió la sensación de zozobra de que incluso allí, en el desierto, podía volver a caer en las garras del pasado. En silencio, igual que al principio del camino, se acercaron a la casa de Hella, un edificio de piedra de un solo piso cuya cubierta estaba formada por tres cúpulas de ladrillo, una invención genial para que el tejado no ofreciera al sol implacable una superficie homogénea, con lo que se evitaba que las habitaciones se calentaran en exceso. En aquella casa, apenas a un tiro de piedra de su lugar de trabajo, vivía la doctora con dos enfermeras y un auxiliar que también pertenecían al hospital. La vivienda estaba rodeada de un muro de piedra de algo menos de un metro de altura, hecho de piedra arenisca y sin cemento, destinado a evitar la invasión de arena que podía producirse con el más ligero soplo del viento del desierto. —¡Kaminski! El ingeniero odiaba que alguien le hablara así, con superioridad, pero se dominó para no provocar su mala voluntad. En cierto modo, aquel tono, como si estuviera dirigiéndose a un enfermo en la sala de visitas, se correspondía con el que Hella Hornstein solía mostrar a diario; pero él presumía que debajo se ocultaba una mujer distinta. —¡Mire allí, allí! —Se aferró al brazo de su acompañante mientras volvía el rostro hacia la entrada iluminada de la casa. Una serpiente gruesa como un brazo se retorcía en la arena con movimientos violentos y convulsivos igual que si sufriera un penoso tormento. En el momento en que se desenroscó, Kaminski se dio cuenta de que tenía abiertas las fauces tan desmesuradamente que parecía que sus dos mandíbulas hubieran perdido su punto de unión y fueran a desgarrarse. De la boca salía la parte posterior de un gato de pelo rojo y blanco. Las patas y el rabo eran todavía reconocibles, pero con cada nueva convulsión de la serpiente, la presa desaparecía unos centímetros más en el interior de su garganta. —¡Chuschu! —Hella dejó escapar un grito y Kaminski comprendió que la víctima era el gato de la casa. A continuación no supo ciertamente cómo ocurrieron las cosas, pero de repente la joven se precipitó en sus brazos y enterró el rostro en su pecho—. ¡Chuschu! —repitió una y otra vez. Kaminski hubiera deseado que el abrazo se hubiese producido en otras circunstancias; la inesperada proximidad del cuerpo de la doctora no le hizo sentir nada e intentó separarse convencido de que tenía que hacer algo para poner fin a esa horrible escena. —¡Una escopeta! —gritó—, ¿tiene alguien una escopeta en la casa? Hella se encogió de hombros. Su mirada era desesperada. —¿Tiene un hacha? Desde la casa de al lado, alarmado por aquellos gritos en medio de la noche, se acercaba un sirviente egipcio que lanzó una mirada de terror a la serpiente, después vio a Kaminski. —¡Un cuchillo, míster! —Hizo un gesto separando las manos para indicar que el cuchillo casi medía un metro. —¡Bien, tráelo! ¡Deprisa! —gritó Kaminski. El sirviente volvió a la casa corriendo. Poco después, retornó con un pesado sable curvo de los que pueden cornnrarse en los mercados árabes. Kaminski tomó el arma con ambas manos y sin vacilar se dirigió precavidamente a la serpiente, que seguía realizando violentas contorsiones. De su boca ya sólo salía el rabo del gato, una visión repugnante. Kaminski levantó el sable con las dos manos por encima de su cabeza y con un golpe fortísimo dividió al monstruo en dos partes. La sangre salpicó y coloreó el suelo arenoso. Pero la serpiente no había hecho más que dividirse en dos y cada una parecía tener su propia vida. Las dos mitades continuaron sacudiéndose, agitándose y golpeando sobre la arena sin dar muestras de cansancio. Al darse cuenta, Kaminski volvió a alzar el sable y dividió los trozos de la serpiente en dos, tres, cuatro partes... hasta reducirla a pequeños pedazos. Así terminó aquella carnicería. Hella había seguido el cruel espectáculo desde una distancia segura. Se llevó las manos a la boca. —¡Qué horrendo presagio! —dijo. 11 En el campamento no había muchas cosas de las que hablar. De hecho, siempre salían a relucir los mismos temas y por esa razón la hazaña de Kaminski circuló pronto por todas partes. Se le felicitó como si en vez de haber dado muerte a una serpiente hubiese acabado con un peligroso dragón y la víctima hubiera sido la propia doctora y no u gato. La única que no reaccionó fue la propia Hella Hornstein. Kaminski no pudo menos que preguntarse qué era lo que había hecho mal. Aun cuando estuviera conmovida por la pérdida de su gato, la decencia exigía de ella una palabra de agradecimiento por su conducta. Pero el silencio de Hella se unió a toda la serie de peculiaridades que rodeaban a aquella mujer. Durante un tiempo, Kaminski reflexionó sobre si debía enfrentarse con ella y preguntarle si había hecho algo de lo que tuviera que disculparse. Pero descartó ese pensamiento o, al menos, lo aplazó de momento. El proyecto del templo había entrado en la fase decisiva. Lundholm había logrado bombear toda el agua infiltrada y el muro de contención resistía. Podía, pues, comenzar el verdadero trabajo. Los arqueólogos y los ingenieros habían llegado a un acuerdo: se harían diez cortes verticales sobre la fachada principal del gran templo y los cuatro colosos se serrarían en doce o quince bloques de un peso, calculado previamente según su estado de resistencia, comprendido entre diez y treinta toneladas. Eso significaba un aumento del andamiaje, aunque tenía grandes ventajas, en primer lugar, que el trabajo podía ser realizado con mayor rapidez y por otra parte, satisfacía a los arqueólogos que veían con agrado que los trozos fueran tan grandes como resultara posible. Los mayores problemas se les plantearon a Sergio Alinardo y a Arthur Kaminski. Alinardo necesitaba hojas de sierra más largas y más duras. Por otra parte, el mayor factor de inseguridad lo veía en la resina artificial que debía utilizarse para afianzar en los bloques de piedra caliza las anclas de acero con las que éstos se enganchaban a las grúas; ¿resistiría las treinta toneladas? Kaminski reforzó los cimientos sobre los que debía sustentarse la grúa Derrick. Se estableció el límite de carga máxima en treinta toneladas para cada bloque y Kaminski hizo asfaltar el camino del desierto hasta la elevada zona de almacenamiento, para evitar al máximo el traqueteo de las piezas durante el transporte. En la carretera cercana a la obra, Mösslang, el antecesor de Kaminski, había hecho construir una barraca sobre la que caía un sol sin piedad. Las paredes y el suelo del recinto que medía tres metros por cuatro, eran de madera sin barnizar, lo mismo que el techo. Allí, a una temperatura que llegaba a alcanzar los cincuenta grados, se pasaba Kaminski una gran parte de su jornada habitual de diez horas. Cada proyecto tenía que ser bien estudiado, un trabajo que exigía una elevada concentración. Jacobi no hacía más que darle prisa. El 10 de octubre de 1965 reinaba en la obra una gran tensión. Se veían muchas más personas de lo ordinario; incluso los obreros del turno que había finalizado a las seis de la mañana se negaron a regresar a sus residencias en el campamento. La noche anterior, Alinardo con seis de sus mejores operarios había realizado los primeros tres cortes y a la mañana siguiente se clavaron las correspondientes anclas de sujeción afianzadas con resina artificial. El tiempo de endurecimiento o fraguado de ésta era de veinticuatro horas, que acababan de transcurrir. Sobre el primer coloso, sujeto a los garfios de dos grúas, oscilaba un raíl de acero al que debían ser fijados los ganchos. Los motores de la Derrick funcionaban ruidosamente al ralentí. Kaminski daba las instrucciones al conductor de la grúa por medio de un sistema de radio. Sobre la cabeza del primero de los colosos había dos obreros egipcios que parecían realizar un arriesgado ejercicio circense mientras atornillaban las gruesas anclas de acero al raíl. La distancia entre éstos y Kaminski, que estaba a los pies del coloso, era de treinta metros en línea recta. Muchas eran las personas que lo rodeaban. A su lado estaba Jacobi, el director general de la obra, el ingeniero Hein Lundholm así como los arqueólogos Hasan Moukhtar, Istvan Rogalla y Margret Bakker. Desde El Cairo habían llegado el ministro de Obras Públicas Kamal Maher y Ahmed Abd el, Kadr, director del Museo Egipcio. Jacques Balouet, en su calidad de director de la oficina de prensa tenía dificultades para mantener tranquilos y agrupados a una buena docena de periodistas y fotógrafos. La mayoría de los obreros había abandonado sus lugares de trabajo para poder observar el espectáculo más de cerca. En la carretera del templo esperaba el transporte pesado provisto de un armazón de maderos sobre el que, si todo salía bien, se colocaría el bloque que había sido serrado y separado de la montaña. Kaminski daba sus órdenes con la tranquilidad de quien está acostumbrado a dirigir el transporte de pesadas cargas: —¡Más abajo, más abajo! ¡Oscile a la izquierda! ¡Pare! El pesado raíl descendió despacio sobre los garfios de acero del gigantesco bloque, que seguidamente fueron atornillados. Los obreros encargados de hacerlo usaban llaves de tuercas gruesas como un brazo. —¡Confío en usted! —Jacobi le dio ánimos a Kaminski. —¡Muy bien! —se rió el ingeniero—. Y yo pongo mi entera confianza en Alinardo. —¿Por qué en mí? —le gritó el italiano desde atrás. Kaminski se dio la vuelta. Hubiera querido decirle «Porque tú y tu trabajo sois el único factor de inseguridad; todo lo demás es puro cálculo. Si las anclas de acero no aguantan en el bloque, éste caerá y se romperá en mil pedazos». Pero Kaminski no dijo nada, pues casi enseguida descubrió entre el público a Hella Hornstein. Su presencia no le extrañó tanto como el hecho de que le mostrara los puños cerrados con los pulgares alzados, con lo que le daba a entender que estaba a su lado y compartía sus sentimientos. Por la radio llegó el parte desde la cabeza del coloso: —¡Listos! —¡Okay! —respondió Kaminski—, desapareced de ahí! Los dos obreros, como equilibristas por la cuerda floja, se trasladaron por un grueso tablón desde la cabeza del primer coloso a la del segundo. Desde allí, saludaron agitando las manos igual que dos héroes que acaban de ganar una batalla. Sin embargo, la verdad era que la aventura sólo acababa de comenzar. Kaminski mantenía los labios muy cerca de su aparato transmisor. —¡Alcen, alcen, alcen! —ordenó con voz suave. El cable de tracción se tensó y comenzó a temblar. Se elevó el largo brazo de la grúa. Los motores aullaban como camellos maltratados y Kaminski, que empezaba a perder el control de sus nervios, gritó por el transmisor—: ¡Arriba, arriba, arriba! ¡Arriba, maldito sea! De repente, la cabeza del faraón comenzó a soltarse del tronco, temblorosa. Se alzó poco a poco, suavemente, para ir ganando distancia hasta quedar pendiente en el aire, como un pez enganchado a un gigantesco anzuelo. Kaminski sintió una especial emoción. Los trabajadores que estaban abajo, a los pies del templo, comenzaron a gritar entre ellos porque sabían que se avecinaba la parte más peligrosa del proceso. Kaminski dio la orden y el largo brazo de la Derrick se inclinó ligeramente hacia la izquierda y, con él, el bloque de veinte toneladas se puso en movimiento de modo que su propio peso se hizo aún mayor a causa de la fuerza centrífuga. La base de la grúa estaba bastante cerca del templo, así que su brazo tenía que recorrer un ángulo de 270 grados hacia la izquierda para poder dejar su carga sobre el vehículo de transporte pesado. El movimiento del cable de la Derrick y el cambio de luces y sombras que produjo hizo que la sonrisa del faraón pareciera más llena de vida que en su anterior posición estática, lo que impresionó aún más a los espectadores. Na^ SK atrevía a nablar. Únicamente se oían las órdenes que volaban por encima de la obra. La cabeza del faraón alcanzó su situación sobre el transporte pesado. —¡Bajadlo! —gritó Kaminski por su aparato. Esta vez dirigió la maniobra de la grúa para que el brazo fuera a derecha e izquierda y después hizo que la carga de varias toneladas se posara suavemente sobre el armazón de madera del vehículo de transporte. Durante un instante todo quedó en silencio. Parecía que todos los que habían presenciado el espectáculo tuvieran que acostumbrarse a la idea de que no habían vivido un sueño, sino que aquello era una auténtica realidad. Y de inmediato se produjo una explosión de júbilo. Unos se abrazaron, otros cogieron puñados de arena y los lanzaron al aire formando nubes de polvo amarillo. Ahora, una cosa parecía segura: la empresa Abu Simbel iba a ser un éxito. A un lado, a la sombra del decapitado coloso estaba Hella Hornstein observando el alegre tumulto que se había formado en torno a Kaminski. Pese a todo, no parecía especialmente emocionada. Cuando el ingeniero notó su presencia, se libró de la excitada multitud que lo rodeaba para felicitarle y se dirigió hacia ella. —Hacía tiempo que no nos veíamos —le dijo turbado. Hella le tendió la mano y con el mismo aire inaccesible de siempre le dio la enhorabuena: —Le felicito, Kaminski, lo ha hecho estupendamente. ¡Un trabajo, de precisión! Kaminski tomó su mano pero encontró el contacto más bien frío e incómodo. Desde aquel encuentro nocturno con la serpiente, que no le valió ni una sola palabra de gratitud, había intentado muchas veces quitarse de la cabeza a aquella mujer. Muchas veces, sí, porque la extraña fascinación que emanaba de Hella le había restado muchas horas de sueño en las noches siguientes. Por esa razón, Kaminski soltó su mano rápidamente, le respondió unas palabras corteses de agradecimiento y trató de convencer a la doctora Hornstein de que era mejor que abandonara el lugar para presenciar la continuación del trabajo desde la barraca situada bastante más atrás. Mientras tanto, el transporte pesado se había puesto en movimiento, primero casi centímetro a centímetro, desnués a una velocidad de cinco kilómetros por hora. Ese fue el tiempo que hubo de pasar hasta que el pesado vehículo llegó al nuevo lugar de almacenamiento de los bloques. Esa zona estaba cruzada por un sistema de raíles sobre los que circulaba una grúa móvil que funcionaba como un pulpo cuyos tentáculos podían caer sobre la carga que acababa de llegar y levantarla del transporte pesado. Una vez allí, la cabeza del faraón recibió el número clave GA1-A01. Cada bloque que, en el transcurso de los dos años siguientes, fue transportado por delante de la barraca del ingeniero recibió uno de esos números. La piedra decimoséptima, GA1-A17 , iba a cambiar la vida de Kaminski de manera inesperada. 12 Después de diez días y diez noches, el éxito se había convertido en rutina. Los anclajes de acero soportaban el peso. Alinardo con sus marmisti realizaba un trabajo de precisión. En tres o cuatro horas, un bloque podía ser levantado, cargado y transportado al lugar de almacenamiento. El bloque GA1-A17, la parte de los pies del coloso, en principio no causó dificultades. Kaminski transfirió el mando de la operación a su capataz Karl Thiery. Todo se realizó exactamente como estaba planeado, aunque la tensión que desde el principio de la operación reinaba sobre el campamento no había desaparecido; en esto, el proyecto «e diferenciaba de todos los demás en que Kaminski había Abajado hasta entonces. Aquella mañana, Kaminski estaba sentado en su barraca inclinado sobre los planos de los cortes que Alinardo le había presentado. El trazado de las secciones en la piedra motivaba siempre discusiones y negociaciones entre los marmolistas, los arqueólogos y los ingenieros. Los canteros estaban interesados siempre en realizar los cortes lo más pequeños posible, los arqueólogos preferían que el número de secciones fuera mínimo (lo que implicaba bloques de mayor tamaño), mientras que los ingenieros, teniendo en cuenta las dificultades del transporte, querían bloques pequeños. La discusión sobre el corte de una sola pieza duraba a veces varias horas y, en la mayoría de los casos, terminaba con un compromiso. Mientras Kaminski estudiaba a fondo las líneas de sección de un nuevo bloque, se aproximaba el primer transporte pesado del día con su carga de varias toneladas. Conocía de sobra el rugir de los motores, que se repetía con regularidad por la carretera que subía la montaña y por esa razón no le prestaba ya demasiada atención. Sin embargo, en esa ocasión el ruido cesó repentinamente. Kaminski percibió en un chirrido ensordecedor el silbido jadeante de los frenos hidráulicos, el crujido de unas vigas que se rompían y después el retumbar de un trueno y un temblor de la tierra. La barraca se conmovió como azotada por un tornado y en ese mismo instante la pequeña estancia se llenó de polvo igual que si se hubiera producido una explosión. Kaminski se llevó los brazos a la boca, tosió y escupió la arena amarilla y corrió afuera en ousca de aire. A un tiro de piedra de distancia estaba detenido el poderoso vehículo de transporte. A su lado yacía el bloque GA1-A17 como una muralla derribada. El andamiaje de madera se había resbalado del transporte y se había hecho añicos en la caída. Sin poder creer lo que veía, Kaminski pestañeó deslumhrado por la luz del sol: no comprendía por qué aquel accidente había producido en el interior de cabana una nube de polvo como la que causa una explosíón mientras que el gran bloque de piedra estaba a una distancia de treinta metros sin que su caída hubiera dejado el menor rastro de polvo en el aire. De la cabina del vehículo de transporte descendió Alí, un egipcio al que se le consideraba un obrero digno de confianza. Igual que una plañidera se llevó la mano a la cabeza y al darse cuenta de la presencia de Kaminski, le gritó desde lejos: —Alí, no culpa, míster. ¡El gato culpa! —Al mismo tiempo intentó hacerle comprender a Kaminski que un gato vagabundo se había cruzado en su camino, que él frenó para evitar atrepellarlo y fue entonces cuando ocurrió el accidente—. ¡Alí no culpa, míster! —repitió. Aparte de unos pequeños deterioros en los cantos, que hablan sido sujetados con cinta adhesiva para el transporte, el bloque GA1-A17 resistió la caída sin daño. Su rescate en el suelo arenoso duró hasta las primeras horas de la noche y dejó un profundo cráter en la tierra. Después, Kaminski regresó a su barraca y continuó estudiando sus planos. Estaba cansado y quería terminar, pero no podía sacarse de la cabeza la explosión de polvo, un extraño suceso para el que no encontraba explicación razonable. Al darse la vuelta, vio a Lundholm junto a la puerta. —Hoy ha sido un día muy largo —observó amablemente y añadió—: Pero todo ha ido bien, ¿verdad? Kaminski afirmó con la cabeza, enrolló sus planos y se levantó. —Las cosas pudieron ir muy mal, maldita sea —dijo mientras se acercaba a su amigo. En ese momento se sintió aliviado y su tensión desapareció. Seguidamente, como quien hace una pregunta casual se dirigió al sueco—: ¿Cuanto tiempo hace que se construyó la barraca en este lugar? Lundholm golpeó fuertemente con la mano la pared de madera como si quisiera comprobar si seguía en buen estado y respondió: —Aproximadamente un año. ¿Ya no es suficiente para tus necesidades? Un edificio de piedra no resultaría tan caluroso. Además su construcción debería ser autorizada por Jacobi. —¿Y quién decidió levantar la barraca precisamente aquí? —Fue Mösslang , tu antecesor, pero no sabría decirte las razones que lo movieron a elegir este emplazamiento. Tendrías que preguntárselo a él y eso ya no es posible. —¿Qué quieres decir? —Mösslang ha muerto. Se sospecha que ahogado. Pero ¿por qué lo preguntas? Al parecer las preguntas de Kaminski no eran del agrado del sueco. En el campamento a nadie le gustaba hablar de Mösslang . —Si te interesas por ese hombre —continuó como de mala gana y se dispuso a salir—, debes preguntarle a la doctora Hornstein. Fuera, con un ruido ensordecedor, pasó un camión y a Kaminski apenas le quedó tiempo para ver cómo Lundholm saltaba a su estribo y entraba en la cabina del chófer. Kaminski vio las luces traseras desaparecer en la noche; seguidamente, volvió a entrar en la barraca. Dentro todavía olía a polvo. La luz de gas producía un débil zumbido monótono. Kaminski se dejó caer sobre la silla de madera. El agobiante calor del interior de la habitación le hacía sudar por todos los poros; estaba muy cansado. El accidente del mediodía y la insinuación de Lundholm hacían que su curiosidad fuera cada vez mayor. Se apoderó de él la impresión de que estaba sobre la pista de una historia misteriosa. Sumido en sus propios pensamientos dejó que su mirada vagara por las paredes de madera de la barraca, pero no pudo observar nada que le llamara la atención. Después miró el suelo y vio que estaba formado por tablones sueltos. Todas las demás barracas semejantes distribuidas por el campamento y la obra tenían el suelo de cemento. Kaminski se levantó y cerró la puerta para evitar la llegada de visitantes no deseados. Tomó un escoplo, la única herramienta que había en su oficina, y lo introdujo en el espacio de separación entre dos tablas. Así, una tras otra, consiguió levantar varias tablas hasta dejar al descubierto un metro del suelo de sustentación de la barraca. Los cimientos parecían el empedrado que se usa de base para asfaltar una carretera y, desde luego, no eran lo más adecuado para servir de fundamento a una construcción. Sin más ayuda que sus manos, Kaminski apartó un par de piedras. Debajo de ellas encontró un nuevo suelo de tablones de madera sin barnizar, como los que se empleaban normalmente en la obra. Sin duda habían sido utilizados por alguien para tapar ligeramente un pozo o un agujero en la tierra. Entre los diversos tablones había ranuras de casi un dedo de gruesas. Kaminski dejó caer una piedra por una de ellas y escuchó el ruido que producía al caer. El sonido le hizo pensar que al final de un pozo de varios metros debía de haber un repecho o una escalera que conducía a un pasadizo horizontal. Kaminski contuvo la respiración. Durante un momento, que pasó como un relámpago, se dejó llevar por la idea de que había hecho un gran descubrimiento a la manera de Schliemann o Howard Cárter, de que podía sacar a la luz del día algo que desde hacía milenios no había sido visto por el ojo humano. No fue un pensamiento excelso, sino más bien lúgubre y que lo intranquilizó como si se tratara de una oscura amenaza. Casi de inmediato percibió con toda claridad que ya antes que él tuvo que haber alguien tras las huellas del secreto, alguien que tapó el pozo con plena conciencia e hizo edificar la barraca sobre él. Y el único posible era su antecesor, Mösslang , ese hombre misterioso que —como Lundholm había dicho— se había ahogado supuestamente, pero que, en cualquier caso, estaba muerto. Kaminski hubiera deseado más que nada apartar toda la capa de piedras y entrar de inmediato en el pozo, pero en vez de hacerlo así, decidió reflexionar sobre el asunto. Debía contar con que con su intervención podía cruzarse en el camino de alguien que tanto podía ser un aventurero desconocido como un colega del campamento. Tampoco podía excluirse que hubiera dado con algo totalmente distinto, una antigua cisterna o la tumba de un beduino... ¿no podía ser también un antiguo escondite de armas? Lo mejor era no precipitarse. Colocó de nuevo las piedras sobre los tablones y con las otras tablas cubrió el suelo de la barraca, no sin antes dejar una marca secreta que le advirtiera de si alguien movía las maderas en su ausencia. 13 En los días que siguieron, Kaminski intentó conseguir más información sobre Mösslang, pero por lo general sólo obtuvo movimientos de cabeza evasivos, indiferentes encogimientos de hombros o la pregunta, en respuesta a las suyas, de por qué se interesaba tanto por aquel hombre. Por esa razón y porque no halló señal de que nadie más se interesara por conocer el secreto bajo las tablas de su cabana, el ingeniero decidió bajar al pozo por cuenta propia y se buscó las herramientas necesarias para llevar a cabo un plan exacto. Ocurrió que ese mismo día se encontró en la obra on el arqueólogo Moukhtar y Kaminski se esforzó en llevar la conversación al tema que en aquellos momentos más le interesaba. —Hay algo que siempre quise preguntarle, doctor —dijo Kaminski con estudiada indiferencia—, ¿considera usted sible que mientras realizamos nuestros trabajos en la obra podamos hacer algún descubrimiento imprevisto? Se lo pregunto porque de existir esa posibilidad tendríamos que ir con mayor cuidado. El larguirucho Moukhtar se echó a reír con fuerza y respondió: —Ya comprendo, usted pretende llegar a ser tan famoso como Howard Cárter con el descubrimiento de la tumba de Tutankamón. No, señor Kaminski, me temo que debo desengañarle. Abu Simbel no es el Valle de los Reyes e, incluso allí, un descubrimiento como ése sólo se produce cada cien años. Pero, si me permite una observación —Moukhtar se colocó muy cerca de él—, usted puede llegar a ser verdaderamente famoso si realiza aquí un trabajo ejemplar. En ese caso, es posible que aún se siga hablando de usted dentro de cien años... La observación innecesaria enojó a Kaminski, que se propuso devolvérsela al egipcio cuando se presentara la ocasión. —Me ha entendido mal —se quejó—, yo no quiero hacerme famoso aquí. Lo que me interesa fundamentalmente es ganar dinero, el máximo posible, y nada más. La fama se la dejo con gusto a los arqueólogos. Sólo que se me ocurrió la idea de que casualmente... —«Nada en el mundo ocurre por casualidad —dijo un poeta árabe—. La mera palabra casualidad es ya en sí una blasfemia.» —Está bien, está bien —trató el alemán de tranquilizar al egipcio—, en tal caso tampoco fue casualidad que Cárter descubriera la tumba del faraón. Satisfecho, Moukhtar afirmó: —No, no fue una casualidad. ¡Jesde el templo se aproximaba un vehículo pesado con Un mKvo bloque y Kaminski cogió al egipcio de un brazo Para apartarlo a un lado. —Está prohibido acercarse demasiado a ese vehículo. ¡Debe tenerlo en cuenta, doctor! El arqueólogo hizo un ademán de disgusto y, mientras el transporte cargado con el bloque seguía su camino murmuró algo que venía a decir que tampoco sería casualidad si una de las piezas de piedra se soltaba de su gancho y aplastaba al ingeniero. Sería la voluntad de Alá. Kaminski no comprendía por qué razón una pregunta tan inofensiva como la suya había excitado al egipcio y se le ocurrió pensar que tal vez supiera algo del secreto oculto bajo la barraca. Tomó una decisión repentina y le hizo la pregunta: —¿Llegó usted a conocer a Mösslang? —¿Mösslang? —preguntó el egipcio a su vez. Hizo una larga pausa y añadió con un movimiento de cabeza—: ¿Qué significa conocer? Lo conocía tan poco como le conozco a usted. Mösslang era un solitario, un típico europeo, creía bastarse por sí solo, si entiende lo que quiero decir. Kaminski movió la cabeza afirmativamente, aunque la verdad era que no podía imaginarse lo que Moukhtar quería decir con esa observación. El arqueólogo cambió de tema rápidamente y lo hizo con un tono más amistoso. —Mire, señor Kaminski, retrospectivamente uno se inclina gustosamente a creer que muchas cosas de las que ocurren en la vida son casualidades. En lo que se refiere al arqueólogo inglés Cárter, son muchos los que afirman que tropezó casualmente con los escalones de piedra que conducían a la tumba del faraón. La verdad es que Cárter dedicó media vida a la búsqueda de esa entrada y había encontrado indicios que fortalecían sus presunciones. Y p°r esa razón no cesó en la búsqueda. Si a eso le llama casualidad, señor Kaminski... Era posible que Hasan Moukhtar estuviera en lo cierto, ¿pero justificaba eso una reacción tan desabrida? —El descubrimiento de Abu Simbel también puede rechazarlo como obra de la casualidad —comenzó Moukhtar de nuevo— pues se debe a la valiente planificación de un olo individuo. Fue un alemán o un suizo, en cualquier caso un europeo, que leyó algunas referencias a un templo lleno de oro que debía de estar en Nubia enterrado bajo grandes masas de arena. Se decía que los romanos fueron los últimos europeos que vieron ese templo. Se puso en marcha con un guía y dos camellos y cuando estaban a punto de terminarse sus víveres, decidió continuar un día más su búsqueda. Y ese día descubrió Abu Simbel. Naturalmente, el templo no tenía el aspecto que usted ha conocido. La arena lo cubría hasta el techo. Pero Burckhardt, que así se llamaba el aventurero, había encontrado Abu Simbel. Naturalmente, él no sabía que había hallado un complejo en torno al santuario de Ramsés, tampoco suponía que en el templo no encontraría ni un solo gramo de oro. —¿Y la tumba del rey? Moukhtar rió con la risa del sabio ante el ignorante. —Señor Kaminski —respondió el egipcio—, como todos los faraones del nuevo reino, Ramsés fue enterrado en el Valle de los Reyes. Y es una ironía de la historia que el más importante de los faraones de Egipto y uno de los mayores arquitectos de la historia fuera enterrado en un panteón que ni siquiera hubiera sido bastante para el más insignificante de sus ministros. —Tal vez murió tan repentinamente que no hubo tiempo de preparar su tumba. —Usted piensa en Tutankamón; en su caso fue así. Y sin embargo, su tumba estaba adornada de modo mucho más artístico que la del gran Ramsés. —¿Hay una explicación? —Si, la hay, señor Kaminski. —Moukhtar se inclinó y con dedo índice trazó sobre la arena dos signos árabes. El alemán se quedó mirando al arqueólogo, interrogante. Éste borró los caracteres árabes y sobre ellos escribió la cifra 89. Ramsés tenía ochenta y nueve años. Una edad verdaderamente bíblica en una época en que la edad media del ser humano era de veinticinco años. Sobrevivió a sus numerosas esposas e hijos, de modo que sólo el decimotercer hijo en la línea de sucesión, el príncipe Mininptah, pudo heredar el trono. No sorprende que los hombres de entonces y, finalmente, hasta el propio Ramsés, llegaran a creer que era inmortal. Ramsés estaba tan convencido que ordenó detener los trabajos de su tumba. —¡Increíble ese Ramsés!, ¿era un loco? —Yo no lo diría —replicó el arqueólogo—. El faraón Ramsés no estaba loco... Más bien son los muchos otros reyes de Egipto los que merecieron esa calificación. Ramsés es sólo el que de modo más visible vivió su papel de reencarnación de un dios. Kaminski asintió con la cabeza. Siempre le interesó la historia del antiguo Egipto. Pero él era ingeniero y su tarea consistía en trasladar una construcción de un lado a otro y volverla a montar de nuevo; si se trataba de un puente, un palacio antiguo o un templo no significaba para él ninguna diferencia. Al menos eso era lo que había pensado hasta hacía poco. Pero desde unos días atrás, Kaminski veía las cosas de modo distinto. Su mente seguía fija en su hallazgo, —¿Y dónde fue enterrada la esposa favorita de Ramsés? —preguntó directamente. —En el Biban el—Harim, en el Valle de las Reinas, que los antiguos egipcios llamaban también el Lugar de la Belleza. Murió treinta años antes que Ramsés. Kaminski miró a Moukhtar con aire escrutador. —Entonces, ¿ya no quedan más secretos en torno a Ramsés? —Así puede decirse. Un hombre que vivió como ese rey, ¿qué secreto pudo llevarse a la tumba? De acuerdo con el concepto actual, Ramsés fue el faraón del escándalo. —su afición y disfrute de las mujeres superó todo lo conocido, entonces, la cifra de sus hijos reconocidos fue tan nde que para establecer su descendencia se hizo preciso catálogo. El francés Fierre Montet incluye en esa lista 162 nombres, ¿puede imaginárselo, señor Kaminski?, y nos estamos refiriendo sólo a los hijos que el faraón estuvo dispuesto a aceptar oficialmente. ¿Cómo llamaría a un hombre así en su idioma? —Präpotent —le aclaró Kaminski en alemán. —Eso es, superpotente. ¡Un supermacho! En los tiempos de Ramsés esa cualidad se consideraba divina y por lo tanto nadie se hubiera atrevido a condenar al rey por utilizar debidamente su virilidad. Otros tiempos, otras costumbres. Kaminski afirmó con la cabeza. Sin duda, Ramsés fue un hombre extraordinario; mientras más reflexionaba sobre ello, más prometedor le parecía su descubrimiento bajo el suelo de la barraca. No obstante, Kaminski decidió guardar silencio. Por un lado, temía la vergüenza en el caso de que se tratara simplemente de un pozo o algo parecido, y por otra parte, le indignaba la arrogancia que Moukhtar mostraba ante él; la soberbia propia de los arqueólogos. 14 Desde que se consiguió taponar la brecha del muro de contención, en la obra reinaba, pese a todas las tensiones, un ambiente de optimismo y confianza, que ni siquiera fue Perturbado de modo destacable por el accidente del vehículo de transporte. Ciertamente, aún seguía filtrándose una cantidad de agua insignificante en el interior del recinto de la obra, pero para Lundholm y su equipo eso no constituía un peligro serio, pues el sueco había dispuesto cinco instalaciones de bombeo y se jactaba de que su capacidad era más que suficiente para dominar en una sola noche una ruptura del muro como la ocurrida hacía seis semanas. En el lugar donde poco tiempo antes se alzaba un coloso de piedra de veinte metros de altura que miraba orgullosamente sobre las aguas del Nilo, había ahora varios cortes que dejaban huecos del tamaño de grandes armarios de dormitorio. Después del accidente con el transporte, Kaminski impuso nuevas medidas de seguridad. Desde ese día, los grandes bloques pétreos no se trasladaban de pie sobre un armazón de madera sino tumbados. Esa forma de acarrearlos tenía sus riesgos: la piedra arenisca, que había estado de pie durante miles de años, corría el peligro de desmoronarse en pedazos a causa del desplazamiento de su centro de gravedad. Entretanto, los conductores del pesado vehículo habían conseguido tal precisión en su trabajo que el kilómetro y medio de distancia entre el emplazamiento y el lugar de almacenaje se realizaba de una vez, sin detenciones, y a una velocidad muy lenta y regular. Y a partir de entonces no estaban dispuestos a frenar porque un gato se les cruzara en su camino... Y posiblemente tampoco por un obrero. Las nuevas medidas de SSL señalaban que el aumento del nivel de las aguas se había hecho más lento. Pese a ello, Jacobi ordenó que el trabajo continuara en tres turnos para, así decía, estar preparados en caso de cualquier imprevisto. E incluso sobró tiempo para que los obreros restantes construyeran nuevas viviendas y, sobre todo, zonas verdes. Una mirada que durante meses sólo tiene delante un desierto de arena se muestra agradecida ante cualquier espacio verde^ por pequeño que sea. A lo largo de un kilómetro a ambos lados de la Government Road se plantaron árboles traídos en barco desde Asuán; las casas de piedra de la Contractor s Colony Road tuvieron también sus pequeños jardines y se levantaron nuevos muros para protegerlas de la arena. Transcurrió más de una semana antes de que Kaminski tuviera valor para explorar el misterioso subsuelo de su barraca de trabajo. Una noche, mientras tomaban unas copas en el casino, Jacobi propuso a su ingeniero jefe derribar su cabana de madera y construirle en su lugar una con muros de obra. Kaminski se negó a aceptar alegando motivos de seguridad para el transporte, pero lo que en realidad temía era que se descubriera su secreto. Y, esa misma noche, decidió descender al pozo a la primera oportunidad. Ésta se le ofreció dos días después, un viernes, que es el día de fiesta de los egipcios. En la obra, las máquinas dejaron de funcionar y por lo tanto Kaminski pudo dedicarse tranquilamente a realizar su plan. Entretanto se había procurado herramientas: palas, una escalera de garfios, cuerdas, una linterna, una polea... utensilios de uso en la obra, que no le fue difícil conseguir. Al anochecer, Kaminski entró en la barraca, cerró la puerta por dentro y cubrió las ventanas con sacos viejos para evitar que la luz surgiera al exterior y despertara sospechas. El silencio, que por lo general estaba roto por el fragor de las maquinas, las grúas y los vehículos, cayó sobre Kaminski como algo excepcional y grato. También él procuró realizar su trabajo con el menor ruido posible. Kaminski había vivido muchas experiencias en otras obras fuera de su país, pero tuvo que confesarse que sintió un nudo en el estómago cuando quitó las tablas del suelo, apartó las piedras y por fin retiró los tablones que tapaban ja entrada al agujero. Con una linterna de minero a pilas iluminó su camino de descenso. El mismo no sabía qué era lo que esperaba encontrar aüi abajo cuando miró al fondo de aquella boca de pozo e unos cuatro metros cuadrados y de rústicas paredes de piedra. A unos cinco metros de profundidad vio una especie de descansillo cubierto de polvo y de guijarros que teaspecto de un trozo de superficie lunar. El círculo luminoso de su linterna descubrió una abertura lateral. El conjunto no causaba la impresión de haber sido visitado por otro descubridor. No había colillas ni ningún otro indicio de presencia humana, sólo piedras y arena. Kaminski colocó uno de los fuertes tablones cruzado sobre el agujero y le ató un extremo de la cuerda, el otro se lo sujetó a la cintura. Sin pararse a pensar qué podía esperarle al final del pozo, comenzó a descender. Abajo, la temperatura era mucho más fría que en la superficie y se dio cuenta de que sus ropas, pantalones cortos, camisa de manga corta y zapatos de ante con suela resbaladiza sin calcetines, el atuendo normal para los días de asueto en el campamento, no eran lo más apropiado para aquella expedición. El ingeniero se pasó la mano por sus cortos cabellos para echárselos adelante, un gesto habitual cuando se encontraba en una situación difícil. Precavidamente iluminó el suelo. Nada, ni siquiera un escorpión. A la altura de la rodilla, sobre el suelo, había una especie de entrada, una abertura tan pequeña que sólo un niño hubiera podido pasar por ella de pie y que debía de penetrar en el interior de la montaña. No pudo ver cuál era su longitud pues al cabo de unos metros el túnel describía una curva. En circunstancias normales, Kaminski no hubiera puesto sus pies en aquel corredor, pero, naturalmente, aquélla no era una situación corriente. Avanzó arrastrándose. Pese a todas las tensiones, en su rostro se dibujó una sonrisa burlona al pensar que alguien pudiera verlo en aquellos instantes reptando de esa manera. El ambiente seco y el polvo que levantaba a cada paso le quemaban los pulmones. Kaminski respiró profundamente en busca de aire, pero el intento empeoró aún más las cosas. Del bolsillo del pantalón sacó un gran pañuelo |húmedo de sudor y se lo ató de modo que le protegiera la boca. Olía mal pero actuó como un filtro, al menos durante algunos instantes. De repente, una delgada lámina de piedra se desprendió del techo del pasadizo y se rompió en mil pedazos. Kaminski se echó en el suelo sorprendido pero no concedió importancia a lo ocurrido y continuó adelante mientras alumbraba cada rincón con la linterna para no pisar un escorpión. Ése era el único peligro en el que pensaba en aquellos momentos. La curva del túnel desembocó finalmente delante de otra boca de pozo que cortaba por completo el paso por el corredor y que tenía una superficie de unos dos metros cuadrados. El agujero era tan profundo que el rayo luminoso de la linterna no le permitió a Kaminski ver el fondo. Algo hay que concederle a los egipcios, pensó, siempre supieron asegurar bien sus cámaras de tesoros, haciéndolas casi inaccesibles. Quiso dejar la búsqueda, al menos por ese día, para volver a intentarlo mejor equipado, con ropas más apropiadas, un casco protector, anclotes, cuerdas y una escalera de mano con la que sería más fácil superar un agujero como aquél. Mientras Kaminski se hacía una lista mental de lo que necesitaría para la próxima vez, iluminó la parte alta del pozo y descubrió dos barrotes de hierro, gruesos como un brazo que, separados entre sí por medio metro, se extendían sobre el agujero. ¿Qué diantres podrían significar aquellas barras? Con un trozo de piedra que cogió de la pared, Kaminski golpeó uno de los dos barrotes, que produjo el sonido apagado de una vieja campana cascada. Kaminski escuchó. Nada. Había oído hablar de las medidas de segundad con que los antiguos egipcios protegían la paz de sus muertos. Las dos barras de hierro clavadas en los extremos de la pared del pozo causaban la impresión de formar parte de un mecanismo, una trampa para seres humanos. Con más fuerza que antes, el ingeniero volvió a golpear el barrote, que sonó con estridencia, como un chillido que ascendiera por la boca del pozo y se extendiese por el pasadizo que continuaba por el lado de enfrente. Mientras examinaba las barras, y especialmente sus anclajes en la pared centímetro a centímetro, se le ocurrió la idea de que aquellos hierros se prestaban de modo especial para pasar al otro lado del pozo, suponiendo que pudieran resistir su peso. Pero ante la imposibilidad de determinar la profundidad del agujero, la empresa le pareció en extremo arriesgada; aunque, por otra parte, estaba convencido de que sólo necesitaba dos o tres asideros para poder saltar por encima del hoyo y llegar al descansillo que había al otro lado, donde continuaba el corredor. Kaminski no lo pensó demasiado, se colocó la linterna entre el cinturón y el cuerpo, se aferró con la mano derecha a una piedra saliente y con la izquierda probó la resistencia de una de las barras. Al ver que ésta no se movía de su sitio, se colgó de ella con todo su peso. Con la mano derecha se aferró al otro barrote y, antes de que se le ocurriera pensar en las peligrosas consecuencias de su acto, alcanzó el pasillo al otro lado de la boca del pozo. Un impulso inexplicable lo empujaba a continuar adelante por un pasadizo que cada vez se iba haciendo más alto y cuyo suelo estaba tan lleno de cascotes y guijarros que a veces le llegaban hasta la rodilla. De pronto, el techo alcanzó una altura de unos seis o incluso ocho metros. Kaminski dirigió hacia arriba el rayo de su linterna y descubrió una grieta que, sin duda, era de fecha mucho más reciente. Instintivamente retrocedió un paso, temeroso de que pudiera producirse un nuevo desprendimiento, pero de inmediato una idea le cruzó por la mente: ¡el accidente con el transporte pesado! En su marcha bajo tierra, Kaminski había perdido la orientación, pero al rehacer mentalmente su camino se percató de que aquella grieta subterránea podía estar situada precisamente debajo de donde cayó el pesado bloque al desprenderse del vehículo. Ésa, también, podía serla explicación de la nube de polvo que la caída del bloque produjo en su barraca y del considerable cráter que se había abierto al lado de la carretera. La alta estancia no era muy larga, apenas una docena de pasos y terminaba en un sólido pórtico sobre el que se abrían dos grandes alas talladas en la piedra. Así que se trataba de una antigua tumba, pensó Kaminski y, antes de empezar a cruzar el montón de piedras sueltas que había en el suelo, miró de nuevo al techo, preocupado. Naturalmente, tenía reparos, temía que la quebradiza piedra de arenisca produjera un nuevo desprendimiento que lo aplastara o que le cerrara el camino de regreso. Pero la mágica atracción que lo impulsaba a llegar hasta el final del laberinto era irresistible. Con pasos precavidos, Kaminski pasó sobre el polvoriento montón de guijarros hasta llegar al pórtico. Allí se detuvo e iluminó la estancia adyacente. —¡Dios mío! —murmuró en voz baja. Le ardía la frente y sintió el sudor sobre los párpados, las sienes le latían como el émbolo de una bomba de desagüe—. ¡Dios mío! —repitió. En medio de la habitación, que medía cinco por cinco metros, había un sarcófago de color rojo brillante. En los lados más largos estaban grabadas las dos alas que figuraban sobre el portal de entrada. Hasta llegar allí, Kaminski no había advertido ningún adorno en las paredes, pero las de aquella estancia brillaban con el resplandor del oro mate. La luz errante de la linterna descubrió imágenes en blanco, rojo y negro. Animales fabulosos de tamaño natural, quizá representaciones de dioses que Kaminski no conocía, se extendían por las paredes a veces en posturas solemnes y otras descuidadas. Un cocodrilo con facciones humanas copulaba con un hipopótamo erguido sobre sus dos patas traseras. Un hombre con cabeza de halcón y ancho pecho levantaba las manos al cielo seguido de un chacal que andaba derecho y dos mujeres vestidas con largas túnicas. En la pared de enfrente se representaba una barca alargada con la proa y la popa alzadas en direcciones opuestas. Ocho remeros vestidos sólo con cortos delantales de cuero y grandes pelucas sostenían delgados remos que se hundían en el agua. En el centro de la embarcación, envuelta en paños, había una figura femenina, a deducir por su postura, delante de un dibujo en forma cónica. Un sacerdote de piel oscura con la cabeza afeitada y un pellejo de leopardo sobre los hombros movía los brazos en dirección a la figura velada como si quisiera decirle: ¡Detente, hasta aquí has llegado! Kaminski entró en la estancia y reconoció, a ambos lados de la entrada, las representaciones de diversas divinidades en verde y en rojo. Uno era un dios con cuerpo de carnero que andaba a dos patas con un disco solar entre los cuernos y una serpiente que se enroscaba a su cuerpo en varias vueltas. Sobre un pedestal adornado con plantas y sarmientos hacía muecas un babuino como si se divirtiera observando a una figura humana con la puntiaguda cabeza de un ibis y a una momia en pie con cráneo de halcón. El techo de la habitación era una bóveda de arcilla que representaba un cielo de color azul luminoso adornado de brillantes estrellas doradas. Kaminski no sabía cuánto tiempo se había quedado contemplando todo aquello. Creía soñar y tardó en volver a la realidad. Necesitaba aire, la sequedad polvorienta le dificultaba la respiración. Si quería salir de allí sano y salvo, tenía que emprender el regreso enseguida. ¡Pero allí estaba el sarcófago! De pórfido, tan alto que Kaminski no podía mirar por encima de él. Dudó; de haber sido sensato hubiera dado la vuelta de inmediato. Pero ¿no había olvidado ya todo lo razonable al adentrarle solo en aquella misteriosa tumba? ¿Volver ahora? Nunc^. No perdió ni un minuto más en pensar en el regreso, sirio que buscó algo para subirse a mirar por encima del sarcófago. En circunstancias normales, Kaminski hubiera tenido la fuerza suficiente para trepar hasta la parte superior del elevado sarcófago de mármol, pero se encontraba agotado, sin energías y le dolían los pulmones. Finalmente dejó su linterna en el suelo de modo que la luz entrara por el pórtico hasta la elevada antecámara donde se acumulaban los guijarros. Decidió formar un montón con ellos. El aire se hacía cada vez más escaso y Kaminski tuvo la sensación de que se le formaba una capa de flema sobre la lengua que le impedía respirar. Tosió y escupió, pero eso apenas mejoró su estado. Como un poseído, arrastró piedra tras piedra para construir una base sólida y después fue situándolas unas sobre otras. El corazón le latía con tal fuerza que parecía que se le iba a salir por la boca, sobre todo porque estaba al límite de sus fuerzas y en parte, también, debido a la excitación. En un momento indeterminado, en medio de su fatigoso trabajo, le asaltó la duda y se preguntó cuál era realmente su objetivo en aquel lugar, pero al instante aquel impulso por descubrir, que nunca había conocido antes, se adueñó de nuevo de él y continuó colocando piedra sobre piedra hasta levantar un cúmulo que casi le llegaba a la cintura. «¡No puedes dejarlo —pensó—, precisamente ahora que estás tan cerca de llegar a la meta! ¡Tienes que saber quién está enterrado en ese sarcófago! Si renuncias ahora, antes de mañana te arrepentirás de haber tomado esa decisión. Volverías a intentarlo y los peligros no serían menores. Eso sin contar con el riesgo de que tu secreto sea descubierto.» Esa idea fue la que movilizó sus últimas fuerzas. Kaminski había perdido toda conciencia del tiempo. No le inquietaba saber cuánto había transcurrido ni cuánto necesitaba todavía. Colocar piedra sobre piedra... no tenía otro pensamiento. Cuando aquella especie de múrete de piedras sueltas alcanzó por fin la altura de su cintura, Kaminski se subió encima. Enseguida confirmó lo que ya había supuesto: sobre el ataúd de mármol había una tapadera que estaba un poco corrida hacia un lado. Kaminski sostuvo la linterna de modo que su rayo de luz entrara por la abertura. Tuvo la impresión de que la linterna ya había perdido parte de su fuerza, pero le bastó todavía para reconocer en el interior la figura de una momia envuelta en vendas de color pardo. La cabeza estaba descubierta y pudo distinguir el apergaminado rostro de una mujer con el cabello amarillo y liso, como alambre. Aunque faltaban los globos de los ojos, Kaminski experimentó la sensación de que la mujer le dirigía una mirada penetrante que le hizo sentir terror. La mano con la que sostenía la linterna tembló y los movimientos desordenados del rayo de luz parecieron dar vida, como por encanto, al rostro de la momia. Pareció que rechinaran los dientes en una mueca repugnante, en un intento de ponerse a hablar. De las aletas de la nariz hasta la boca y en el centro de la frente había profundas arrugas como si la mujer hubiera recibido la muerte de una manera convulsiva. La misma impresión causaban sus brazos cruzados sobre el pecho con los puños cerrados que sobresalían apenas unos pocos centímetros de las vendas marrones que la envolvían. Kaminski no encontraba tiempo para reflexionar poseído como estaba por una curiosidad desvergonzada y urgente, que le robaba toda posibilidad de pensar y así, movió ligeramente las vendas para dejar al descubierto un poco más de los puños de la momia. Fue algo que hizo sin saber por qué, sin tener idea de qué esperaba con ello. Y en ese momento Kaminski notó en sus brazos, Nu y en todo el cuerpo, la misma rigidez que parecía emanar de la momia. Cualquier movimiento le costaba un esfuerzo multiplicado, pero pese a todo no se desvió de su intención. De modo extraño, inexplicable, las manos pequeñas y huesudas de la momia ejercían sobre Kaminski una rara seducción. Ya había notado que el dorso de las manos de una mujer le resultaba más fascinante que sus senos o sus piernas. Por esa razón, tuvo que tocar levemente las pequeñas manos de la momia. El roce le hizo sentir un estremecimiento y fue como si pasara los dedos sobre una superficie de papel satinado. Ese breve toque le bastó para darse cuenta de que la mujer aferraba algo en su puño derecho. No le costó trabajo sacar el objeto de la mano cerrada. Era una piedra verde y brillante tallada en forma de escarabajo de un tamaño no mayor que la mitad de un huevo de gallina. El objeto, artísticamente trabajado, pesaba mucho y cuando Kaminski lo apretó en su mano, sintió una especie de cosquilleo, como si una corriente eléctrica recorriera su cuerpo. Se lo guardó en el bolsillo. «Estás delirando —pensó el ingeniero—; ya es hora de que regreses.» Mientras razonaba así, la mujer envuelta en vendas de lino comenzó a girar delante de él y su cerebro entró en una absoluta confusión. Durante un instante, no supo dónde estaba; una nube negra cruzó ante sus ojos y, en su terror, gritó en voz alta: —¿Dónde estoy? El sonido de su voz resonó seco y volvió a él como un eco repetido en las paredes pintadas. Las imágenes de los dioses y de los animales fabulosos se pusieron en movimiento y empezaron a marchar en una solemne procesión, todos en la misma dirección. Kaminski percibió un ligero sonido como un murmullo y una música exótica que acabó por transformarse en un coro que atronó sus oídos. La momia, con sus dientes grandes y amarillos al descubierto, parecía dirigirle una mueca. Le faltaba el aire, vaciló y para no caer, se sujetó a una piedra que sobresalía de la pared, pero ésta cedió y Kaminski dio con su cuerpo en el suelo. Se despertó como si saliera de un mal sueño; escuchó, pero no logró percibir rumor alguno. A su alrededor todo era silencio. La bombilla de la lámpara despedía una leve luz rojiza; la pila no duraría mucho más. ¡Fuera de aquí, fuera!, fue la idea que cruzó por su cabeza. Kaminski se puso de pie, vacilando cruzó el pórtico sobre el montón de piedras, llegó a la elevada antesala y traspasó la siguiente parte angosta arrastrándose, buscando aire, tratando de respirar como lo haría un pez en tierra, por momentos anduvo a cuatro patas en su camino de regreso. Al llegar a la boca del pozo, no vaciló mucho tiempo, se colocó la linterna en la cintura del pantalón y se colgó sobre el abismo. Contrariamente a lo que le sucedió antes, ahora no pensó en el peligro. En su cerebro sólo martilleaba una palabra: fuera... fuera... fuera... Una vez que estuvo en la plataforma al otro lado del agujero, la linterna comenzó a fallar y Kaminski la apagó. El pasadizo era tan estrecho que con los brazos extendidos podía tocar las paredes. En la oscuridad parecía aumentar la distancia, el camino que tuvo que recorrer encorvado le pareció interminable. Hubo un momento en que se detuvo. El sudor le corría por todo el cuerpo y respirar le causaba dolor. Pero no podía seguir parado, cualquier cosa menos rendirse. Paso a paso, a tientas, Kaminski continuó su camino y de repente, creyó sentir una débil ráfaga de aire refrescante. Sacó la lámpara de la cintura del pantalón y la encendió. La batería se había recargado un poco, de modo que a la débil luz pudo distinguir la cuerda que lo habría de llevar arriba, a su barraca—oficina. ¡Lo había logrado! Kaminski agarró la cuerda, pero entonces, cerca ya del objetivo final, se dio cuenta de lo agotado que estaba. Su intento de subir por la cuerda fracasó y se quedó colgado de ella como un saco mojado. Al cabo de dos nuevas tentativas, renunció. Probó a trepar de modo diferente, sujetándose a la soga con los brazos extendidos mientras que apoyaba los pies en la pared. Ya se encontraba casi arriba del todo, cuando estuvo a punto de ceder y caer, pero tuyo tiempo de sujetarse al tablón cruzado sobre la boca del pozo. Con ambas manos se aferró a él y con sus últimas fuerzas logró sacar el tronco fuera del agujero y seguidamente el resto del cuerpo. Se quedó tumbado en el suelo de la barraca como muerto. Durante varios minutos el ingeniero mantuvo los ojos cerrados. Todos los miembros le pesaban como el plomo y lo más probable habría sido que el cansancio le hubiera dejado dormido allí mismo en el suelo, si por encima del débil siseo de la lámpara de gas no hubiera oído un ligero rumor que le transmitió la impresión de no estar solo en la habitación. Pero los párpados le pesaban tanto que le costó trabajo abrirlos. —¿No se encuentra bien, Kaminski? ¿Puedo ayudarle? Le llegó lejana una voz profunda. En el primer momento no supo si soñaba. Por fin abrió los ojos y reconoció a Hella Hornstein, que estaba de pie directamente sobre él. —¿Puedo ayudarle? —repitió la doctora. Kaminski no logró pronunciar ni una palabra, se limitó a negar con la cabeza y trató de poner orden en sus pensamientos. Tenía que ser ya medianoche pasada, tal vez las primeras horas de la madrugada. Antes de descender a la tumba de la momia había dejado la puerta de la barraca cerrada por dentro. ¿ Cómo era posible que Hella Hornstein estuviera allí delante de él? ¿Cómo iba a explicarle las razones por las que había quitado las tablas del suelo y había salido de aquel agujero? La situación parecía ejercer un efecto menos sorprendente en la doctora Hornstein. No le hizo ninguna pregunta mientras le ayudó a levantarse. Kaminski se dejó caer en la silla giratoria delante de su mesa de trabajo y se pasó ambas manos por el rostro para limpiarse el sudor. —¡Dios mío, vaya aspecto tiene! —observó Hella, que cogió agua de una garrafa de vidrio que había junto a la entrada y mojó una toalla con la que le limpió la suciedad, el polvo y el sudor de la cara. —¿Le duele algo? —le preguntó preocupada. —Me duele todo —balbuceó el ingeniero—, pero si lo que quiere saber es si estoy herido o lastimado debo decirle que no, por suerte. Gustosamente y no sin cierta sensación de bienestar, Kaminski se dejó limpiar la suciedad. Esperaba oír, en cualquier momento, la pregunta de qué había estado haciendo allá abajo, pero la médica hizo como si su comportamiento fuera la cosa más natural del mundo y Kaminski no supo qué hacer. Al fin y al cabo, no era normal que un hombre saliera de un agujero del suelo y se derrumbara al lado, medio muerto de cansancio. Pero aún resultaba más extraño que la médica del campamento observara esa situación de modo casual y sin hacer la menor pregunta. ¿ Qué diantres estaba ocurriendo allí? Finalmente, Kaminski rompió el fatídico silencio. —¿Cómo ha entrado aquí, doctora? Hella hizo un movimiento de cabeza señalando la ventana como si quisiera decir «¿no se ha dado cuenta todavía?». —¡Ah, es eso! —exclamó Kaminski que vio en el suelo un saco de cemento y uno de los cristales roto. La ventana estaba abierta. Finalmente, el ingeniero preguntó: —¿Es que no le interesa saber lo que he estado haciendo? —Sí, sí, claro —respondió la médica. —Entonces, ¿por qué no pregunta? Hella Hornstein sonrió con sorna. —Estaba segura de que acabaría explicándomelo. Al fin y al cabo... creo que debo decirlo, las circunstancias son bastante curiosas. —De hecho, condenadamente curiosas y para ser sincero tengo que decirle que no resulta demasiado agradable que haya aparecido por aquí. ¿Quiere explicarme qué ha venido a hacer aquí en mitad de la noche? —Lo estuve buscando —respondió la doctora Hornkein—, pregunté por usted en todas partes pero nadie sabía donde estaba. Cogí el coche y me vine para acá. La puerta estaba cerrada, pero por una rendija de la ventana que no había quedado bien cerrada pude ver que había luz. Tuve miedo de que le hubiese ocurrido algo. Perdóneme si le he molestado. —Está bien —refunfuñó Kaminski de mala gana. ¿Qué otra cosa podía hacer? No le quedaba más remedio que confiarse a ella, pero la verdad era que no sabía cómo comenzar. Hella no le quitaba los ojos de encima y él, un tanto cortado, buscó afanosamente las palabras. —La cosa no es demasiado fácil de explicar, doctora. Todo comenzó hace dos semanas, cuando el bloque 17 se cayó del vehículo de transporte. Yo estaba precisamente en la barraca; por entre las tablas del suelo surgió una gran nube de polvo. Eso me hizo sentir curiosidad y traté de averiguar cuál era la causa... Finalmente, encontré este agujero, una especie de boca de pozo. Debajo hay un pasadizo que conduce a una tumba y en ésta hay una momia. Kaminski hizo una pausa. Observó detenidamente a la doctora y esperó de su parte una expresión de admiración o al menos de incredulidad. Pero la doctora Hornstein se limitó a mirarlo. No parecía muy asombrada, de modo que Kaminski desengañado por su actitud le preguntó: —¿Qué tiene que decir de mi historia? La doctora Hornstein dio unos pasos para acercarse al escritorio de Kaminski, se sentó sobre él y dejó que sus piernas pendieran indolentemente; entonces, le respondió con otra pregunta: —¿Ha visto la momia con sus propios ojos, Kaminski? Quiero decir que cuando se está exaltado, nervioso, y ésta es una historia increíble y como para estarlo, se ven muchas cosas que en realidad no existen. El rostro de Kaminski se contrajo en una mueca. Le dolió ver que no le creía y durante un momento pensó en hacerse el ofendido. Pero se le ocurrió algo mejor: metió la mano en el bolsillo y sacó el escarabajo verde. Lo puso sobre la mesa delante de Hella Hornstein y le dijo: —¿Y este escarabajo...?, ¿se atrevería a definirlo como algo que no existe? La mujer se quedó rígida. Miró el escarabajo verde como si se tratara de un animal que le causara asco. Al cabo de un momento lo cogió en su mano; es decir, tomó el escarabajo sobre la palma de una mano y con la otra se puso a acariciarlo, igual que si la piedra estuviera viva. Kaminski permaneció inmóvil al ver las manos de Hella. Hasta entonces no les había prestado especial atención; pero en aquel momento, mientras acariciaban el escarabajo tuvo que pensar en las manos pequeñas y amarillentas de la momia, en los huesos del dorso, visibles bajo la delgada piel, y en los dedos largos y de delicadas articulaciones. La única diferencia era que en las manos de la médica todavía había vida. Kaminski observó el fluir de la sangre por las venas que, por un momento, pareció detenerse en un ligero temblor como si una corriente eléctrica de bajo voltaje la hubiera sacudido. Sintió placer al contemplar sus flexibles movimientos y mientras observaba a Hella, que parecía estar totalmente ausente, se apoderó de él una incontenible nostalgia que lo empujaba hacia ella. La situación en la que se encontraban exigía una explicación. Los tablones del suelo todavía estaban a un lado y dejaban ver el profundo agujero. Fuera de la barraca empezaban a aparecer los colores grisáceos de las primeras horas del día y no faltaba mucho tiempo para que los obreros del primer turno acudieran a sus lugares de trabajo. Antes de eso, tenían que ocultar todo rastro de la aventura. A Hella Hornstein aquello no le preocupaba; toda su atención seguía fija en el escarabajo, que continuaba acariciando cuidadosamente y con gran ternura. Kaminski y el lugar en que se encontraban parecían no existir para ella, y el ingeniero, por su parte, tampoco se atrevió a recordarle su presencia. Pasaron unos minutos que se hicieron interminables. La doctora Hornstein se quedó inmóvil y de pronto, como si fuera presa de una repentina inspiración, le dio la vuelta al escarabajo sobre la palma de la mano y con ojos muy abiertos contempló la pulida parte de abajo. Hasta ese instante, Kaminski no le había prestado la menor atención a ese lado de la figura, pero en ese momento vio siete finas líneas verticales de jeroglíficos cuyo significado le era tan ajeno como la escritura árabe o la india. Pensó, como era natural, que también la doctora Hornstein estaría en esa misma situación. Kaminski se quedó mirando asombrado a Hella cuando ésta comenzó a balbucear unas palabras en un idioma para él incomprensible, que sonaban como age-nefer-ajati-njen. Seguidamente, pensó que estaría bromeando —no podía pensar otra cosa— y comenzó a reírse muy fuerte, como quien se quita un peso de encima. Parecía que con esas carcajadas quisiera sacarse del cuerpo toda la tensión que hasta aquel momento lo había dominado. Aquella risa hizo que la doctora volviese a la realidad. —¿Puede traducirme lo que acaba de leer? —le preguntó Kaminski excitado. La doctora lo miró con expresión de incredulidad. —No sé de qué me habla —fue su respuesta. —Del jeroglífico que acaba de leer en voz alta. ¡Aquí! —le indicó la parte de abajo del escarabajo. —¿Cómo se le ocurre una cosa así? La actitud de la doctora Hornstein indignó a Kaminski. —No sé qué pretende, doctora, y además me da igual, pero acaba de hacer como si leyera lo que hay escrito en el escarabajo, age-nefer... o como haya dicho. Algo muy cómico, verdaderamente. —Yo no he dicho nada —afirmó Hella tozuda—, y aunque entendiera la inscripción escrita, lo que nunca aprendí, no podría leerla en voz alta. ¿No sabe usted que la pronunciación de esos jeroglíficos es algo que se ha perdido en el tiempo? —No lo entiendo. Ya han sido descifrados muchos jeroglíficos, es decir—que han podido ser leídos, ¿no es así? —Correcto; han sido descifrados. Pero eso no significa que su texto pueda ser leído en voz alta, o mejor dicho, podría hacerse pero no con la misma pronunciación que les daban los antiguos egipcios. —Eso es muy interesante —reconoció Kaminski—. Pero pese a todo eso que me dice, lo cierto es que usted ha leído esos textos. ¿Quiere intentarlo de nuevo? —¡No sé leerlo! —gritó Hella furiosa y con un gesto violento dejó el escarabajo a su lado sobre la mesa—. ¡Y deje de tomarme por una estúpida! Se bajó de la mesa y al hacerlo Kaminski vio con placer una parte de sus muslos bronceados. —¿Qué piensa hacer ahora? —preguntó Hella con acento más bien tímido y los ojos fijos en el agujero abierto en el centro de la estancia. Kaminski no había tenido oportunidad de reflexionar sobre eso. La imprevista entrada en escena de Hella había creado una situación totalmente nueva. Lo más probable era que la doctora Hornstein fuera pregonando a los cuatro vientos lo que él había descubierto debajo de su barraca. Pero había juzgado equivocadamente a la médica. Esta se le acercó y le dijo en voz baja y como si no esperara una respuesta: —Espero, Kaminski, que antes de que haga público su secreto, me dará la oportunidad de ver su descubrimiento con mis propios ojos. ¿Le pido demasiado? —¡Oh, no, no! —contestó Kaminski sorprendido. No había esperado esa reacción—. Pero eso significa que usted tampoco le dirá una palabra a nadie, ¿lo comprende? La doctora Hornstein se sintió ofendida. —¿Pero por quién me toma, Kaminski? Éste es su descubrimiento y yo me siento dichosa de ser la segunda persona que conoce el secreto. ¿No lo sabe nadie más? —Ni pensarlo, doctora. Hasta hace sólo unas horas ni yomismo sabía lo que me esperaba ahí abajo. Pero permítame que le diga algo, ¡la visita puede ser peligrosa! Tiene que ser consciente. —Lo sé —replicó la doctora Hornstein—. Si yo fuera miedosa por naturaleza, nadie me hubiera obligado a venir a Abu Simbel. —Mientras hablaba, mostraba una actitud serena y segura y Kaminski la consideró capaz de resistir el descenso. Y sobre todo, le complacía la idea de que esa mujer inaccesible dependía ahora, al menos en algo, de su afecto y de sus decisiones. —¡De acuerdo! —dijo Kaminski y le tendió la mano—. ¿Cuándo le irá bien? Hella le estrechó la mano, su apretón fue frío pero firme. A continuación dijo sin soltarle la mano: —¡Lo dejo totalmente en sus manos! —Y al cabo de una breve pausa añadió—: Encuentro un poco ridículo que nos tratemos con tanta ceremonia, deberíamos tutearnos. Mi nombre de pila es Hella. —¡Arthur! —correspondió Kaminski. Por primera vez se sintió realmente cortado y lo notó en su voz cuando añadió—: Tiene usted un nombre muy bonito. La miró vacilante, como si no pudiera estar seguro de que hablaba en serio. Sintió la necesidad de librar su mano de la de ella, pero no porque le molestara el contacto sino, al contrario, porque aquel roce le hacía sentir deseos de acariciar su cuerpo más y más. Ella pareció presentir sus sentimientos y mantuvo firme su mano. —No debes llegar a falsas conclusiones —dijo con seriedad—. Me caíste bien desde el principio, pero las cosas no tienen que ir más lejos. Creo que nos entendemos. Soltó su mano. Kaminski se la quedó mirando como quien acaba de recibir un desplante. Jamás una mujer lo había rechazado de ese modo y tampoco nunca se había sentido tan entregado a ella. No sabía a qué podía deberse aquella situación. Tal vez al profundo encanto interior que emanaba de aquella mujer, a su misteriosa forma de ser o al hecho de que parecía más fría y distante que ninguna de las mujeres que había conocido hasta entonces. —¡Está bien! —replicó, por dar muestra de alguna reacción. Seguidamente comenzó a tapar la boca del pozo. Sobre los maderos distribuyó los guijarros hasta dejar el suelo como lo había encontrado, después colocó el entarimado. Hella, con ayuda de un saco doblado trató de quitar las huellas de polvo y suciedad del suelo de la barraca; después, con las manos, hizo lo mismo con las ropas de Kaminski. —No hace falta que todo el mundo sepa de dónde vienes —comentó sonriendo. Ésa fue la primera vez que Kaminski vio en su rostro una sonrisa sincera. Durante el camino de regreso a la zona residencial del campamento en el Volkswagen de Hella, Kaminski, repentinamente le preguntó: —¿Llegaste a conocer bien a Mösslang ? —¿A tu antecesor? —Hella pareció concentrarse en la carretera más de lo necesario—. ¿Qué significa conocer? No más que a cualquier otro. ¿Por qué me lo preguntas? —Le pregunte a quien le pregunte está claro que nadie le conoció bien. —Era, como se dice, un... solitario; ésa es la única razón. —¿La única? —Yo no conozco ninguna otra —replicó Hella y su voz resonó aún más baja y profunda de lo habitual. —Todo parece indicar —comenzó ceremonioso el ingeniero— que Mösslang conocía la existencia de la tumba con la momia. Fue él quien hizo que la barraca se construyera precisamente en el lugar en que está y no de modo casual, sino con la intención de ocultar el acceso e impedir que otros pudieran entrar. No fue una mala idea, como puede verse, y hubiera logrado su propósito de no haberse producido el accidente con el bloque de piedra. —Me cuesta creerlo —caviló Hella mientras hacía virar el coche hacia la calle principal que llevaba al hospital—. Quiero decir, que si Mösslang sabía lo que había allá abajo, ¿por qué razón silenció su descubrimiento? —¿Por qué lo guardamos en secreto nosotros? Hella hizo como si no hubiese entendido la pregunta y por primera vez cruzó por la mente de Kaminski la duda de si la doctora estaba jugando con las cartas marcadas y si sabía de antemano que existía la tumba y, por eso, lo había estado observando desde el principio. Al fin y al cabo, él era el único que tenía acceso continuo a la barraca, el único que no se hacía sospechoso si se pasaba allí dentro la noche entera. Pero antes de que tuviera auténtica conciencia de lo que ese conocimiento hubiera significado, apartó la idea de su mente. La doctora pareció presentir sus dudas. —¿Puedo confiar en ti, Arthur? El asunto debe continuar siendo nuestro secreto. —Prometido —respondió el ingeniero. Habían llegado a la puerta de la casa de Hella y ésta detuvo el coche. —¿Y esto? —Se sacó del bolsillo de la blusa el escarabajo verde. —Puedes quedártelo si tanto significa para ti —le dijo Kaminski, que se sintió espléndido. Posiblemente se hubiera arrepentido de su generosidad al minuto siguiente de no haber ocurrido algo que le hizo olvidar todo lo demás. Hella Hornstein, la fría e inaccesible médica del campamento, se inclinó hacia él, le pasó los brazos alrededor del cuello y con sus labios secos le dio un beso en la mejilla. No dijo una sola palabra y Kaminski se sintió tan sorprendo por la inesperada fortuna que se quedó mudo. 15 La desaparición de Raja Kurjanowa el día previsto para su traslado a Moscú provocó una gran excitación en la datscha del KGB. Raja trató de fingir que había sufrido un accidente y dejó en la orilla del Nilo, en un lugar utilizado para bañarse cercano al cuartel general, un vestido, ropa interior y un par de zapatos para simular que se había ahogado y su cuerpo había sido arrastrado por las aguas; pero el coronel Smolitschew no se dejó engañar por un truco tan poco inteligente, como solía decir, y ordenó detener la «Operación Regreso». Para Moisejew y Lyssenko, los otros dos periodistas que debían volver a Moscú con Raja, eso significó un plazo de gracia. Y se encomendó a ellos mismos la misión de dar con el paradero de la mujer. No satisfecho con ello, el coronel Smolitschew ofreció un premio no especificado a quien encontrara a Raja, de modo que los dos agentes llegaron a albergar esperanzas de que si daban con ella podrían salvarse de su larga temporada en Siberia. Al día siguiente de la desaparición, Smolitschew citó en su despacho al jefe de la policía de Asuán, le contó el caso y le exigió un control más estricto del registro de extranjeros y que, Nilo abajo, se pusiera en marcha una operación de búsqueda. Se envió a todos y cada uno de los puestos de policía una foto de Raja Kurjanowa, un trabajo inútil según se demostró, dada la mala calidad de la foto del pasaporte y teniendo en cuenta que a un egipcio todas las rusas le parecen iguales. Las ideas sobre dónde podría estar Raja estaban divididas entre los cerebros del KGB. El coronel Smolitschew sospechaba que se hallaba oculta en algún lugar de Asuán. Allí había suficientes escondites y sobre todo bastantes europeos (por lo general occidentales) que podían acoger a la camarada. Sin embargo, en una reunión especial sobre ese asunto, la mayoría pensó que Raja estaba en El Cairo adonde pudo llegar con el tren nocturno en menos de veinticuatro horas. Todos los participantes estuvieron de acuerdo de que, si había logrado llegar a El Cairo, su búsqueda sería como la famosa aguja en el pajar. Smolitschew estaba convencido de que había muchas más posibilidades de dar con ella si, como él creía, Raja había decidido ocultarse entre los cinco mil rusos que trabajaban en la obra de la presa de Asuán. Por esa razón envió a Moisejew, provisto de plenos poderes (un ruso necesita plenos poderes para hacer cualquier cosa que vaya más allá del comer y beber), al campamento de la obra, mientras que a Lyssenko se le encomendó la misión, considerada imposible, de buscar a la fugitiva en El Cairo. A nadie se le ocurrió pensar que Raja se había refugiado en Abu Simbel. 16 Jacques Balouet, el jefe de la oficina de prensa en Abu Simbel, no era capaz de explicarse a sí mismo por qué razón se había puesto de parte de la joven rusa. Tenía que representar un doble papel y al hacerlo se colocaba en una situación de gran peligro. Y precisamente él no era uno de esos tipos a los que les gusta jugar con fuego. Pudo conseguirle a Raja un trabajo como ayudante en su departamento. Para alejar de ella cualquier sospecha dejó de llamarse Kurjanowa y tomó el apellido de Montet. Le dijo a todo el mundo que había nacido en París, pero que vivía en el extranjero desde hacía muchos años. Sus excelentes conocimientos de idiomas le fueron de gran ayuda y apenas nadie dudó de sus datos personales, ni siquiera Gastón Bedeau, el ingeniero de obras francés al que le gustaba hablar con ella en su propio idioma siempre que la encontraba. Entre Raja y Balouet existía una tensión latente. Para Raja el apoyo y la ayuda prestados por Balouet no eran más que un intento desesperado de acercarse a ella, mientras que Jacques vivía en permanente estado de terror porque se le escapara una frase o una pequeña insinuación que lo descubriera como espía del KGB. En sucesión rápida e inquietante se produjeron una serie de pequeños malentendidos, de modo que Raja llegó a pensar en la conveniencia de cambiar de lugar de trabajo. Pero debido a la falta de documentación y porque temía que someterse a un nuevo interrogatorio resultara peligroso, decidió que era preferible continuar soportando a Balouet. Raja encontró en Lundholm y en Alinardo dos admiradores a los que tomarse en serio. Ambos la cortejaban y Raja se enfrentaba a ellos con fingido orgullo pues, cada uno a su modo, los dos le caían bien. Al darse cuenta, Balouet trató de desacreditarlos, calificando a Alinardo de mujeriego empedernido frente al que no había en Abu Simbel falda que pudiera considerarse segura; en cuanto a Lundholm, dijo que estaba prometido en matrimonio con Eva, la hija del director general de la obra. Ambas afirmaciones escapaban a la verdad, pero en principio no dejaron de servir al objetivo buscado por Balouet y Raja no le dio a ninguno de los dos la menor esperanza. Pocos días después, Raja supo por la propia Eva Jacobi que Balouet le había mentido. En lo que a Lundholm se refería, dijo Eva, eran buenos amigos pero no había entre ellos el menor compromiso; respecto a Alinardo, a juicio también de Eva y teniendo en cuenta que se trataba de un italiano, era más bien retraído y reservado. «¡Ese miserable de Balouet!», pensó Raja. Y comenzó a odiarle. Desde que tenía uso de razón, Raja había vivido en un ambiente de desconfianza. En su círculo, nadie se fiaba del otro e incluso aquellos a los que se conocía tenían que ser metidos a un nuevo examen de tiempo en tiempo. Eso se efería también a los mejores amigos. Balouet estaba muy lejos de poder aspirar a la amistad de Raja, pero en los prieros días la joven había mostrado cierta confianza en el hombre que tan desinteresadamente, al menos en apariencia, la había ayudado. Ahora, eso era agua pasada. Apenas Balouet salió de Abu Simbel en uno de sus viajes a Asuán, Raja se hizo con una llave que el francés solía esconder en una grieta junto a una ventana de su despacho. Había observado que Balouet estaba tan lejos de mantener un orden escrupuloso en su trabajo como podría estarlo un funcionario ruso; pero, no obstante, siempre cuidaba concienzudamente de mantener cerrado uno de sus cajones incluso cuando él estaba presente. Raja sabía que guardaba dinero en aquel cajón, pero eso no le parecía razón suficiente para su extraño comportamiento. Más tarde, hubo momentos en los que se arrepintió de su desconfianza y de su desbordada curiosidad, pues lo que llegó a sus manos en el misterioso cajón le causó una gran impresión y le quitó hasta el último resto de fe para confiar en nadie en este mundo. Lo que le provocó la mayor perplejidad no fue el montón de cartas atadas con una cinta de un tal Pierre (aunque naturalmente despertó en ella la pregunta de por qué un nombre que recibe cartas amorosas de otro le hace la corte a una mujer), sino el descubrimiento de una lista de nombres, entre los que se hallaban los de Jacobi, Lundholm, el doctor Heckmann, Rogalla, Bedeau y Alinardo. Debajo de cada nombre figuraba su estado civil y los de otras personas con las que se relacionaba y, sobre todo, sus hábitos Personales y sus debilidades. Raja conocía bien ese tipo de listas. Ella misma había confeccionado algunas semejantes para el KGB; eran la ase para el trabajo del servicio secreto soviético. En un to determinado, Raja se dio cuenta del peligro en el se encontraba. Estuvo a punto de ponerse a gritar llena de rabia impotente y pensó en delatar a aquel cerdo de Balouet. Algo evitó que lo hiciera y su único recurso fue desahogar su ira en lágrimas, que inundaron su rostro. Rápidamente cerró el cajón, volvió a poner la llave en su escondite y salió al aire libre. A la sombra del muro que protegía la entrada de la masa de arena comenzó a sollozar. Las lágrimas le sabían saladas y dejaban marcas pegajosas en su rostro. ¿Qué podía hacer? No encontraba respuesta. Estaba en las manos de aquel Balouet y tuvo la sensación de que había sido atraída a una trampa de la que no había escape posible. Pensar en la fuga era algo imposible, tan pronto llegara a Asuán, los hombres de Smolitschew estarían esperándola. Raja estaba acabada. Se sentó en el suelo, al pie del muro, con la cabeza sobre las rodillas y reflexionó. De repente levantó la vista. ¿Con lo que acababa de descubrir no tenía en sus manos un poderoso instrumento de presión contra el francés? Balouet era un cobarde y ella tenía que enfrentarse a él con fuerza y resolución, sólo así veía una oportunidad de salvar la piel. Con el dorso de la mano trató de borrar de su rostro las huellas dejadas por las lágrimas. Después regresó a la casa y estableció un plan de acción. 17 Cuando Balouet regresó al día siguiente de Asuán, Raja fue a recogerlo con el Land-Rover. Lo recibió en el embarcadero con especial cordialidad, se interesó por su estado de ánimo, le preguntó cómo le habían ido las cosas y sl pudo solucionarlo todo a su gusto. Finalmente aceptó pasar con él una larga velada en el casino, cosa que hasta entonces siempre había rechazado con una u otra excusa. La repentina actitud amable de Raja confundió a Jacques Balouet. Presintió que algo debía de haber ocurrido, ñero hizo como si no notara su cambio de comportamiento En la misma medida en que Balouet se iba poniendo nervioso y perdía su autocontrol, Raja se tranquilizaba cada vez más. Mientras Balouet abría el pequeño maletín negro que llevaba consigo en sus viajes a Asuán, la rusa le presunto, igual que si se tratara de la cuestión más sencilla del mundo: —¿Ha ofrecido Smolitschew una recompensa por mi cabeza? Balouet se detuvo como alcanzado por un rayo, miró a Raja pero sus ojos no pudieron resistir los de la joven rusa. —¿Smolitschew?..., ¿recompensa?... No sé lo que quieres decir. La mujer no dijo una palabra más y su pregunta quedó colgada en el aire como un fantasma amenazador. Dio a entender claramente con su silencio que no aceptaba la evasión de Balouet y que esperaba una respuesta clara a una pregunta importante. —¿Lo... sabes? —respondió por fin Balouet con voz muy débil y en el mismo momento le vino a la mente la idea de que de un modo u otro debía de haber llegado a las manos de la rusa la documentación que guardaba en el armario—. ¡Me has estado espiando! Raja se echó a reír. —Un juego que, por lo visto, tú realizas con mejores resultados. Yo sé que el KGB no paga mal, pero no recompensa la cantidad de trabajo sino los resultados; vistas las cosas desde ese ángulo tú debes de valer mucho dinero Para Smolitschew... En los movimientos nerviosos y desordenados del frances, Raja pudo leer una gran excitación, mucho mayor que la de ella, aunque de lo que se trataba era de su propia suerte. Ese conocimiento le dio una fuerza insospechada y, con voz firme, repitió su pregunta: —¿Ha ofrecido Smolitschew una recompensa por mi cabeza? Balouet se encogió de hombros. —No lo sé. En esta ocasión no me he encontrado con Smolitschew. La rabia enrojeció el rostro de Raja. —Eres un tipo pequeño y miserable, Balouet, y lo que es peor, un cobarde. ¿Por qué no hablas de una vez? Soy dura de pelar; la vida no me ha mimado. Puedes expresarte con claridad. ¿Qué pretende hacer conmigo Smolitschew? —preguntó finalmente. En los ojos de Balouet había una expresión que tenía mucho de súplica. Sabía que fuera la que fuese su respuesta, Raja no le creería, y en su interior podía entenderlo. —No estuve con Smolitschew —dijo—. Tú sabes bien que no es fácil visitar a ese hombre cuando no se ha sido invitado y en esta ocasión yo no lo estaba. Ni siquiera fui a la datscha y no he informado a nadie de tu huida a Abu Simbel. —Y al ver la mirada de cínica incredulidad de Raja, añadió—: ¡Te lo juro! La rusa no se ahorró la respuesta. Su rabia se desató, gritó e insultó a Balouet. Lo consideraba una criatura despreciable, capaz de traicionar por dinero a su propia sombra. «¿Cómo podría demostrar a esa mujer que estaba diciendo la verdad?», pensó Balouet. En las últimas semanas todas sus reflexiones se habían dirigido a descubrir la forma de ascender en los servicios del KGB, pero no había pensado ni por un momento en capitalizar la suerte de Raja. Aunque, naturalmente, ella no lo creería, y él lo podía comprender. Durante un rato se quedaron sentados dándose la espalda en silencio en la oficina de prensa pobremente amueblada. Sin saberlo, ambos tenían el mismo pensamiento. ¿No dependían el uno del otro? ¿El destino de cada uno no estaba supeditado a que el otro callara? Realmente, Balouet tenía a Raja en sus manos, delatarla Vnificaria el final de su vida. A su vez, Raja podía desenmascarar a Balouet como agente del KGB. Eso, ciertamente no le costaría la vida pero sí unos años de prisión y el fin de su carrera. En esa diabólica situación, ella causaba la impresión de ser la más serena. Suponiendo que Balouet hubiese dicho la verdad y no la hubiera delatado, Raja tenía una buena jugada y su suerte sólo podría cambiar a mejor. Balouet, por el contrario, parecía estar destruido, absolutamente acabado. Había comprobado por propia experiencia hasta qué punto aquella mujer podía ser fuerte e imprevisible. Y esa fortaleza junto a la incapacidad para predecir su conducta le causaban miedo. Balouet no estaba a la altura de Raja y lo sabía. Derrotado e infeliz, el francés se había desplomado en su asiento. Daba calada tras calada al cigarrillo sin quitárselo de los labios y, finalmente, miró por la ventana y habló. Sus palabras sonaron como una confesión: —No he hecho todo esto por propia iniciativa —logró decir por fin. A intervalos irregulares salían por su nariz espesas bocanadas de humo; continuó—: Como la mayoría, he venido voluntario a Abu Simbel, pero sólo porque en aquellos momentos me pareció la única oportunidad... Apartó su mirada de la ventana y la fijó en Raja. Esperaba sin duda que la rusa lo asaltara a preguntas sobre cuáles eran aquellas desgraciadas circunstancias que lo llevaron hasta allí. Pero Raja supo contener su curiosidad, se lo quedó mirando y no dijo una sola palabra. Eso hizo que el francés se sintiera aún más locuaz y continuó hablando: —En Toulon yo era un hombre bien considerado, redactor jefe del mejor periódico de aquella ciudad, la Gazette. ero tuve relaciones homosexuales con un joven redactor de sucesos, Pierre, quien correspondía a mis sentimientos, o al menos así lo creí yo al principio, en los primeros dos años. Pero los hombres cambian y con ellos sus sentimientos. Hasta entonces, yo siempre había pensado que sólo podía amar a personas de mi sexo, a hombres, pero poco a poco comencé a darme cuenta de que mis sentimientos estaban equivocados. La madre de Fierre fue precisamente la que fortaleció esa idea. Nos amábamos en secreto y hacíamos el amor en los lugares más inverosímiles, en el banco de un parque, en el ascensor parado entre dos pisos o en el coche delante del supermercado... ¡pero nos amábamos! Me costaba trabajo decírselo a Fierre, que acabó sabiéndolo por su madre. Eso hizo que su supuesto amor se transformara en odio y comenzó a hacerme chantaje. Me exigía fuertes sumas de dinero que acabaron siendo tan considerables que iban más allá del límite de mi capacidad económica. Cuando no pude pagarle, me amenazó con hacer públicas nuestras relaciones lo que, naturalmente, hubiera significado el fin de mi carrera. Raja lo miró perpleja. Sin saber por qué, aquel joven le daba pena. Y de pronto comprendió la razón por la que Balouet había intentado cortejarla; buscaba mujeres fuertes, que lo dirigieran y lo dominaran y no al contrario. —¿Y cómo fuiste a parar al KGB ? Con la colilla de su cigarrillo, el jefe de prensa encendió otro nuevo, la columna de humo ascendió recta hacia el techo, después respondió: —Ocurrió ese mismo año, mientras realizaba un viaje a Moscú con otros periodistas. Una mujer habló conmigo en la Plaza Roja, era maravillosamente bella y me preguntó si no quería invitarla a cenar, contesté, ¿por qué no?, pensando que no me vendría mal una aventura. Mientras cenábamos quedó claro que sus intenciones eran otras. Me propuso trabajar para el servicio secreto soviético, a cambio de una buena suma, se entiende. Un dinero que me venía muy bien en la situación en que me encontraba. —Entre nosotros esas cosas eran habituales y siempre seguían las mismas pautas —lo interrumpió Raja sonriendo. Teóricamente habría sido posible que tú y yo nos hubiéramos encontrado entonces, hace cinco años... —¿Contigo? —Sí, yo también realizaba ese tipo de reclutamientos. Balouet sacudió la cabeza y siguió hablando: —Mi asunto con Fierre y las relaciones que mantenía con su madre me arruinaron de tal modo que pensé en mandarlo todo al garete y empezar en otro lado. Había oído hablar de Abu Simbel y me dirigí a Grands Travaux de Marseille, la empresa francesa que participaba en la obra. Desde entonces estoy aquí. —¿Y Fierre y su madre? —Las cosas han cambiado. Como es natural suspendí mis pagos al chantajista, puesto que ya no podía hacerme daño. Y ocurrió algo extraño; en vez de amenazas, Fierre me devolvió las cartas acompañadas de una confesión de su ardiente amor. Me pidió perdón por su mala conducta y me devolvió hasta el último céntimo que le había pagado mientras me estuvo extorsionando. —¿Y su madre? Balouet vaciló, finalmente añadió con tristeza: —Me llamó cobarde y muchas otras cosas que no quiero repetir. Desde entonces no he vuelto a saber de ninguno de ellos... Aunque Raja no lo demostró, la historia de Jacques la conmovió. Pero antes de que pudiera hacer una nueva pregunta, Balouet continuó hablando: —Naturalmente creí que con mi decisión de venir a Abu Mmbel, también me había quitado de encima al KGB. ¡ ero en eso me equivocaba y mucho! Pasé a tener mayor mteres para los soviéticos, que me presionaron hasta que «Pte trabajar aquí para ellos. Ahora ya lo sabes todo. ver uno conocía por fin la historia del otro y pudieron Y que sus destinos tenían muchas cosas en común. Y nada une más que un destino común. 18 Desde hacía días Arthur Kaminski intentaba averiguar las intenciones de la doctora Hella Hornstein. Desde su inesperado encuentro en la barraca, Hella parecía completamente cambiada, al menos en lo referente a su comportamiento hacia él. Su inaccesibilidad cedió y dejó paso a un notable acercamiento. Durante el descanso del trabajo al mediodía, aparecía de improviso en su oficina y le llevaba cerveza helada y por las noches se dejaba ver con él en el casino. La verdad era que aprovechaba cualquier ocasión para encontrarse con Arthur. Los amigos de Kaminski, Lundholm y Alinardo, no dejaban de hacer comentarios irónicos y el italiano incluso le preguntó abiertamente cómo había logrado aquel milagro. El propio Kaminski no tenía ni idea, lo único que sí sabía era que mientras más se relacionaba con él, mayor era su deseo de poseerla y estaba convencido de que eso ocurriría en un futuro próximo. Mucho más de lo que era conveniente para su trabajo, sus pensamientos se desviaban de su tarea cada vez más; de nuevo aparecía ante sus ojos el muslo desnudo de Hella, tal y como se lo mostró en aquella noche al bajarse de su mesa de despacho. No obstante, sabía controlarse; esperaba una señal, una insinuación, algo que le indicara que Hella quería acostarse con él. No había otra posibilidad de ganarse a aquella mujer. Un atardecer, después de la reunión de turno de los ingenieros en la oficina de Jacobi, el director general de la obra, en la que se trató principalmente de la determinación de los plazos de tiempo de los distintos grupos de trabajo, al salir a la calle, Kaminski vio que delante del depósito de los grandes bloques estaba aparcado el Volkswagen de Hella. Al principio, el ingeniero pensó que debía de estar en el restaurante reservado a los directores de la obra, situado algo lejos de allí y casi enseguida se preguntó por qué no habría aparcado frente a la puerta del edificio. El almacén al aire libre parecía una gigantesca cantera bien ordenada, en la que con el tiempo habían encontrado sitio cientos de piezas de piedra de diferente tamaño. Entre los bloques se cruzaban los raíles de la grúa móvil, cuyo reflector iluminaba las piedras con sus relieves y figuras como si fueran los decorados del gran escenario de una ópera. En los lados en que podía darles el sol, los bloques estaban protegidos por toldos para evitar excesivas tensiones expansivas. La piedra arenisca, acostumbrada a soportar durante millones de años el calor procedente de una determinada dirección, podría rajarse y saltar si cambiaban sus condiciones habituales. Kaminski quiso gritar el nombre de Hella por si la doctora se encontraba por allí, pero se dio cuenta de que su voz hubiera resonado con el eco sobre toda la meseta y ya eran muchas las personas que no se quitaban de los labios su nombre y el de la doctora. Además, ¿qué podría buscar Hella en ese lugar y a esa hora? De pronto, el doctor Hasan Moukhtar apareció detrás de uno de los bloques. El arqueólogo pareció asustarse más que Kaminski, sin embargo lo saludó amistosamente y, con voz falsa, explicó algo relativo a una visita de control. —¿Es que tiene miedo de que alguien venga por la noche y se lleve de aquí estas piedras? —bromeó Kaminski. —¡Tonterías! —bramó Moukhtar, que no entendió la broma—. Pero no creo que entre en sus obligaciones criticar mi trabajo. —¡Desde luego que no! —respondió el ingeniero—. Sin argo, éste es mi trabajo y su misión no es tampoco meter las narices en mi tarea. Si tiene problemas técnicos, hágamelo saber. Moukhtar agitó las manos en el aire. —Gutt, Gutt —dijo esas palabras en alemán, como era costumbre en el campamento, y continuó en inglés—: ¡No había mala intención en mis palabras, señor Kaminski! El arqueólogo se alejó en dirección al centro de radio y Kaminski continuó buscando a Hella. De repente se detuvo; había creído oírla. ¿Se habría equivocado? Era una voz que sonaba como la de la doctora, pero hablaba un idioma que le era extraño. Precavidamente se acercó al lugar de donde venía la voz. A la luz del reflector vio a Hella; o mejor dicho, tuvo que pasar algún tiempo hasta que reconoció a la mujer que como una serpiente se movía delante de él. Se había quitado la ropa y, desnuda sobre la arena clara y caliente, realizaba una especie de danza como la de una bruja en un aquelarre. Se retorcía en el suelo igual que una lombriz atormentada, echaba la cabeza hacia atrás y dejaba escapar unos sonidos guturales llenos de odio en un idioma desconocido. El objetivo de su sarta de insultos parecía ser el rostro del primero de los colosos del templo que, sonriente y con una calma estoica, descansaba sobre la arena delante de ella. Hella se movía en trance, obscena como una ramera, tan pequeña delante de la cabeza del gigante. Aquélla no era la inabordable médica del campamento, la doctora Hornstein, sino otra mujer con su misma apariencia. «¡Qué bella y seductora es!», pensó Kaminski, que se sintió como un voyeur contemplando en secreto un espectáculo íntimo que no le estaba destinado, observando la escena con mirada lujuriosa. Una exhibición que, por su parte, podría haber durado eternamente. ¡Hella arrodillada en la arena con las piernas abiertas, mientras movía la cabeza como si pendiera de un tallo de loto, con los brazos elevados al cielo como los estambres de un lirio! No debía de temer que Hella lo descubriera, estaba demasiado sumida en sí misma, entregada a su extraño ritual. Poco a poco, Kaminski comenzó a preguntarse que significado le concedía Hella a ese acto mágico. ¿Era la danza de una demente?, ¿qué otra cosa podía ser realmenlo que se estaba desarrollando delante de sus propios Se encontraba fuera de toda duda que Hella era una mu¡er extraordinaria y eso era precisamente lo que la hacía tan fascinante. ¿Pero dónde termina lo extraordinario, lo peculiar, y empieza la demencia? ¿Sería esa demencia lo que tanto le cautivaba? Kaminski se asustó al sorprenderse pensando que le hubiera gustado ser arrastrado por Hella hasta esa misma locura y compartirla con ella allí mismo sobre la arena caliente. Al observador oculto no le pareció aconsejable acercarse repentinamente a ella mientras sufría esa extraña transformación. Kaminski temía que pudiera despertar repentinamente de su trance y verse cogido in fraganti; no quería que ocurriera así. Por eso, retrocedió unos pasos y, desde detrás de uno de los bloques, gritó su nombre. Repitiendo la llamada, se aproximó lentamente al lugar donde estaba Hella. De ese modo quería darle la oportunidad de conocer su presencia y dejarle tiempo para vestirse. El ingeniero se sorprendió al llegar al lugar desde donde la estuvo observando antes y ver que Hella estaba echada de espaldas en la arena. Seguía desnuda pero había abierto los ojos. Cuando lo vio, le tendió los brazos como si lo que estuviera ocurriendo fuera la cosa más natural del mundo. —¡Ven —lo llamó en voz baja—, ven aquí, amor mío! ¿Qué debía hacer? El espectáculo anterior, en el que Hella parecía estar poseída por una fuerza misteriosa, notaba en sus pensamientos. «Pero ¿no es la pasión una especie de posesión? ¿Por qué iba a dudar en hacer algo que ella quería y él también? Me gustaría ver qué hombre diría que no en una situación semejante», reflexionó Kaminski. Más tarde, Arthur Kaminski sólo podía recordar retae lo que pasó a continuación, pues lo ocurrido lo arrastró como el vórtice de una tormenta de arena en el cielo nocturno, negro y caliente de Abu Simbel. Jamás en su vida había disfrutado de placeres tan celestiales con una mujer. El animal salvaje, que poco antes era la imagen de una sierpe furiosa, se transformó en un felino dulce y cariñoso. Como la oruga que se metamorfosea en mariposa, así cambió la personalidad de Hella de un momento a otro, pero sin dejar de ser ella misma. El propósito que llevó a Kaminski a Abu Simbel fue olvidar, apartarse del camino de las mujeres, todo aquello que él llamaba experiencia. Esa mujer, debajo de él, sobre él, a su lado y entre sus piernas, era el placer personificado, la encarnación de la pasión... ¡y al infierno con todo, si era también la encarnación de la demencia, de la enajenación! Si Hella estaba poseída por una fuerza misteriosa, él también quería estarlo. La mujer, con su voz profunda, dejaba escapar un sonido arrullador que parecía brotar de la garganta de un animal exótico y le hacía sentir estremecimientos placenteros. Kaminski nunca había oído nada semejante. En lo que a él se refería, cuando hacía el amor guardaba un silencio apasionado que no tenía nada que ver con la frialdad ni la falta de pasión, sino que era más bien una muestra de control viril. Pero en esta ocasión, bajo el cuerpo ágil y cimbreante de Hella, cuando el placer fue un cuchillo al rojo vivo que atravesaba su cerebro, dejó escapar un grito, fuerte y desconsiderado, pleno de arrobamiento y de felicidad. 19 En las lomas de la montaña, sobre el lugar donde ahora iba a estar situado el templo, habían comenzado ya los preparativos para su reconstrucción. Los topógrafos, en un trabajo que duró varias semanas, habían fijado los puntos exactos que garantizaban el emplazamiento correcto. Gastón Bedeau, que dirigía el grupo encargado de la topografía había encontrado la solución, un solo centímetro de desviación era ya demasiado, puesto que se trataba de que el templo, en su nueva localización, repitiera la maravilla solar de Abu Simbel, cuando una vez al año, en el momento del anochecer, el sol brillaba en el portal del templo e inundaba con su luz la figura del gran Ramsés entre los dioses Ptah, Amón y Ra-Harajtes. Los cimientos de la gigantesca campana de hormigón sobre la que debían sustentarse los bloques de piedra del templo, requerían cantidades enormes de hormigón que grandes barcazas traían desde Asuán. La gran dificultad se encontraba en hacer el hormigón, puesto que a una temperatura exterior de cuarenta a cincuenta grados o bien se evaporaba el agua de amasar el cemento o el hormigón se endurecía sin que diera tiempo a verterlo. En la planta de tratamiento del agua, entre la central eléctrica y la emisora de radio, ésta tenía que ser enfriada hasta los cero grados; de ese modo se podía preparar el hormigón que se dejaba trabajar con normalidad. Eso requería un extraordinario consumo de energía. La electricidad era facilitada por una central propia, cuyos motores diesel trabajaban ruidosamente de noche y de día. Pero sólo quedaban reservas de combustible para una semana y aún no había llegado el petrolero procedente de Asuán que se esperaba hacía ya tres días. Jacobi se puso nervioso y convocó una reunión de urgencia en la oficina de la dirección. El problema se había divulgado por toda la obra y el ambiente era muy tenso. Jacobi no empleó muchas palaJas, se limitó a decir que en cuatro días los depósitos de la rai estarían vacíos y que los egipcios no parecían dispuestos a facilitarles más combustible. —Creo que todos ustedes saben lo que eso significa —termino. —¡No! —intervino Istvan Rogalla, el arqueólogo alemán—, pero estoy seguro de que usted va a explicárnoslo. —Eso implica que tendremos que interrumpir nuestro trabajo. Las tareas que, como la preparación del hormigón, exigen un gran consumo de energía deberán ser interrumpidas, el campamento de trabajo y las casas particulares no recibirán suministro eléctrico. Habrá que vivir sin aire acondicionado. Debemos concentrarnos en los trabajos de desmonte del templo, pues si nos retrasamos tendremos pocas esperanzas de acabar nuestra tarea. Las palabras desconsideradas del director despertaron una gran inquietud. El que habló con mayor vehemencia fue Alinardo, que por lo visto no había entendido bien el discurso de Jacobi; gritó que sin electricidad él no podía trabajar. Lundholm se quejó de que él no podía dormir sin aire acondicionado y, sin dormir, no podía trabajar. Bedeau quiso interrumpir su trabajo de inmediato y con el rostro rojo de cólera afirmó que los egipcios no eran dignos de una obra como ésa. Lundholm, visiblemente agitado, se levantó y gritó: —¡No aguanto más!, ¡no aguanto más! El doctor Moukhtar se puso de pie y comenzó a hablar con grandes aspavientos: —Amigos, si ésa es la voluntad de Alá, trasladaremos el templo con petróleo o sin petróleo. ¡Alá es grande y Mahoma su profeta! Si fuera la voluntad de Dios que el santuario quedara anegado por las aguas del Nilo, haría tiempo que nos habría dado una señal. A los europeos les costaba trabajo tomar en serio las palabras del larguirucho Moukhtar. Rogalla se sonrió burlonamente y Kaminski, que parecía estar un poco ausente como si todo eso le importara poco, se limitó a decir en voz alta: —¡Amén! Balouet y Raja, que habían tomado asiento junto a la tana un pOCo alejados de los demás, juntaron sus cabezas para hablar entre ellos. —No sé —murmuró en voz baja Balouet—, pero tengo la impresión de que los soviéticos están detrás de todo esto. Raja asintió: —En ese caso pensamos lo mismo. El asunto parece llevar la firma de Smolitschew. Habría que informar a Jacobi. —¿Estás loca? —susurró el francés—. ¿Quieres delatarnos? —¿Qué quiere decir delatarnos? Tiene que haber una forma de poner en conocimiento de la dirección que los pronósticos de Antonov son falsos y que las aguas del Nilo no crecen con mayor rapidez de lo previsto, sino todo lo contrario, con mayor lentitud. En tales circunstancias sena inútil una reunión de urgencia como ésta sólo porque se retrasa un suministro de petróleo. Nervioso, Balouet dio otra calada a su cigarrillo. —Está bien. Entonces ve a Jacobi y dile: no me llamo Montet, mi verdadero nombre es Raja Kurjanowa y vengo del KGB, todos los datos que os han facilitado los rusos son falsos... Raja hizo un movimiento involuntario con la mano. —Bueno. ¿Pero no te parece que nos encontramos en una situación estúpida? Podemos ayudar pero no debemos nacerlo. Si la verdad sale a la luz, las primeras sospechas recaerán sobre ti. ¿Qué otra cosa nos queda por hacer? 20 Mientras tanto, el petrolero destinado a Abu Simbel estaba anclado entre Esna y Edfú. El capitán había comunicado por radio que tenía una avería en la máquina y todavía transcurrió una semana hasta que llegaron desde El Cairo las piezas necesarias. Como pudo determinarse más tarde, no se trataba de un defecto del material sino de una avería en la instalación, provocada por el primer maquinista. El retraso de diez días bastó para envenenar aún más el ambiente ya tenso de la obra. En la disputa por conseguir la mayor parte de la energía eléctrica, muchos amigos se convirtieron en enemigos porque cada uno creía que su trabajo era el más importante y exigía preferencia. A esto había que añadir el horrendo calor que reinaba en las casas o en los dormitorios comunes, que ni siquiera disminuía por las noches, así que los obreros iban a su trabajo excitados y nerviosos sin apenas haber dormido. Raja Kurjanowa, conocida por Montet, y Jacques Balouet eran los únicos que estaban enterados de que esa falta de petróleo había sido escenificada por el servicio secreto soviético y que el nivel de las aguas del embalse no exigía en absoluto tanta urgencia. Ese conocimiento y el no poderlo comunicar a nadie se convirtió para ellos en una carga insoportable. Se amenazaban mutuamente con delatarse. Finalmente, Raja empaquetó sus cosas y decidió trasladarse a una habitación de la residencia común, conocida popularmente como la Cuadra, donde también vivía Alinardo. En el campamento de los obreros, donde residía un millar de trabajadores, la mayoría egipcios, un agitador nubio organizó manifestaciones de protesta. Muchos obreros se declararon en huelga y la situación se hizo explosiva. Finalmente, con un retraso de doce días, llegó el petrolero procedente de Asuán y los trabajos pudieron continuar. 21 Kaminski había sufrido menos que la mayoría las incomodidades de la situación. El desmonte y transporte de los bloques del templo continuó exactamente de acuerdo con los planes previstos y eso le ganó la consideración general, por otra parte, sus relaciones con la doctora Hornstein no pasaron desapercibidas. Se los veía continuamente juntos, no sólo por las noches en el casino, y no era ningún secreto que muchas noches Kaminski no iba a dormir a su casa. Al doctor George Heckmann, el director del hospital, era a uno de los que menos agradaba el éxito de Kaminski con Hella Hornstein. Se sentía humillado interiormente, sobre todo porque apenas hacía tres semanas, en una conversación de hombre a hombre, había tratado de explicarle a Kaminski sus derechos de antigüedad sobre su colega. A partir de entonces Heckmann trató de no cruzarse en el camino de la pareja, pero cuando no podía evitarlo se mostraba cordial con ellos. En cuanto al estado de ánimo de Kaminski podía decirse que parecía flotar entre nubes. Tan sólo en las horas de soledad en el trabajo en la obra o en la barraca, volvía a meditar sobre cuál era la verdadera naturaleza de Hella: la de la médica del campamento fría y casi desprovista de sentimientos, que se hacía respetar por todo el mundo, o esa otra de mujer apasionada y desenfrenada capaz de hacer que un hombre perdiera la cabeza. Por mucho que reflexionaba sobre ello y establecía comparaciones, la pregunta quedaba sin resolver. Por otra parte, a Kaminski la respuesta le era indiferente mientras Hella reservara su apasionamiento para él y sólo para él. Además, le gustaba pensar que había derrotado a todos los que trataron de ganarse los favores de Hella. Iba tan lejos en sus fantasías que incluso se sentía dispuesto a comenzar con Hella una nueva vida en cualquier lugar del mundo cuando hubiera terminado su trabajo en Abu Sirnbel. Pero no se atrevía a hablar de eso... Todavía no. Esa tarde cenaron rápidamente en el casino con visibles muestras de inquietud. A un observador atento le hubiera llamado la atención ver que apenas hablaban, aunque se miraban intensamente a los ojos como si el uno supiera los pensamientos del otro. Finalmente salieron del restaurante y se perdieron en dirección este en la camioneta de Kaminski. Poco antes del anochecer, dejaron atrás la amplia curva de la Acces Road y llegaron a la caseta donde estaba instalada la oficina de dirección de Kaminski en la orilla del embalse. Kaminski ayudó a bajar a Hella y la acompañó hasta la barraca de madera. Poco tiempo después volvió a su vehículo que había aparcado a corta distancia detrás del templo. Frente a ellos, la obra se encontraba brillantemente iluminada. Los mástiles de las grúas y los cables causaban la impresión de que se estaba procediendo a la carga de un antiguo velero. Las sierras de Alinardo aullaban y rompían el silencio de la noche mientras levantaban grandes cantidades de polvo que ascendían al cielo igual que espesas nubes de vapor. Un espectáculo que a Kaminski le encantaba contemplar. En medio de ese ruido y de esa actividad, el ingeniero podía pasar inadvertido. Formaba parte de su forma de ser aparecer de improviso en los momentos más inesperados para esfumarse después. Y ese día, sin ser visto por nadie, desapareció en el interior de su barraca. Contrariamente a la primera vez, cuando no sabía qué le esperaba al descender por el agujero bajo los tablones, en esta ocasión Kaminski lo había planeado todo con la suticiente antelación y detalle. Unos planos viejos le sirvieron para tapar las ventanas de modo que ningún rayo de luz saliera al exterior, después abrazó a Hella que le correspondió con un beso y finalmente empezó a retirar las tablas del suelo. Cuando Kaminski cubrió el agujero una semana antes dejó una marca para asegurarse de que durante tiempo nadie lo había atravesado. La señal estaba intacta. Apartó las piedras y los guijarros y levantó los pesados tablones de madera. Hella se arrodilló en el suelo y con una linterna de bolsillo iluminó el pozo. Miró a Arthur y trató de sonreír, pero la expresión de su rostro mostró su nerviosismo interior. No dijo una sola palabra y Kaminski se limitó también a comunicarse con ella por señas. En uno de los lados de la boca del agujero colgó una escalera de mano de uno de los tablones, se sujetó al cuello una linterna de minero y empezó a descender no sin antes hacerle un gesto a Hella indicándole que debía seguirlo una vez que hubiera llegado al fondo. Cuando Hella se unió con él abajo su cuerpo entero temblaba. —¿No será demasiado para ti? —le preguntó Kaminski en voz muy baja mientras la cogía de la mano. Hella se la retiró con un movimiento violento. —Es... sólo la excitación —respondió con una leve tos. El polvo y el aire seco parecían afectarla más que a Kaminski. —Será mejor que te arrastres delante —opinó él—, cada paso levanta una nube de polvo y hace más difícil la respiración. Hella hizo un gesto de afirmación y empezó a deslizarse agachada por el estrecho pasadizo. «En mi primer descenso —pensó Kaminski—, todo pareció menos trabajoso.» ero esa impresión podía deberse a que entonces sólo tuvo que pensar en él y ahora le dedicaba más atención a Hella que a sí mismo. De repente la mujer se detuvo. —El paso está cortado, Arthur —dijo jadeante. —¡Quédate donde estás! —repuso Kaminski y trató de Cercarse a ella. El rayo de su linterna iluminó su silueta y detrás, un gran cúmulo de piedras que llegaba casi hasta el techo del angosto corredor. Kaminski sacudió la cabeza. Hella le alumbró el rostro. —¿Y ahora qué? —preguntó en voz baja. —¡No es posible! —exclamó el ingeniero y se secó el sudor de la frente con la manga. —¿Qué ha pasado, Arthur? ¿Qué podemos hacer? Kaminski se rió con amargura. —Ya lo ves, las piedras se han desprendido del techo. Estos pasillos no pueden resistir el traqueteo de los transportes en la superficie. Tenemos que renunciar. Además, como has podido comprobar, nuestro propósito resulta demasiado peligroso, ya lo ves... Hasta entonces, Hella se había comportado de modo tranquilo y reservado, casi reverencial. De repente comenzó a gritar: —¡Arthur, me has prometido llevarme hasta donde está la momia! Debes cumplir tu promesa. ¡Tienes que hacerlo, lo oyes! —Pero ¿qué puedo hacer? —chilló Kaminski con igual vehemencia—. No podía suponer que el techo se iba a derrumbar. Durante un momento, ambos se quedaron mirándose en silencio. Finalmente Kaminski cedió y se arrastró sobre el vientre por encima del montón de escombros hasta que con ayuda de la linterna pudo iluminar el espacio que aún quedaba libre. —¿Puedes ver algo? —le gritó Hella. Arthur respondió vacilando: —La cosa no parece tan mala. —Tocó cuidadosamente el techo—. ¡Espera un momento! —Finalmente añadió—: Trataré de abrirte paso. —¡Puedes conseguirlo, Arthur, puedes hacerlo! —lo animó agitada Hella. Se había dejado caer en el suelo agotada, apoyó la espalda sobre la pared del pasadizo y observo atentamente cómo Kaminski apartaba una piedra tras otra. Al cabo de una media hora, el montón de guijarros había perdido la altura suficiente para permitir que un ser humano pudiera arrastrarse entre él y el techo. —Ahora yo iré delante —indicó Kaminski, que traspasó la escala de cuerda por delante de él en el hueco. Antes de atravesarlo, bromeó—: Esperemos que no pase sobre nosotros un transporte pesado; si eso ocurre, guarda de mí un buen recuerdo. Kaminski desapareció por el agujero; poco después la avisó desde el otro lado: —Ahora puedes pasar tú. Hella lo siguió apresurada. Ágil como una comadreja, deslizó su cuerpo por encima del montón de escombros y cuando superó el obstáculo una amplia sonrisa iluminó su rostro. Incluso empezó a temblar de risa y saltó de una pierna a otra como un niño travieso que acaba de conseguir lo que quiere. —Todavía no lo hemos conseguido —le advirtió Kaminski, que dirigió la luz de su linterna hacia el segundo pozo. Llegó hasta el borde en pocos segundos y se dispuso a colocar la escalera en diagonal sobre la boca del agujero. Tenía las medidas exactas. Cogió a Hella por el brazo para dar mayor énfasis a sus palabras. —Yo lo atravesaré primero. Observa con atención cada uno de mis movimientos y tan pronto como yo esté al otro lado cruzas tú. Mira siempre al frente, no mires abajo, ¿de acuerdo? —¡De acuerdo! Kaminski se aseguró la linterna en el cinturón. Después Pasó hacia delante a cuatro patas. Cuando se hallaba en el centro de la escalera comenzó a cimbrearse como una ballesta. —Esto no tiene importancia —le advirtió a Hella sin apartar los ojos de la escala de cuerda—, no debes tener ningún miedo. Mira siempre al frente. Una vez que llegó al otro lado, Kaminski se quedó sentado en el suelo y le pidió a Hella que le pasara su linterna. —¡Vamos, adelante! —le ordenó. Valiente, Hella se puso en camino. Pero cuando llegó a la mitad de la escalera y ésta comenzó a oscilar, se detuvo incapaz de seguir adelante. —¡Sigue, sigue! —la animó Kaminski. Hella no se movió. —¿Qué pasa? —le gritó el ingeniero. —No lo sé. Es como si se me hubieran paralizado los brazos y las piernas. —¡Tonterías! ¡Tienes que continuar! —¡No puedo! —¡Continúa adelante! Debes superar el miedo. ¡Sigue! Rígida como una estatua, Hella continuaba inmóvil, aferrada al cabezal de la escalera. Su mirada se dirigía hacia delante pero sus ojos parecían desprovistos de vida. Su cuerpo era incapaz de realizar cualquier movimiento y ni siquiera se oía su respiración. Kaminski empezó también a tener miedo. ¿Qué podía hacer para llegar hasta ella? La escala no le parecía lo suficientemente fuerte para resistir el peso de dos cuerpos. Podía volver al otro lado colgándose de las dos barras de hierro, como hiciera la vez anterior, pero ¿de qué serviría? Dar la vuelta para regresar a la otra parte sobre una escalera cimbreante resultaba aún más peligroso que continuar adelante. ¡Hella tenía que seguir, tenía que lograrlo! —¡Tú lo has querido! —comenzó a gritarle a Hella—. Ya te había avisado. ¿Qué es lo que buscas aquí?, ¿contemplar una momia vieja y seca? ¡Sería mejor que te ocuparas de tus cosas! Mientras hablaba, Kaminski observó cómo la vida volvía al cuerpo tenso de la doctora. Sus palabras parecían tener efecto. En vista de eso continuó: —Eres una mujer débil que fallas en los momentos decisivos, temes por tu vida como si fuera algo que valiera la pena... De repente, su rigidez desapareció y, de un tirón, cruzó el último tramo de la escalera. Kaminski la recibió sin una palabra; se había dado cuenta de hasta qué punto Hella se sentía avergonzada, por esa razón decidió pasar el incidente sin ningún otro comentario. Después de recoger la escalera de mano, continuó delante agachado y poco antes de llegar a la estancia donde estaba el sarcófago le cedió el paso. La respiración de Hella se hizo difícil después de ponerse en pie, por fin, en el interior de la alta sala. Los cabellos se le pegaban a la frente sudorosa. Se sentía totalmente agotada, pero su mirada seguía viva, despierta y llena de febril excitación. Delante de ella, sobre un pedestal oscuro, se alzaba el sarcófago como un altar. De inmediato, Hella se subió al montón de piedras levantado por Kaminski en su primera visita, éste colocó la escalera sobre el lado opuesto, junto al pedestal y trepó por ella. Se limitó a dirigir una rápida mirada al rostro pardo de la momia; le interesaba mucho más Hella, que temblaba como si su corazón latiera incontroladamente y le ardía la cara. Tenía un temblor en la comisura de los labios y sus ojos brillaban de modo sobrenatural. Fue como una visión fantasmagórica ver cómo Hella acercaba su rostro a la cabeza de la momia como si quisiera rozar sus mejillas con las de la muerta, lo que no pudo hacer porque no alcanzaba. Desde la escalera hubiera sido posible, pero en esos momentos Kaminski no se atrevió a dirigirle la palabra. Tuvo la impresión de que entre Hella y la momia existía una misteriosa confianza. No pudo advertir en la joven la menor sensación de temor o de asco, al fin y al cabo se trataba de un cadáver. Él mismo, que por lo general no tenía miedo, mostraba una mayor reserva. Como ya le ocurrió en la ocasión anterior, se sentía como un intruso. Kaminski no sabía cuánto tiempo estuvo contemplando a Hella en silencio, hasta que finalmente se atrevió a hablarle. —¿Qué es lo que sientes? —le preguntó mientras su mirada iba alternativamente de Hella a la momia. —¿Lo que siento? —Hella no apartaba los ojos del cuerpo embalsamado—. Creo que eso es algo que tú no podrías comprender; perdóname, Arthur, si no respondo a tu pregunta. En vista de eso, Kaminski renunció a seguir interrogándola. Efectivamente, algo estaba ocurriendo que escapaba a su comprensión. Hella parecía estar muy lejos con sus pensamientos y sin aparente relación con lo que estaba ocurriendo, preguntó: —¿Y el escarabajo? Kaminski señaló la mano derecha de la momia cubierta sólo a medias por la tapa del sarcófago. —Lo tenía en esa mano. Vi algo verde que brillaba y pude quitárselo con toda facilidad. Posiblemente les pasó desapercibido a los ladrones de tumbas que estuvieron aquí antes que nosotros. Hella asintió con un gesto. Después, con ambas manos tomó la pesada tapa e intentó, inútilmente, moverla a un lado. —No lo conseguirás —observó Kaminski—, la plancha es demasiado pesada. Trató de ayudar a Hella empujando desde el otro lado. Al intentarlo se hizo daño en las manos porque la tapa estaba adornada con una orla de jeroglíficos grabados en su afilado borde. De repente, la pesada losa de pórfido obedeció a su empuje y como por sí misma cedió a un lado hasta quedar atravesada sobre el sarcófago casi en diagonal, lo que permitió la visión total de la delgada silueta de la momia. Un ruido de aplausos que parecía salir de la tapa del sarófago los asustó. Era igual que si alguien diera palmadas cortas que se repetían a intervalos irregulares. Hella dirigió a Kaminski una mirada interrogativa. El rostro del ingeniero se puso blanco. —Se trata de un derrumbamiento; lo que suena así es la caída de las piedras. —Meditó un segundo y enseguida grito: ¡Vamos, tenemos que salir de aquí! Kaminski saltó de la escalera, la cogió y cruzó la puerta. Después tomó la mano de Hella, que se había quedado inmóvil sin saber qué hacer, y la arrastró tras él. —Ahí fuera es mucho más peligroso —se defendió la joven al tiempo que se soltaba de la mano de Kaminski. —Claro que es peligroso —respondió Kaminski con vehemencia—. Tienes que decidir; puedes quedarte aquí dentro y esperar hasta que todo haya pasado, entonces es posible que te quedes enterrada en vida, o escapas de aquí y corres el riesgo de que te caiga una piedra en la cabeza. ¿Qué prefieres? Sin esperar respuesta, Kaminski se puso en marcha siguiendo el camino de vuelta, agachado, mientras arrastraba la escalera detrás de él. Sabía que Hella le seguiría pero que sería erróneo ordenarle que lo hiciera. A mitad de camino oyó los pasos de la doctora. Le seguía. Mientras tanto, Kaminski había llegado al lugar del desprendimiento. Escuchó un rato y se dio cuenta de que a medida que pasaba el tiempo era menor el intervalo entre el ruido de una piedra al caer y la siguiente. Finalmente, Hella lo alcanzó. —¡Debes mantener los brazos cruzados sobre la cabeza! Kaminski sujetó el asa de su linterna con los dientes y le mostró en la práctica lo que quería decir. Hella hizo un gesto de asentimiento y el ingeniero le dio un pequeño empujón. —¡vamos, lo conseguirás! —la animó. a joven cruzó los brazos sobre la cabeza y salió corriendo. La linterna que pendía de su cinturón iluminaba el camino insuficientemente. No oía las piedras que a su lado se rompían contra el suelo; sólo tenía un pensamiento: «¡Tienes que salir de aquí!». Hella lo logró, Al llegar delante de la boca del pozo agotada, se dejó caer en el suelo. No sabía si había recibido algún golpe. Se palpó el cuerpo y tuvo la certeza de que había salido de la aventura sana y salva. De repente, como si brotara del suelo, vio a Kaminski que estaba de pie encorvado, junto a ella. —¿Todo va bien? —Sí, todo bien —confirmó Hella—. ¿Y tú? —Estoy perfectamente. Mientras seguían oyendo detrás de ellos las piedras que continuaban cayendo del techo, Kaminski se apresuró a colocar la escalera, cruzada sobre la boca del pozo. Después de lo que acababa de suceder, Hella no tuvo ningún miedo en esta ocasión y cruzó el obstáculo sin dificultad. Una vez que estuvieron de vuelta en la barraca, Hella abrazó a Kaminski y le dio las gracias de modo casi excesivo. —No tiene importancia —trató de calmar el entusiasmo de la joven, aunque en realidad Kaminski estaba convencido de que las posibilidades que tuvieron de salir ilesos de la cámara mortuoria fueron más bien escasas. Kaminski se dejó caer en el crujiente sillón frente al escritorio que utilizaba para realizar sus trabajos. La lámpara de gas producía un débil silbido igual que un siseo. Las manos le ardían como fuego y para calmarse el dolor se las frotó contra la parte superior del muslo, lo que no hizo sino aumentar aún más el dolor. —¡Mis manos, mis manos! —gritó Kaminski de repente y se las tendió a Hella con las palmas hacia arriba—. ¿Dios mío, qué significa esto? Las manos de Kaminski habían adquirido el color rojo de una herida o como si hubieran estado sumergidas en agua hirviendo. Y había algo además, que hacía su aspecto es espantoso: en ambas palmas se habían dibujado unos ojillos ovalados más oscuros, como estigmas del mal, que estaban rodeados de enigmáticos signos jeroglíficos. La tapa del sarcófago, pensó el ingeniero... el borde estaba marcado con jeroglíficos. Hella siguió en silencio. Parecía dueña de sí misma cuando también le mostró sus manos; éstas tenían unas marcas semejantes, aunque los signos eran otros. —¿Dios mío, qué significa esto ? —repitió Kaminski. Observó detenidamente a Hella, que se encontraba mucho menos nerviosa que él, y no pudo evitar la sospecha de que, de algún modo, la joven conocía el significado de los jeroglíficos. Se mantenía tranquila. Kaminski estaba convencido de que seguiría fingiendo ignorancia si le preguntaba el significado de esos signos. Lo primero que hizo Kaminski fue transcribir en un papel con trazos firmes la marca de fuego que tenía en su mano izquierda. Después hizo lo mismo con la derecha. Ella lo contempló sonriendo. Cuando terminó de copiar los signos de sus manos, dibujó también los de Hella. —¿Por qué haces eso? —quiso saber la doctora. —Quiero averiguar el significado de estos anillos —respondió—. ¿O es que quizá lo sabes tú? —¡No! —respondió con una precipitación un poco exagerada—. ¿Cómo podría...? No había esperado otra cosa. Para aliviar el dolor de las manos, Arthur vertió en una palangana un poco de agua de la garrafa y las metió en ella, lo que le produjo cierto almo. Hella se acercó e hizo lo mismo. —¡Qué mejoría! —comentó sonriendo y lo besó en la mejilla. Al sacar las manos del agua, Kaminski se asustó; las marcas habían desaparecido. Tomó las de la doctora Hornstein y es dio la vuelta; también las suyas se habían disipado. —¡No es posible! —exclamó Arthur. —Ya ves que sí que lo es —respondió Hella con indiferencia, como si hubiera esperado lo ocurrido. Y tras una pausa añadió—: Lo mejor será que olvidemos todo el asunto, sencillamente que lo borremos de nuestra memoria, ¿qué opinas? A Kaminski le costaba trabajo poner en orden sus pensamientos. El primer día que Hella se enteró del descubrimiento de la momia, le pareció la cosa más importante del mundo y ahora, de repente, no quería saber nada. ¿Qué diantres ocurría en el interior de esa mujer? La doctora Hornstein se acercó al escritorio, tomó el papel en el que Kaminski había copiado las marcas de las manos y lo acercó a la llama de la lámpara de gas. Él quiso protestar, impedir que destruyera la hoja de papel, pero le falló la voz y antes de que pudiera pronunciar una palabra, los dibujos ardieron en una última llama y quedaron convertidos en cenizas. 22 Ese año el calor veraniego llegó en el mes de abril y resultó verdaderamente insoportable, sobre todo porque durante la noche raramente bajaba de los cuarenta grados. En el hospital del campamento, el doctor Heckmann y la doctora Hornstein se encontraban agobiados de trabajo; trataban a pacientes con problemas circulatorios y fallos renales principalmente. Los que aún seguían sanos consumían tabletas de sal a manos llenas. Eso ayudaba, pero no dejaba de tener sus consecuencias secundarias: la sal del sudor se concentraba en las ropas, que se pegaban al cuerpo como si estuvieran almidonadas. Un mediodía, en el momento de mayor calor, dos egipcios llevaron al hospital a su capataz en la parte trasera de camión. Estaba inconsciente y rígido como una tabla. La doctora Hornstein le preparó una infusión pero el hombre murió durante el tratamiento. Era ya el séptimo muerto entre los obreros de Abu Simbel y el caso excitó aún más los ánimos. Cada vez era mayor el número de enfermos que acudían al herrero Kemal, que con sus métodos poco habituales obtenía curaciones más rápidas que los médicos. La noticia corrió pronto de boca en boca. Kemal no pedía nada por su tratamiento, pero esperaba siempre una respetable bakshish y cuanto mayor fuera ese donativo, más extraordinaria era su terapia, que en la mayoría de los casos tenía éxito. Un día Margret Bakker no acudió a su trabajo a la hora prevista y cuando Istvan Rogalla, el arqueólogo alemán, fue a ver qué le había ocurrido a su ayudante, la encontró inmóvil en la cama. La única señal de vida era un inquieto palpitar en sus ojos. Rogalla tomó a la joven por los hombros. —¿Qué tienes, Margret? —gritó y sacudió su cuerpo como si de ese modo quisiera arrancarlo de su rígida inmovilidad. —Apenas puedo moverme —respondió Margret con dificultad. Y le tendió las manos con los dedos estirados. Rogalla la miró asustado; los dedos, el dorso de las manos incluso los brazos estaban hinchados como globos. —El menor movimiento es un tormento —se quejó la joven. En esos momentos Rogalla sólo tuvo un pensamiento: Kemal el herrero. ¡Sólo Kemal podía ayudarla! Mientras la llevaba en brazos hasta el coche, Rogalla notó que el rostro y los brazos de Margret comenzaban a adquirir una extraña tonalidad azulada. En el corto trayecto hasta la barraca del herrero, Margret Bakker perdió el Conocimiento. Rogalla reflexionó: ¿debía dar la vuelta?, ¿no sería mejor que llevara a su ayudante al hospital? Pero antes de que lograra tomar una decisión estaba frente a la casa del herrero. El calvo Kemal salió a la calle al oír el ruido del automóvil. Llevaba una tela blanca enrollada en torno a su cintura y el torso desnudo; se parecía como una gota de agua a otra a los artesanos cuyas pinturas adornan las tumbas de los faraones. —¡Kemal! —exclamó Rogalla nervioso—. ¡Rápido, haz algo, te lo ruego! Creo que Margret se muere. —Y sacó un billete de diez libras casi tan grande como un pañuelo. Kemal lo cogió, lo guardó entre su falda y entró el cuerpo de Margret en la oscura herrería. La acostó sobre un catre que había en la parte interior del taller y después la observó atentamente durante largo rato. El arqueólogo seguía la escena con impaciencia. —¿Está... muerta? —preguntó inseguro. Kemal no le respondió. Abrió la blusa de la muchacha y apoyó la oreja sobre su pecho. Después alcanzó un jarro metálico, echó un poco de agua en un cuenco y colocó éste sobre el tórax de la joven. Una sonrisa tétrica y oscura apareció en su rostro siniestro; señaló la superficie del recipiente en la que se formaban pequeñas olas temblorosas. —Las ondas significan vida, señor —explicó Kemal sin apartar la vista de la joven—, y donde hay vida, Kemal puede ayudar. Sólo hay una cosa sobre la que no tiene poder: la muerte. —¡Si es así, haz algo! —le urgió Rogalla. El herrero contempló el cuerpo abotargado de Margret de los pies a la cabeza y le quitó la ropa. De repente, un cuchillo pequeño y puntiagudo brilló en su mano. Kema tomó el brazo izquierdo de la joven y, con un golpe rapid° y fuerte, le clavó la afilada hoja. Después hizo lo mismo con la pantorrilla derecha. Una sangre oscura y espesa brotó de las heridas y corrió por el polvoriento suelo de piedra. Rogalla comenzó a perder el ánimo y a dudar de si había obrado bien y pensó que quizá los médicos del hospital la hubieran atendido mejor. La joven sangraba como una res en el matadero y mientras más duraba el tratamiento de Kemal mayor era el miedo y la agitación de Rogalla. Como un poseso, salió de la herrería, subió a su coche y se dirigió al hospital a toda velocidad. Poco después regresaba en compañía de la doctora Hornstein. Al entrar en la oscura estancia y ver a Margret Bakker que se desangraba mientras que Kemal, como un verdugo, estaba inmóvil delante de su víctima con los brazos cruzados sobre el pecho, la doctora gritó: —¡Dios mío!, ¿qué ha hecho usted con esta mujer? Con un violento ademán, Kemal apartó a un lado a la doctora Hornstein y murmuró con voz profunda y amenazadora: —Tú eres una mujer y no tienes el don de curar, eso es algo que Alá reservó sólo a los hombres... —¡Estás loco! —interrumpió Rogalla al furioso herrero—. La doctora Hornstein es médica, ha estudiado. —¿Estudiado? —replicó Kemal indignado y escupió en el suelo—. ¡Una mujer y ha estudiado! Si Mahoma el profeta hubiese querido que estudiaran, constaría así en el santo Corán. Pero no hay ni un solo sura que diga que la mujer debe estudiar y menos aún que pueda curar. El tiempo apremiaba y Rogalla se colocó delante de Kemal con los brazos extendidos. —¡Vas a dejar ahora mismo que la doctora Hornstein haga su trabajo! —dijo con tono amenazador—. La situación s sena y la verdad es que no tenemos tiempo para discutir cuestiones teológicas. ¿Lo entiendes? Kemal no comprendía literalmente el significado de las palabras, pero sí lo que Rogalla quería decir. Con la cabezagacha y el mentón pegado al pecho, se retiró al rincón más oscuro de la herrería donde se sentó con las piernas abiertas sobre un yunque para observar a la doctora Hornstein. Mientras tanto, ésta le había colocado a Margret Bakker vendajes de compresión para cortar la hemorragia. El cuerpo de la joven estaba ya tan hinchado que daba la sensación de que iba a reventar en cualquier momento. Rogalla se sentía muy mal y tuvo la impresión de que iba a vomitar; no obstante, supo dominarse. —¿Qué puede ser? —preguntó casi balbuceando mientras se volvía hacia la médica. —Falta aguda de calcio —respondió Hella—; un ataque. —Señaló las manos de Margret. Los dedos estaban montados unos sobre otros, como si sufrieran un espasmo. Mientras preparaba una jeringuilla, comentó—: La típica forma de garra. —¿Tiene posibilidades? La doctora le puso la inyección, que no provocó en la enferma reacción alguna, ni siquiera un débil estremecimiento. —No lo sé —respondió—, en un caso normal no tendría duda pero en estas circunstancias... —Hella miró a su alrededor y Rogalla se dio cuenta de la expresión asqueada de su rostro—. Bien, sea cual sea el resultado que obtengamos, usted deberá contestar a unas cuantas preguntas desagradables. Rogalla hubiera querido responder, pero se dio cuenta de que en su situación cualquier apreciación habría resultado inadecuada. —¿No sería mejor llevar a Margret al hospital? —preguntó finalmente. —Desde luego —respondió la doctora Hornstein—, pero no de inmediato. ¿O es que quiere que su ayudante llegue allí muerta? Al cabo de pocos minutos, la inyección mostró sus primeros efectos. Margret abrió los ojos, pero sólo fue un ligero parpadeo nervioso y a los pocos instantes volvió a perder el conocimiento. Mientras tanto, desde su oscura esquina Kemal seguía hablando consigo mismo, gritaba y al parecer maldecía, si es que los ininteligibles sonidos guturales que brotaban de su garganta tenían algún significado. —Si Margret no sobrevive —advirtió Hella Hornstein mirando hacia aquel rincón—, que Dios se apiade de ti, Kemal. —Se volvió al arqueólogo y añadió—: Y también de usted, Rogalla. Éste la miró anonadado. Se sentía culpable por no haber buscado ayuda médica de inmediato. Sin embargo, los trabajadores de la obra contaban maravillas sobre las capacidades curativas de Kemal, ¿por qué no iba a tratar de aprovecharse de ellas? ¡Lo único que quiso fue ayudar a Margret! Como si hubiera adivinado sus pensamientos, la doctora Hornstein observó: —Ya lo sé, usted sólo quiso ayudar; pero supongo que un europeo con estudios tendría que haber razonado de otro modo. Rogalla se avergonzó. Tomó la mano de Margret y se la acarició... Un gesto desesperado, pero era lo único que podía hacer en esa situación. —¡Toallas! —pidió la doctora Hornstein—. Necesito toallas húmedas. Kemal reaccionó de mala gana y salió del rincón, llevaba en sus manos un trapo sucio y mojado. Hella lo cogió y le pegó con él en la cara. Kemal gritó de rabia ante la humillación a que lo sometía una mujer y se agachó un poco como si se dispusiera a saltar sobre ella. Rogalla se interpuso entre ambos y evitó que las cosas pasaran a mayores. —¡Déme las llaves de su coche! —ordenó la doctora Hornstein al arqueólogo y sin más explicación las cogió y salió fuera, después montó en el coche y se alejó de allí. Rogalla y Kemal interpretaron de modo distinto la razón de su partida. Mientras que el arqueólogo sabía que Hella había ido al hospital a buscar toallas húmedas y medicinas, el herrero pensó que la doctora se había dado cuenta de que no podía hacer nada y había renunciado. Por esa razón se acercó de nuevo a Margret, que seguía inconsciente, y le quitó las vendas del brazo y de la pierna. La sangre volvió a gotear sobre el suelo. —¡Sangre negra, sangre mala! —exclamó jubiloso Kemal, mientras Rogalla se quedaba helado de pánico y era incapaz de realizar el menor movimiento—. ¡Sangre clara, sangre buena! Kemal esgrimió de nuevo su cuchillo y se disponía a hacer nuevos cortes en los muslos y en los brazos cuando la doctora apareció en la entrada. La brillante luz del día recortó su silueta contra el marco de la puerta: estaba allí como una antigua diosa egipcia de la venganza. Hella se abalanzó sobre Kemal y con las manos extendidas como si fueran garras, le clavó las uñas, que le dejó marcadas en la cara. Kemal rechazó de un empujón a la furiosa doctora, Hella cayó al suelo pero se levantó, se volvió hacia Rogalla y le dijo en voz alta: —¡Llévese a Margret!, ¡tenemos que salir de aquí! ¡Deprisa! El arqueólogo no se paró a pensar, tomó a la joven ensangrentada y se la llevó al automóvil. Hella guardó sus cosas mientras Kemal la observaba encolerizado. No se dio cuenta de que el herrero tenía en su mano un tirador, formado por una horquilla, unas gomas y un trozo de badana. Tampoco vio, mientras se dirigía a la puerta, que Kemal tensaba el arma y con los ojos entornados apuntaba a su espalda. Estaba demasiado excitada para advertir que el herrero disparaba contra ella un pequeño proyectil, una especie de anzuelo puntiagudo que se clavó en su espalda. Mientras Rogalla y la doctora Hornstein se alejaban en el coche y se llevaban a Margret, Kemal salió a la puerta de la herrería y siguió con la mirada al automóvil hasta que sólo pudo ver una nube de polvo rojizo. —¡Maldita seas! —murmuró entre dientes furioso y escupió en dirección al coche—. Nadie se entromete con sus chapucerías en el trabajo de Kemal, ¡y menos una mujer! Desapareció en su chabola de latas y pronto se oyeron los golpes contra el yunque con los que el herrero descargaba su ira. 23 Aquella noche en el casino se sentaron juntos dos hombres que normalmente no tenían mucho que decirse: Arthur Kaminski e Istvan Rogalla. Este último causaba la impresión de estar ebrio, algo extraordinario en un hombre que por su forma de ser educada y cortés era considerado por todos un ejemplo de discreción y buen comportamiento. —¿Preocupaciones? —le preguntó Kaminski y pidió una cerveza. Se había sentado a su mesa sin preguntarle. Rogalla miró a Kaminski que, ostensiblemente, volvió la vista a otra parte y guardó silencio. Los dos siguieron callados con los ojos fijos en sus copas hasta que finalmente Rogalla comenzó a hablar con la lengua pastosa y cierta dificultad. —¡Todo lo hice mal!, ¿comprendes? Me equivoqué... Nunca debí llevar a Margret a casa de Kemal... nunca debí dejar que Kemal la viera... ¿entiendes lo que quiero decir? Kaminski había oído hablar del caso y de que había pocas esperanzas de que Margret Bakker salvara la vida. Aceptó con gusto el tuteo amistoso del arqueólogo y trató de consolarlo: —Lo hiciste con la mejor intención, Rogalla; muchas veces Kemal logra excelentes resultados. No conozco a nadie que tenga dolores de cabeza y vaya al hospital, todos van a ver a Kemal y éste los cura. El hombre bebido levantó la vista y miró a Kaminski como si no entendiera su actitud. Como todo el mundo, él también conocía las relaciones que existían entre su interlocutor y la doctora Hornstein y, por esa razón, le sorprendió que Kaminski se mostrara comprensivo. —¿De verdad lo crees? —preguntó finalmente. —Naturalmente. —¿Se pondrá bien? —Rogalla le dirigió una mirada suplicante. Kaminski se encogió de hombros. —Nunca se deben perder las esperanzas. Rogalla comenzó a sollozar como un niño. —Está bien, muchacho —trató de animarlo el ingeniero—, no puede saberse lo que habría ocurrido si la hubieras llevado al hospital directamente; quizá no hubiera sobrevivido. ¿Quién puede saberlo? El arqueólogo debió de reflexionar, lo que en su situación resultaba visiblemente difícil, porque la observación de Kaminski le hizo sentirse mejor. —¿Es eso también lo que dice la doctora Hornstein? —preguntó vacilante. —No lo sé —respondió—, pero lo supongo. Nadie puede decir con certeza cómo evolucionará una enfermedad. Rogalla dio un palmada en la espalda de su interlocutor y dijo con lengua pastosa: —Eres un verdadero amigo, Kaminski, un verdadero amigo. Si alguna vez puedo hacer algo por ti... Como si hubiera estado esperando ese ofrecimiento, Kaminski sacó un papel del bolsillo. Éste mostraba toscamente los signos misteriosos que habían aparecido en las manos de Hella y de Arthur y que él había copiado. No se quedó tranquilo con el hecho de que Hella quemase el original donde copió los jeroglíficos y lo dejara a oscuras sobre su significado. ¿Qué motivos podía tener la doctora para hacer una cosa así? Por eso, al día siguiente de la peligrosa visita a la tumba tomó la hoja que le había servido de apoyo para su dibujo y con lápiz blando y romo la difuminó como un detective en una clásica novela policíaca y así obtuvo un calco bastante fiel de su original. —¿Puedes decirme lo que significa esto? —preguntó Kaminski y le mostró el papel a Rogalla. Éste le dirigió una mirada rápida y respondió: —Desde luego que sí. —Ya lo sabía —se disculpó Kaminski—, no es la mejor de las copias pero tal vez puedas decirme algo... —¡Tonterías! —lo interrumpió Rogalla—. He podido descifrar jeroglíficos menos claros que éste. ¿Por qué quieres saberlo? —Me interesa, eso es todo. Figuraba en un bloque de los que hemos sacado del templo y me llamó la atención. —Está bien —Rogalla tomó un buen trago y continuó—: Esto que ves aquí —señaló el signo de la izquierda— es el símbolo del trono de Ramsés: User-maat-Re-Stepen-Re. —¿Y la inscripción que sigue? —Es más difícil de leer, pero el nombre significa Bent-Anat. —¿Bent-Anat? —Era una de las muchas mujeres del faraón, es decir de sus esposas principales, si lo prefieres así; concubinas tenía muchas más. Lo picante del asunto es que Bent-Anat también era su hija. —¿Quieres decir que Ramsés mantenía relaciones incestuosas? —Los faraones nunca eran incestuosos —aclaró Rogalla con un gesto ampuloso—, pues todo lo que hacía el faraón estaba por encima de cualquier ley, ¿comprendes? Podía matarte y, de ese modo, tu muerte se convertía en justa y legal. Podía fornicar con su hija y nadie tenía ni debía objetar nada. ¿Lo entiendes, verdad? Kaminski lo comprendía, pero en esos momentos lo que le impresionaba era saber que aquella momia bajo su oficina era probablemente la de Bent-Anat. —¿Qué se sabe de esa Bent-Anat? —preguntó el ingeniero. El arqueólogo trató de ponerse serio y le respondió: —Exactamente podría decirse que no sabemos realmente nada de ella, salvo que era la hija de Ramsés con su segunda esposa Isisnefert y que más tarde el faraón la hizo una de sus mujeres. Aparte de esto, se ha perdido todo rastro de ella. —¿No hay tumba?, ¿ni momia? —¡Nada! Kaminski sintió cómo la sangre se le subía a la cabeza. Tenía dos buenas razones. En primer lugar, no se atrevía a pensar en las consecuencias que podría tener su descubrimiento. Por otra parte, le inquietaba el extraño lazo que parecía existir entre Hella Hornstein y la momia. Realmente, del raro comportamiento de la doctora se podía llegar a la conclusión de que sabía de quién se trataba. —¿Sería posible pensar —comenzó Kaminski precavidamente— que la tumba y la momia de esa Bent-Anat todavía pudieran ser descubiertas? Rogalla se echó a reír. —¿Dónde? ¿Aquí tal vez? ¡Hombre, vaya unas preguntas que se te ocurren! —¿Por qué no? —Escucha, en el Imperio Nuevo, así se denomina el periodo en que vivieron Tutmosis, Amenofis, Tutankamón y Ramsés, todos los faraones eran enterrados en el llamado Valle de los Reyes y sus esposas en el Valle de las Reinas. Fue allí donde, como otras, se encontró la tumba de Nefertari... Pero no ha podido hallarse la de Bent-Anat. —Tal vez porque Bent-Anat fue enterrada en otra parte. —Improbable —gruñó Rogalla, que movió la cabeza salvo que... —¿Salvo qué? —Bueno, la arqueología es, como la política, el arte de las posibilidades. La base de esta ciencia es lo posible, no lo real, y eso es algo que nosotros los arqueólogos olvidamos con mucha frecuencia. Esa noche, entre cerveza y cerveza, Kaminski y Rogalla hablaron largo y tendido. El arqueólogo porque temía por la vida de su ayudante; Kaminski porque Hella Hornstein le parecía cada vez más enigmática. 24 A la mañana siguiente muy temprano, con el alcohol que paralizaba sus miembros aún metido en los huesos, Arthur Kaminski fue a visitar a Hella al hospital. Ya a esas horas, apenas poco más de las siete, el pegajoso calor caía sobre el edificio. Arthur estaba decidido a enfrentar a la doctora Hornstein con lo que le contó Rogalla la noche anterior. Cuando ella se diera cuenta de que también estaba enterado de la importancia del descubrimiento quizá decidieran dar a conocer el hallazgo. Al cruzar el largo pasillo que conducía a la sala de consultas se tropezó con dos enfermeros que salían de allí llevando una camilla en la que yacía un obrero egipcio. Estaba muerto. Hella apareció en la puerta. Daba la sensación de estar conmovida. —¿Qué ha pasado? —se interesó Kaminski sin saludarla siquiera. Agitada, Hella sacudió la cabeza. —¡Otro fallecido! Envenenamiento por plomo. —¿Envenenamiento por plomo? La doctora tomó una mano del muerto, le dio la vuelta y dejó la palma hacia arriba. Estaba blanca como la nieve y contrastaba notablemente con la oscura piel del egipcio. —Alí es mecánico —le explicó— y se pasa el día manejando gasolina. Con este calor, el combustible que pasa por su mano se evapora tan rápidamente que se la deja helada. De este modo, el plomo penetra a través de la piel en el torrente sanguíneo y provoca una muerte rápida. Éste es ya mi segundo caso. Pero a ver cómo se le puede hacer entender a esa gente que con este calor la gasolina sobre la piel se convierte en veneno. Incluso hay muchos que la utilizan para refrescarse... —¡Dios mío! —exclamó Arthur, conmovido—. Tendrás que hablar con los capataces... —¿Y qué? —Hella realizó un gesto de indiferencia—. Hace ya mucho tiempo que lo hice y no ha servido de nada. Los egipcios sólo creen lo que ven... o lo que les ordena el Corán. Confían más en un ignorante como Kemal que en un doctor en medicina, sobre todo si ese doctor es una mujer. —¿Cómo está Margret? —preguntó más que nada para cambiar de conversación, sin darse cuenta de que eso era agrandar la herida. Hella se encogió de hombros. —Ha perdido mucha sangre y su circulación permanece inestable. Será una suerte si sale de ésta. Volvió a entrar en la sala de consultas, cerró la puerta tras ella y después se acercó a Arthur y le pasó los brazos por el cuello. —Bien, buenos días antes de todo. —Y lo besó con la pasión acostumbrada. Kaminski no se sentía a gusto en el ambiente de un hospital. Hella se dio cuenta de inmediato y le reprochó: —¡No me quieres, Arthur! —¡Qué tontería! —replicó mientras se libraba de su abrazo—. Es este lugar. Tú ya estás acostumbrada pero a mí me producen terror el mobiliario blanco, las vitrinas de cristal y el instrumental. Pero no he venido para hablar de esto. —¿Si no de...? —He charlado con Rogalla. Anoche casi nos emborrachamos juntos y he podido saber de quién es la momia— —¡Lo has contado todo! —lo interrumpió gritando desenañáda, mientras lo empujaba para alejarlo. —¡Oh, no! —replicó Arthur—. No he dicho nada. Dibujé de memoria los anillos y las marcas que habían quedado grabadas en nuestras manos y le pregunté si sabía cuál era su significado. —¡Eso es imposible! —Nada es imposible. Rogalla lo reconoció enseguida, se trataba de los nombres de Ramsés y de su hija y esposa Bent-Anat. Hella observó fijamente a Kaminski, podía ver en su interior como a través de un cristal transparente. De improviso Hella, con la mirada indefinida en él, comenzó a hablar con ese tono, totalmente distinto, que producía terror en Kaminski. Su voz agradable, apasionada, que muchas veces tenía un timbre casi infantil, sonaba de repente seca, dura, profunda y vieja: —Hubiera sido mejor que lo dejaras todo como estaba hasta que las cosas se tranquilizaran, tal y como te había aconsejado. ¿Por qué no me has hecho caso? La ignorancia es a veces la mayor felicidad del ser humano. Kaminski se estremeció al oír esas palabras, menos por el contenido que por el tono siniestro. Le parecía como si desde el cuerpo de la joven estuviera hablando una segunda persona. Ésa no era la Hella Hornstein que lo había encantado con sus seductores movimientos hasta hacerle olvidar todos sus buenos propósitos. Era una mujer extraña, desconocida, que le hacía sentir miedo y con la que hubiera preferido no encontrarse nunca. Hella continuaba mirando a través de él. Sus ojos brillaban vidriosos como los de una vieja muñeca. Eso y su inmovilidad le conferían un aspecto fantasmagórico y al mismo tiempo maravilloso que a Arthur se le atragantaba como un nudo en la garganta. No se atrevió a preguntarle qué quería decir cuando afirmó que la ignorancia era a veces la mayor felicidad para los seres humanos. ¿Por qué deseaba mantener en secreto, por todos los medios la identidad de la momia? Como un autómata, Kaminski retrocedió unos pasos y al hacerlo su espalda tropezó con una bandeja llena de instrumentos y botellas. Una de éstas cayó al suelo, se rompió y el penetrante olor del fenol se extendió por la estancia. —¡Lo siento! —se excusó y se agachó para recoger los trozos de vidrio con cuidado de no cortarse los dedos. Al levantar la vista, Arthur sintió un terror mortal que lo hizo estremecer. Sobre él, muy cerca de su cabeza se hallaba un rostro de facciones descompuestas; no era la cara de Hella, sino la de la momia. Su único pensamiento en ese momento fue: «¡te has vuelto completamente loco!». Rechazó a Hella con un violento movimiento de manos y la dejó atrás, abrió la puerta y como un hombre perseguido por las furias corrió por el pasillo hasta encontrarse fuera, al aire libre. Se sentó en los escalones de entrada al hospital con la frente apoyada en las muñecas. No lograba pensar con claridad; todo lo que le había ocurrido parecía estar más allá de toda lógica y en contra de lo razonable. «Son los nervios», pensó Kaminski. Por lo visto aquella historia lo excitaba más de lo que quería reconocer y, ciertamente, hubiera sido mejor guardar el secreto para él solo o haberlo dado a conocer públicamente en vez de compartirlo sólo con Hella. Pero las cosas ya no tenían remedio y acabaría por saber cómo encarar la situación una vez que se hubiera enfrentado lo suficiente con la joven. En realidad, ¿qué era lo que había pasado? Había descubierto la tumba de una reina egipcia. Un hallazgo excitante, ciertamente, pero no un motivo para complicarse la vida. Seguía sentado al calor de la mañana pensando en ese asunto, cuando de repente sintió que una mano se apoyaba en su brazo. Al mismo tiempo oyó la voz de Hella, esa inflexión a la que estaba acostumbrado, clara y acariciadora y levantó los ojos. —¿Va todo bien? —preguntó como si no hubiera ocurrido ada Arthur se asustó, pero la causa era ahora que la voz de Hella sonaba tan normal que pensó que hacía un momento sus sentidos le habían jugado una mala pasada—. ¿Te encuentras mejor? —repitió la médica. Kaminski hizo un gesto afirmativo. —Perdona por lo de la botella. —No vale la pena hablar de eso —replicó Hella Hornstein—. El fenol es algo diabólico, produce ansias y en algunas personas incluso alucinaciones. —¿Alucinaciones? —Sí, se ven cosas que no existen, pero el efecto pasa tan rápido como llega. La explicación le aclaró muchas cosas y lo tranquilizó en cierto modo. —La verdad es que me sentí muy mal —dijo para explicar su fuga aterrorizado. Hella se echó a reír. —No tienes que excusarte, Arthur, de veras; al menos no por eso. —¿Qué quieres decir? —No debiste revelarle nada de nuestro secreto a Rogalla... —Rogalla no sabe nada —la interrumpió—. No le he contado nada en absoluto y me he limitado a preguntarle el significado de unos signos. ¡Puedes creerme! Hella afirmó con la cabeza, pero Arthur dudó de que verdaderamente le creyera. —Además —añadió—, Rogalla estaba tan borracho que estoy seguro de que hoy no recuerda nada en absoluto de lo que hablamos anoche. El asunto de Margret Bakker lo tiene muy preocupado. Hella se puso de pie. —Tengo tu palabra, Arthur, de que guardarás silencio. Le tendió la mano; Kaminski la tomó sonriente y la besó en la palma. —El deber me llama —dijo el ingeniero y se despidió de ella. Balboush, su criado, le salió al encuentro cuando se dirigía al coche. Movía los brazos excitado como si tuviera que comunicarle una noticia importante. —¡Míster, míster! —le gritó desde muy lejos—. Noticia de míster Lundholm: se ha encontrado una tumba en el templo. Kaminski se quedó de piedra. Dudó si lo primero que debía hacer era informar a Hella, pero decidió que era mejor que antes de nada se enterara de lo que había ocurrido. Saltó al automóvil y voló por la Governments Road en dirección a la obra. ¿Qué demonios habría sucedido? En el lugar donde la carretera describe una amplia curva a la derecha en dirección al embalse, reconoció su oficina. El calor caía sobre el terreno y desdibujaba los contornos que parecían fundirse como si fueran de cera. Le extrañó que su barraca estuviera tan sola y abandonada como siempre. ¿Habrían descubierto otra entrada a la tumba? Al dejar atrás su despacho, Kaminski tomó el camino hacia la presa y giró a la derecha para llegar al pie de obra en el templo, que se abría como la entrada de un gigantesco túnel: fachada, techo y la mayor parte del lado izquierdo ya habían sido cortados y extraídos de la montaña. Las sierras mecánicas de Alinardo habían dejado sus huellas, algunas verdaderamente arriesgadas. A los pies del triángulo de la grúa, de cuyo largo brazo pendía un bloque de piedra, estaban Lundholm e Istvan Rogalla. Al verlo llegar le hicieron señas para que se aproximara. —Lundholm ha hecho un descubrimiento —se rió Rogalla. —¿Dónde? —quiso saber Kaminski. —Ya lo verás —respondió—. ¡Vamos! Lundholm se rió también. Mientras seguían andando continuó Rogalla: —Ya lo ves, tenías razón, siempre puede haber un descubrimiento inesperado. ¿Cómo te va después de lo de anoche? —Gracias por tu interés —se apresuró a responder Kaminski, cuyos pensamientos estaban en otra parte. Al parecer, Rogalla recordaba perfectamente lo que hablarán la noche anterior. En el interior del templo al descubierto, la fina arena arcillo a formaba una capa de varios centímetros. Sólo muy pocos de los obreros se atenían a las severas disposiciones legales y llevaban caretas protectoras que, por lo general, se negaban a usar porque se pegaban a la piel y dejaban heridas supurantes. A juicio de la mayoría, eso era peor que respirar un poco de arena arcillosa, que pasaba bien con un buen trago de cerveza. Lundholm iba delante seguido de Rogalla y Kaminski. A sólo un par de metros de las cuatro figuras de los dioses a los que estaba consagrado el templo, el sueco se detuvo y señaló una pequeña nave lateral. Una desnuda bombilla en un soporte negro de latón iluminaba la estancia. Rogalla pareció notar el desconcierto de Kaminski y lo dejó pasar primero. —¿ Ya has avisado a Moukhtar? —preguntó Kaminski. —¿Moukhtar? —replicó Rogalla—. Esto no forma parte de su trabajo. Kaminski no entendía nada. Detrás de una de las monumentales columnas cuadradas el suel° estaba removido. Kaminski distinguió una caja de mad£ra mal conservada. Lundholm se acercó y levantó la tapa que ya estaba rota por varios sitios. Dentro había un muerto vestido con uniforme de oficial del ejército y el pecho lleno de condecoraciones. El cadáver estaba bien conservado. Kaminski, que no esperaba una cosa así, no supo bien lo que ocurría, pero al cabo de unos instantes de asombro, rompió a reir ruidosamente. Los otros lo observaron divertidos, no sabían la razón de esa explosión de risa, pero la situación era ya demasiado extraordinaria como para andarse con nuevas preguntas. —Es un inglés —explicó Lundholm—. Bedeau, que sabe mucho de uniformes, opina que debe tratarse de un oficial de la expedición de lord Kitchener. Estaba enterrado aquí sin que nadie lo supiera. Fue descubierto por un electricista cuando tendía una instalación. ¿Qué debemos hacer ahora? —El profesor Jacobi es quien tiene que decidir —dijo Lundholm—, pero yo propongo que informemos a la embajada británica, ellos sabrán qué hacer con los soldados de Su Majestad. Kaminski sintió que le quitaban un gran peso de encima al ver que el «descubrimiento de una tumba» no era ni mucho menos lo que él había temido. De modo espontáneo invitó a Rogalla y a Lundholm a tomar con él una cerveza en su local de trabajo para, como él mismo dijo, hacer pasar el polvo que tenían en la garganta. Ambos aceptaron gustosamente su ofrecimiento. —Debiste de pensar que habíamos descubierto la turnba de la reina —se rió Rogalla mientras se bebía la cerveza caliente. Se volvió hacia el sueco y continuó—: ¿No lo sabes, Lundholm? ¡Arthur cree todavía en el gran descubrimiento! Kaminski sintió que su rostro enrojecía y automáticamente su mirada se posó en el suelo de la barraca, como si temiera que sus compañeros pudieran encontrar algún indicio que despertara sus sospechas. —No tienes por qué avergonzarte —lo consoló Rogalla, que interpretó equivocadamente el que Arthur hubiera bajado la vista. En ese mismo instante, los dos amigos vieron un trozo de papel arrugado que estaba en el suelo, al lado de la mesa de trabajo. Rogalla, que se sentaba más cerca, lo cogió y al ir a dejarlo sobre la mesa descubrió los jeroglíficos calcados. —Empiezo a tener la impresión de que quieres ocupar mi puesto —bromeó de pasada. —¡Qué va! —Kaminski trató de superar la situación—. Me gusta dibujar y a veces cuando estoy en el depósito de los bloques copio alguna que otra inscripción, aunque sin saber lo que significa. Rogalla dio la vuelta al trozo de papel por las dos caras. Después miró a Kaminski y dijo con seriedad: —Lo extraordinario es que en todo Abu Simbel no hay ningún jeroglífico con este nombre. —Y agitó la hoja en el aire. —¿Qué pone ahí? —Bent-Anat —respondió Rogalla. Kaminski esperaba que el arqueólogo le preguntara algo más, pero no lo hizo y precisamente eso fue lo que lo inquietó aún más. Muchas veces tenía la sensación de que en Abu Simbel todo el mundo sabía más de lo que admitía. 25 Aquella noche Kaminski durmió con Hella y no porque él se lo hubiera propuesto —se encontraba demasiado confuso— sino porque ella se lo pidió. Lo necesitaba, según dijo. No es que eso resultara desagradable para Arthur, que no lo fue, pero la conducta de Hella en el hospital, el susto con la aparición de la momia del soldado inglés y las observaciones de Rogalla lo habían desmoralizado. La consecuencia fue que sus pensamientos estuvieron en otra parte y no en la cama de la doctora. Con los miembros pesados a causa del cansancio, Arthur se quedó dormido en los brazos de Hella. A eso de la medianoche, sin embargo, se despertó al oír un sonoro resuello. Hella respiraba con dificultad, parecía sumida en un profundo sueño, pero de su nariz salían fuertes sonidos realmente raros. Arthur encendió la luz. La frente de Hella estaba perlada de sudor y las comisuras de sus labios se contraían convulsivamente con frecuencia irregular, aunque mantenía los ojos cerrados. Su respiración y los extraños ruidos que dejaba escapar se hacían cada vez más rápidos y su intensidad cambiaba continuamente. Violentos ataques de sofocación, en los que parecía faltarle el aire, precedían a momentos en los que el ritmo de su pecho era casi normal y reposado. Arthur pensó en despertarla y liberarla de su pesadilla pero cuando iba a hacerlo oyó, mezcladas con el sonido irregular de su respiración, palabras que semejaban no guardar relación unas con otras y que sólo podía entender con un gran esfuerzo. Varias veces seguidas la oyó repetir: —Ramsés, Ram-sés —con una entonación que hacía que la e sonara parecida a una 1 larga. Y al mismo tiempo su cuerpo delicado se retorcía de dolor como un gusano partido en dos. Todo eso despertaba en Kaminski una mezcla de sentimientos; naturalmente quería salvar a Hella de sus malos sueños pero, por otra parte, escuchaba ansioso confiando en la posibilidad de descifrar algo del enigma que parecía rodear a aquella mujer. —¡Hella! —Arthur pronunció su nombre precavidamente y se sintió sorprendido cuando ella le respondió con un «¿sí?» profundo y prolongado. —Pensaba que estabas soñando —continuó el ingeniero en voz baja—. ¿Tienes fiebre? —Fiebre, fiebre, fiebre —repitió Hella con los ojos cerrados y comenzó a moverse de un lado para otro agitando los brazos como si todo un hormiguero corriera por su cuerpo. —¡Kemal! —gritó en voz alta repentinamente y al nombre le siguió un insulto que el ingeniero no entendió. El cuerpo de Hella se curvó como un arco tensado e, igual que éste se rompe por el exceso de fuerza, seguidamente se quedó inmóvil sobre el lecho. Su respiración era agitada y entrecortada y Kaminski empezó a tener miedo. La golpeó suavemente en las mejillas y le gritó: —¡Despierta, Hella, despierta! Pero la joven continuó sumida en una profunda inconsciencia. Desesperado, Arthur miró a su alrededor y pensó qué podía hacer. Heckmann fue lo primero que le vino a la cabeza. ¡Tenía que ir a buscar al doctor! Kaminski saltó de la cama, se puso los pantalones y la camisa apresuradamente y corrió a la puerta. El doctor Heckmann vivía en la casa de al lado y Arthur llamó con fuerza. —¡Doctor, doctor, soy yo, Kaminski! El médico apareció en la puerta, todavía medio dormido, pero después de que Kaminski le informara del estado de Hella, se despertó por completo. Volvió a entrar en la casa, de la que salió al cabo de unos minutos vestido a toda prisa y con un pequeño maletín. —¡Tiene una fiebre muy alta! —le informó el doctor Heckmann después de poner su mano sobre la frente de Hella—. ¡Búsqueme una toalla mojada! —Con el pulgar le levantó el párpado izquierdo para ver el blanco del ojo—. No tiene reflejos —dijo Heckmann, que movió la cabeza preocupado—. Usted estuvo toda la noche con Hella —sus palabras sonaron como un reproche—, ¿bebió mucho alcohol o tomó algún medicamento fuerte? —No, no, eso es imposible, o al menos no lo hizo en mi presencia. Ambos escucharon la respiración breve y entrecortada a joven. El doctor pareció no darse por satisfecho con la respuesta de Arthur. Miro a su alrededor por la habitación, olió dos vasos que había en alguna parte, después observó una ampolla de inyección que llevaba la inscripción KUP y controló las cajitas de pastillas que estaban en una pequeña estantería, pero no pudo descubrir nada que le pareciera sospechoso. —Tiene toda la apariencia de una intoxicación —opinó por fin el médico. Kaminski le tendió la toalla mojada que le había pedido y el doctor Heckmann la colocó sobre la frente de la enferma. En medio de su desamparo, sin saber qué hacer, Arthur empezó a ordenar la habitación. Quitó de en medio vasos y botellas y comenzó a doblar y a colocar en su sitio, en el armario, las ropas que habían quedado sobre el respaldo de una silla. En el momento en que retiraba una blusa le llamó la atención un pequeño objeto extraño que pendía por la parte de atrás. Parecía un amuleto, pero pronto vio que se trataba de una araña epeira, una especie venenosa, que estaba atravesada por lo que semejaba un anzuelo de pescador. El gancho se había clavado de tal manera en el tejido que a Kaminski no le fue posible sacarlo sin abrir un agujero. Mientras tanto, el doctor Heckmann preparaba una inyección de penicilina. —Trate de recordar —le indicó al ingeniero mientras llenaba la jeringuilla y dejaba saltar un fino chorro por la aguja— si en los últimos días Hella ha estado en contacto con alguna sustancia tóxica. Sería muy importante saberlo. Kaminski se llevó las manos a la cabeza. —¡Dios mío, está claro! —exclamó—. Ahora me viene a la cabeza. Esta mañana en la enfermería tiré al suelo, sin querer, una botella de fenol. ¡Tiene que ser eso! —¿Fenol? —Sí. Su olor me produjo alucinaciones, tuve una aparición espantosa. —¿A causa del fenol? —Sí, Hella me lo explicó después. Fl doctor Heckmann tomó el brazo de la joven y clavó la aguja. . .... —Mi querido amigo —le explico con una sonrisa irónica—, el fenol es un excelente desinfectante, pero no sirve en absoluto para producir alucinaciones. —Y sacó la aguja de la vena de Hella. —Pero en medio de aquel olor, vi una cara espantosa —trató de explicarse Kaminski—, estoy completamente seguro. —Si está seguro de que vio ese semblante, es que ese rostro estaba allí. Los seres humanos tendemos gustosamente a tomar por alucinaciones las cosas que nos repugnan o nos desagradan. Kaminski se asustó. En su mano se hallaba la araña con el peligroso anzuelo. Heckmann la observó con interés. —¿Qué es eso? —Yo tampoco lo sé. —Puso el extraño objeto delante del rostro del médico—. Colgaba de la blusa de Hella. —¡Qué extraño! —opinó el médico y miró la araña atravesada—. Los hombres medicina africanos utilizan estos insectos... ¿pero Hella? A Kaminski se le ocurrió de repente. —¡Kemal el herrero! Heckmann se quedó mirando al ingeniero como si quisiera preguntarle: «¿qué tiene que ver Kemal en todo esto?». —Hella tuvo una fuerte discusión con Kemal a causa de Margret Bakker. La respiración de la muchacha se iba haciendo más lenta y regular. El doctor Heckmann se sentó a su lado en silencio y le tomó el pulso. —¿Cree usted posible que Kemal tratara de vengarse de modo tan vil? ¿Sabe que hay venenos tan fuertes que basa con mojar un gancho parecido a éste para provocar la muerte? El ingeniero, que aún sostenía en la mano el amuleto con la araña, se estremeció y lo dejó sobre la mesa. Después contempló a Hella y de nuevo su mirada se posó en el insecto. Finalmente preguntó: —¿Habría dejado huellas un envenenamiento causado por un anzuelo semejante? —Normalmente, sí —respondió el médico y se acercó a Hella. En su espalda, debajo del omoplato, podía verse una mancha ligeramente enrojecida. —¿Qué opina de esto? —le preguntó impaciente Arthur. La tranquilidad del doctor Heckmann en una situación como ésa lo irritaba. El doctor pasó suavemente la mano sobre la marca de la espalda. Su respuesta fue poco convincente. —He de reconocer que nunca he tenido en mis manos un caso como éste. No puedo ver ninguna herida. Esta mancha podría ser simplemente una pequeña irritación de la piel. El médico se encogió de hombros, ni él mismo se quedó satisfecho con su observación. Y Kaminski se sintió confirmado en su opinión de que el doctor Heckmann no era precisamente una lumbrera, ni como médico ni como hombre. Así fue pasando el tiempo que ambos velaron junto a la cama de la joven, en silencio la mayor parte. De pronto, cuando ya estaba a punto de amanecer el doctor Heckmann se dirigió al ingeniero, como si llevara mucho tiempo reflexionando sobre la cuestión, para preguntarle: —¿Sigue amando todavía a Hella? Kaminski no había contado con una pregunta como esa. Apretó los labios y entre sus cejas se produjo una profunda arruga vertical. —Oiga usted —respondió el ingeniero en voz baja y un tanto temblorosa—, ¿es que aún no ha sabido digerir su derrota? Por lo visto pretende usar de un modo u otro sus conocimientos médicos según tenga una oportunidad con Hella o no. Le diré una cosa —Arthur se acercó más al méj—co_ si me entero de que usted no ha hecho todo lo humanamente posible por salvar a esta mujer, yo me ocuparé de que... —¡No puedo tolerar una cosa así! ¡Y menos de usted, Kaminski! —protestó Heckmann—. Desde que llegó a Abu Simbel no ha hecho más que crear problemas. —¡Ah! —Kaminski fingió una calma que en realidad no era más que rabia contenida y que podía explotar en cualquier momento—. Por lo visto usted cree que yo tengo la culpa de todo. No faltó mucho para que los dos hombres se liaran a puñetazos. Pero Arthur se dijo que no valía la pena dejarse arrastrar a una pelea, así que se limitó a hacer un ademán despectivo con la mano y abandonó la habitación. Se sentó en los escalones de entrada de la casa con la mirada fija en el campamento de trabajo todavía envuelto en la tranquilidad del sueño. En la lejanía, la cadena de montañas empezaba a perder su gris apagado y a iluminarse con las primeras luces del alba, que transformaron al paisaje y le dieron un tono naranja oscuro que rápidamente pasó a ser un amarillo brillante. «No puedes confiar el destino de Hella en las manos de ese Heckmann —pensó Arthur—. ¿Pero que podía hacer él? ¿Cómo podía saber si Kemal había perseguido a Hella con un arma envenenada? Tratar de hablar con él sería un desatino; naturalmente, lo negaría todo, hasta el azul del cielo.» ¡Moukhtar! Él conocía al herrero mejor que nadie. Ambos procedían del Alto Egipto y si había alguien que pudiera penetrar en los misterios del alma de Kemal era él, Moukhtar. Kaminski tomó el anzuelo con la araña epeira, lo envolvió en un pañuelo y se dirigió a visitar al arqueólogo, que vivía al otro lado de la calle junto al depósito del agua. Al principio Moukhtar se negó a creer que el amuleto n el insecto hubiera sido encontrado en las ropas de Hella Hornstein, pues significaba una maligna maldición y la epeira simbolizaba la muerte. ¿Qué razones podía haber para que Kemal deseara el fin de la doctora? Kaminski le informó de la violenta discusión entre los dos y del punto de vista de Kemal de que una mujer, de acuerdo con la voluntad de Alá, no debía curar a los enfermos. Todo eso, además, era cosa secundaria, lo importante era saber si Kemal había utilizado algún veneno y en caso de que hubiera sido así, cuál. Moukhtar, con el semblante serio, dijo que tras las maldiciones de los nativos no sólo se ocultaba el deseo de hacer mal, sino una firme decisión de que se realizara y la única posibilidad que Kemal tenía de matar a la doctora Hornstein consistía en usar un veneno y el más accesible era el de serpiente. ¿Un veneno de serpiente? Arthur había oído decir que en muchas ocasiones bastaba una dosis mínima para provocar la muerte de un elefante. Sin dar más explicaciones, Hasan Moukhtar tomó el pañuelo con el fetiche de las manos de Kaminski y con un movimiento de cabeza le indicó que lo siguiera. El sencillo cuarto de baño, con las paredes de cemento pintadas de verde, consistía principalmente en un lavabo y la boca de una ducha que parecía colgada del techo. En una caja de madera descansaban dos perezosos cocodrilos pequeños que ya habían crecido demasiado para ser considerados simplemente animales de compañía. En el campamento eran muchas las personas que tenían esos reptiles, de corta edad en su casa como animales domésticos. Era algo bastante fácil, no había más que ir a recoger los huevos a uno de los bancos de arena del embalse, pero no se debía olvidar el volver a dejarlos en libertad una vez que pasaban de los treinta centímetros, pues a partir de ese tamaño solían morder y resultaban peligrosos. Con unas pinzas, Moukhtar cogió el anzuelo y lo clavó en las fauces de uno de los cocodrilos. El reptil tembló al recibir el pinchazo, pero de momento no se alteró ni dio muestras de que le hubiera ocurrido nada. Sin embargo, al cabo de dos o tres minutos comenzó a golpear furiosamente con la cola, se enroscó como una serpiente y al poco tiempo de luchar contra la muerte, quedó boca arriba, inmóvil en el suelo y sin vida. La parte baja de su vientre brillaba de un modo que no era natural. —Veneno —murmuró Moukhtar. Kaminski, asustado, fijó la vista en el pobre animal muerto. Le costaba trabajo pensar con claridad. Abandonó la casa del arqueólogo y le dijo al doctor Heckmann que el anzuelo estaba envenenado. Seguidamente el médico respondió que, ciertamente, cabía la posibilidad de inyectar a Hella un antiespasmódico pero, como no sabía de qué tipo de veneno se trataba, el medicamento podía complicar aún más las cosas. Se produjo una nueva discusión entre los dos. Kaminski logró contenerse y casi le suplicó al doctor que le inyectara el antídoto e insistió tanto que logró convencerlo de que ésa era la única posibilidad que tenía Hella de sobrevivir. Finalmente, el médico acabó cediendo. Cuatro horas más tarde, cuando la muchacha se despertó y salió de su estado febril, Kaminski tuvo la sospecha de que el doctor se llevaba una decepción. Al abandonar la casa dejó tras de sí una impresión de desconcierto. Mientras Arthur limpiaba el sudor de la frente de Hella se preguntaba qué clase de hombre era realmente el doctor Heckmann. 26 El 1 de septiembre de 1966 fue un día memorable en Abu Simbel, porque en esa fecha Sergio Alinardo y sus hombrees cortaron de la montaña el último de los bloques de piedra, un imponente coloso de veinticinco toneladas. Kaminski lo dejó toda la mañana colgado del brazo de la grúa Derrick, como si fuera un trofeo, y los obreros aplaudieron entusiasmados. En lo que respecta al aumento del nivel de la presa, los cálculos de los rusos se revelaron equivocados y fueron motivo de muchos chistes. Esa mañana, el profesor Jacobi pronunció una corta charla en la que señaló que si bien la carrera contra el tiempo parecía ganada, la verdad era que hasta entonces sólo se había realizado la mitad de la tarea. En la celebración estuvieron presentes unos cuantos miembros del gobierno en calidad de invitados, así como varios periodistas. Jacques Balouet fotografió el acontecimiento desde el lugar más elevado de la montaña con el Nilo embalsado como fondo. Su mutua desconfianza y su recíproca necesidad habían vuelto a reunir a Balouet y a Raja Kurjanowa. El hecho de que casi siempre estuvieran juntos y el temor a que uno de ellos pudiera hacer algo sin que el otro lo supiera, los unía como si fueran un viejo matrimonio que se mantiene sólo por el interés, pero lo cierto era que poco a poco sus mutuos sentimientos se intensificaron. Su conversación giraba casi siempre en torno a un mismo tema: Jacques y Raja buscaban la oportunidad de escapar de todo aquello y encontrar un lugar donde empezar una nueva vida en común. Pero aquel 1 de septiembre todos sus planes se vieron en peligro repentinamente. Raja se encargaba de escribir el texto de los pies de las fotos que Balouet le dejaba en el laboratorio para que Kurosh el Águila pudiera llevarlas en avión a Asuán al día siguiente. Durante un momento, mientras realizaba su trabajo, la mirada de Raja se fijó de modo especial en una de las fotos que Balouet tomó desde la parte alta de la montaña y se reconoció a sí misma entre los espectadores de la celebración. Continuó observando la imagen y poco des pues no pudo evitar un chillido de espanto. Balouet al oírla asomó la cabeza por la puerta para ver qué ocurría. —Mira esto! —gritó Raja y colocó la foto delante del rostro de Balouet. Éste observó el papel revelado, reconoció a Raja, pero no comprendió dónde estaba el peligro, así que le contestó: —No sé qué quieres decir. Raja dejó la fotografía sobre la mesa, tomó una lupa y se la ofreció a Jacques para que observara la imagen. —Ahí, fíjate en el hombre con la cámara fotográfica, exactamente detrás de mí. ¡Uno con aspecto de reportero gráfico! Balouet le arrebató la lupa y se inclinó sobre la mesa. —¡Dios mío! —exclamó después de mirar la foto desde diversas perspectivas—. ¡Es el coronel Smolitschew! Rápidamente, Balouet revisó la lista de invitados que estaba sobre su mesa de despacho. —Oficialmente el coronel Smolitschew no ha sido invitado —balbuceó y ambos siguieron contemplando la foto, anonadados. El pulso de la joven latía acelerado. No se necesitaba mucha fantasía para imaginarse cuáles eran las razones que habían hecho que el coronel apareciera de incógnito en Abu Simbel. Era algo muy propio de él, le gustaba solucionar las misiones especiales por sí mismo, lo que muchas veces le había costado la crítica de sus superiores, pero que siempre le produjo excelentes resultados. De esa manera había logrado introducir en El Cairo a dos confidentes egipcios, que antes habían trabajado para la CÍA, y corría también el rumor de que en Asuán había conseguido ganarse para el servicio secreto soviético a un conocido tratante de antigüedades nativo, un hombre muy bien consierado en los círculos influyentes de la sociedad egipcia, ^U se había convertido en una de las mejores fuentes de formación del KGB. La actual infiltración de Smolitschew en Abu Simbel indicaba lo bien informado que estaba sobre todas las cosas que ahí ocurrían. No cabía duda de que la celebración ofrecía una ocasión, como hacía mucho tiempo que no se daba, para investigar sobre el terreno y sin despertar sospechas la posibilidad de que Raja se hubiera escondido allí. —¡Tengo que salir de aquí! —La joven se puso en pie de un salto y empezó a dar vueltas con pasos cortos y los brazos cruzados sobre el pecho. Su cara tenía un color ceniciento—. ¡Tengo que salir de aquí! —repitió desesperada. Balouet se acercó y la abrazó con fuerza. —¡Tranquilízate! No puedes salir huyendo así, sin más ni más. ¿Adonde podrías ir? —¡Tengo que irme! —gritó Raja en francés—. ¿Es que quieres que espere hasta que Smolitschew y sus nombres vengan para buscarme?, ¿o hasta que uno de ellos me pegue un tiro por la espalda? Ya sé que mis posibilidades de escapar son escasas, pero no es mi estilo esperar aquí, sin hacer nada, hasta que se cumpla mi destino. Raja respiraba agitada. Balouet estudió la fotografía por enésima vez, la dejó a un lado y añadió: —Si tú te vas yo me voy contigo; al fin y al cabo estoy tan involucrado en el asunto como tú y el coronel no me creerá en absoluto cuando le diga que no tenía ni idea de quién eras ni de dónde venías. Se abrazaron de nuevo brevemente como si quisieran darse valor el uno al otro. —Se nos presentan dos problemas a los que tenemos que enfrentarnos... —observó vacilante Jacques. —¡No hay ningún problema —le atajó directamente Raja—; la solución está clara!, tenemos que escapar de inmediato, si es posible, incluso esta noche. Iremos hacia el sur, a Jartum, allí no nos buscará ni siquiera el KGB. —¡Estás loca, Raja! ¿Sabes dónde está Jartum? A quinientos kilómetros al sur de aquí, en Sudán. ¿Te das cuenta de lo que eso significa? ¡Recorrer quinientos kilómetros por el desierto! —¿Y sabes tú lo que le ocurre a un disidente del KGB cuando es detenido? Me temo que no te das cuenta de lo serio de nuestra situación. Balouet movió la cabeza afirmativamente, en silencio. Raja tenía razón, escapar hacia el norte, en dirección a Asuán carecía de sentido; tenían que tomar la ruta del sur. Durante unos minutos ambos guardaron silencio, sumidos en sus reflexiones, pero por mucho que pensaron no se les ocurrió ninguna solución salvadora. —Ni siquiera hay una carretera —comentó resignado Jacques. —Pero sí una vía fluvial, el Nilo —replicó ella. Balouet guardó silencio durante un momento. Delante de la obra, en el embarcadero, había varias lanchas de motor. Tenían una posibilidad real de escapar con una si su fuga tardaba algún tiempo en ser descubierta. Se miraron y en ese instante ambos pensaron lo mismo: ése era el único camino de fuga, Nilo arriba. —¿Sabes llevar un fueraborda? —le preguntó Raja. Jacques se quitó el cigarrillo de la comisura de los labios, lo sostuvo entre el pulgar y el índice y respondió: —Quien ha conducido un camión puede manejar también una motora; deja que yo me ocupe. Lo que más me inquieta es que tenemos que cruzar la frontera en Paras y tú no tienes pasaporte, y para un árabe no hay nada más importante que una firma o un documento con muchos sellos, sin embargo... —se dirigió a la caja fuerte, abrió su pesada puerta y señaló un buen fajo de billetes— esto nos ayudará. Bakshish1 es la palabra favorita de todos los árabes! —¿Y si tropezamos con un funcionario insobornable? —¡Ése es un riesgo que tenemos que correr! —repuso Balouet, que trató de superar la cuestión—: ¿O prefieres que nos dirijamos al este en dirección al mar Rojo? Sólo son cuatrocientos kilómetros. ¿O hacia el oeste, a Libia? ¡Seiscientos kilómetros! En ambos casos no tendremos que temer que nos detengan en la frontera, pero la probabilidad de llegar hasta allí es igual a cero. Raja se levantó. —Bien, ¿cuándo nos vamos? Balouet no se lo pensó demasiado. —¡Inmediatamente! —respondió—. Al amanecer tenemos que haber interpuesto la mayor distancia posible. Cogieron sólo lo necesario. Jacques llenó dos bidones de agua; el dinero, 1.600 libras egipcias y 8.000 dólares, lo repartió en tres partes iguales, una se la guardó él, otra la escondió en el fondo de su bolsa de lona color oliva bajo las ropas y la tercera se la entregó a Raja. Al abrir la puerta recibieron en el rostro el soplo del chamsin, un viento caliente del sur que suele arrastrar consigo nubes de arena tan espesas que a veces oscurecen el cielo en pleno día. Cuando bufaba el chamsin no se trabajaba en Abu Simbel. Esto aumentaba las posibilidades de que su fuga tardara más tiempo en ser descubierta. Con el Volkswagen de Balouet condujeron hasta la barraca de trabajo de Kaminski, dejaron el coche aparcado ahí e hicieron a pie los últimos cien metros que los separaban del embarcadero. El viento agitaba las cuatro lanchas atracadas. En una de ellas, Balouet encontró dos bidones de fuel, probó a poner en marcha el motor y no tuvo dificultades, así que la eligió para la fuga. Por lo que pudo ver en la oscuridad, era la más pequeña de las cuatro embarcaciones y la que estaba en mejores condiciones. Generalmente, esas lanchas se utilizaban para llevar a los obreros y sus herramientas de un lugar a otro de la obra. El fuerte viento hizo pensar a Raja si no sería preferible esperar al amanecer, pero Jacques opinó que la oscuridad y la tempestad que amenazaba con estallar en cualquier momento eran sus mejores aliados. Raja acabó por darle la razón y él le prometió que cuando estuvieran fuera del alcance de la vista de Abu Simbel anclarían Nilo arriba, en la orilla opuesta, y buscarían un refugio hasta que pasara la tormenta. La joven se tumbó sobre las planchas de la cubierta, donde encontró cierta protección contra el viento. Jacques encendió el motor y se colocó al timón. Condujo la lancha de proa al viento, para ofrecer la menor superficie de resistencia, y seguidamente la puso a media marcha, porque no quería hacer demasiado ruido, lo que le bastaba para navegar contracorriente. El Nilo, por lo general tranquilo en ese lugar, formaba unas olas como Balouet jamás había visto en él. Chocaban contra la proa de forma irregular y alzaban la barca como si trataran de volcarla. —¡No temas, lo conseguiremos! —le gritó Jacques para hacerse oír por encima del viento. Sus palabras expresaban un consuelo, una esperanza que el francés hubiera querido sentir. Su mirada trataba de penetrar en la oscuridad, pero tenía dificultad en mantener la visión de la orilla izquierda. La otra, en la que pensaba fondear, no podía verla. Pronto renunció a la idea de cruzar el Nilo por ese lugar, ya que temía ser arrastrado por el viento. En vez de eso, siguió navegando río arriba y para seguir avanzando contracorriente y mantener el rumbo tuvo que poner la barca a toda marcha. —¿Tienes idea de dónde estamos? —le preguntó Raja, asustada, desde su refugio contra el viento. —¿Cómo quieres que lo sepa si no veo a tres palmos de mis nances? De todos modos da igual donde estemos, lo importante es encontrarse lejos de Abu Simbel. La mujer hizo un movimiento de cabeza afirmativo y se aferró con fuerza a la borda de la lancha, que saltaba sobr las aguas. De tanto en tanto trataba de ver en la oscuridad y alzaba la cabeza por encima, pero cuando unas olas empaparon su rostro, volvió a tumbarse en la cubierta entregada a su suerte. Confiaba en Jacques, quizá no quería ser un héroe, pero estaba haciendo todo lo que estaba en sus manos. Raja no sabía cuántas horas habían transcurrido desde su partida, pues la monotonía del ruido del motor, primero más regular, como un molino y después traqueteante a toda marcha, hacían perder el sentido del tiempo. De pronto, Balouet vio una de las pocas palmeras cuyos penachos todavía sobresalían de la superficie del embalse. Sin darse cuenta se habían acercado a unos cien metros de la orilla. Por lo que Balouet pudo ver, el pantano formaba ahí una pequeña ensenada natural que le pareció adecuada para anclar y protegerse del chamsin hasta que amaneciera. Jacques no estaba en condiciones de decir cuánto se habían alejado de Abu Simbel, ya que no conocía el curso del Nilo río arriba. Una pequeña lengua de tierra arenosa, que se alzaba visiblemente, les facilitaría llevar la barca a la orilla. Ahí, a sólo unos pasos de distancia se levantaba una roca grande como un elefante que los resguardaría del viento hasta la llegada del día. A toda velocidad Balouet condujo la barca hacia tierra, hasta que la proa se hundió en el fondo. Jacques y Raja saltaron fuera y se dirigieron hasta el pie del peñasco. La arena, arrastrada por el viento, golpeaba sus rostros y les producía la dolorosa sensación de miles de alfileres que se clavaran en la piel. Se dejaron caer en el suelo, en el lado en que la roca los cobijaría. Presos de sus pensamientos, ninguno dijo una sola palabra. En el fondo, Balouet ya se había arrepentido de haberse lanzado a esa aventura y le acosaba la duda de si lograrían ir a Sudán en la lancha. Estaba seguro de que tan proncomo mejorara el tiempo comenzarían a buscarlos por el río desde el aire. Kurosh el Águila era un excelente piloconocido por su habilidad para el vuelo rasante. Habían confiado en que con la llegada del día el chamsin remitiría y podrían continuar su viaje. Pero esa esperanza resultó engañosa. La tormenta siguió azotando el Nilo con mayor fuerza aún que durante la noche anterior. Cuando Balouet se atrevió a salir de su refugio para ver cómo estaba la barca, se llevó un susto mortal. —¡Raja! —gritó y sacudió a la joven rusa hasta hacerla despertar—. ¡Raja, la barca ha desaparecido! Raja Kurjanowa se puso en pie de un salto y se dirigió al lugar donde atracaron la noche anterior, la lancha había desaparecido. La marca de su encalladura permanecía en la arena. Balouet miró hacia el nordeste y sin decir una palabra señaló al centro del embalse, donde estaba la barca flotando sin rumbo como una cascara de nuez. Raja y Jacques cayeron uno en brazos del otro sin poder evitar el llanto. —¡Es culpa mía, culpa mía! —repetía el francés una y otra vez—. No debí arrastrarte a esta peligrosa aventura. —¡Eso es una insensatez! —trató de consolarlo Raja—. He sido yo quien te presionó. Quizás hubiéramos podido encontrar una solución mejor que escapar de Abu Simbel, pero juntos tomamos esa decisión y juntos debemos superar lo que nos ocurra. Balouet sonrió amargamente. —Sí, ¿pero cómo? Sin medios de transporte, sin agua y sin nada que comer, ¿cómo? De hecho, su situación parecía desesperada, pero carecía de sentido dejarse llevar por la autocompasión. Ésa era Una Palabra que Raja Kurjanowa odiaba casi tanto como la Palabra «KGB». —Los camellos pueden resistir, según se dice —comentó darse ánimos—, hasta diez días sin comer ni beber y precisamente por esa razón en las rutas de caravanas siempre hay una fuente o un abrevadero como mínimo cada diez días de marcha. La observación de Raja provocó en Balouet una sonrisa irónica. Pese a toda su inteligencia y su dureza, la joven a veces reaccionaba como una niña. —Por desgracia, nosotros no somos camellos —replicó el periodista— y lamentablemente tampoco nos encontramos en medio de un camino de caravanas sino a orillas de un embalse. —¿Se puede beber el agua del Nilo? —Naturalmente que sí; la incógnita es de qué enfermedad acabarás contagiada. Las ramas más altas de las palmeras, que antes se encontraban en. la ribera del río y que a consecuencia de la construcción de la presa de Asuán habían sido inundadas, salían como plumeros en número cada vez mayor sobre la superficie del agua. Animadas por el viento y las aguas, tenían el aspecto de seres fantasmales a punto de ahogarse que agitaban los brazos tratando inútilmente de salvarse. —¿Cuánto tiempo suele durar un chamsin como éste? —preguntó Raja cuando llevaban ya otras dos horas al amparo de la roca. —No se puede prever —respondió Jacques, que se limpió la arena del rostro—. En ocasiones pasa en un par de horas y el cielo vuelve a brillar con sus colores más limpios; en el Alto Egipto, puede durar hasta tres días y durante ese tiempo todo es amarillo y gris como un trapo sucio. Hacia el mediodía —hasta entonces ambos estuvieron abrazados estrechamente, tumbados detrás de la alta peñael aullar y silbar del viento fue perdiendo intensidad poco a poco, pero sin que el cielo se aclarara. Balouet conocía esos caprichos meteorológicos y sabía que con frecuencia esa paus;a no era más que un descanso que se tomaba la tormenta, como si tuviera que reponer fuerzas, para poco después solver a soplar con mayor fuerza. Jacques y Raja aprovecharon la oportunidad para subir na elevada montaña de arena formada con precisión geoétrica por el chamsin. No pudieron descubrir la lancha or ninguna parte; tal vez, la tormenta le había dado la vuelta y se había hundido. Hacia el sur, en dirección a Suri án no vieron en principio más que una sucesión ininterrumpida de dunas que desde la distancia parecían obesos leones marinos. Pero después descubrieron que, no demasiado lejos, había un valle rodeado de palmeras en el que no serían descubiertos si se los buscaba desde el aire. Ése fue su próximo objetivo; una vez allí, ya verían. 27 Balouet había calculado que el camino hasta el valle les llevaría tres horas, pero en realidad necesitaron cinco hasta dejar atrás la última de las dunas. La arena, recién removida por el viento y en la que a veces se resbalaban y se hundían hasta la rodilla como si caminaran sobre nieve en polvo, hizo que su marcha fuera verdaderamente penosa. Raja fue la primera que vio desde la cresta de la última duna algo increíble. A sus pies, en una cala formada por el embalse, había una aldea desierta que parecía abandonada por sus habitantes, al menos ésa era la impresión que causaba. La mitad de las casas ya habían sido invadidas por las aguas del pantano y de ellas sólo eran visibles los tejados. as otras, situadas en terrenos más altos, también parecían tener los días contados. De repente, Balouet dejó escapar una exlamación de asombro: —¡Raja, pellízcame en la pierna! En esos momentos, la joven vio por qué se sorprendía su amigo. En una roca que sobresalía del agua había dos embarcaciones: un velero con el aparejo recogido y una lancha con motor, que había conocido tiempos mejores. Jacques gritó de alegría y como un niño contento bajó a saltos el camino arenoso. Raja lo siguió con precaución pero antes de que lograran llegar abajo, unas figuras altas como árboles salieron de las cabanas. Algunas de esas personas se encontraban medio desnudas y otras vestían las largas túnicas del país. Tres de los hombres iban cargados con fusiles. Jacques se dirigió hacia ellos con las manos en el aire y agitando los brazos. Los que estaban armados no parecieron entender sus ademanes de paz y apuntaron sus rifles contra él, que detuvo su marcha, se quedó inmóvil y gritó unas palabras en árabe, las primeras que le vinieron a la cabeza. Los hombres de la aldea no parecieron impresionarse. Sin apartar los ojos de Balouet, uno de ellos disparó su fusil al aire. En esos momentos salió de una de las cabanas un anciano vestido con una galabiya blanca, extendió una mano, describió con ella un semicírculo y los hombres bajaron las armas. Le tocó el turno a Raja. Buscó la mano de Jacques mientras le temblaba todo el cuerpo y para darse ánimos más que por propio convencimiento dijo: —No nos harán nada si se convencen de que venimos en son de paz. Balouet le apretó la mano. El hombre viejo se les acercó lentamente y mientras andaba pronunciaba unas palabras en árabe que ellos no entendieron. Jacques trató de comunicarse con él en ingles» pero éste no reaccionó de ninguna manera. Sin saber hacer, desesperado, le habló en francés y vio que el an” lo entendía y, a su vez, les preguntaba chapurreando eran enviados del gobierno. —¿Del gobierno? Raja y Balouet intercambiaron sus miradas. ¿Qué debían responder? —Simplemente diles la verdad —murmuro Raja. —Imposible —respondió Jacques y le contó al anciano la siguiente historia: eran periodistas de Francia que habían venido para informar sobre las consecuencias que la construcción de la presa había causado en el paisaje del Alto Egipto; el chamsin había hecho naufragar su barca y buscaban ayuda para poder llegar a Sudán. El jeque pareció motivado en comprender las palabras de Balouet, puesto que lo escuchó con la mano junto a la oreja izquierda, lo que semejaba ser más un signo de gran interés que de sordera. Escuchó la historia, torció los labios arrugados en una extraña sonrisa y escupió de modo que la saliva describió un gran arco antes de caer al suelo. A continuación empezó a bendecir a Alá que permitió que tuviera una educación escolar y le había otorgado el don de hablar otras lenguas. Entre Kurusku y Uadi Halfa nadie podía igualarlo en ese punto. Los dos forasteros aceptaron sus palabras con un movimiento de cabeza afirmativo, esperando ganarse con esa actitud la confianza del jefe de la aldea. Pero de improviso, éste comenzó a insultar a los extranjeros y, en particular, a los periodistas. Interrumpía cada una de sus frases en su trances chapucero para lanzar un nuevo escupitajo a la arena como si fueran unos puntos suspensivos. Primero, se lamentó, habían sido ocupados por los ingleses y ahora por los rusos. Los periodistas eran una pandilla especial —utilizó para describirlos la palabra francesa canaille— que siempre ocultaban o deformaban la verdad y hasta ahora ninguno había informado de cómo el gobierno se había portado con los habitantes de las aldeas, que vieron cómo es inundaban las casas y las tierras que desde siempre fueron desde sus antepasados, simplemente en busca de un beneficio para los burócratas. Nasser, su presidente, era perro que se había aliado con los perros cristianos y si Alá, el Todopoderoso, hubiera querido que el Nilo se extendiera hasta convertirse en un gran lago, casi tan grande como el mar que se encuentra detrás de La Meca y Medina, las dos ciudades santas, le habría bastado con chasquear los dedos para conseguirlo. Pero no fue así y los rusos, procedentes de las estepas de Asia, llegaron al país a miles, más abundantes que las moscas en el estiércol de los camellos, y se dejaron caer sobre Egipto para explotar el país. Y pese a que la presa, esa vergüenza en el corazón de su tierra, estuviera terminada, los rusos que habían dejado esa herida en el alma de Egipto no retornaban a su patria. En el interminable discurso del anciano su voz se trabó varias veces de tanto como le emocionaban sus propias palabras. Y cuando terminó, mientras trataba de recuperar la respiración, sus hombres se situaron tras él y comenzaron a lanzar gritos de aprobación, pese a que no habían entendido nada de lo que había dicho, pero les bastaba el tono para saber que había expresado algo muy importante. A continuación se produjo una larga pausa. El jeque contempló a los extranjeros detenidamente de los pies a la cabeza, como un campesino que estudia a los camellos que se dispone a comprar. Jacques y Raja pensaron que lo mejor que podían hacer era guardar silencio, convencidos de que su suerte dependía de la comprensión de los nativos. Cuando el anciano consideró que ya los había contemplado suficientemente les hizo una señal para que lo siguieran. La casa medía cuatro por seis metros y estaba construida con los claros ladrillos del barro del Nilo. Sólo tenía una puerta y una pequeña ventana en el lado opuesto al sol, aquélla, de color azul verdoso, se abría directamente sobre la cocina, cuyas paredes y techo brillaban por el hollín grasicnto, que olía como un montón de basura. Un arco, cubierto con una cortina de pequeñas cuentas de vidrio, llevaba a la otra habitación, que estaba escasamente iluminada por la luz que entraba a través de un vano abierto en el techo. En el suelo había viejas alfombras deshilacliadas y cojines con fundas de llamativos estampados y aparte de una baja mesita de madera no existía otro mobiliario. Raja, Balouet y el viejo jeque se sentaron en el suelo y seguidamente éste dio unas palmadas. En la habitación próxima, en la que antes no habían visto a nadie, se produjo movimiento. Se oyeron voces de mujer y el ruido de la vajilla y al cabo de poco tiempo entró una campesina pequeña y regordeta que les sirvió té negro en pequeños vasos. Poco después, otra les llevó una fuente con requesón y al cabo de un rato, una tercera apareció con un pan árabe del tamaño de una sartén. El anciano se refirió a las mujeres y dijo que las tres eran sus esposas, alabó el queso y el pan y les pidió que comieran todo lo que les viniera en gana. El sabor del qxieso era como su aspecto, repugnante; por el contrario, el pan sin levadura dejaba un aroma apetitoso y su sabor era exquisito. La pareja hubiera preferido comerlo solo pero temieron disgustar a su anfitrión, que observaba cada trozo que se llevaban a la boca con gran atención, expresión fisgona y una curiosidad casi anatómica. Sobre todo, los movimientos de las manos de Raja parecían fascinarlo. En un momento en que vio que no estaba siendo observado, Balouet sacó de entre sus ropas cinco billetes de cien dólares y los puso sobre la mesa delante del viejo mientras decía con aire altanero que serían suyos si los llevaba hasta la frontera con Sudán. Quinientos dólares eran en aquellos días una buena cantidad de dinero y, por debajo del paralelo 23, una verdadera fortuna. Pero el jeque no dio muestras de que le interesara en absoluto, incluso cuando Balouet observó que se trataban de dólares norteamericanos, el anciano permaneció indiferente, con el mismo semblante que mantenía desde hacía bastante tiempo, y les preguntó si conocían la fábula del caballo y el asno. Raja y Jacques negaron cortésmente y el jeque, que movió la cabeza asombrado de tanta ignorancia, comenzó a relatar: —En la cuadra de un rico campesino del Medio Egipto, un caballo y un asno comían en el mismo pesebre. El primero había pasado toda su vida con ese amo y se sentía satisfecho, mientras que el burro no parecía conformarse con las estrecheces de aquella cuadra. Más de una vez había intentado escapar, pero siempre se lo impidió una elevada valla de madera que rodeaba la finca del rico terrateniente. »Un día —siguió contando el viejo—, el borrico le preguntó al caballo si no podía enseñarlo a saltar por encima de la cerca. Naturalmente, le respondió éste, pero si lo hacía se iría el asno, se llevaría a su burrita y él se quedaría solo y aburrido con sus yeguas. Sobre todo echaría mucho de menos a su joven pollina. ¿Qué podía hacer para convencerlo?, preguntó el burro y el rocín le respondió que le ayudaría a aprender si le dejaba a su borriquilla por una noche. Indignado, el asno se negó por considerar que no se debía aparear un caballo de tanta edad con una burrita tan joven. Sin embargo, un día el jamelgo consiguió a la fuerza el placer que tanto había deseado y que el pollino no quiso concederle por las buenas. El viejo cuadrúpedo, sin embargo, después de eso se negó a enseñar al borrico cómo podía saltar y conseguir la libertad. Desde entonces, los burros son más tercos y testarudos que ningún otro animal. —Empiezo a entender —le dijo al oído Jacques a su cornpañera. La joven asintió: —El viejo no quiere tu dinero, me quiere a mí. Al anciano pareció complacerle extraordinariamente el ver que ambos habían comprendido bien el sentido de su fábula. Se rió con tanta fuerza que la baba le corrió por la comisura de los labios, finalmente se levantó con dificultad y desapareció al otro lado de la cortina de cuentas. —Lo mataré si se atreve a tocarte —dijo Jacques en voz muy baja. —Eso te honra —respondió Raja con sequedad—, pero no nos ayuda en absoluto; por el contrario, nos fusilarán. Lo que no me cabe en la cabeza es por qué el dinero no parece interesarle lo más mínimo. —Yo tampoco lo entiendo —coincidió Balouet—. Con quinientos dólares podría comprarse todo un harén. En ese mismo momento regresó el jeque y arrojó sobre la mesa, al lado de los dólares, un abultado fajo de billetes. —¿Piensan ustedes que son los primeros que vienen a mí para pedirme que los ayude a cruzar la frontera con Sudán? ¡Pues no es así! —comenzó a revolver los billetes como un panadero que amasa el pan y gritó con amargura—: Aquí tienen, sírvanse ustedes, no necesito dinero; los verdaderos deseos no pueden satisfacerse con dinero. Balouet no sabía lo que le ocurría y miró a Raja lleno de dudas. Creyó que su dinero, del que además había perdido una tercera parte con su equipaje en la barca, le abriría todas las puertas y que allí, en el desierto, podría conseguir cualquier cosa por unos cuantos dólares. Y ahí estaba ese anciano jeque, un hombre seco y nudoso como un olivo, casi una figura bíblica, que les decía que el vil metal no era nada para él, que tenía más que suficiente y no sabía qué hacer con él; pero si el forastero le dejaba acostarse con su compañera, guapa y joven, con la muchacha a la que él, Balouet, había jurado proteger, la mujer a la que amaba... Jacques sintió cómo la rabia le latía en las sienes, y en su desesperación se dirigió al anciano, que se levantó del lugar en que estaba sentado y adoptó una actitud amenazadora. El francés le llevaba casi la cabeza. Raja intentó colocarse entre ambos para evitar lo peor. El jeque seguía con la mirada tranquila como si estuviera convencido de que no podía ocurrirle nada malo, fijó sus ojos en Jacques, le puso la mano derecha sobre el hombro y dijo con una mueca desvergonzada: —El año es largo y tendréis tiempo para reflexionar. Con esas palabras y sin dar la menor muestra de excitación abandonó la casa y dejó el dinero sobre la mesita. Al oír el ruido de la puerta al cerrarse, Balouet y Raja supusieron que la habría cerrado con llave por fuera, pero al cabo de un buen rato de siniestra calma, cuando Jacques se decidió a inspeccionar la casa y trató de abrir suavemente el pestillo, comprobó que ésta estaba abierta. —El anciano parece estar muy seguro de conseguir sus propósitos —comentó Balouet después de volver a cerrar. —¡Vaya un mérito! —replicó Raja—. ¿Adonde podríamos ir?, además su gente está armada, y no parecen muy considerados. —¡Dios mío, en qué lío nos hemos metido! —exclamó Jacques. Al parecer estaba a punto de perder los nervios. Pero Raja lo conocía desde hacía el tiempo suficiente como para saber que la capacidad de resistencia psíquica de Jacques estaba muy por debajo de la suya. —Mira, Jacques —dijo con la vista puesta en un punto imaginario de la oscura estancia—, en el mundo hay cosas peores que tener que acostarse con un jeque nubio. En el KGB conocemos otros métodos mucho peores de chantaje. La verdad es que hasta ahora se ha comportado de modo muy cortés y no me ha parecido que piense en emplear la violencia... Balouet no podía entenderlo, no quería creer lo que estaba oyendo. De repente dio un salto igual que si le hubiera picado una tarántula y como era su costumbre comenzó a pasear de un lado a otro por la pequeña habitación con los brazos a la espalda. Estaba claro que buscaba las palabras para expresar sus pensamientos y que no acababa de encontrarlas. Raja acudió en su ayuda. Le dijo que no debía interpretarla mal, ni creer que para ella significaba un sacrificio; bueno, sí, en cierto modo lo era, pero que no la haría sufrir durante toda la vida. —¡Jamás, jamás, jamás! —gritó Balouet muy alterado—. Antes mato a ese tipo. En la aldea nubia reinaba el silencio, un silencio funesto. La oscuridad llegó de modo rápido y repentino como suele ocurrir en los países meridionales y los dos fugitivos siguieron sentados en la semipenumbra. Hablaban entre ellos en voz baja pues sospechaban que el anciano jeque los estaba escuchando. Se encontraban excesivamente cansados y agotados y llegaron a la conclusión de que debían pasar la noche allí para tratar de llegar a un acuerdo con el viejo a la mañana siguiente. En caso necesario, si fallaba todo propósito de negociación habían decidido que intentarían escapar Nilo arriba. Raja fue la primera en quedarse dormida. Los cojines abundantemente repartidos por el suelo eran cómodos y el vano en el techo de la habitación hacía que la temperatura fuera soportable. Finalmente, también Jacques se quedó adormecido después de comprender que no adelantaría nada con pasarse la noche en vela cavilando. En un momento determinado, los dos se despertaron simultáneamente, ninguno tenía idea de cuánto tiempo habían dormido, pero por el agujero del techo entraban ya los pálidos rayos del día. Un perro ladraba. Al principio, ése fue el único ruido, pero después se le unió el cacareo de las gallinas y el balido de las ovejas y las cabras que convivían con los campesinos en las cabanas. Algo estaba pasando fuera. —¡Silencio! —Balouet se llevó el dedo índice a los labios y escuchó—. Oigo ruido de motores. —¡Son barcos! —chilló Raja desesperada—. ¡Nos están buscando! Jacques se quedó petrificado. ¿Cómo era posible que se hubieran enterado de su presencia en la aldea? El sonido de los motores se aproximaba rápidamente. Se oyeron gritos de excitación procedentes de las otras viviendas. Raja y Balouet no sabían qué hacer, ni siquiera sabían quiénes eran sus perseguidores. Si se trataba de la gente de Abu Simbel, tal vez podrían dar con una explicación para su comportamiento, pero si sus descubridores eran los rusos, no tendrían ninguna oportunidad, ¡todo habría terminado! En silencio, Jacques confió en que los barcos continuaran su viaje y pasaran de largo como en un mal sueño, pero enseguida oyó que los motores disminuían sus revoluciones y finalmente se detenían. Se escuchó un disparo seguido de un griterío salvaje y después otro más... y un tercero... A deducir por el tiroteo, aquello parecía haberse convertido en una auténtica batalla. Balouet empezó a preguntarse extrañado si la expedición iba dirigida contra ellos realmente o si no se trataría de un ajuste de cuentas entre dos tribus nubias, en el que se veían involucrados sin buscarlo. Si eso era así, todo se aclararía y quizá podrían seguir su camino. Mientras esos pensamientos pasaban por su mente y Raja se aferraba a su antebrazo con ambas manos, de repente, la puerta de la casa se abrió con violencia. Un policía armado entró precipitadamente y les gritó algo que ellos no entendieron, pero por sus gestos podían adivinar que debían abandonar la casa, y que la orden iba en serio pues los encañonaba con su pistola. Balouet trató de explicarle su situación pero no pudo hacerlo, porque ni él hablaba árabe ni el policía ninguno de los idiomas que ellos sabían. Además, el agente no parecía muy predispuesto a la charla sino que insistía en indicarles con el cañón de su revólver que debían salir de la casa. Apenas lo habían hecho cuando llegó un segundo hombree armado que llevaba además una lata con un líquido con el que roció las paredes y el suelo y seguidamente, de un tiro, prendió fuego a la vivienda. Mientras tanto, en la aldea se habían apostado dos docenas de soldados con las armas preparadas. Los últimos habitantes fueron sacados de sus chozas, lo mismo que el ganado y los animales domésticos, y empujados hacia los barcos atracados en la orilla. Poco después sus cabanas eran también pasto de las llamas. Todo pasó con tanta rapidez que apenas tuvieron tiempo para analizar su situación, sólo se recuperaron cuando estaban ya a bordo de una de las embarcaciones. Éstas eran tres, dos lanchas motoras y un barco mayor de transporte en el que se hizo subir a los animales mezclados con mujeres histéricas y hombres que se chillaban entre sí como salvajes furiosos. La gente rodeaba al anciano y lo asediaba a preguntas. Balouet también se dirigió a gritos al jeque para preguntarle qué significaba todo eso. El jefe de la aldea se abrió paso entre su gente y se dirigió a donde ellos estaban. En su rostro apareció la misma sonrisa de conejo que el día anterior y le dijo: —Ya puede ver que tenía razón; el dinero no siempre sirve para satisfacer un verdadero deseo. «¡El dinero!», pensó Balouet, todo el que había dejado sobre la mesa junto con sus quinientos dólares había ardido con la choza. No entendió las palabras del anciano y volvió a repetir la pregunta: —¿Qué significa todo esto? —Yo y los habitantes de mi aldea somos los últimos de los que han resistido al desalojo forzoso de los pueblos y a nuestro posterior traslado. En esta ocasión estábamos dispuestos a defendernos y dos de mis hombres lo han pagado con sus vidas; eran demasiados para nosotros. Señaló hacia la aldea en llamas, que aún seguía rodeada por los soldados. Balouet, ya más tranquilo y dueño de sí mismo le pidió al anciano: —En ese caso, dígales a los soldados que nosotros no éramos habitantes de su poblado sino viajeros de paso. El jeque sonrió atormentado y respondió: —Lo haría con gusto, pero aquí ya no me escucha nadie y me temo que tampoco me creen. —¿Y adonde nos llevan? —interrumpió Raja. El anciano escupió en el agua, que describió un amplio círculo. —Han construido bloques de viviendas para nosotros. ¿Pueden ustedes figurarse una cosa así? ¡Bloques de viviendas! ¿Se dan cuenta de lo que significa para un campesino egipcio, para un fellah acostumbrado a vivir siempre en su cabana a ras del suelo el verse encerrado en un edificio como un conejo en su jaula? La mayor parte de mis hombres nunca ha pisado ni un solo peldaño de una escalera. Se negarán a hacerlo y en caso de que los obliguen vivirán delante de las casas pero nunca dentro de ellas. —¿Y dónde terminará el viaje? El jefe volvió a echar un gargajo al agua para expresar con ello todo el odio y todo el desprecio que era capaz de sentir en esos momentos, seguidamente respondió: —A Asuán. La mujer se estremeció horrorizada al oír al anciano jeque mencionar el destino final del viaje. Suplicante se dirigió a Jacques. —Tenemos que hacer algo. Debemos abandonar el barco. Naturalmente, Balouet había pensado lo mismo. Le indicó a Raja que no se moviera del lugar en el que estaba; iba a hablar con el comandante de la expedición. A codazos se abrió paso entre los nubios que se amontonaban en la cubierta, para acercarse a la angosta escala que unía el barco a la orilla y que consistía simplemente en dos tablones oscilantes con unos simples travesanos horizontales, que más bien parecían los palos de un gallinero que la gradilla de un barco. En el momento en que llegó a la escalerilla, uno de los soldados que estaban en tierra levantó su fusil, gritó algo que Jacques no comprendió y el soldado, al ver que no reaccionaba y se disponía a bajar, disparó contra él. Balouet sintió un fuerte golpe sobre el muslo derecho que lo arrojó hacia un lado. En el mismo momento se dio cuenta de que la bala había chocado contra la parte externa del puente, cuya madera se astilló como si hubiera recibido un hachazo. Raja gritó y Jacques le respondió agitando los brazos hacia donde ella estaba. Sólo entonces se dio cuenta de lo que la joven había advertido ya desde lejos: en sus pantalones se extendía una mancha roja. Aunque Balouet no sentía ningún dolor se dejó caer junto al puente y se quitó los pantalones. Raja se acercó llena de excitación y comenzó a exclamar histéricamente: —¡Un médico, necesitamos un médico! Jacques tuvo que tranquilizarla. La bala le había rozado el muslo y causado en él una desgarradura de unos diez centímetros de longitud pero poco profunda de la que brotaba sangre en abundancia. De entre la multitud salió el jeque, que examinó el daño y como si fuera la cosa más natural del mundo empezó a desgarrar en tiras el borde de su larga galabiya. —Sáquele el cinturón del pantalón —le indicó a Raja y, una vez que ésta se lo dio, hizo con él un torniquete en el muslo por encima de la herida, que de inmediato dejó de sangrar, y con los trozos de tela de su túnica se la vendó. —¿Por qué ha hecho una cosa así? —le preguntó Raja sorprendida. —¿Por qué? —el anciano sonrió—. Nosotros somos hijos del desierto y tenemos nuestras leyes que nos dicen: ayuda al que ahora es más débil que tú, pues alguna vez él puede ser más fuerte y tú el que necesita su ayuda. Ya sé que eso es puro egoísmo, pero así es como somos. En su nerviosismo, ninguno de los dos advirtió que, mientras tanto, el barco había zarpado y ponía rumbo nordeste. El anciano jefe alzó la mano y señaló hacia el sur donde se perfilaba una cadena de pequeñas montañas difuminada en la distancia. —Allí, mirad —dijo el jeque—, aquélla debía ser vuestra meta. Detrás de esos montes está Uadi Halfa y Sudán. Volvió la mirada a la orilla del Nilo, donde aún seguían ardiendo las cabanas de su pueblo, sin que su rostro expresara la menor emoción. En esos momentos, Raja Kurjanowa estaba más preocupada por el estado de Balouet que por lo que pudiera ocurrirles a su llegada a Asuán. Éste tenía un aspecto lamentable, y se pasó el día entero sentado en cubierta con la espalda apoyada sobre el puente sin pronunciar una palabra. Sus dolores eran mayores de lo que reconocía y cuando le quitaron el torniquete que le había hecho el jeque con su cinturón, la herida volvió a sangrar. Raja había conseguido hablar con el jefe del comando, un hombre de ojos azules procedente del Bajo Egipto que, vestido de uniforme, con su corte de pelo a lo militar y su bigotito, tenía un aspecto más inglés que si fuera un coronel del Reino Unido. Lo convenció de que su presencia en la aldea era casual y de que no tenía razón alguna para retenerlos en el barco. Para ganarse mayor credibilidad, Raja subrayó sus palabras con dos billetes de cien dólares, que extrajo del dinero que le había entregado Jacques y que aún conservaba escondido bajo sus ropas. Según él mismo le había dicho, tardarían tres días en llegar a Asuán y Balouet, insistió, necesitaba atención médica urgente. Llevaban sólo media jornada de navegación y la situación a bordo era insoportable, apestaba a excrementos y a orina y los lamentos de las mujeres, un trémolo agudo que hacían con la lengua, le producía dolores en los oídos. Su desesperación y el temor de que Jacques no pudiera sobrevivir a la travesía hasta Asuán la hicieron guardar silencio. Había llegado a ese punto en el que a uno ya no se le ocurre nada, absolutamente nada o en todo caso, una idea ridicula, casi absurda. Sola, sin contarle su propósito a Balouet, que dormía como si estuviera anestesiado, Raja quiso informarse por el «coronel» de cuándo pasarían por Abu Simbel. Esa misma noche, le respondió. Seguidamente, ella le pidió que los dejara a ella y a su compañero; en Abu Simbel había un médico alemán que conocía y que se ocuparía de curar a Jacques. Al principio el «coronel» se negó. Raja no había esperado otra cosa y le costó cien dólares más hacerle cambiar de opinión además de la promesa de que bajarían en secreto y tan rápidamente que los demás no se dieran cuenta de lo que sucedía. Raja mantuvo a Balouet ignorante de su plan hasta el último momento. Cuando la embarcación aminoró su marcha y se vislumbraron las luces de la obra en pleno desierto, se acercó al herido y le dijo en voz muy baja: —Escucha, Jacques, lo que voy a decirte. Estamos llegando a Abu Simbel donde atracaremos un momento y dejaremos el barco. Iremos a ver al doctor Heckmann, que se encargará de curarte. —¡Estás loca! —respondió Balouet, igualmente en voz queda. Le costaba trabajo hablar; la pérdida de sangre lo había debilitado enormemente—. ¡Estás loca! —repitió y añadió a continuación—: Sería mejor que nos pegáramos un tiro. —Tonterías —replicó Raja con firmeza, aunque en su interior se encontraba cerca de pensar lo mismo. No tenía grandes esperanzas de que el doctor Heckmann guardara silencio. El médico la había cortejado y juntos salieron algunas noches sin que ocurriera nada, pese a la insistencia de él; ahora le iba a ofrecer en bandeja la ocasión para vengarse por rechazarlo y haber preferido al francés. Tampoco sabía, además, cómo iban a salir de nuevo de Abu Simbel. —¡Tienes que comprenderlo, es nuestra última oportunidad! —lo alentó, a la vez que también se infundía ánimos a sí misma. Jacques no tuvo fuerzas para contradecirla. El «coronel» le indicó a Raja con una señal que se prepararan para desembarcar. —¡Vamos! —le dijo a Balouet. Sus palabras sonaron casi como una súplica. Lo ayudó a levantarse y acomodó el brazo del herido sobre su hombro. A continuación todo ocurrió con mucha celeridad. Dos marineros colocaron la pequeña escala y, con cuidado, Raja hizo bajar a Jacques delante de ella. Apenas pisaron tierra firme, el barco zarpó y continuó su viaje. La mayoría de los nubios ni siquiera advirtieron lo sucedido. 28 Se encontraban en plena oscuridad en el mismo lugar, de nuevo, de donde escaparon cuatro días antes; pero ahora su situación había empeorado y no sabían qué hacer. La obra, donde los dos templos ya habían sido serrados y desmontados, estaba abandonada y en la montaña se abrían agujeros de colosales dimensiones, como cortados a pico. Pronto todo aquello quedaría sumergido en el pantano. A un tiro de piedra se encontraba la barraca de Kaminski y Raja tuvo una idea... —Té llevaré a la caseta —le dijo a Balouet, cuyas fuerzas se habían debilitado notablemente hasta el punto de que casi tuvo que arrastrarlo. Jacques murmuró algo que ella no entendió. No le importó porque tenía la impresión de que Balouet no estaba en condiciones de tomar ninguna decisión—. Tú espera aquí mientras voy a buscar ayuda. Heckmann te curará y después, ya veremos. La puerta de la cabana estaba cerrada y los cristales tapados desde el interior. Con el codo, Raja golpeó la ventana de la parte posterior, que cedió un poco. Sin poder creer lo que veía observó detenidamente el interior; una lámpara de petróleo iluminaba la estancia con una luz pálida y amarillenta. «¡Qué raro —pensó—, por la noche aquí no suele haber nadie!» Pero no tenía tiempo para largas reflexiones. Abrió la ventana, saltó dentro de la casa y abrió la puerta cuya llave estaba en la cerradura. —¡Mira! —le dijo a Balouet, que se había quedado apoyado en el quicio de la entrada, desamparado y exhausto. Señaló al suelo, donde alguien había quitado las tablas del entarimado en un cuadrado de metro y medio. Debajo, se abría un agujero profundo y de él colgaba una escalera de mano—. ¿Qué significa esto? La pérdida de sangre y el esfuerzo de las últimas horas habían agotado al herido hasta el punto de que en esos momentos le era del todo indiferente quién hubiera abierto un hoyo en esa miserable barraca y cuáles eran sus motivos. Se arrastró hasta la silla que había junto a la mesa de trabajo y, extenuado, se dejó caer en ella. Jacques Balouet creyó estar soñando o sufriendo una pesadilla como consecuencia de la fiebre que le producía la herida, cuando de repente vio que por el agujero aparecía un rostro conocido: el de Kaminski. Éste pareció no menos asombrado e incluso asustado cuando dirigió hacia él el haz de luz de su linterna y lo miró con los ojos entornados. Sin decir una palabra se colocó al borde del pozo, se secó el sudor del rostro con la manga de su chaqueta y aspiró profundamente. Balouet vio cómo los hombros de Kaminski se alzaban y descendían en rápida sucesión, como si le faltara el aire a consecuencia de un esfuerzo reciente. —¿Qué buscan ustedes aquí? —preguntó en voz baja, apenas audible—. En el campamento ha corrido la voz de que se habían ahogado; el agua trajo una barca vacía. ¿Cómo han llegado hasta aquí? En el mismo momento en que Raja iba a responderle, se oyó un chillido procedente de las profundidades del agujero, que la asustó. Poco después, apareció por la abertura una segunda cabeza que tampoco les resultaba desconocida: Hella Hornstein. La doctora causaba una impresión igualmente confusa, parecía estar fuera de sí y, sin poderse contener, gritó cuando todavía estaba en la escalera: —¡Arthur!, ¿qué significa todo esto? Poco a poco, Kaminski fue ganando dominio sobre sí mismo. Se dejó caer sobre la superficie polvorienta de la mesa y dijo dirigiéndose a Raja y Balouet: —Ustedes nos han estado espiando, su desaparición no ha sido más que una comedia. ¿Qué es lo que saben y qué quieren de nosotros? En esos momentos, por primera vez se dio cuenta de la sangre que manchaba el pantalón de Balouet. Durante unos instantes se quedaron mirándose unos a otros sin decir una palabra. Nadie sabía qué pretendía la otra pareja. Desde que Raja llegó a Abu Simbel, entre ella y Hella existía una relación de mutua desconfianza, aunque ninguna lo demostró nunca ni hizo mención siquiera. Era ese fenómeno bastante corriente que hace que las mujeres se conviertan en rivales potenciales sólo porque se parecen en su forma de ser o en el carácter. Cada una de ellas tuvo desde el principio esa impresión de la otra y ahora ambas, por distintas razones, la veían confirmada. Por el contrario, Kaminski siempre encontró simpático al francés, pese a que apenas se habían tratado. Por esa razón parecía aún más desengañado. Raja Kurjanowa fue la primera en recuperar la seguridad en sí misma y, aunque no podía suponer lo que estaba ocurriendo ni en qué lío se habían metido, se llenó de valor y respondió a la acusación del ingeniero. —Nosotros no espiamos a nadie, lo juro; pero eso es algo de lo que podremos hablar más tarde. Antes que nada, Jacques necesita ayuda médica. ¡Ayúdenos, doctora! Ya ve usted cuál es su estado, íbamos a visitar al doctor Heckmann, pero no hemos podido llegar hasta allí. Balouet está al límite de sus fuerzas, ¿no lo ve usted, doctora? Con los labios apretados, Hella dejó escapar el aire de sus pulmones, fue como si quisiera decir «Vaya, nos están espiando y ahora nos piden ayuda. ¡No seré yo quien lo haga!». Pero no dijo nada, acabó de salir del pozo y se plantó con los brazos cruzados. Raja, que temía que esa actitud degenerara en una violenta discusión y volviera su situación aún más complicada, se arrodilló delante de Balouet y comenzó a quitarle el vendaje provisional de la herida. El muslo tenía un aspecto horrible. La llaga estaba cubierta por una capa sanguinolenta negra y roja y cuando Raja le quitó la venda, comenzó a sangrar de nuevo. Balouet contrajo el rostro, víctima de grandes dolores e incapaz de saber dónde se encontraba. —Se está muriendo, ¿es que no lo ven? Volvió a poner los trapos sobre la herida, se puso en pie y se dirigió a la puerta. Hella Hornstein le cerró el paso. —¿Adonde quiere ir? —A buscar al doctor Heckmann con toda urgencia. —Usted se queda —insistió Hella sin dejarla pasar. Raja levantó la mano como si quisiera abofetearla, pero antes de que eso ocurriera Kaminski se interpuso entre las dos mujeres. —¿Es que os habéis vuelto locas? Una pelea no servirá de nada. Este hombre necesita ser atendido o acabará mal. ¡Tienes que ayudar a Balouet, Hella, por favor! La doctora se mantuvo en sus trece y movió enérgicamente la cabeza. —Si los dejamos salir —respondió— todo estará perdido. Nos traicionarán. ¿Es que no lo comprendes? Kaminski alzó los hombros. —Si no quieres que salgan de aquí tendrás tú que curar a Balouet. Ve al hospital y busca lo que necesites, yo me quedaré aquí con ellos. No tengas miedo de que se escapen. Raja no tenía la menor idea de lo que estaba ocurriendo y Balouet menos aún. Ciertamente se habían metido, sin saberlo ni quererlo, en una situación bastante rara; más que eso, extraordinaria, a deducir por el comportamiento de la doctora Hornstein. Pero, por otra parte, pensó la joven, su propia actitud, ¿no exigía también una explicación? Mientras reflexionaba cómo podía desmentir la ridicula acusación de que habían estado espiando a Kaminski y a Hella, se dio cuenta de que éstos se habían puesto de acuerdo entre sí con gestos y movimientos de cabeza. Sólo advirtió que la médica había abandonado la barraca cuando oyó fuera el motor de un automóvil. —Ha ido al hospital a buscar todo lo necesario —explicó conciliador Kaminski. Raja, que sostenía la mano de Balouet entre las suyas, hizo un ademán silencioso. Al cabo de una larga pausa, en la que la rusa estuvo atenta por si escuchaba acercarse el coche, Kaminski, inseguro y casi tartamudeando comenzó a hablar: —Ustedes... ustedes se habrán preguntado, como es natural, qué significa todo esto y creo que les debo una explicación... —Creo que somos nosotros los que tenemos que darla —lo interrumpió la mujer. —¡No, de ningún modo! —Sí, creo que sí. Quizá le resulte más fácil hablar después de haberme oído. Raja se levantó y se acercó a Kaminski. —En primer lugar, debe usted saber que no soy francesa sino rusa. He pasado muchos años en la embajada rusa en París, por lo que no me ha sido difícil hacerme pasar por francesa; Balouet me ha ayudado de forma desinteresada. Kaminski la miró con aire escéptico, y como si quisiera decirle que aunque eso fuera cierto no tenía obligación de confesárselo. —Además de eso —continuó Raja—, me une con Jacques el hecho de que ambos trabajábamos para el servicio secreto ruso, el KGB. Y digo trabajábamos en pasado, señor Kaminski. Yo caí en desgracia y debía temer lo peor y Balouet quería dejarlo, lo que es igualmente peligroso. Teníamos la sospecha de que se nos vigilaba y, por esa razón, decidimos escapar de Abu Simbel. Queríamos ir a Jartum pero ni siquiera llegamos a la frontera. En una aldea, cuyos habitantes fueron desalojados a la fuerza por los militares, fuimos hechos prisioneros y uno de los soldados disparó sobre Jacques. Soborné al jefe de esos vándalos y conseguí que nos dejara bajar del barco que nos conducía a Asuán al pasar por aquí. Mi intención era llevar a Balouet a casa del doctor Heckmann. Kaminski tenía dificultades en aceptar el relato de Raja. Naturalmente era razonable pensar que el KGB tuviera en Abu Simbel a alguno de sus agentes. Pero enterarse de una cosa así, saberla de labios de personas a las que se conocía y en las que en cierto modo se había confiado, era otra cosa. Despertaba una sensación de vulnerabilidad, como si fuera uno mismo personalmente el traicionado. La rabia que sintió en el primer momento se alivió al darse cuenta de que ahora todos conocían mutuamente su secreto y que tenían que confiar en su recíproca discreción. —En vista de su sinceridad, yo también voy a explicarles qué significa lo que han visto aquí —declaró Arthur señalando la boca del pozo. A Raja le era totalmente indiferente lo que Kaminski tuviera que contarle. Esperaba impaciente e inquieta el regreso de la doctora Hornstein. Sin prestar apenas atención oyó cómo Kaminski le contaba que debajo de su barraca habían encontrado el sarcófago de una de las esposas del gran faraón Ramsés y que sólo él y Hella lo sabían. La atención de la rusa se despertó totalmente cuando Kaminski le dio a entender que cada uno de ellos estaba en las manos del otro. Si ella y Balouet callaban, podían estar seguros de que Kaminski y la doctora Hornstein harían lo mismo. Aunque a Raja no le cabía en la cabeza la razón por la que querían conservar en secreto el hallazgo de la momia, pensó que la situación les favorecía. Era posible que la doctora lograra curar a Balouet lo bastante como para que pudieran escapar de Abu Simbel por segunda vez antes de ser descubiertos. Hella regresó y cuando aún estaba en la puerta, Kaminski salió a su encuentro y se enzarzaron en una discusión en alemán, breve pero violenta, de la que Raja no entendió nada. Lo que sí advirtió de inmediato cuando la médica entró en la oscura cabana fue que parecía totalmente cambiada. Llevaba un maletín de urgencias negro y le puso a Balouet, que lo había oído todo en silencio, una inyección de Xilocaína en el muslo como anestesia local. Entre los tres trasladaron al herido hasta un catre de campaña que se encontraba en la parte de atrás de la habitación y lo acostaron en él. La doctora le tomó el pulso y su rostro expresó preocupación. —Tiene que procurar por todos los medios que no se duerma —dijo dirigiéndose a Raja—. Su pulso es muy débil. Esa es su responsabilidad... Seguidamente comenzó a limpiar la herida. La joven rusa la ayudó en lo que pudo. Normalmente no era demasiado sensiblera, pero ahora, al tratarse de Balouet, tuvo la impresión de que sentía en su propia carne cada uno de los puntos que la doctora le daba en la herida y al estirar la hebra le producía más dolor que al mismo paciente, que apenas si notaba la pequeña intervención. La doctora Hornstein se detuvo para recuperar el aliento una vez que la desgarradura estuvo cerrada con una fea costura, ancha como la palma de la mano. —Los puntos le dejarán una cicatriz, pero de momento creo que no tenemos que preocuparnos por la herida. Si no se infecta, en una semana todo estará pasado y olvidado y podrá andar normalmente. —¿Una semana? —se sobresaltó Raja—. Debemos irnos y si es posible esta misma noche. Hella Hornstein envolvió su instrumental en un paño blanco y lo guardó en el maletín. —Eso es imposible —replicó. Naturalmente, a ella misma le hubiera gustado verlos desaparecer de allí lo antes posible, tan inadvertidos como habían llegado; pero Balouet acababa de sufrir una operación, por pequeña que fuera, y además se encontraba muy débil—. ¿En qué situación se creen que están? Raja guardó silencio. La pregunta de la doctora la había traído de vuelta a la dura realidad. En el fondo eso era una confirmación de lo que ya supo desde el momento en que llegó allí pero que nunca quiso reconocer: ¡la aventura había terminado! —¿Y en qué situación cree que estamos? —repuso desesperada Raja—. Pensé que teníamos una esperanza, ya que se nos daba por muertos. Pero si reaparecemos el primero en saberlo será el KGB. Kaminski colocó las tablas del suelo sobre el agujero, después se irguió y le dijo a Hella: —Tiene razón. De ningún modo pueden seguir en Abu Simbel, tienen que salir de aquí. La preocupación que Arthur parecía sentir por ellos puso nerviosa a Hella. —¿Puedes decirnos cómo van a hacerlo? —preguntó con ironía—. ¿Deben llevarse otra lancha?, ¿emprender el camino a pie? ¿Qué se te ha ocurrido? —¡Kurosh! —respondió Kaminski. —¿Kurosh el Águila’? —Precisamente él. Todo el mundo sabe que es capaz de hacer cualquier cosa por dinero, se dice que más de una vez voló a Jartum con artículos de contrabando. Tenemos que sobornarlo. Sorprendido, Kaminski vio cómo Raja sacaba un fajo de billetes norteamericanos de entre sus ropas. —¡Mil dólares! —dijo sin dar muestra de la menor emoción y arrojó el dinero sobre la mesa—. ¿Cree que será suficiente? Kaminski y Hella Hornstein no salían de su asombro. Esa francesa o rusa, o lo que quiera que fuese, se había ganado su admiración. Parecía que estuviera acostumbrada y fuera capaz de enfrentarse con cualquier situación por desesperada que fuese. Mientras rumiaban parecidos pensamientos, Raja sacó un nuevo montón de dólares. —Y esto para ustedes —declaró con frialdad—, por sus molestias en ayudarnos. En un principio, el ingeniero se quedó mudo sin saber qué hacer, pero seguidamente tomó el segundo fajo de dinero y se lo devolvió. —Guárdelo, seguramente lo necesitarán. Finalmente se metió los otros mil dólares en el bolsillo y dijo: —Vamos, llevemos a Balouet al coche. En una hora habrá amanecido y para entonces todo debe estar en marcha. 29 Salah Kurosh, apodado el Águila, ex aviador de Air Egypt, había sido destinado, como castigo, a pilotar el avión correo de Abu Simbel. Vivía en una de las casas prefabricadas, situadas casi en los límites del campamento, muy cerca del pequeño aeropuerto. Este consistía en un corto campo de aterrizaje asfaltado y un barracón largo y bajo. Ambas cosas, la pista y el cobertizo, estaban rodeadas de arena por todas partes. Arena y más arena, que muchas veces había que quitar por las mañanas temprano. El barracón servía también de hangar para los dos aparatos a través de los cuales se mantenía contacto directo con Asuán. No existía un plan de viajes fijo y para Kurosh el Águila resultaba fácil despegar, poner rumbo al sur y desaparecer detrás de las dunas sin que nadie se diera cuenta. El egipcio, un hombre que soportaba muy bien la bebida y aviador por vocación, vivía solo. De sus vuelos como correo se contaban las aventuras más extraordinarias, lo mismo que de los negocios con los que completaba sus ingresos relacionados principalmente con las bebidas de alto grado alcohólico, tan necesarias para él como los consuelos religiosos del Corán, aunque ambas cosas fueran entre sí tan diferentes como el agua y el fuego. Pero, como Kurosh solía decir para justificar su afición, Alá no sólo había creado esos dos elementos tan dispares sino también el agua de fuego, el «aguardiente» una denominación genérica en la que él incluía todas las bebidas de más de cuarenta grados, entre ellas el whisky. ¡Alá es grande! Arthur llamó a la puerta y despertó al piloto, mientras Raja, Balouet y Hella esperaban en el coche. Al principio, el egipcio se mostró poco dispuesto, pero al ver el fajo de billetes que Kaminski puso sobre su mesa su actitud empezó a cambiar por momentos. —¿Mil dólares? ¡Hay algo que huele mal en todo esto! —Naturalmente, ¿o es que cree usted que se los iba a ofrecer por no hacer nada? Kurosh movió la garganta como si acabara de tomar un trago. Sin perder de vista las divisas objetó: —Nada de negocios sucios, yo no hago negocios sucios, para que nos entendamos. —Ya lo sé —respondió tranquilo Kaminski—. Jamás se le ocurriría la idea de traer whisky de contrabando de Jarturn, sería una empresa muy peligrosa que incluso podría costarle el empleo... —¿Cómo sabe usted eso, míster? —Yo no sé nada, Salan, pero en el campamento se cuentan muchas historias; de dónde viene el whisky, por ejemplo. Son sólo rumores, claro está. —¡Calumnias! —Calumnias, sí. Yo nunca creí en ellas. Salah tomó el dinero y miró los billetes a contraluz en la bombilla que colgaba sobre la mesa. —El papel es bueno —murmuró entre dientes todavía indeciso pero obviamente a punto de ceder—. Bien, dígame, ¿qué tengo que hacer? —Una tarea sencilla —fue la respuesta de Kaminski—. Debe llevar a dos personas a Jartum. Esperan fuera en el coche. No tiene que saber quiénes son, olvidará su aspecto, y cuando haya vuelto, recuerde que no estuvo en Jartum. —¡Imposible! —Salah negó con la cabeza. —¿Qué significa eso? —Que es imposible llevar a dos pasajeros de una vez en un Boelkow 207. Kaminski cogió el fajo de dólares e hizo como si fuera a metérselo en el bolsillo del pantalón para marcharse. —¡Alto! —Kurosh puso una mano sobre el brazo del ingeniero—. ¿Equipaje? —Nada, sólo la ropa que llevan puesta. Kurosh parecía dispuesto a ceder. —¿Y cuándo debería ser el viaje? —quiso informarse. —Inmediatamente —presionó Kaminski—. Debe decidirse si acepta el encargo o no, si no lo hace tendré que buscar otra solución. Kurosh se puso de pie y se dirigió a la ventana. Fuera era todavía completamente de noche, pero no pasaría media hora antes de que el horizonte comenzara a iluminarse por Oriente, una claridad suficiente para que el avión pudiera despegar sin luces y poner rumbo al sur. —Inshallah! —exclamó Kurosh y tomó el dinero—. ¿Quién es esa gente? —Esperan en el coche, fuera. Y una vez más, usted no los conoce ni los ha visto. —Salah será como una tumba. Al oír esa palabra, Kaminski tembló involuntariamente. Poco tiempo después, Kurosh sacaba del hangar al Boelkow 207, pintado de azul y blanco. Balouet estrechó efusivamente la mano del ingeniero. —Le doy las gracias, monsieur —dijo conmovido—. Debo estarle muy agradecido. Kaminski retiró su mano. —No tiene que agradecerme nada. ¡Ha pagado usted! —Eso no tiene nada que ver —replicó Balouet. Arthur protestó: —Aunque no lo crea, he obrado en parte por mi propio interés, pero si consiguen —Kaminski sacó un papel de su cartera y escribió en él unas palabras— llegar a Europa y quiere hacer algo bueno, diríjase a esta dirección y déles mi nombre. Jacques hizo un gesto afirmativo y se guardó la nota. —Y no se olviden de lo que hemos acordado —añadió Kaminski mientras ayudaba a Balouet y a Raja a subir al asiento de atrás del avión—. Ustedes no han visto nada. —Nada —respondió Kurjanowa con aire ausente. Sólo cuando el aparato ya estaba en el aire y Kurosh describía un lazo sobre el embalse para tomar altura, se preguntó qué importancia podría tener aquel descubrimiento. Después tomó la mano de Jacques y gritó para hacerse oír por encima del ruido del motor: —¡Lo hemos conseguido!, ¿lo oyes? ¡Lo conseguimos! 30 El tiempo apremiaba pues el 1 de septiembre, el plazo el que las aguas del embalse debían inundar la presa que protegía la obra, ya hacía mucho que había expirado. En lo que se refiere a la conducta de Hella, era como si no quisiera darse cuenta de que, si no hacían nada, dentro de un par de semanas la momia se perdería para siempre sumergida bajo el pantano. De momento, la joven insistía en descender a la tumba cada dos o tres días para meditar delante de la momia a la luz de la linterna. Al principio Kaminski cedió a las exigencias de la doctora porque después de cada una de esas visitas, Hella parecía feliz y excitada y en ese estado se entregaba a él con toda la pasión de que es capaz una mujer. Pero después de que el ritual de ver a la momia se repitió una docena de veces y la muchacha no daba muestras de quedarse satisfecha (por el contrario, cada vez mostraba más interés y quería ir con mayor frecuencia), Arthur Kaminski comenzó a pensar en cómo poner fin a esa extraña actividad y en devolver a Hella al camino de la razón. A los ojos de Kaminski, Hella seguía siendo como siempre una mujer fascinante, inteligente y segura de sí misma, pero que al mismo tiempo le hacía sentir que lo necesitaba. Más de una vez, Arthur maldijo el día en que la hizo partícipe de su descubrimiento, porque desde entonces, desde que Hella vio por primera vez aquel cuerpo embalsamado, sus relaciones cambiaron. Arthur no podía entender esa especie de necrofilia y ella, por su parte, tampoco hacia nada para aclararle su conducta. En una de aquellas noches de septiembre, en las que después del ardiente calor del verano se despiertan nuevas esperanzas de que haga una temperatura soportable, Kaminski visitó a Hella Hornstein de improviso, lo que n era su costumbre. Tenía ganas de pasar la noche con el la joven no respondió a sus llamadas. La puerta estabTcerrada, sin embargo desde dentro llegaba el sonido de una música triste. Arthur se sintió confuso. Entró en la casa por una de las ventanas laterales. Un humo dulzón le salió al encuentro. —¿Hella? —llamó Arthur, pero no obtuvo respuesta. En la habitación de su amante ardían unas velas y unos bastoncillos aromáticos. De algún lugar brotaba la música misteriosa. Hella estaba echada en la cama desnuda con los ojos fijos en el techo y los brazos cruzados sobre los senos. En un primer momento, Arthur pensó que estaba muerta pero casi enseguida vio que la curva suave de su vientre subía y bajaba con el ritmo de su respiración y que se movían los párpados. —¡Dios mío, qué susto me has dado! —exclamó el ingeniero. Hella no dio muestras de advertir su presencia. Kaminski se había acostumbrado a muchas de las peculiaridades de la doctora y quizá le gustaba más, precisamente, por el apasionamiento que demostraba en ocasiones. Sin embargo, hasta entonces no había presenciado nunca una representación como la que estaba viendo en esos momentos. La situación no le era incómoda, sino que por el contrario despertaba su deseo. Por esa razón, se sentó en la cama de Hella y contempló su bello cuerpo. Echada así, inmóvil y blanca como la meve, tenía algo de irreal que parecía destinado a frenar cualquier impulso sexual. Pero Kaminski, que ya se había acostumbrado a lo ultrasensual de su apariencia, sentía en ocasiones como ésa una atracción casi magnética. No podía hacer otra cosa: tenía que acariciarla, primero suavemente por las piernas y después, de manera apasionada Por las zonas que le daban más placer. Hella permanecía impasible, como si todo eso no fuera con ella; no se excitaba ni se movía. Sólo el movimiento ligero e irregular de sus párpados delataba que no podía evitar conmoverse. Mientras Kaminski trataba, con una de sus manos, de acariciarla entre sus apretados muslos, con la otra comenzó a desnudarse con el nerviosismo y la torpeza propia de un hombre que se dispone a hacer el amor en una ocasión inesperada. Sonrió mientras se bajaba los pantalones y dijo: —Ya podrías facilitarme un poco las cosas. Finalmente se despojó de todos los estorbos. La inmovilidad del cuerpo blanco y prometedor lo excitaba más que si Hella se hubiera abalanzado sobre él con pasión arrebatadora. Lleno de deseo, se colocó sobre ella apoyado en las rodillas y comenzó a cubrirla de besos desde las puntas de los pies a los muslos, hasta sumergirse en su pubis donde se detuvo amorosamente en espera de alguna reacción. Pero ésta no se produjo y de repente, esa impasibilidad que tanto lo había excitado comenzó a desatar su rabia. Kaminski no podía entender que su amante no tuviera en cuenta sus sentimientos y, como un salvaje, se echó sobre ella. Violentamente, trató de separar los brazos que Hella mantenía cruzados sobre el pecho, pero estaba demasiado alterado y esa misma vehemencia hizo que le faltaran las fuerzas. De rodillas, entre los muslos de la mujer, se irguió y con toda la energía que pudo le separó por fin los brazos. Kaminski oyó un crujido seco y mientras observaba las articulaciones que habían producido ese horrible sonido y su mirada recorría ese cuerpo que momentos antes tanto lo había excitado, sintió un frío relámpago en su miembro. Bajó la vista. No era Hella quien se lo sujetaba... ¡era la momia!, con los brazos y las piernas secos y amarillos como sarmientos, la piel fina de cuero casi transparente, tensa sobre el codo y los músculos radiales, rota y desgarrada en algunas partes o envuelta en frágiles retazos de venda. Igual que si se hubiera quedado paralizado por una potente descarga eléctrica, durante unos momentos Kaminski no pudo hacer nada por librarse de aquella siniestra situación. Parecía que su mente luchara por no ser arrastrada por una poderosa corriente de energía que procedía del contacto con el otro cuerpo. Sus manos siguieron asidas a los brazos de la mujer y sólo un grito liberador rompió bruscamente el magnetismo. Kaminski dio un salto, cogió una prenda que había quedado en el suelo y se apresuró a salir de la casa. Se detuvo delante de la puerta, buscó el aire como quien ha estado a punto de ahogarse y se pasó la mano por el rostro para borrar de su memoria el recuerdo de lo que acababa de vivir. Durante un rato permaneció inmóvil, sin saber qué hacer, dudando de su propio juicio. ¿Había perdido la razón? Después se sintió invadido por el temor de que todo eso no hubiera sido simplemente un sueño, sino que lo hubiese vivido realmente y comenzó a correr sin otra ropa encima que sus pantalones. Lo único que quería era marcharse de allí, lejos, lo más lejos posible de aquella condenada momia. Esa noche Kaminski no pudo pegar ojo. Tenía miedo, miedo de sí mismo, de no estar ya en condiciones de distinguir entre el sueño y la realidad. Hubiera jurado que era Hella la que estaba en la cama cuando entró en la habitación. Pero con la misma seguridad habría afirmado que fueron los brazos de la momia los que le habían causado aquel horror espantoso. «Cosas así o muy semejantes —pensó para sí—, deben de sucederle a una persona que está a punto de volverse loca», pero lo peor de todo era que el ingeniero no podía pensar con claridad, cada vez que lo intentaba aparecía delante de él la imagen de la momia. Se sintió aterrorizado al pensar en un próximo encuentro con Hella Hornstein. De repente se sorprendió pensando en huir de allí, escapar simplemente como hicieron Balouet y Raja. Quizá la culpa de todo la tenían estos tres años pasados en el desierto, siempre con las mismas personas. La monotonía de los días en Abu Simbel, ¡y para qué hablar de las noches!, tal vez le había afectado, aunque con retraso, y ese arrebato de locura era como la obcecación que sufrían algunos recién llegados y que obligaba al director de la obra a evacuarlos de allí con el primer avión. Con un pretexto que más tarde fue incapaz de recordar, a eso del mediodía Kaminski voló con Kurosh hasta Asuán. Tenía que ver otras personas, otras casas y calles; soñaba con el ajetreo y el bullicio de los bazares aunque no tuviera necesidad material de comprar nada. Sólo tres veces en tres años salió de Abu Simbel, para resolver asuntos importantes, hacia Asuán y en uno de esos viajes encargó una joya para Hella. Siempre había regresado con alegría, convencido de que era su deber hacerlo así, como si en su ausencia la obra entera se hubiera paralizado. Kaminski y Kurosh no hablaron mucho durante el vuelo de hora y media de duración. No se dijo ni una sola palabra sobre el viajeude Raja y Balouet, lo que hacía pensar que todo había salido de acuerdo con lo planeado. El Águila le preguntó a Kaminski cuándo pensaba regresar y ése respondió que no lo sabía y que lo llamaría por teléfono en caso de necesitarlo. Por una libra egipcia un viejo taxista lo llevó desde el aeropuerto al hotel El-Salamek, situado en una calle tranquila no lejos del gran bazar. La fachada de un amarillo claro con orgullosas columnas en la entrada prometía mucho más de lo que realmente se ofrecía en su interior. Naturalmente, Kaminski habría podido alojarse en el hotel Cataract, más caro y lujoso, pero temió encontrarse allí con gente conocida a la que hubiera tenido que explicar la razón de su viaje y eso era algo que no quería. La habitación que se le adjudicó en el primer piso tenía el suelo de piedra y su principal característica estribaba en ser más alta que ancha. En todo caso, Kaminski sólo podía intuir el techo, pues las persianas de las ventanas, como ocurría en todos los hoteles de la ciudad, permanecían cerradas de noche y de día. Cualquier intento de abrirlas fracasaba como consecuencia del óxido de los goznes que se había formado desde el golpe de los generales, cuando durante un desfile todos los balcones se abrieron excepcionalmente y se llenaron de gente a rebosar para luego cerrarse como siempre. ¡Y eso había ocurrido hacía ya quince años! La floja bombilla que pendía del techo hubiera bastado ciertamente para iluminarlo, pero estaba cubierta por la parte superior con una visera de esmalte que se lo impedía. Una pantalla que en su día debió de ser blanca, pero que había servido de apeadero a millones de moscas y mosquitos, por lo que ahora su color era gris oscuro. Kaminski estaba acostumbrado a disfrutar de una mayor comodidad en Abu Simbel y sin embargo se encontraba bien en esa habitación apenas amueblada. Tenía la sensación de haber dejado tras de sí su pasado y le hubiera gustado más que nada no tener que regresar nunca. Cansado, Arthur se dejó caer en la cama de hierro, que le respondió con el chirriar de su somier. Colocó las manos abiertas bajo la nuca y permaneció con la mirada perdida en el vacío; cuando cerró los ojos, aparecieron de nuevo ante él el rostro seco de la momia y los colosos de Abu Simbel. Por la ventana entraba el olor grasicnto del cordero asado y eso le recordó que ese día aún no había comido nada. Se decidió a salir para tomar algo. Cerca del bazar, que comenzaba a sólo dos manzanas del hotel, la muchedumbre se hacía cada vez más densa. Por lo general, las grandes multitudes le desagradaban pero aquel día se encontró bien en medio del gentío, que le daba la sensación de estar protegido, aunque temía que sus sentidos fueran a jugarle de nuevo una mala pasada. Los vendedores ambulantes con sus grandes bandejas de madera, que portaban apoyadas en el vientre, le ofrecían todo el surtido que podría encontrarse en una tienda. Otros, le metían por los ojos objetos de cocina y otros instrumentos domésticos que llevaban en cestas atadas a la espalda o sobre los hombros. Los niños alababan en voz alta las excelencias de pastelillos y golosinas y las mujeres volvían a sus casas con las compras sobre la cabeza. Cada dos pasos Arthur se tropezaba con algún limpiabotas, sentado en el suelo en una postura que recordaba la de la rana a punto de saltar, y que para llamar la atención de la clientela golpeaba con la madera del cepillo la caja de sus utensilios. Entre los mejores clientes se contaban los militares de uniforme que, generalmente por parejas, paseaban en gran número. Las botas bien lustradas eran para ellos un símbolo de su clase social, como para un musulmán podía serlo el presumir de tres esposas. A cada paso, Kaminski se encontraba con muchachas llamativamente hermosas, vestidas con largas túnicas de brillantes colores, que con movimientos insinuantes y llenos de coquetería se apartaban el velo de sus labios pintados y dejaban ver con gusto todo lo que éste hubiera debido ocultar. Con un guiño de ojos, sin necesidad de pronunciar ni una sola palabra, conseguían que los interesados en su oferta las siguieran por estrechos callejones hasta lugares donde realizar su oficio prohibido. Las terrazas de los cafés se encontraban muy concurridas. Ágiles camareros balanceaban narguiles de cristal de colores y ofrecían a los parroquianos sus boquillas adornadas con cintas llamativas. De repente, Arthur encontró un silla vacía en una mesa, se sentó y pidió un café solo que, como es costumbre en el país, se servía con posos y abundante crema en una cafetera de cobre con un vaso sin asa para que el propio cliente se sirviera. —¿Europeo? —le preguntó en inglés un hombre sentado a la misma mesa y al que Kaminski no había visto. Era una persona pulcra, vestía casi con distinción un traje gris cruzado, y su rostro ancho y abotargado estaba coronado por un fez rojo del que pendía una borla que no dejaba de moverse. —Alemán —le respondió amablemente. —¡Ah, Abu Simbel! —comentó el gordo—. ¡Abu Simbel! —Sí —asintió Kaminski—; ingeniero. —¡Buen trabajo, magnífico, un milagro! El hombre del fez sorbió de su boquilla y en el cuello del narguile aparecieron burbujas de aire. Con ojos atentos observaba el intenso movimiento de gente alrededor de las mesas. Arthur había dado por terminada la conversación con el extraño, pero éste sacó del bolsillo interior de su americana una tarjeta de visita amarillenta y con una amplia sonrisa la exhibió delante de la nariz del ingeniero. Kaminski observó en primer lugar el rostro cordial de su compañero de mesa y después la cartulina, que sin duda ya había realizado su cometido más de una vez. Finalmente, el desconocido hizo un guiño simpático y se presentó: —Foster, Charles D. Foster. —Kaminski —respondió éste con una amable inclinación de cabeza—, Arthur Kaminski. —Y se guardó la tarjeta en el bolsillo; por último preguntó—: ¿Es usted inglés? —¡Egipcio! —se apresuró a corregir—. Pero mi padre era inglés y mi madre alemana. Yo vivo aquí desde que nací, entre dos mundos, por decirlo de alguna manera. Los egipcios me llaman extranjero, aunque hablo y escribo su idioma mejor que la mayoría de ellos; y los ingleses, pacha porque generalmente me toman por nativo. Pero puedo vivir con ello y bastante bien, todo hay que decirlo... Kaminski observó a Foster con ojos llenos de curiosidad. El hombre empezaba a interesarle. Este entendió su mirada y continuó: —¿Quiere usted saber de qué vivo tan bien? —se rió con sorna—. En el bazar hay unas cuatrocientas o quizá quinientas pequeñas tiendas y tenderetes, pero la mayoría de los que aquí pregonan sus mercancías y las atienden no son los dueños del negocio. Tienen una comisión en las ventas y viven de eso. Los verdaderos propietarios residen en sus villas y chalés del barrio residencial en torno al nuevo hospital y dejan que los pobres trabajen para ellos como es la voluntad de Alá. —Levantó el dedo en el aire y señaló, mientras su rostro resplandecía de orgullo corno la cúpula de la mezquita del sultán Hassan en El Cairo—: Aquél, aquél y aquél son mis negocios. —¿Qué vende usted, míster Foster? —quiso informarse Kaminski sin parecer indiscreto. El gordo se frotó las manos pasando la palma de la mano derecha sobre el dorso de la izquierda. —Un buen hombre de negocios debe comerciar con todos los bienes creados por Alá. La división en joyeros, verduleros o vendedores de alfombras es una invención del decadente Occidente. Un buen mercader lo vende todo. Vender y comprar es mi divisa, y me da completamente igual de qué se trate. Kaminski se echó a reír. Aquel desconocido le caía bien; su forma de ser, libre de convencionalismos, le complacía. —En alemán —comentó sonriendo— hay un dicho que se aplica a personas como usted. —Vamos, suéltelo. —No sé si debo. No es muy halagador. —¡Ah, eso qué importa! —replicó Foster—. En árabe también decimos que quien te halaga es tu enemigo, quien te reprocha tu maestro. Ambos estallaron en carcajadas y Kaminski acabó por lanzar la frase: —En mi idioma se dice que un hombre como usted, niister Foster, sería capaz de vender a su abuela si fuera necesario. —¡Vender a la abuela! ¡Vender a la abuela! —gritó Foster entre risotadas. Se dio una palmada en el muslo y su era ancho adquirió una tonalidad rojiza como si fuera a nlotar en cualquier momento—. ¡Vender a la abuela! —repitió—. Ha dicho usted una frase genial, míster... —Kaminski. —Míster Kaminski, un apellido difícil. Pero lo que yo quería decirle también —se puso serio y se acercó mucho al ingeniero— es que si usted siente ganas de... —No —lo interrumpió Arthur con brusquedad. Sabía lo que iba a venir a continuación y él, realmente, tenía ganas de todo menos de acostarse con una mujer. —¡Ah, ya le entiendo! —Foster no se daba tan fácilmente por vencido—. También puedo facilitarle muchachos, chicos distinguidos de las mejores familias. Como es comprensible, las ofertas de Foster acabaron por enfadarle. Con los brazos extendidos apartó de él al proxeneta y dijo con rudeza: —Escúcheme, míster, cuando sienta necesidad de una aventura sexual me dirigiré a usted. De momento no me apetece acostarme con ninguna mujer y no creo que eso vaya a cambiar en un futuro próximo. Se terminó su café, dejó una moneda sobre la mesa y se dispuso a marcharse. —¡Perdóneme, querido amigo! —El gordo hizo una inclinación servil delante de Kaminski, colocó las manos en sus hombros para que siguiera sentado y continuó—: No pretendía en absoluto ser inoportuno; no podía suponer que estaba usted involucrado en una historia de mujeres. Poco a poco, Kaminski se iba enojando seriamente. —¿Y quién le ha dicho a usted que yo tengo un asunto de faldas, señor...? —Foster, llámeme simplemente Foster —respondió—. Eso lo puede ver hasta un ciego. Usted huye de una mujer, exactamente. Kaminski se quedó sorprendido. —Eso es lo que le ocurre —insistió el comerciante—, y si permite que le dé un consejo, míster Kaminski, no regrese con ella. Ninguna mujer de la que uno escapa merece que se vuelva después arrepentido, ¡ninguna! ¡Mire a su alrededor! Alá ha creado más mujeres que hombres, eso significa que puede elegir entre ellas como se hace en el mercado de camellos al este de la ciudad. ¡Camarero, otro café para mi amigo Kaminski! Era difícil, por no decir imposible, librarse de las garras de ese individuo; además, en términos generales tenía que darle la razón, o al menos en lo que respecta a sus actuales emociones. Hay momentos en la vida de un hombre en que la mujer comienza a atribuirse un papel que realmente no le corresponde y, de ese modo, gana tal poder sobre uno que incluso a un luchador por naturaleza le cuesta trabajo superar. En alguna parte, Kaminski había leído que eso tenía que ver con la química, que influía en la fascinación o en la antipatía que sentían entre sí dos personas de distinto sexo. Y esa especie de reacción química, o alguna otra combinación desconocida, era desde luego lo que le ataba a aquella mujer fatídica. Sí, en su mente utilizaba ese adjetivo, fatídica, precisamente porque no podía explicarse aquella fuerza de atracción, salvo que estuviera basada originariamente en el destino, en el hado misterioso del carácter de Hella, que tanto la diferenciaba de todas las mujeres que había conocido. —Hábleme de su trabajo en Abu Simbel —dijo Foster para terminar con un tema que había resultado tan desagradable. —No hay mucho que contar; una vez que el templo fue serrado y los bloques puestos sobre seguro fuera del alcance del embalse del Nilo, las cosas están claras. Todo sigue su marcha de acuerdo con los planes previstos, incluso vamos con adelanto sobre el proyecto definitivo. —Lo sé —concedió Foster— y los rusos están que echan humo, trataron de sabotear su trabajo pero no tuvieron éxito, pese a que habían introducido un topo, o varios, en su madriguera. —¿Un topo? —¡Vamos, hombre, no disimule! No tiene que fingir que no sabe nada; al menos, no conmigo. ¡Foster lo sabe todo! —Miró a los lados para cerciorarse de que nadie estaba escuchando la conversación y seguidamente se inclinó sobre el ingeniero y le dijo en voz muy baja—: En Asuán no pueden darse diez pasos sin tropezar con un agente del KGB. Arthur se asustó, comenzó a preguntarse si ese encuentro era tan casual como había creído hasta entonces y respondió con brevedad: —La verdad es que no sé de qué me habla. Foster se rió burlonamente al ver lo poco hábil que era Kaminski en el arte del fingimiento y continuó: —Mire usted, señor Kaminski, Egipto es un país muy pequeño y, ciertamente, poco importante, pero su situación estratégica y, sobre todo, el canal de Suez lo colocan por encima de todas las demás naciones de este continente. La consecuencia es que el Este y el Oeste tratan de ganar influencia en nuestro país y nos colman de regalos. Para los soviéticos, Egipto se ha convertido en una cuestión de prestigio, pues hasta la caída del rey Faruk se encontraba orientado hacia Occidente. Por otra parte, desde que comenzó la construcción de la presa de Asuán, los rusos consideran a Egipto como parte de su hemisferio, de su zona de influencia. En ninguna otra nación del mundo, salvo en la Unión Soviética, viven en la actualidad tantos rusos como aquí, y se sienten cómodos, pese a que no puede decirse precisamente que sean muy queridos por los nativos, sobre todo, porque desde que se han instalado Egipto está lleno de chivatos, de espías y de agentes del KGB. ¿Quién puede decir que nosotros o, al menos, uno de los dos no trabaje también para el servicio secreto soviético? El ingeniero movió la mano en un ademán negativo para Cuitarle importancia al tema, pero Foster no le permitió tomar la palabra: —No necesita justificarse, señor Kaminski, yo tampoco lo hago. Allí estaba Arthur sentado frente a aquel Foster sin saber a ciencia cierta qué hacer; no tenía idea de lo que pensaba de él ni cómo debía considerar ese encuentro. Incluso llegó a dudar de que Balouet y Raja, que con su ayuda habían huido a Sudán, fueran realmente desertores del KGB. Pensó que también era posible que tras su fuga se encontraran otras razones muy distintas. Ya de por sí era una extraña casualidad que ambos hubieran aparecido en su barraca a medianoche y recordó que la entrada a la tumba no estaba tapada y que, precisamente, la cabana había sido construida sobre el acceso. ¿Quién más se encontraba metido en el juego? Miró a Foster de reojo y se preguntó: ¿qué sabe este hombre? A Kaminski le hubiera gustado manifestar: «busque la momia y haga con ella lo que quiera, pero llévesela fuera de mi vista». Pero se lo pensó mejor y preguntó con tono indiferente: —Y dígame, míster Foster, ¿comercia también con antigüedades? Foster, que durante toda la conversación mantuvo un aire de indiferencia —o al menos ésa fue la impresión que causó—, se puso serio de repente. No respondió nada de momento, se sacó de la boca el narguile, jugó con la boquilla y preguntó sin mirar directamente a su interlocutor: —¿Compra o venta? —No comprendo qué quiere decir. —¿Desea usted comprar o vender? Kaminski se dio cuenta de que su rostro enrojecía, se sintió acorralado y balbuceó: —Sinceramente, sólo quería saber si comercia con antigüedades. El otro hizo un gesto de comprensión, se metió la mano en un bolsillo de la chaqueta, sacó una cartera negra bastante usada y casi tan gruesa como un ejemplar del Corán y comenzó a revolver en su contenido compuesto de billetes de distintos países, facturas, notas y recortes de prensa. Para revisar los papeles se mojaba el índice de la mano derecha en su giueso labio inferior y buscó un buen rato esforzándose en identificarlos, sin dejar de murmurar entre dientes como si hablara consigo mismo. —¡Aquí está! —exclamó de repente y extrajo de la abultada cartera un papel doblado que le tendió a su acompañante. Arthur lo abrió y vio que era una página de la revista norteamericana Time y que se trataba de un reportaje sobre la reciente adquisición por el Metropolitan Museum de Nueva York de una estatua de Ramsés. —Confío en usted —le dijo Foster a Kaminski—, confío en usted —repitió— porque usted lo ha hecho conmigo, entiéndalo. Y tras una pausa casi devota señaló con su grueso pulgar extendido hasta tocar el pecho del ingeniero—: Medio millón... ¡de dólares! En el primer momento Arthur no comprendió, pero poco a poco fue viendo con claridad que Foster quería decir que fue él quien hizo aquel negocio y que ese medio millón de dólares fueron sus ganancias. Hizo un ademán de entender y le devolvió el recorte de prensa. —Naturalmente, de forma ilegal —continuó Foster en voz baja—. Yo no sé lo que usted piensa, míster Kaminski, pero si yo no hubiera hecho el negocio, habría sido otro quien lo hiciera. Por otra parte, no es tan malo venderle al Metropolitan. ¿Ha visto en qué estado de abandono están los objetos que se guardan en el Museo Egipcio de El Cairo?, ¿cómo se estropean? ¡Es vergonzoso! El interés y la sorpresa del ingeniero no estaban tanto en el aspecto moral del asunto —él tampoco se encontraba limpio del todo— sino en la forma tan abierta y explícita como Foster hablaba de esas cosas. Era posible que el comerciante, con su buen olfato para los negocios, se hubiera dado cuenta desde el principio de que Kaminski no era un tipo capaz de denunciarlo. Además, no le cabía duda de que los tentáculos de ese individuo llegaban tan lejos que nadie en la ciudad creería la acusación. —Tiene usted mucha confianza en mí —comentó Kaminski— pese a que apenas nos conocemos. Foster se encogió de hombros. —Usted sabe que hay personas en las que se puede confiar enseguida aun cuando no se las conozca en realidad y otras, con las que se mantienen relaciones amistosas durante años, aunque jamás se les confiaría un secreto. Como ve, usted pertenece al primer grupo. Las palabras del mercader halagaron a Kaminski, como pretendía aquél, que sabía perfectamente cómo tratar a gente como él para obtener el mayor provecho. Por esa razón, tras su último comentario guardó silencio y pareció que dedicaba su atención al bullicio de la calle. No tuvo que esperar mucho. Casi enseguida Kaminski comenzó a hablar y sus palabras sonaron como una confesión: —He encontrado una momia. Puede que lo que le diga le parezca una locura, pero tengo la sensación de que me persigue noche y día. He venido aquí huyendo de ella y me gustaría quitármela de encima. Foster no demostró sorpresa. —Las momias no son nada extraordinario —comentó—, las hay a miles. No me interesan. —Pero este caso es distinto, ésta es especial, apenas visible dentro de su sarcófago, ¡se trata de Bent-Anat, la hija y esposa de Ramsés! —¡Repítalo! —De la hija y esposa de Ramsés, el que hizo construir Abu Simbel. —¡Kaminski, usted bromea! —No, no bromeo, míster Foster, y no le hubiera hablado ni una palabra de no ser porque ese monstruo está destruyendo la relación más importante de mi vida. ¡Quiero librarme de esa momia! De repente, Foster pareció tan agitado como si hubiera recibido un choque eléctrico y se movió inquieto sobre su silla. —¿Y dónde se encuentra la tumba? ¿Cuántas personas lo saben? ¿Tiene usted pruebas de lo que dice? —lo interrogó excitado. —¿Pruebas? Los arqueólogos han identificado los nombres de los jeroglíficos que figuran en el sarcófago como los de la reina, naturalmente sin saber su origen. Sólo hay otra persona que conozca el hallazgo, la mujer a la que me he referido, y el lugar del descubrimiento está en alguna parte de Abu Simbel. —¡Por las barbas del Profeta! —Foster aún seguía dudando, incrédulo miró a Arthur, sacudió la cabeza y se quedó con los ojos fijos en su taza vacía. Finalmente habló en voz muy baja, como si temiera que alguien pudiera oírlos—: Si su afirmación es cierta, estoy dispuesto a pagar cualquier precio... bueno, casi cualquier precio —se corrigió de inmediato. De repente, los sentidos de Kaminski parecieron trastornarse. Hasta ahora, sólo había pensado en la mejor forma de librarse de aquel monstruo, pero ahí estaba Foster que, además, le ofrecía la posibilidad de hacerse con una fortuna, el dinero suficiente para poder empezar una nueva vida en cualquier parte. —¿Cuánto? —preguntó Kaminski audazmente. —Antes tengo que ver la mercancía por mí mismo, personalmente —respondió Charles D. Foster otra vez metido de lleno en su papel de hombre de negocios—, pero, para darle una pista que le sirva de punto de partida, ¿qué le parecería medio millón? —¿Dólares? —Mi querido amigo, en estos asuntos sólo se calcula en dólares. Lo verdaderamente importante es que nadie esté informado de nuestro negocio, ¿lo entiende? Mientras menos gente sepa del asunto mayor será el precio. 31 Comenzaba a anochecer. En las tiendas y escaparates, llenos de artículos de todo tipo, brillaban miles de lamparitas de colores. De las puertas de los pequeños restaurantes salía el olor de la comida que se mezclaba con el humo oscuro de los pinchos morunos que se asaban sobre hornillos de carbón instalados en las angostas callejas. Los vendedores removían los trozos de carne ensartados, mientras con fuertes voces pregonaban algo que Kaminski no podía entender, pero que no era difícil imaginar: que sus kebabs y sólo los suyos eran los mejores del mundo. Kaminski volvió a tener hambre. —¿Me permite que lo invite a cenar, señor Kaminski? —preguntó Foster como si hubiera adivinado su apetito en la mirada—. A sólo unos metros de aquí, algo apartado del bullicio, conozco un excelente restaurante, uno de los pocos en los que se conserva y se cuida la vieja cocina egipcia. Se llama Alya, y no sin razón. Foster dejó unos billetes sucios y arrugados sobre la mesa y batió palmas. Desde el interior del local salió un camarero que se guardó el dinero mientras el comerciante le daba unas breves instrucciones. —Venga usted —le dijo el gordo a Kaminski al tiempo que se levantaba. En esos momentos, Arthur supo por qué había llamado al camarero. Gritando y agitando los brazos y las manos e incluso los pies cuando alguien se interponía en su camino» el mozo les abrió paso entre la gente hasta dejarlos en e restaurante. Una vez allí hizo una respetuosa reverenciados clientes y sin una palabra desapareció en la dirección por la que habían venido. —Como es lógico, querrá saber lo que significa Alya —dijo Foster mientras entraba en el local por un arco estrecho y puntiagudo cubierto con una cortina de cuentas de colores, que tintinearon al pasar. Entre varias columnas había mesas pequeñas con manteles blancos que, debido a la extraña luz de la estancia, parecían casi verdes como las orillas de la isla Elefantina en el Nilo. Sólo unas pocas mesas estaban ocupadas, y exclusivamente por hombres de porte distinguido. Un maître con un traje negro y un fez rojo los acompañó a una de las mesas. Una vez que estuvieron sentados en las incómodas sillas plegables le explicó Foster: —Alya es el nombre de la grasa procedente de los rabos de los carneros y de las ovejas. Los judíos cocinan con aceite de oliva, los coptos con aceite de sésamo, pero un egipcio auténtico lo hace con alya, es decir, con grasa de rabo. Por eso, todas las antiguas recetas culinarias de Egipto comienzan con la frase: «En nombre de Alá el Todopoderoso, derrite un rabo...». A Kaminski se le contrajo la garganta. Hubiera preferido saborear en la calle uno de aquellos pinchos picantes y bien sazonados, pero al cabo de un momento de charla con un camarero ágil y de piel oscura, vestido con un típico traje egipcio blanco que le llegaba hasta los tobillos, se decidió por una pierna de cordero que le fue servida con una aromática salsa dulce. La comida le exigió un gran autocontrol para evitar las náuseas. Finalmente, Foster notó que su invitado se sentía incómodo y le preguntó educadamente: —¿No le gusta, verdad, míster Kaminski? Éste no quiso ser descortés y afirmó que sin duda el plato era exquisito, aunque bastante extraño para un paladar europeo, sobre todo por el sabor dulce de la salsa. Foster explicó que eso era pura cuestión de costumbre. Desde la Antigüedad el carnero se servía dulce para acreditarlo le contó una leyenda de los tiempos de los mamelucos. Según ella, el Carnero reinó sobre un pueblo, los comedores de carne, a los que sólo les gustaba sazonada con sal y especias picantes. Su majestad el Carnero tenía un rival, el rey Miel. Éste se alimentaba casi exclusivamente de frutas, verduras, lácteos y golosinas, lo que suscitó la envidia del rey Carnero, que le envió a su embajador Alya es decir Rabo de Carnero, con el mensaje de que debía entregarse a su adversario. El rey Miel se negó, pero Alya consiguió atraer a su bando a la gente más importante como Azúcar y Jarabe. Desde entonces, la pierna de carnero o la de cordero se cocina con condimentos dulces. Kaminski le prestó poca atención. Su mente seguía girando en torno al mismo problema. ¿Cómo podría sacar la momia de Abu Simbel sin que nadie se diera cuenta? Y mientras más reflexionaba, más se inclinaba a considerar que el asunto era imposible. Indeciso, miró la pierna de cordero cortada a trozos e hizo un esfuerzo para tomar un bocado más. —Está enterrada a seis u ocho metros de profundidad —meditó en voz alta de improviso, y todavía pasó un buen rato hasta que Foster comprendió lo que estaba pensando—. Y lo que hace la cosa aún más difícil es que se llega por un pasadizo estrecho y que amenaza ruina, que además está cortado por un pozo vertical cuya profundidad desconozco... —¿No ha dicho usted que la tumba se encuentra bajo la obra de Abu Simbel? —lo interrumpió el angloegipcio. —Sí, eso fue lo que dije. —En ese caso tenemos a nuestra disposición todo tipo de maquinaria, excavadoras y grúas. Me he enfrentado con problemas más graves, míster Kaminski. ¡No se preocupe’ —La verdad es que me inquieta el asunto, ¿cómo se puede llevar a cabo sin llamar la atención? Por el rostro de Foster se extendió una sonrisa falsa que hizo que el gordo le resultara antipático. —Sabe usted, querido amigo, hay un proverbio árabe que dice que el oro vuelve mudo al más charlatán, es decir que con dinero se hace callar a cualquiera. Sobre todo a un egipcio capaz de manejar una excavadora. Pero ése no era su problema, créame. Kaminski caviló preocupado. ¿Qué sabía ese Foster sobre lo que ocurría en Abu Simbel?, ¿en qué otros oscuros manejos estaba involucrado? El mercader apartó su plato a un lado, sacó su cartera del bolsillo de la chaqueta y de ésta, de nuevo, el recorte de prensa que antes le había mostrado. —Sólo le dije la mitad de la verdad sobre este asunto —le aclaró, tosió como si estuviera un tanto azorado y con el índice golpeó el papel—. La estatua de Ramsés de la que antes le hablé fue encontrada en Abu Simbel, la descubrieron dos hombres de su equipo. Se sorprenderá cuando le diga sus nombres. Fueron el arqueólogo Hasan Moukhtar y el ingeniero Albert Mösslang . —¡Moukhtar y Mösslang ! La sorpresa lo dejó sin aliento y tuvo que hacer un esfuerzo para recuperar el aire que necesitaban sus pulmones. Foster alzó los hombros con gesto expresivo y torció los labios como si con ello quisiera decir «¡Puede que eso le sorprenda, pero así es ciertamente!». Sin embargo guardó silencio y no hizo más que seguir contemplando el papel que había puesto sobre la mesa. Desde el principio, Kaminski desconfió de Moukhtar. Aunque no podía decir por qué, aquel hombre le fue antipático desde el primer momento y por esa razón trató de apartarse al máximo de su camino. ¡Pero que fuera capaz e vender a los Estados Unidos hallazgos arqueológicos que Pertenecían a su propio país!... ¿Y Mösslang? —pensó en voz alta el ingeniero—. Siempre que oigo ese nombre aparece rodeado de un muro de silencio. Nadie en el campamento pudo o se mostró dispuesto a darme información sobre ese hombre. —Cosa que no me sorprende —asintió Foster—. Como v le he dicho, el oro cierra la boca hasta al más charlatá Yo le diré la verdad, míster Kaminski, al fin y al cabo ya casi somos compañeros de negocios. El ingeniero se sintió mal al oír esas palabras. Le hubiera gustado levantarse, decirle «Olvídese de todo lo que le he hablado» y marcharse. Pero fue consciente de que ya le había contado demasiado; no existía vuelta atrás. Él mismo se había puesto en sus manos. Además estaba el dinero... aquella enorme cantidad... Y también, y no en último lugar, Hella, que no volvería a recuperar su tranquilidad mientras la momia continuara descansando debajo de la barraca. —Lo que ocurrió entonces fue una historia estúpida —retomó la palabra Foster—. La estatua de Ramsés tuvo que ser embarcada por la noche, trabajaban sin luces, y entonces sucedió: Mösslang , que se encontraba a bordo del barco, fue aplastado por la estatua de granito. ¡Muerto! Conseguí pasar aquello por un accidente de trabajo; sencillamente dejamos el cadáver en medio de la obra. Arthur Kaminski se sentía incapaz de articular una palabra. Se bebió de un trago un vaso lleno de una. sustancia blancuzca que el camarero le había puesto delante. Tenía un sabor dulce y fuerte al mismo tiempo y dejaba en la boca un regusto repugnante. No le gustó, pero la verdad era que en esos momentos no le hubiera gustado nada, m siquiera el champán. La frialdad, casi osadía, con que Foster le hablaba de sus negocios sucios le ponía la piel de gallina. Naturalmente —eso estaba claro para él—, el angloegipcio sólo lo utilizaría como medio para conseguir su objetivo. Supo, con toda seguridad, que debía guardarse de ese individuo. La tentación de abandonarlo todo y renunciar al ne§ ció era, por lo menos, tan grande como su deseo de conseguir aquel dinero. Kaminski luchaba consigo mLsrno so la decisión que debía tomar. Finalmente se excusó diciendo que estaba muy cansado y que quería dormir y reflexionar una noche más sobre el asunto. 32 Por las noches, el hotel El-Salamek era más ruidoso que durante el día. La tranquilidad que irradiaba durante el día dejaba paso a un ajetreo lleno de vitalidad. En la entrada, donde se encontraba la recepción, que merecía, más que otra cosa, la calificación de sala de espera, se sentaban varios hombres, que no cesaban de hablar mientras movían entre los dedos las cuentas amarillas de sus rosarios. De vez en cuando, muchachas con el rostro cubierto por el típico velo cruzaban la sala polvorienta y desaparecían por la escalera de piedra que conducía a las habitaciones, mientras los individuos de la entrada las miraban pasar con tanta adoración como si estuvieran contemplando el Hadschar al—aswad, el meteorito negro adorado en la Ka’ba de La Meca. El portero de noche, detrás de su mostrador de madera se inclinó respetuosamente ante el huésped extranjero y chapurreó las dos o tres palabras en inglés que le eran familiares: —Good evening, mister! Arthur subió de dos en dos los escalones que lo llevaban a su cuarto y abrió la puerta que, como suele ocurrir en los hoteles baratos, no estaba cerrada con llave. La sobria habitación se encontraba a oscuras y, aun así, supo de inmediato que había alguien. Kaminski le dio al interruptor de la luz y la estancia se iluminó. —¿Hella, tú? —exclamó sorprendido. Sobre la cama de hierro, completamente vestida y con las manos detrás de la nuca, se encontraba Hella Hornstein, que miraba la bombilla que pendía del techo con los ojos casi cerrados. —¿Esperabas a otra? —le respondió desafiante—. Si mi presencia no te gusta, puedo irme por donde he venido. —No, no, es sólo que no te esperaba..., quiero decir, ¿cómo me has encontrado? —Supuse que te habías marchado a Asuán y Kurosh me lo confirmó, así que vine para acá. De todos modos, tengo algunas cosas que hacer por aquí. Desde luego pensé encontrarte en el hotel Cataract y no en este tugurio. —¿Qué quieres decir con eso de tugurio? —replicó furioso Kaminski. —Un tugurio es un tugurio —observó despectiva Hella—. ¿O es que crees que las damiselas veladas que transitan por los pasillos son huéspedes del hotel? —Quería estar tranquilo y no tropezarme con nadie con quien tuviera que hablar. —¿Y...? ¿Lo has conseguido? Su voz sonó irónica, casi despreciativa. No era posible ignorar que desde aquel extraño encuentro en la casa de Hella se había producido una ruptura y ella también parecía darse cuenta. Seguía sin mirarlo de frente, casi ignorándolo, con la vista fija delante de ella. Kaminski se sintió tentado de preguntarle qué buscaba allí. ¿Qué motivos podía tener Hella para viajar detrás de él, para buscarlo en su hotel, salvo que intentara una reconciliación? Pero ocurría que ella no sabía expresar su intención con las palabras apropiadas, pensó el ingeniero. —Tengo los nervios destrozados —explicó Kaminski como si quisiera disculparse—, es probable que necesite unas vacaciones. Todo ha sido a partir del hallazgo de la momia; más de una vez he deseado no haberme dejado arrastrar por la curiosidad y no haber abierto el suelo de mi barraca. —Se detuvo, seguidamente se acercó a Hella y le dijo—: La verdad es que sé quién fue el verdadero descubridor de la tumba... La joven se irguió en la cama y se apoyó sobre los codos. —¡Ah! —Se quedó esperando a que Arthur continuara. —Sí, lo sé realmente, pero me faltan las pruebas. —¿Y quién fue si se puede saber? —Mösslang . Cuando Kaminski pronunció ese nombre el cuerpo de Hella se electrizó. Se dejó caer de nuevo en la cama y adoptó la misma postura que tenía en el momento en que el ingeniero entró en la habitación. —Mösslang hizo construir la caseta exactamente encima de la tumba porque con la momia quería dar el gran golpe, pero antes de conseguirlo sufrió un accidente. —¿Cómo sabes todo eso? —He conocido a un hombre que estuvo en contacto con Mösslang ... —¿Foster? —¿Lo conoces? Hella hizo un ademán despectivo con la mano. Arthur no sabía qué conclusiones extraer y se la quedó mirando en espera de una respuesta. —He oído hablar de él, pero sería exagerado decir que lo conozco —contestó Hella. Mentía, estaba claro que mentía, no le quedaba la menor duda. La odiaba por eso y sin embargo, aún no había acabado de analizarlo cuando le vino al pensamiento la idea de que, a pesar de todo, la amaba y que sin saber cómo ni por qué, de un modo extraño, se sentía en sus manos. No hubo nunca otra mujer a la que quisiese con tanto fervor. Ninguna que le hiciera olvidarse de sí mismo y entregarse tan total y profundamente. Tal vez, pensó, era precisamente eso lo que tanto confundía su razón. Para un ingeniero consciente de su profesionalidad incluso las cifras que van detrás de la coma están más cerca de él que los sentimientos y la ternura. Quizá la pasión podía cambiar la identidad de un hombre, llevarlo hasta el punto de ver cosas que no existen. De todos modos, Kaminski tuvo la sensación de que ese amor vehemente ejercía sobre él un poder al que no podía oponerse. Precisamente, fue ese mismo sentimiento lo que le llevó a tumbarse en la cama junto a ella sin el menor reparo, aunque estaba preparado para que lo echase fuera o se levantara de un salto y desapareciese de la habitación. Pero no sucedió ni lo uno ni lo otro. Hella le dejó sitio encogiendo las piernas y moviéndose hacia un lado, lo que hizo que la cama de hierro rechinara como una vieja bicicleta oxidada. Se quedaron acostados, sin tocarse, ambos con la mirada fija en el techo oscuro, más allá de la fría bombilla. Ninguno se movió, ni sabía lo que pasaba por la mente del otro. Kaminski tuvo la sensación de que era a él a quien correspondía decir algo, una frase aclaratoria, una palabra de disculpa, pero era como si hubiera perdido completamente la voz, como si unas manos invisibles rodeasen su cuello y lo apretaran sin piedad... Igual que alguien que está al borde de la asfixia, buscó una bocanada de aire. Respiró profundamente dos o tres veces y con ello despertó su sentido del olfato. Percibió el rancio olor de la grasa de carnero que parecía impregnada en sus ropas y también, distante, el aroma que solía brotar del cuerpo de Hella cuando dormían juntos. Cada una de esas dos impresiones le traía a la memoria algo que ahora hubiera preferido no recordar. Arthur hubiese querido más que nada taparse la nariz con los dedos, pero se dio cuenta de que con eso no conseguiría nada positivo y sí componer una imagen bastante ridicula. ¿No podemos dejar de castigarnos mutuamente con nuestro silencio? Eso era lo que le hubiera gustado decir a Kaminski, las palabras que le habría gustado pronunciar, pero vaciló, y mientras seguía acostado, sin tomar ninguna decisión, la mano izquierda de Hella se movió precavida y sinuosa como una serpiente, buscó el camino hacia el cuerpo del hombre que yacía a su lado y acabó deteniéndose en el bulto de sus pantalones. Arthur creyó estar soñando al sentir esos dedos inquietos entre sus piernas. Estuvo a punto de gritar pero se controló por temor a interrumpirla y se limitó a disfrutar de las caricias sin cohibiciones, aunque sin librarse por cornpleto de los pensamientos que le habían atormentado hacía sólo un instante. Ésa era la Hella que él conocía, la que de un momento a otro olvidaba su frialdad y perdía su retraimiento, como el gusano de seda que se transforma en mariposa en cuestión de minutos. Durante un rato, Kaminski estuvo a punto de oponerse y defenderse de ese desvergonzado contacto, pero sabía lógicamente que su aguante se vendría abajo en pocos instantes y que no tenía ninguna posibilidad de mantenerse firme si ella continuaba insistiendo. Su miembro en la mano de Hella lo convertía en un objeto sin voluntad y sonrió ante la idea de oponer resistencia a esa mujer y al encanto que emanaba de ella... Era demasiado débil, quería ser débil y Hella debía ejercer su poder sobre él; ¿había una sensación más excitante? —¡Te amo! —declaró Arthur, que aún mantenía la mirada fija en el techo. Había sentido la necesidad de decírselo pese a que sólo unos minutos antes la había odiado. Pero nada cambia más rápidamente que el amor y el odio—. ¡Te amo! —repitió. Hella reaccionó sin palabras a la declaración de Kaminski, dio media vuelta hacia él y le pasó el muslo derecho por encima de la cadera. Kaminski jadeó y suspiró profundamente mientras arqueaba la espalda para sentir con mayor intensidad el roce. Después se dejó caer de nuevo sobre la chirriante cama. Ese proceso se repitió varias veces, cada una de ellas con mayor intensidad y excitación. Kaminski se encontraba en una situación en la que un hombre no suele hallarse con frecuencia y que, por esa razón, conserva en la memoria durante toda su existencia: su excitación había alcanzado tal medida que aunque un cañón hiciera explosión a su lado ni lo habría notado. Una multitud de personas hubiese podido surgir del suelo a su lado sin que se diera cuenta. Sin embargo, antes de que tuviera tiempo de dirigirse a Hella, ésta, con un ágil movimiento, se colocó encima de él como una amazona. La falda se le había levantado y le ceñía los muslos y el vientre; Kaminski se dio cuenta de que no llevaba nada debajo. Mientras con la mano izquierda ella se aferraba a la ropa de Arthur, con la otra le abrió el pantalón, tomó su falo endurecido y con un enérgico movimiento lo introdujo en su interior. Eso ocurrió con tanta rapidez que él casi no llegó a enterarse de cómo había sucedido. —Tú querías abandonarme —susurró Hella acompasando cada palabra con un movimiento de su pelvis— y ahora quieres venderme. Kaminski no entendió lo que quería decir, pero al mirarla a la cara no vio precisamente a una mujer apasionada. Su expresión reflejaba más bien una rabia animal, una excitación que Arthur no había observado jamás en ninguna otra mujer... sobre todo no en una situación como ésa; y ahí estaba, precisamente, lo que le fascinaba de manera tan extraordinaria. En cualquier caso, por lo que pudo ver a la débil luz, los ojos de Hella resplandecían salvajes y decididos. Excitado, comenzó a desabrochar la blusa de su amante, pero ante su sorpresa, ésta lo cogió de la muñeca y apartó su mano; se dio cuenta de que ése no era un movimiento de rechazo sino, simplemente, que prefería quitarse la ropa ella misma. Así, desnuda y blanca, permaneció sentada sobre él como una diosa en su trono; sin embargo, los movimientos irregulares que realizaba con la fogosidad de un luchador tenían más bien un efecto profano y casi animal. A Kaminski eso lo entusiasmaba. —Te has quedado mudo —observó Hella mientras se detenía un momento. Arthur sacudió la cabeza de un lado a otro; lo único que verdaderamente deseaba era que Hella continuara moviéndose, por eso respondió rápidamente: —Tuve miedo de perder la razón... Sobre el rostro de Hella se iluminó una sonrisa que más bien emanaba compasión que cariño y, provocadora, preguntó: —¿Por mi causa? Resultaba extraño; pese al placer de la posesión, al hecho real de la profunda compenetración, Arthur se sentía humillado por ella. Tenía, y no por primera vez, la sensación de que Hella se burlaba y jugaba con él, que lo utilizaba y fue consciente de que la pasión por aquella mujer estaba a dos pasos de perderlo. ¿Debía confesarle lo que le había sucedido, decirle que le perseguían extrañas visiones, que en los momentos de mayor placer sexual ella aparecía ante sus ojos transformada en un fantasma? Naturalmente, ella no le creería, volvería a reírse de él... y por ser tan sincero, ni siquiera podría tomárselo a mal. —¡Eres a veces tan diferente! —dijo Arthur, porque Hella seguía inmóvil sobre él esperando una respuesta a su pregunta. La observación aumentó la rabia de la joven y lo que había comenzado con pasión amenazó convertirse en una disputa —un proceso que tal vez no hubiera disgustado a Kaminski, pues hacer el amor implica siempre una especie de lucha—, pero Hella se vengó de modo más pérfido todavía y con un movimiento violento se libró de su pene y ascendió sobre su cuerpo hasta quedar sentada a horcajadas sobre el pecho. —¿Qué quiere decir eso de que soy diferente? —preguntó. Su mirada, que le llegó desde arriba, tenía algo amenazador. Kaminski no sabía lo que le sucedía pero se sintió víctima del mayor de los ridículos en esa postura y trató de liberarse, sin embargo la joven apretó con fuerza los muslos y lo mantuvo sujeto entre ellos. Arthur se dio cuenta de que para vencerla tenía que dar con las palabras adecuadas. —Esa maldita momia —suspiró jadeante—, esa maldita momia tiene la culpa del cambio en nuestras relaciones. Hella arrugó la frente, las palabras que acababa de oír le habían desagradado, pero no dijo nada y se quedó mirándolo fijamente como si esperara una aclaración. El ingeniero volvió la cabeza a un lado. —¡Por esa razón venderé a Bent-Anat! El cuerpo de la doctora Hornstein sufrió una sacudida. Arthur lo sintió como un arco tenso que se dispara y la presión de los muslos que aprisionaban su tórax comenzó a ceder poco a poco. «Vas por el buen camino —se dijo Kaminski—, sigue así, no cedas.» —Foster me ha ofrecido medio millón de dólares por la momia. Hella apoyó sus manos sobre el pecho de Arthur y se inclinó sobre su cabeza. —¿Y tú le has contado todo a ese hombre, a ese Foster? Su voz amenazó con convertirse en un chillido. —Sí, todo lo que quiso saber —respondió Kaminski. De repente Hella cambió de actitud. La arrogancia con la que lo había estado humillando hasta ese mismo momento dio paso a una súbita inseguridad que él no había esperado, pero que le satisfacía enormemente. —No puedes seguir dialogando con Bent-Anat hasta el fin de tus días —observó Kaminski—. El dinero que nos den por la maldita momia nos bastará para comenzar una nueva vida en cualquier otro lugar que no sea éste. La voz de la joven sonó casi suplicante: —¿Es que no hay modo de hacerte comprender lo que Bent-Anat significa para mí? —¿Qué tengo que entender? —replicó Kaminski—. Sólo son los restos de una persona que murió hace tres mil años. Verdaderamente no puedo entender qué encuentras tan fascinante en ese cuerpo embalsamado. —¡Tú la odias! —exclamó Hella furiosa de nuevo mientras golpeaba con los puños el pecho del ingeniero. —¡Tonterías! —negó él—. ¿Cómo puedo aborrecer a una mujer que no conozco y que, por si fuera poco, lleva muerta millares de años? ¡Y además es totalmente indiferente lo que yo piense de esa asquerosa momia! No quiero volver a verla, quiero que desaparezca de mi vida, y cuanto antes mejor. —¡Odias a Bent-Anat y me odias a mí! —repitió Hella mientras, todavía a horcajadas sobre su cuerpo, comenzó a rozar su sexo con el pecho de él. Kaminski la dejó hacer. Sus movimientos lo volvieron a excitar, cerró los ojos y disfrutó de aquel contacto sobre su piel. Con todo eso, Kaminski no pudo ver que Hella, que había reptado como una lagartija hasta quedar tendida sobre él, metía la mano en una alargada bolsa de viaje que había dejado bajo la cama y, después de buscar a tientas, sacaba de ella un pequeño objeto brillante con cuyo uso estaba muy familiarizada. Arthur no percibió cómo lo alzaba y se lo clavaba con furia en la nalga izquierda con un movimiento rápido y enérgico. Sintió, ciertamente, un pinchazo ligeramente doloroso, que en ese momento álgido, como suele suceder, se transformó en placer. Arthur advirtió que su amante se detenía de repente. Tuvo la tentación de gritar con todas su fuerzas, «¡Sigue, sigue, sigue!», pero cuando abrió los ojos, lo que le costó ya un considerable esfuerzo, vio a Hella sobre él, sosteniendo una jeringuilla y alzándola como un trofeo. Su actitud, su sonrisa contraída y forzada, tenía una expresión de triunfo. Antes de que Kaminski supiera la causa de su satisfacción, antes de que viera con claridad lo que había hecho Hella Hornstein, notó una pesadez plomiza que se apoderaba de su cuerpo. Quiso lanzarse contra ella pero le fallaron los brazos. El rostro de la mujer, que se encontraba sobre el suyo, comenzó a vacilar, a difuminarse, a fundirse como la nieve en primavera. Intentó que el aire llegara profundamente a sus pulmones pero no lo consiguió y por un momento creyó que iba a asfixiarse, sin embargo antes de que acabara de pensarlo, antes de que pudiera darse cuenta de cuál era su verdadera situación perdió el conocimiento. 33 Al día siguiente, a eso del mediodía, el camarero encargado de arreglar la habitación encontró a Arthur Kaminski echado en la cama y respirando con dificultad. Estaba desnudo y en la habitación la luz seguía encendida. Creyó que el huésped europeo había bebido demasiado y necesitaba dormir la borrachera, así que se marchó y cerró la puerta. Kaminski durmió todo el día y la noche siguiente. A la mañana del segundo día, muy temprano, fue despertado por dos agentes de la policía, de blanco, que le pidieron que se vistiese de inmediato y los acompañara. Arthur se sentía muy mal, le costaba trabajo poner en orden sus pensamientos y, sobre todo, era incapaz de saber cuánto tiempo había estado sin conocimiento. Recordó con dificultad su conversación con Foster y que había llegado a un acuerdo con respecto a la momia; en cambio, de lo que le había sucedido con Hella sólo se acordaba trozos, ni siquiera estaba en condiciones de decir si na dormido con ella o si se pelearon. Les preguntó a los policías si se trataba de una déte ción y qué motivos tenían para conducirlo a la comisaría y la única respuesta que obtuvo fue un encogimiento de hombros. En vista de eso, creyó que lo más aconsejable era acompañarlos para aclarar las cosas. El trato con Foster le parecía, en su interior, cada vez menos seguro. Por lo que podía rememorar, el negociante le había ofrecido una enorme suma de dinero aun antes de haber visto la mercancía, también le había confiado asuntos que incluso un egipcio, gente que acostumbra tener el corazón en la boca, no dice; y eso, sin conocerlo siquiera. ¿Lo había estado engañando?, ¿habría realizado un doble juego perverso para sonsacarle el secreto de la momia? Arthur se había vestido y estaba atándose los zapatos cuando su mirada descubrió un pequeño tubo de vidrio que había bajo la cama. Lo cogió y leyó las letras blancas de la ampolla: KUP EMD 0,25 TMD 0,1. ¿Qué significaba eso? Los policías lo apremiaron y Kaminski se guardó el frasco vacío en un bolsillo de su chaqueta. ¡Hella!, fue lo primero que pensó. ¿Qué había hecho con él? Al pasar delante del espejo que había junto a la puerta de la habitación, una simple hoja rectangular sin enmarcar siquiera, y ver su reflejo, se asustó de su propia imagen: la cara estaba enrojecida como la carne de una sandía y los ojos tenían una mirada fija, cada uno en distinta dirección. Además le costaba trabajo mantenerse de pie. Su salida del hotel El-Salamek, en cuya puerta le esperaba un tercer agente con un todoterreno de tipo soviético, llamó bastante la atención y Kaminski, que se sentó en la parte de atrás junto a uno de los policías, bajó la cabeza hasta dejarla descansar en los brazos cruzados sobre las rodillas. Se sentía como un delincuente. El ingeniero se encontraba todavía muy mal cuando el vehículo se puso en movimiento. Tenía la sensación de que extremidades le pesaban como si una plomiza carga tirase hacia abajo y recordó que aquella noche no había bebido apenas. Mientras el jeep corría haciendo sonar la bocina por las calles polvorientas en dirección norte, a Kaminski se le ocurrió por primera vez la idea de que Hella podía haberle inyectado un narcótico. Metió la mano en el bolsillo y sujetó la ampolla. ¿Pero qué podía conseguir con eso? El todoterreno se detuvo frente a la entrada principal del nuevo hospital. Un egipcio bien vestido los esperaba se presentó como Hassan Nagi y le informó de que estaba a cargo del caso. —¿Qué caso? —quiso saber Arthur Kaminski, pero el inspector no le respondió, sonrió como quien está enterado de todo e hizo un gesto con la mano indicándole que lo siguiera. Los dos policías vestidos de blanco marcharon tras ellos. Sus pasos resonaron por un largo corredor que los condujo hasta una escalera a la derecha, por la que descendieron. Al final de ésta se encontraba otro pasillo que se abría en dirección contraria. Kaminski no tenía idea de qué le estaba ocurriendo, aún seguía sintiéndose mal y la incertidumbre en la que se hallaba aumentaba su malestar. Se detuvieron delante de una puerta de dos alas con los cristales esmerilados y Nagi llamó. Les abrió la puerta un médico de piel oscura que llevaba un gran delantal de goma blanca y se cubría la cabeza con un gorro del mismo color. Sin decir una palabra, el comisario empujó levemente a Kaminski para que entrase. Los dos agentes de policía se quedaron fuera esperando. El doctor iba delante cuando cruzaron la estancia en cuyo centro había una pesada mesa de mármol bajo un gran foco redondo. A Kaminski no le fue difícil adivinar que estaba en el depósito de cadáveres. «Dios mío —pensó—, ¿qué habría ocurrido?» Una puerta batiente, que chirriaba cada vez que se movía, conducía a una sala alargada con una fila interminable de pequeñas puertas en la pared izquierda. El médico se paró delante de una de ellas, la abrió y tiró de una especie de camilla hasta dejarla fuera. Debajo de una sábana blanca podía reconocerse el contorno de un cuerpo humano. El extraño olor de la habitación, el ambiente tétrico y, sobre todo, la duda de lo que le esperaba hicieron que el sudor empapara la frente del ingeniero, que sintió náuseas y temió vomitar en cualquier momento. Kaminski se echó a un lado cuando el doctor apartó el lienzo que cubría el cadáver. —¿Qué tiene que decir a esto? —preguntó inquisitivo Nagi. Arthur se dio la vuelta. —Foster. El inspector repitió su pregunta. —Es Charles D. Foster —respondió Arthur casi sin voz—, lo conocí ayer. Nagi dio unos pasos y se aproximó al ingeniero. —Ayer Foster ya estaba muerto —aseguró con firmeza y lo miró amenazadoramente—. Falleció de una sobredosis de morfina. Levantó el brazo del cadáver y le enseñó varios pinchazos que habían dejado una mancha morada. «¡La ampolla!», pensó Kaminski, buscó en el bolsillo y sacó el pequeño tubo vacío. —¿Qué es eso? —preguntó Nagi. Sin una palabra, Arthur se lo ofreció al comisario. —Interesante —comentó éste y cogió el tubito de cristal de su mano—. Así que confiesa haber dado muerte a Foster por medio de una inyección. —¡Usted está loco! —exclamó Kaminski irritado. De pronto comprendió de qué iba todo el asunto—. Yo mismo fui víctima de un intento de asesinato. Esta ampolla estaba debajo de la cama de mi habitación del hotel, ¡y puedo decirle quién la dejó allí! —¡Vaya! —replicó irónico Nagi—. ¿No será el gran desconocido de siempre? —¡Oiga usted! —Kaminski se enfureció al comprender que se encontraba en una situación bastante embrollada—. Ayer, después de cenar con Foster, regresé a El-Salamek y encontré en mi habitación a la doctora del hospital de Abu Simbel... El comisario puso cara de incredulidad. —Debo aclararle —continuó el ingeniero— que tengo... —se corrigió— que tenía relaciones amorosas con la doctora Hornstein, pero según íbamos intimando surgieron diferencias que se fueron haciendo cada vez mayores. Tengo la sospecha de que intentó matarme. —¿Matarle? ¿A usted? Arthur se encogió de hombros. Se dio cuenta de que Nagi no le creía ni una sola palabra, ¿pero de qué otro modo podría defenderse? El inspector le hizo una seña al médico, que volvió a guardar la camilla con el cadáver de Foster, después se acercó a Kaminski y le dijo con toda seriedad: —Míster Kaminski, queda usted detenido por el asesinato de Charles D. Foster. El ingeniero fue incapaz de decir nada. Sólo deseaba una cosa: salir de allí. Necesitaba aire fresco. Delante de la entrada del hospital lo esperaban unos policías que lo cogieron del brazo y lo introdujeron en un todoterreno. Kaminski ya no sabía qué pensar, no entendía nada de lo que le estaba sucediendo. Parecía claro que Hella le había tendido una trampa, ¿lo odiaba tanto como para escenificar un asesinato para culparlo a él?, y ¿por qué razón quería hacerle cargar con el crimen? ¡Todo aquello carecía de sentido! Durante el viaje a la comisaría, Kaminski mostró una actitud apática y la mirada perdida en el vacío. De vez en cuando movía la cabeza y en sus labios aparecía una leve sonrisa cargada de amargura. Su encuentro con Hella había sido para él, desde el principio, algo fuera de la realidad; de no haberla amado con verdadera adoración, tendría que sentirse avergonzado por someterse a ella como el perro a la vara de su dueño. ¡Cómo pudo llegar hasta ese lamentable extremo! Buscó inútilmente una aclaración, aunque fuera parcial, para su situación, pero cuanto más reflexionaba mayores eran sus dudas —sobre todo al tener en cuenta los sucesos de las últimas semanas— de si seguía siendo dueño de sus sentidos, o su memoria y su fantasía le estaban jugando una mala pasada. ¡Y todo a causa de aquella mujer! Verdaderamente, al pensar en ella, aún sentía despertarse cierto deseo en lo más profundo de su ser, pero el simple pensamiento de haber compartido el lecho con una asesina le ponía la piel de gallina. Cuando el jeep giró para entrar en el patio polvoriento de la jefatura de policía de Asuán y Kaminski vio las pequeñas ventanas cuadradas de la fachada posterior del edificio se dio cuenta de que, en la situación en la que se encontraba, sólo tenía una posibilidad de salir bien parado: decir la verdad, toda la verdad y, por lo tanto, revelar el secreto de la momia. «Sólo eso —pensó Kaminski—, podía librarlo de la terrible sospecha porque, ¿qué motivo tendría para asesinar al hombre que le había prometido una fortuna?» El interrogatorio en una habitación apenas amueblada del primer piso duró más de dos horas. Además de Nagi y Kaminski tomaron parte en él un subcomisario, un taquígrafo y un intérprete, encargado de trasladar al árabe la declaración en inglés del ingeniero, lo que llevó más tiempo que la propia confesión de éste. Arthur tenía dudas de que el hombre tradujera sus palabras con fidelidad y su impresión era que añadía sus propios comentarios a las respuestas. Tal como pasaron las cosas, Kaminski tuvo que admitir que su declaración no resultó muy digna de crédito. Las repetidas afirmaciones de que había muchas cosas que no podía recordar fueron, sobre todo, el mayor argumento en su contra. El comisario se había tomado el asunto muy en serio, pues al fin y al cabo la víctima era un personaje influyente, y no dejó de mencionar reiteradas veces a lo largo del interrogatorio que en Egipto el asesinato se castigaba con la pena de muerte y que eso también era aplicable a los extranjeros que hubieran cometido ese delito dentro de su territorio. Durante el interrogatorio, Kaminski no sólo reveló el lugar de la tumba de Bent-Anat sino que también contó todo lo relacionado con Hella Hornstein y su extraña afinidad con la momia. Nagi no pareció demasiado impresionado por esa declaración. Al cabo de una hora y después de que Arthur se tuviera que disculpar varias veces por sus fallos de memoria, el comisario hizo entrar a un hombre cuyo rostro Kaminski estaba seguro de haber visto anteriormente, aunque la verdad era que no sabía ni dónde ni cuándo. —¿Es éste el hombre? —le preguntó Nagi al desconocido señalando al ingeniero con un movimiento de cabeza. El recién llegado afirmó enérgicamente; sí, dijo, ése era el hombre con el que míster Foster cenó en el Alya dos noches antes. Lo sabía porque fue él quien los sirvió. Al terminar la comida, ese hombre —y señaló a Kaminski— y míster Foster salieron juntos del restaurante. —Según eso, usted ha sido la última persona que fue vista con el señor Foster. ¿Qué tiene que decir al respecto? Kaminski bajó los ojos al suelo, jamás en su vida se sintió tan desamparado. El cansancio se había apoderado de él y le costaba trabajo mantenerse erguido en la silla. Había renunciado a defenderse; en esa situación, la verdad —o al menos la que aún conservaba en la memoria— parecía más bien una farsa increíble y exagerada. Por esa razón no contestó las siguientes preguntas del comisario Nagi y se limitó a mover la cabeza dubitativamente. La fase siguiente del interrogatorio hizo delirar a Kaminski. Las preguntas de Nagi eran cada vez más enérgicas y violentas y el comisario utilizó más de una vez la palabra «asesinato». Finalmente el discurso dirigido al ingeniero fue tan largo que éste confesó cosas que no sabía ni podía saber. Lo único que deseaba con todas sus fuerzas era que ese implacable cuestionario llegara, por fin, a su término. «Tú no lo has hecho —se dijo a sí mismo— y en algún momento la verdad saldrá a relucir.» 34 Kaminski sólo recuperó el control de sí mismo hacia la medianoche en una celda de la prisión de preventivos de Asuán, cuando espantado vio muy cerca de él, a la tenue luz de la luna que entraba por la ventana enrejada, sobre su cabeza, un rostro que le era extraño. —¡Eh, míster! —dijo el hombre, en realidad apenas un muchacho, tratando de parecer amable. Arthur estaba tan cansado que no se había dado cuenta hasta ese momento de la presencia del joven en la celda, tal vez, lo habían llevado a ella profundamente dormido. De todos modos, el desconocido no le pareció peligroso y con un enérgico movimiento de brazos lo apartó de su lado. Sin embargo, el muchacho comenzó a hablar como un torrente. De todas sus palabras, Kaminski sólo entendió que se llamaba Alí, y de un ademán típico de sus manos, que éste repitió varias veces, pudo deducir que se encontraba allí acusado de hurto. Se sintió cansado finalmente de charlar tanto y guardó silencio. Arthur, que el día anterior había sufrido una terrible fatiga, se encontraba ahora totalmente despierto. Su pulso latía con fuerza y rapidez y la sangre le subía profusamente a la cabeza, que le parecía que iba a explotar, todo a consecuencia de la inyección que todavía seguía actuando en su organismo. Necesitaba más aire, creía que iba a asfixiarse; se levantó, se dirigió a la ventana y quiso tirar de una barra de hierro que abría una pequeña abertura de ventilación en el techo, pero el mecanismo estaba oxidado y no consiguió nada. Se aferró a la barra porque temió perder el sentido. Al abrir los ojos vio un cubo de cinc lleno de agua en un rincón cerca del retrete, se dirigió allí, tomó el recipiente con ambas manos y se vertió el contenido por la cabeza. Alí se despertó con el ruido, no sabía lo que estaba sucediendo y, asustado, comenzó a gritar hasta que Kaminski le tapó la boca. Después de haberse refrescado con el agua del pozal, su estado pareció mejorar y de nuevo trató de conciliar el sueño; no lo logró por mucho que se esforzó. Su cerebro se mantenía despierto, sus pensamientos giraban en redondo como una noria sin fin y en medio de ese círculo se encontraba Hella. Cuanto más reflexionaba sobre los acontecimientos de los días pasados, más creía que Hella no se había entregado a él por cariño o por amor sino por mero cálculo. Era casi imposible negar que la presencia de la momia era más importante para ella que su amante. Pero lo que más le inquietaba era su propia conducta, comenzaba a sentir miedo de sí mismo. ¿No había llegado a Abu Simbel, al desierto, para mantenerse alejado de las mujeres? ¿Qué poder tenía esa doctora sobre él para hacerle olvidar su propósito y conseguir que la siguiera como un perrillo faldero? Si se consideraba el asunto con frialdad, las relaciones de Hella Hornstein y Kaminski eran una pura contradicción, una locura de placer y deseo cuyas reglas de juego siempre fueron establecidas por ella, nunca por él. Ni una sola vez hubo entre ellos esa intimidad amorosa que caracteriza a una unión honesta y sincera, ese juego de conquista y caricias mutuas que puede durar medio día o una noche. No; siempre, o casi siempre, hicieron el amor del modo más inesperado y repentino sobre la mesa de trabajo de la barraca, en el suelo en casa de ella, a la sombra de una roca o en cualquier lugar sobre la arena. Y con frecuencia se habían dejado arrastrar por la pasión tras una de esas discusiones o enfrentamientos, que fueron tan abundantes, en los últimos tiempos, como las tormentas de arena en agosto. ¿Por qué había tratado Hella de apartarlo definitivamente de su camino, si es que ésa era su verdadera intención? Quizá no hubiera querido matarlo, sólo ganar tiempo para llevar a cabo un nuevo engaño. Pregunta sobre pregunta, cuestiones a las que Kaminski buscaba, inútilmente, una respuesta. Arthur se echó sobre un costado tratando de conciliar el sueño, estiró las piernas y cruzó los brazos sobre el pecho pero se asustó al darse cuenta de que su postura se parecía mucho a la de la momia y, rápidamente, como si alguien le hubiera clavado una aguja, volvió a colocarse en su anterior posición. «Estás loco, Kaminski —se dijo a sí mismo y se sentó en la cama—, no eres dueño de ti mismo.» Muy cerca roncaba Alí, un ratero. ¿Y él?, ¿un asesino? Parecía ser —así lo había leído Arthur— que existían personas que en trance o en un ataque de demencia realizaban actos al margen de su voluntad y que después ni siquiera recordaban. ¿Era él capaz de cometer un asesinato? No se creía tan influenciable y débil como para caer bajo el dominio de otro ser y obedecer sus deseos. No, simplemente no podía creer que hubiera matado a Foster, en ninguna circunstancia. La policía buscaba la solución más fácil y lo acusaba porque él era la última persona con la que había sido vista la víctima. No podía decir cómo pero estaba seguro de que acabaría por salir de ese lío con la misma rapidez con que había caído en la trampa. Le preocupaba más Hella y su falso proceder, para el que no encontraba explicación. Sus sentimientos por ella cambiaban de un momento a otro pero por lo general se sentía furioso al pensar que había estado a punto de mandarlo al más allá. Al reflexionar sobre la inesperada muerte de Foster se daba cuenta de lo serio de su situación. Kaminski acostumbraba a creer sólo en los hechos o al menos así lo pretendía y sin embargo lo que había vivido en los últimos días, en las últimas semanas se encontraba más allá de los límites de toda realidad. Esa apestosa celda de prisión, con su aire viciado y el ladrón que no cesaba de roncar, era real. De acuerdo con la ley, le había dicho Hassan Nagi, tenía que ser puesto a disposición del juez instructor al día siguiente, pero pasó todo el día y no ocurrió nada. Arthur rechazó la comida, arroz integral con una salsa de color marrón, y reclamó la presencia de Nagi, subrayando su deseo con los más expresivos gestos. El vigilante, que transmitió su petición dos veces, regresó cada vez y, como pudo, le dio a entender que el comisario no se encontraba en Asuán. Para colmo, la locuacidad de Alí el ratero, que durante horas y horas se empeñaba en contarle su vida, le atacaba los nervios. A deducir por su larga charla, le estaba contando su biografía entera. Alí hablaba y hablaba sin que el ingeniero pudiera entender una sola palabra. Kaminski empezó a ir de un lado a otro de la celda, nervioso e inquieto como un animal salvaje en una jaula, y trató de pedirle en alemán, en inglés y con toda una serie de gestos y ademanes que cerrara la boca sin conseguir que el ladronzuelo pusiera fin a su interminable monólogo. Como consecuencia del cansancio y la excitación, Kaminski logró dormir toda la noche. Un guardián lo despertó con rudeza por la mañana temprano y le explicó que el comisario estaba dispuesto a escucharlo. Arthur, medio dormido todavía, contestó que ya no tenía interés en ver al policía, que lo que quería era que lo llevaran a presencia del juez. Pero se dio cuenta de que el carcelero no entendía nada de lo que le decía, así que decidió seguirlo. Desde la cárcel se dirigieron a la jefatura de policía donde Nagi lo esperaba en su despacho del primer piso. —¿Té? —le preguntó el comisario con extraordinaria amabilidad y, sin esperar su respuesta, le sirvió la aromática infusión en un vaso de los que se usan para guardar los cepillos de dientes. Mientras ponía una buena cantidad de azúcar moreno en su propio vaso y lo removía de modo ceremonioso y más prolongado de lo necesario, carraspeó como quien tiene que hacer una penosa declaración. —Señor Kaminski, está usted libre. Puede irse y, preferiblemente, ahora mismo. El ingeniero había esperado muchas cosas, pero la petición de que se fuera de allí y cuanto antes mejor lo cogió tan de improviso que el vaso de té que estaba a punto de llevarse a los labios se le resbaló y cayó al suelo donde se rompió en mil pedazos. Sin embargo, su mano derecha se quedó levantada en el aire como si aún lo sostuviera. —¿Libre? ¿Cómo es eso? —preguntó, todavía sin reponerse de la sorpresa. Hassan Nagi se levantó de su sillón junto a la mesa, se quedó de pie detrás de él y, apoyado en su respaldo como si estuviera en un pulpito, comenzó a explicarle. —Señor Kaminski, desde el principio tuve dudas de que usted fuera el asesino de Foster. Ciertamente, la declaración de aquel testigo y el pequeño frasco que usted llevaba en el bolsillo no decían mucho a su favor. Pero cuando comparamos las dos ampollas pudimos determinar que una había contenido morfina, mientras que la otra, la que llevaba usted, tenía restos de un veneno excitante aunque en escasa concentración. Además los dos tubos son de distinta procedencia: la ampolla de Foster es de origen alemán y la que usted afirma haber encontrado es rusa. La historia que me contó sobre la momia sonaba realmente inverosímil y la experiencia me dice que las coartadas y justificaciones inventadas suelen ser lógicas y plausibles. Lo de ese sarcófago descubierto por usted y que Foster se había ofrecido a comprar me pareció tan increíble que decidí comprobarlo personalmente. Volé hasta Abu Simbel, me reuní con el arqueólogo Hassan Moukhtar y juntos nos pusimos a buscar la entrada de la tumba. Pero tuvimos un inesperado encuentro; en la barraca que usted me había descrito tropezamos con... —Lo sé —interrumpió Kaminski, que hasta entonces había seguido en silencio el informe del comisario—. En la caseta encontraron ustedes a la doctora Hella Hornstein. —¡Qué va! —exclamó Nagi—. Encontramos a un antiguo conocido nuestro, a Kamal Sedri, el jefe de una banda de contrabandistas que se dedica a vender antigüedades en el extranjero. Lo he detenido varias veces, pero nunca pude probar nada. Sedri estaba acompañado por un hombre que usted conoce, señor Kaminski; el camarero del restaurante Alya en el que cenó con Foster... Arthur se dejó caer en la silla que le había ofrecido el comisario. Realmente, eso era algo que no esperaba. Apretó entre las rodillas sus manos entrelazadas y balbuceó perplejo: —¿Y Hella Hornstein?, ¿qué hay de Hella Hornstein? —No tengo ni idea —respondió con brevedad Nagi, que añadió con un guiño—: De esa señora tendrá que ocuparse usted personalmente. 35 Jacques Balouet y Raja Kurjanowa llevaban ya veinte días de viaje. En contra de su primera intención, Kurosh el Águila no los llevó hasta Jartum porque, según les aseguró, hubiera resultado demasiado peligroso. Aterrizó en una pista polvorienta del desierto en Uadi Halfa y les recomendó que fueran de su parte a ver a un hombre llamado Hamman, que era el jefe de la policía local y que por unos dólares estaría dispuesto a ayudarlos. Uadi Halfa, situada a orillas del Nilo, es durante el día, cuando el sol inclemente lanza sus ardientes rayos, una ciudad fantasma en la que llamaría la atención cualquier persona que se atreviera a salir a la calle y en especial, dos europeos. La localidad no tenía nada de particular, con la excepción de una estación de ferrocarril, si es que se puede llamar así al apeadero final de la línea que llevaba a Jartum, para donde salían dos trenes diarios. El taxista al que preguntaron por ese tal Hamman les respondió que no conocía a nadie que se llamara así y desde luego no en la policía; el comisario de Uadi Halfa era un pariente lejano suyo y se llamaba Mehallet. En vista de eso, la pareja prefirió dirigirse a la estación para tomar el primer tren que saliera en dirección sur. Aunque sacaron billetes de clase superior (los ferrocarriles sudaneses tienen cuatro clases), el viaje resultó realmente incómodo. Parecía que las ruedas y los raíles no hubieran sido hechos las unas para los otros y tan pronto como se pasaba de los cincuenta kilómetros por hora el traqueteo se hacía insoportable y se tenía la sensación de que los vagones iban a descarrilar en cualquier momento. Además, el tren paraba en todas las estaciones y, a veces, incluso en medio del campo, si un grupo de personas o de animales se interponía en medio de la vía. Por lo que podían ver a través de las persianas de madera, formadas por listones sesgados, a los vagones de cuarta clase no sólo subían hombres y mujeres sino también cabras, ovejas y hasta terneras, lo que hacía que en muchas ocasiones las paradas se hicieran interminables. Llegaron por fin al cabo de doce horas de viaje a la ciudad de Abu Hammad, donde el Nilo varía de repente su dirección norte, como si se le hubiera ocurrido cambiar de opinión, para discurrir de regreso hacia el sur formando una especie de lazo de cien kilómetros hasta que en el desierto de Libia se lo piensa de nuevo y se desliza otra vez hacia el norte. El revisor, que por un billete de un dólar se olvidó de sus demás obligaciones para dedicarse en exclusiva a los viajeros europeos, les aconsejó que aprovecharan la parada de una hora para tomar una buena cena en el restaurante de la estación y les aseguró que el tren no se pondría en marcha hasta que ellos no hubieran ocupado de nuevo sus asientos. Cuando Balouet y Raja regresaron, un sudanés de piel negra vestido de blanco se había instalado cómodamente en el compartimento en el que hasta entonces habían viajado solos. Como pudo comprobarse después, hablaba un poco de francés, lo que es bastante raro en un antiguo condominio angloegipcio. El hombre se hizo notar por su inesperada cortesía y buenos modales, les dijo su nombre, para ellos impronunciable, y consciente de ello, declaró sonriendo que podían llamarlo Abd el-Khaliq. El sudanés hablaba muy deprisa pasando de un idioma a otro y apenas habían dejado atrás tres estaciones cuando ya conocían con pelos y señales toda la historia de su vida. Supieron que Abd el-Khaíiq era capitán de un mercante y que se dirigía a Port Sudan, desde donde zarparía hacia Suez con una carga de mil toneladas de fosfato. Llegaron a Berber a eso de las cuatro. Mientras tanto, sus relaciones se habían estrechado hasta el punto de que Jacques se atrevió a confiarse al sudanés y le contó que iban huyendo y que Raja no tenía pasaporte. ¿No podría llevarlos con su barco hasta Suez? Abd el-Khaliq lo escuchó con interés, reflexionó unos instantes y dijo finalmente que no les aconsejaba que bajaran del mercante en Suez si no iban bien documentados, pues en ningún otro puerto las autoridades eran tan severas en sus controles; sin embargo, él haría escala a mitad de camino, en Safaya, en la costa egipcia, donde les sería más fácil bajar del barco sin llamar la atención. Si podía servirles de ayuda... Balouet le ofreció al capitán doscientos dólares por el pasaje, pero el sudanés los rechazó. Al fin y al cabo eran amigos y de éstos no se acepta dinero por un favor. Sin embargo ante la insistencia de Jacques, y posiblemente porque no deseaba otra cosa, el capitán se guardó el dinero y les aseguró que todo iría bien. En Atbara, a dos horas de viaje hacia el sur desde Berber, los tres hicieron transbordo a otro tren en dirección a Port Sudan. Cuando llegaron allí ya era de noche. Delante de la estación, en un edificio bajo con grandes ventanas, se reunían grupos de mercaderes bulliciosos. Mozos de cuerda ofrecían sus servicios y los taxistas con sus viejos coches ingleses de pintura desgastada competían por llevar a los viajeros. Abd el-Khaliq ofreció a sus clientes un camarote de popa, bajo la cubierta, verdaderamente poco cómodo, pero en él se encontraban a salvo de cualquier control por parte de las autoridades. Balouet y Raja aceptaron la incomodidad y el capitán les prometió que una vez en alta mar les daría otro mejor. Aquella noche ni siquiera se les ocurrió pensar en dormir. La única ventilación del camarote era un ojo de buey que no consiguieron abrir. El ruido monótono de las máquinas, el ambiente que olía a ácido y una temperatura próxima a los cuarenta grados hacían que cada una de las horas pasadas allí fuera un tormento. Desnudos, en sus respectivas literas, se pasaron la noche hablando de una sola cosa, si podían confiar en ese Abd el-Khaliq. Corrían un gran riesgo por haberse fiado de un hombre totalmente desconocido. ¿Qué sabían de él? Conocían su vida por lo que habían oído de sus labios, la historia de un sudanés despierto que no tenía problemas en confiarse a extranjeros como ellos. Pero la pareja sabía que los árabes son charlatanes por naturaleza, capaces de inventarse cualquier historia y que para ellos el sufrimiento mayor es el silencio. A la mañana siguiente, a eso de las seis, alguien llamó al camarote. Balouet bajó de su litera y corrió el cerrojo con el que había cerrado la puerta por dentro, pues ésta carecía de cerradura. Un marinero vestido con un mono gris les llevaba té en una tetera de metal mate y unas tostadas quemadas de pan blanco. Se mostró muy amable y les comunicó que después de desayunar podían ir al puente a ver al capitán. Jacques salió en busca de un lavabo y finalmente lo encontró al extremo del pasillo. Baño y retrete al mismo tiempo con dos tazas, una en cada pared lateral, y en el centro un ancho canalón de plancha, sobre el que se extendía una docena de grifos, que servía de palangana colectiva. El suelo oxidado estaba cubierto de agua, pero un entarimado con las tablas separadas entre sí permitía andar con los pies secos. Raja se negó al principio a entrar en aquel cuarto, pero Balouet le hizo entender claramente que era el único sitio en todo el barco donde podía lavarse y hacer sus necesidades. Finalmente, la joven accedió a pasar adentro y él montó guardia en la puerta para que nadie pudiera sorprenderla. El té era tan poco bebible como incomible el pan. Balouet comentó irónico que no se habían embarcado en un crucero de placer y que si lograban llegar sanos y salvos a Safaya olvidarían todas aquellas injusticias. Abd el-Khaliq los recibió en el puente con una locuacidad casi excesiva. Sobre el mar Rojo se extendía como una bóveda un cielo azul claro desprovisto de nubes. Raja oteó en vano el horizonte en busca de una franja de costa. El capitán le explicó que no volverían a ver tierra hasta el día siguiente, cuando pasaran el cuerno de Ra’s Bañas. Seguidamente les preguntó si habían dormido bien. Raja decidió decirle la verdad: no, no habían podido pegar un ojo, pero posiblemente a causa de la excitación; Jacques corroboró sus palabras. Con su habitual riqueza de palabras y sin dejar de observar cualquier movimiento de su timonel, Abd el-Khaliq les aseguró que aquella noche podrían dormir como en el seno de Abraham, pues a partir de ese momento estaba a su disposición el camarote de invitados, situado exactamente debajo del puente. Se excusó por el mal acomodo de la noche anterior pero no había querido correr, ni que ellos lo hicieran, el menor riesgo. Ahora ya había pasado el peligro y no podía sucederles nada. La cámara destinada a los invitados del capitán era un salón un tanto destartalado, pero cómodo, con dos amplias camas una a cada lado. Durante el día, para poder disponer de mayor espacio, las camas se plegaban. El resto del mobiliario consistía en una mesa cuadrada, dos sillones y un armario. En un rincón se encontraba una especie de alacena que al abrirla resultó un pequeño aseo con una palangana semiesférica y un grifo de metal parecido al que se usa para servir la cerveza y era más que probable que éste hubiera sido su destino original. Balouet y Raja pasaron los días y las noches en aquel camarote hasta su llegada a Safaya. Sólo raras veces aparecían en cubierta y cuando lo hacían observaban el romper de las olas contra la proa del barco, que se llamaba Babanusa., en recuerdo de la ciudad del mismo nombre situada al sudoeste de Jartum. Al cuarto día de navegación, la costa apareció a la vista: montañas altas y pedregosas y una isla alargada. Abd elKhaliq se despidió cordialmente de sus pasajeros. No había control de pasaportes y un mozo que arrastraba un carro de dos ruedas con una cuerda cruzada sobre el pecho se ofreció, por una libra egipcia, a llevarlos hasta la estación de autobuses, donde dos veces por semana pasaba un autobús en dirección a Kanà . El próximo lo haría dentro de dos días. Al volver a poner los pies en suelo egipcio, Jacques sintió un profundo temor que le alteraba los nervios. Sabía lo largos que eran los tentáculos del KGB en ese país y quería salir de allí cuanto antes, por eso le preguntó al mozo de cuerda si no había otra forma de llegar antes a Kanà . Esta, situada a orillas del Nilo, era un emplazamiento en el recorrido de la línea férrea de Luxor a El Cairo, se encontraba a 175 kilómetros de allí y la única vía de comunicación era una carretera mal asfaltada que cruzaba el desierto. El mozo les contestó con fingida ingenuidad que habría que encontrar a algún camionero que hiciera ese recorrido. Al decir eso abrió la mano y, con una sonrisa en los labios, se quedó mirando a Jacques. La perspectiva de otra libra egipcia despertó su memoria y de inmediato recordó el nombre de un conductor de camión que ese mismo día tenía que ir a Kanà ; seguramente que en la cabina tendría sitio para dos personas. El chófer, un joven de veinte años, pareció alegrarse ante la idea de tener compañía durante las cuatro horas que duraba el viaje. Parecía muy animado y temperamental, lo que también se manifestó en su forma de conducir, que pronto mostró una característica, tan peculiar como peligrosa, que hizo que a Jacques le corriera el sudor por la espalda. Nagib, que éste era el nombre del conductor, tomaba las curvas, incluso las de menor visibilidad, por el centro de la estrecha carretera como si ésta fuera de dirección única y tuviera la seguridad absoluta de que ningún otro vehículo podía venir en sentido opuesto. Y milagrosamente ocurrió así. Llegaron a Kanà cerca del anochecer, justo a tiempo de tornar el tren de la noche para El Cairo. Balouet y Raja decidieron viajar en tercera clase, lo que significaba una verdadera tortura, pero así las posibilidades de tropezarse con un agente del KGB eran mínimas. Cuando aún estaban en Sudán, se habían vestido con ropas árabes como las que usan los vagabundos. Su aspecto no era precisamente pulcro y, desde luego, muy diferente del habitual; consecuentemente no debían de temer ser reconocidos desde lejos. Se sentaron en un duro banco de madera junto a los vendedores que acudían al mercado con sus aves enjauladas, mercaderes de frutos secos con las bandejas sobre la barriga, mujeres que llevaban sus mercancías envueltas en pañuelos y campesinos endomingados que acudían a la capital del país, muchos de ellos por primera vez. En medio del ajetreo del departamento la pareja no llamaba la atención. Jacques le apretó la mano a Raja y comentó que una vez que hubieran llegado a El Cairo todo les iría bien, no sería difícil ocultarse en aquella ciudad de millones de habitantes, en la que no existía la obligación de empadronarse. Estaban convencidos, además, de que en la capital encontrarían a alguien que pudiera facilitarle un pasaporte a Raja. Ésta confiaba, como Jacques, en que después de esa odisea, que ya duraba varias semanas, habrían borrado toda huella que pudiera seguir el KGB. Desaparecieron, pues, la desesperanza y la apatía en las que se encontraba sumida desde la huida de Asuán. Había recobrado el valor y en situaciones como ésa, adormilada por el monótono traqueteo de las ruedas del tren, se entregaba con fruición a pensar cómo sería después su vida con Balouet, en algún lugar de Francia y, sobre todo, en libertad, sin miedo a ser perseguida. El revisor, que apareció después de haber pasado la estación de Nay Hammadi, donde el ferrocarril cruza el Nilo, pensó que los dos europeos se habían equivocado al sacar el billete y les dijo que podían pagar el suplemento para cambiar de clase. También les bastaría una bakschisch, una propina, que les saldría más barato, y podrían viajar en primera, al menos, hasta Asiut, donde él sería relevado. Antes de irse hablaría con su colega y el asunto quedaría arreglado. Balouet rechazó ambas propuestas y afirmó que se encontraban bien en esa clase, lo que hizo enfadar al revisor que, moviendo la cabeza desconfiado, se alejó de allí hacia el siguiente vagón, mientras murmuraba entre dientes la palabra «miserables». Llegó el nuevo día teñido de un amarillo sulfuroso y caliente como un baño de vapor, en Bani Suwayf, donde el valle del Nilo se extiende hacia el oeste en unas tierras muy fértiles y el tren continúa hacia el norte. Las colinas al este se despejaban de sus sombras oscuras y en la carretera general, a la izquierda de la presa, la vida despertaba. Destartalados camiones renqueaban hacia el norte, hacia la gran ciudad, cargados de hortalizas, melones y otras frutas. Unos campesinos marchaban con sus carros tirados por mulos hacia el mercado y otros volvían a sus casas con los asnos cargados de cañas recién cortadas. El Cairo se anunció con sus sucios arrabales por los diversos brazos del Nilo. La línea férrea buscaba su camino hacia el centro de la ciudad describiendo una serie de curvas que parecían interminables, hasta que al cabo de una hora de lo que parecía un viaje sin destino a lo largo de canales e hileras de casas situadas peligrosamente cerca de las vías, el tren se detuvo en la estación central. 36 Sobre el patio de la estación flotaban espesas nubes de humo y de polución. Algunos vendedores callejeros tostaban panochas de maíz sobre hornillos de carbón vegetal; otros despachaban rosquillas de sésamo o asaban trozos de carne y pregonaban su calidad a voz en grito. Entre ellos corrían los chicos de los periódicos que llevaban al pueblo las noticias impresas. Muchachos ágiles se ofrecían de mozos de cuerda y los de más edad como guías a los extranjeros. —One pound, míster —pedían otros. Balouet y Raja escaparon de la amenazadora multitud por una salida lateral, donde una cola de taxis anticuados con los guardabarros pintados de blanco esperaba clientes. En todas partes, los taxistas tienen fama de saberlo todo y de estar preparados para enfrentarse a cualquier eventualidad. Eso se puede aplicar de modo especial a los de Egipto; sobre todo, si uno se muestra espléndido con ellos. Mientras Raja contemplaba fascinada la monumental estatua de Ramsés que domina la plaza de Midan Bab el Hadid y la gran fuente de surtidores, un taxista que había venido observando a los dos viajeros se acercó a Balouet y, en una confusa mezcla de idiomas, le preguntó si podía serle útil y, juzgando sin duda por su aspecto humilde, si buscaban un hotel barato o si querían ir a visitar las pirámides a Gizeh. El precio normal eran cinco libras pero se mostraba dispuesto a regatear. Jacques conocía las severas medidas de control en los hoteles pero, no obstante, se atrevió a preguntarle al amable taxista si sabía de alguno en el que no les pidieran los pasaportes. Un extranjero que admite que no tiene documentos se hace muy sospechoso y se convierte automáticamente en un don nadie, no mucho mejor considerado que un arriero o un camellero. Les respondió que en un hotel formal era imposible conseguir habitación sin pasaporte, porque la policía lo recoge a la llegada del viajero y, normalmente, no se lo devuelve hasta el momento de su partida. El chófer pareció asombrado, inclinó la cabeza y extendió la mano sobre el pecho como si quisiera decir: «¡mister, yo soy un taxista honrado que no quiere saber nada de asuntos ilegales!». Pese a ello, Balouet, que conocía la mentalidad de los egipcios y su talento para el fingimiento, no se extrañó nada de que cambiara de opinión ante un billete de cinco dólares que puso delante de sus ojos, como si se tratara de un documento más valioso que un pasaporte. —Cinco dólares para mí y otros cinco por el transporte —precisó el taxista. Balouet asintió: —De acuerdo. En el momento en que iba a subir al taxi, a Raja le llamó la atención el pregón de un vendedor de periódicos que anunciaba lo que parecía ser una noticia sensacional del Al-Akbar, aunque sólo pudo entender dos palabras: Abu Simbel. Se fijó en la portada y vio una foto del templo y otra de una momia. —¿Qué querrá decir? —le preguntó a Balouet. Éste se asustó. Le dio una moneda al vendedor, puso el periódico a la vista del taxista y le preguntó qué explicaba el artículo. El hombre arrugó el entrecejo, sacudió la cabeza y dijo que había ocurrido algo increíble. Que en la reconstrucción de Abu Simbel un ingeniero había descubierto la momia de una reina, lo cual guardó en secreto para poder vendérsela a un famoso contrabandista de antigüedades de Asuán. Pero los hombres de la competencia, que se habían enterado del asunto, exigieron al traficante una participación en el negocio, a lo cual se negó. Sus rivales lo han asesinado. Se extrañó de que no hubieran oído hablar del asunto, pues en los cafés no se habla de otra cosa. —No tenía la menor idea del asunto —comentó Balouet. —El asesinato —continuó explicándoles el taxista— fue planeado fríamente. El anticuario era un hombre muy conocido en Asuán. Murió de una sobredosis de morfina. —¿Y la momia de la reina? —Pudo ser salvada en el último momento —contestó—, antes de que las aguas lo inundaran todo. Jacques y Raja se miraron y el francés apremió al taxista: —¡Vamos, póngase en marcha de una vez! El motor del viejo Chevrolet arrancó ruidosamente y el chófer dio media vuelta a la plaza Midan Bab el-Hadid antes de torcer por la Sharia el—Gumhuija en dirección sur. Los taxistas egipcios, y en especial los de El Cairo, sufren de un inexplicable mal, todo lo contrario del miedo a las apreturas, que hace que, en cada semáforo, traten de acercarse al máximo a los otros coches, se metan en el menor hueco en el tráfico, casi rozando a los otros o anden tocando el parachoques del que va delante como si se tratara de una caricia. Mientras tanto, Hassan —todos los taxistas de El Cairo se llaman así— les contó su vida, de la que Balouet sólo recordó que era el decimotercero de diecisiete hermanos. En los jardines de Esbekija giró en dirección a la ciudad vieja y subió por la Sharia el—Ashar a velocidad suicida hasta tenerla a la vista. Luego entró en una calle lateral en dirección sur sin dejar de tocar la bocina y maldecir por su ventanilla abierta. Un arco acabado en punta, a la derecha, marcaba la entrada al mercado, Hassan hizo que la gente se apartase, aunque apenas tenía paso; un carro de mano golpeó el guardabarros delantero, pero continuó sin darle importancia y, finalmente, se detuvo delante de la puerta de una tienda de alfombras, en la que se amontonaban varias enrolladas y atadas. Hassan se bajó del coche y con un ademán les indicó que esperaran un momento. Balouet tenía un mal presentimiento y Raja, intranquila, buscó su mano. Un par de chavales y dos viejas curiosas pegaron sus narices al cristal. Jacques sintió la tentación de abrir la puerta y escapar de allí con su compañera. Mientras se encontraban bajo esas miradas desagradables, pensaba qué podría ser lo que Hassan tenía que negociar con el vendedor de alfombras, pero antes de lo que había esperado el taxista regresó y les pidió que lo acompañaran. La pareja tomó su modesto equipaje y lo siguió a través de la tienda, que resultó ser el portal de un atrio con arcadas de varios pisos y plantas y arbustos floridos. Tres pequeñas ventanas formaban una unidad y estaban en el lado de la sombra protegidas con persianas. En el piso superior unos balcones pequeños y delicados con celosías para resguardarlos del sol colgaban suspendidos sobre vigas de madera marrón rojizo. En medio de la ruidosa y agitada ciudad vieja aquel patio interior era un oasis de paz. Balouet y Raja no se cansaban de admirar la fabulosa arquitectura. —¡Vengan! —les dijo Hassan. Bajo un arco oval del atrio se abría una puerta de dos hojas, con adornos de metal y ornamentos de cristal rojo y azul, que conducía a una habitación sin ventanas e iluminada sólo por la luz polícroma que entraba por la puerta y un candelabro de metal con esferas amarillas metálicas, que pendía del elevado techo. Frente a la entrada, donde había unos cuadros, un hombree gordo con una pequeña barba negra estaba sentado, como si estuviera en un trono, en un sillón con un respaldo redondo y amplio y vestía uno de esos largos ropajes árabes de color blanco. Sin levantarse de su asiento, abrió los brazos a sus visitantes como si fueran viejos amigos. Su rostro grasicnto, y sus pequeños ojos redondos brillaban igual que los de un niño. El gordo, exageradamente amable, se dirigió a ellos con gestos joviales y quiso saber de dónde venían, cuál era su nacionalidad y si tenían algo de dinero. Al saber que eran franceses empezó a hablarles perfectamente en su idioma. Balouet se quedó realmente asombrado. Se llamaba Abdel Aziz Suheimy, les dijo aquel extraño individuo mientras se ponía la mano sobre el pecho e insinuaba una breve reverencia. Su profesión era la pintura, pero como el hombre no puede vivir sólo de los colores puesto que Alá ha colmado la tierra con los más bellos tonos, tenía que alquilar parte de su casa a huéspedes de pago, lo que iba en contra de las leyes del gobierno pero no contra los designios de Alá el Todopoderoso, que si bien prohibía la usura no hacía lo mismo con la supervivencia de un artista. Mientras hablaba así, hizo desaparecer las manos en las amplias mangas de su túnica, como si tuviera algo que ocultar, y soltó una risita de conejo que recordaba al genio de la botella en el cuento de Las mil y una noches. Hassan le comentó al pintor algo en árabe que, naturalmente, la pareja no entendió, pero sin duda le estaba informando de que, aunque no lo pareciera, tenían dinero. Después volvió a ellos y les anunció mientras les estrechaba la mano que Suheimy Bey, gracias a su recomendación, estaba dispuesto a darles alojamiento; sobre el precio ya se pondrían de acuerdo. Como habían acordado, Balouet depositó diez dólares en la mano del taxista, que se retiró con unas corteses reverencias. Al ver los billetes norteamericanos que Jacques había sacado del bolsillo, Abdel Aziz se levantó de un salto —y entonces pudo verse que era un hombre bajito—, batió palmas y por una puerta apareció un criado flaco que, obedeciendo a una señal con la cabeza que le hizo su amo, ofreció a los dos huéspedes sendas sillas de madera y enea y les indicó que se sentaran. Sin más, desapareció por donde había venido y poco después volvió para servirles té en unos vasos pequeños. Mientras tanto, Suheimy Bey comentó con prolijidad oriental lo duro de la vida de un artista bien dotado, la virtud de la hospitalidad y su corazón compasivo y mencionó a su vez el precio por el que estaba dispuesto a admitirlos como huéspedes durante todo el tiempo que quisieran: cien dólares a la semana. Al decirlo sonrió como azorado y alzó los hombros, de tal modo que de su grueso cuello sólo fue visible una doble papada. Ése era un precio excesivo, pero Balouet sabía cómo vérselas con gente como Abdel Aziz. Dejó a un lado su vaso sin decir una palabra, tomó su bolsa de viaje, cogió de la mano a Raja e hizo como si fuera a marcharse. Al darse cuenta de su intención, Suheimy fingió sentirse muy afectado y se interpuso en su camino con los brazos abiertos. Si la suma que pedía les parecía demasiado elevada podían proponerle la que estuviesen dispuestos a pagar. La mitad, le dijo Jacques brevemente. El gordo levantó los brazos y comenzó a lamentarse. Precisamente él, Abdel Aziz Suheimy, el mejor de los pintores desde El Greco, se veía obligado a alquilar su casa y sus bienes heredados de sus padres por un miserable puñado de dólares. De repente cesó de quejarse, le tendió la mano abierta a Balouet y declaró con el rostro sonriente: —Está bien por mi parte, monsieur; cincuenta dólares pero una semana por adelantado. Jacques contó el dinero y lo depositó en la mano de Suheimy, que dobló los billetes y los metió en el bolsillo de su galabiya. En su interior, Balouet se enfadó consigo mismo por no haberle ofrecido menos. Estaba convencido de que Abdel Aziz hubiera aceptado un cuarto de la suma que les pidió al principio. El naufragio de la motora, el vuelo a Uadi Halfa y el viaje en barco desde Port Sudan a Safaya habían reducido su capital en efectivo a unos mil dólares. Para adquirir documentos falsos necesitarían sin duda casi todo ese dinero. ¿Con qué iban a pagar los billetes de avión? ¡Las perspectivas no eran precisamente halagüeñas! Abdel Aziz Suheimy rogó a sus huéspedes que lo siguieran por un pasillo estrecho y sin ventanas hasta llegar a una escalera con peldaños bajos y anchos. El hombre regordete y bajito la subió tan rápido que Balouet y Raja tuvieron dificultades para alcanzarlo. Al llegar al tercer piso, Suheimy respiró profundamente y les explicó que en su casa se alojaban otros huéspedes, cuyos nombres no conocía ni le interesaban, la mayoría extranjeros, gente fina y con clase, según sus propias palabras. Al final del corredor, que partía a la izquierda de la escalera y llevaba hasta una ventana estrecha y alta, Abdel Aziz abrió una puerta y los invitó a entrar en la habitación. El baño se encontraba al lado opuesto del pasillo, les dijo; a continuación les deseó las bendiciones del Todopoderoso, se inclinó con los brazos cruzados sobre el pecho y desapareció. Raja se abrazó a Jacques. Tras su fuga, que duraba ya varias semanas, por fin podían sentirse tranquilos, al menos de momento. Nadie, ni siquiera Suheimy, sabía quiénes eran y de un modo u otro acabarían por encontrar a alguien que les facilitara una documentación falsa; El Cairo era un verdadero crisol de posibilidades. Con los ojos cerrados la joven recordó con qué sensación de soledad y abandono había huido a Abu Simbel para escapar de sus perseguidores del KGB. Le pareció providencial que en aquel barco se encontrara con Balouet, que al principio no le gustó demasiado, aunque sin él no hubiera podido resistir todas esas fatigas y dificultades. Todavía sin abrir los ojos, Raja Kurjanowa se dio cuenta de que Balouet la estaba mirando y sonrió. —¿En qué piensas? —le preguntó Jacques. —En cómo empezó todo. En la cara de Jacques se dibujó una sonrisa irónica. —¿Y qué deduces de tus reflexiones? Raja lo miró fijamente. —Sé que sin ti no lo hubiera conseguido y ya haría tiempo que habría caído en las redes del KGB. —Todavía no lo hemos conseguido —observó Balouet y se dejó caer en un viejo sillón afelpado frente a la cama, que por su altura debía de tener varios colchones— y si he de ser sincero, te diré que no tengo la menor idea de cómo conseguir los pasaportes falsos para salir del país. Y cada semana que pase nuestro dinero irá disminuyendo. Raja se sentó en el brazo del sillón junto a Jacques y comenzó a acariciar su cabeza. —Hasta este momento has sido tú quien me ha dado ánimos, ¿por qué te falta ahora el valor? Estaba claro que el actual estado de nervios de Balouet no era el mejor. Raja sabía que no era un hombre especialmente valiente, pero fue capaz de echar sobre sus espaldas por amor a ella todas las penalidades de su viaje por Sudán. Solo, sin ella, hubiera podido escabullirse mejor; Balouet tenía pasaporte aunque de momento no le pareciera aconsejable utilizarlo. Ahora era evidente que Jacques estaba llegando al final de sus fuerzas. —Tienes razón —concedió Raja—, todavía no hemos ganado, pero hemos conseguido una primera victoria, nos hemos librado de los esbirros del KGB. Balouet apretó la mano de la joven. Se sentía cansado; ella también tenía dificultades para mantener los ojos abiertos. El silencio y la tranquilidad de aquella vieja casa tenía para ellos un efecto soporífero. —En estos momentos sólo tengo un deseo —afirmó Raja—, una ducha fría. El baño del piso, al otro lado del pasillo, no era precisamente de lo más moderno, pero para El Cairo podía calificarse incluso de lujoso, se cerraba por dentro y tenía una ducha de teléfono que dejaba caer una lluvia de agua templada sobre un pilón que llegaba hasta la rodilla. Raja disfrutó con el agua a presión que caía sobre sus hombros pese a que olía a azufre, cloro y alguna otra sustancia. Al menos bastaba para quitarse el polvo, la suciedad y el sudor del miedo acumulados durante tres semanas. Después de frotarse el cuerpo de pies a cabeza repitió la operación y posiblemente lo hubiera hecho una tercera vez de no ser por unos fuertes golpes en la puerta del cuarto que la avisaron de que debía darse prisa. Al fin y al cabo era por la mañana y media docena de huéspedes compartían el cuarto de baño. —¡Un momento! —dijo con voz lo suficientemente alta para ser oída fuera mientras comenzaba a secarse. Se sentía como si acabara de nacer—. ¡Un momento! —repitió en francés, idioma en el que solía hablar desde su fuga de Asuán; se puso un vestido que había llevado consigo y abrió la puerta. Hubiera querido desearle los buenos días a la persona que esperaba fuera —vestía un albornoz a rayas y sobre el brazo izquierdo llevaba una toalla de color rojo—, pero las palabras se le helaron en la boca. El hombre tenía unos sesenta años, el cabello completamente blanco y unas espesas cejas negras. Era el coronel Smolitschew. Durante un segundo, Raja se quedó paralizada. ¡Smolitschew! De sus labios se escapó un grito fuerte y agudo que resonó por todo el pasillo. El coronel pareció al menos tan sorprendido como Raja Kurjanowa y tampoco fue capaz de decir nada, pero cuando la mujer comenzó a chillar, reaccionó como un oficial del KGB, tomó su toalla y le tapó con ella la boca. —¡Escuche, camarada —murmuró él en voz baja—, puedo explicárselo todo! La joven se defendió con todas sus fuerzas a puntapiés y a puñetazos. Entretanto, Balouet al oír el grito salió precipitadamente de la habitación. En el primer momento no reconoció con quién luchaba Raja, sólo vio que ella estaba en peligro; se acercó por detrás del desconocido y lo cogió del cuello con todas sus fuerzas como si quisiera estrangularlo. Jacques nunca hubiera creído que estaba en condiciones de sacar tanta fuerza, pues su adversario, que no era precisamente un hombre de complexión débil, pronto empezó a dar muestras de ceder, los brazos cayeron a los costados y la cabeza hacia delante. Todo su cuerpo se relajó como una marioneta a la que le cortan los hilos. —¡Smolitschew! —chilló Raja sin aliento—. ¡Es Smolitschew! ¿El coronel Smolitschew? Jacques necesitó un rato para aceptar que aquel fardo inerte a sus pies era el enemigo del que escapaban y por el que habían recorrido la mitad de África oriental. Pero cuando finalmente lo asumió, lo cogió por el cuello y lo arrastró hasta su habitación. El coronel gimió débilmente y con dificultad trató de abrir los ojos. —¿Qué pretendes hacer? —le preguntó Raja asustada a su compañero. Éste cerró la puerta y recorrió el cuarto con la mirada. Sobre un lavamanos de madera había un jarro de porcelana grande y pesado lleno de agua. Lo vació en la palangana y levantó el jarro con ambas manos. —¡Voy a matarlo! —dijo tranquilo y con voz firme—. ¡Acabaré con él de un golpe! 37 El descubrimiento de la momia y el hecho de que dos europeos estuvieran mezclados de modo tan desagradable en el caso dividió al campamento de Abu Simbel en dos bandos. Ciertamente todos hablaban de un gran escándalo, pero casi enseguida se formaron dos grupos de los que uno, formado principalmente por europeos, creía que antes de condenarlos había que oír a Arthur Kaminski y a la doctora Hella Hornstein; sobre todo, después de demostrarse que la acusación de asesinato contra ellos había sido un error. Los partidarios del otro bando, mayoritariamente egipcios y al frente de los cuales estaba el doctor en arqueología Hassan Moukhtar, exigían que el ingeniero y la doctora fueran expulsados de allí sin necesidad de escucharlos puesto que ambos habían tratado con engaños de privar a su país y a la humanidad, en beneficio propio, de uno de los más valiosos hallazgos del pasado. Estos últimos eran mayoría. Moukhtar dirigió los trabajos de excavación con la técnica que le había propuesto a Kaminski Charles D. Foster, que consistía en perforar directamente el techo de la tumba, y fue considerado de modo completamente injusto como héroe y descubridor; ni un solo periódico olvidó mencionar su nombre. Arthur Kaminski, al ser puesto en libertad tras su detención preventiva regresó a Abu Simbel y una vez allí su primera visita fue para el profesor Cari Theodor Jacobi, el director general de la «Joint Venture Abu Simbel». La primera pregunta que le hizo el profesor se refirió a la doctora Hornstein, de la que seguía sin saberse nada, pero Kaminski no conocía su paradero. Él había confiado en que Hella hubiera vuelto a Abu Simbel y continuó esperando que así lo hiciera, sin embargo fue en vano. Arthur percibió una clara reserva por parte del profesor, pese a que éste lo recibió con aparente amabilidad. —Se ha metido en un mal asunto, Kaminski. ¿Cómo pudo pasarle una cosa así? El ingeniero se encogió de hombros y no respondió nada. No pudo evitar la impresión de que Jacobi, cuya corrección siempre valoró al máximo, hacía ya tiempo que lo había juzgado y condenado y sólo buscaba las palabras adecuadas para comunicárselo. Mientras Kaminski se encontraba sentado frente al director en su elegante despacho y miraba a través de la ventana la gigantesca semiesfera de hormigón que debía servir de sustentación a los bloques del gran templo, tenía ganas de gritar y sentía que una furia enorme se adueñaba de él, una rabia contra sí mismo por haberse dejado arrastrar irreflexivamente a la situación en la que ahora se encontraba. No sabía exactamente cómo comportarse, pero a pesar de su inseguridad tenía el desesperado deseo de explicárselo todo a Jacobi. Pero ¿podría entenderlo un hombre como el profesor, un modelo de seriedad, de firmeza de carácter? ¿Sería capaz de comprender que detrás de su comportamiento extraño y difícilmente explicable se encontraba una mujer en cuyas garras había caído indefenso? ¿Una mujer que intentó asesinarlo y que había desatado en él los sentimientos más fuertes de los que es capaz un hombre, amor hasta el éxtasis y odio hasta la destrucción? Jacobi lo sustrajo de sus pensamientos cuando reanudó la conversación: —¿Cómo se siente, Kaminski? ¿Lo ha llevado bien? ¿Qué le parecerían unas vacaciones en Alemania? No ha disfrutado de un verdadero permiso en todos estos años... Arthur comprendió. El director general quería perderlo de vista y una vez que estuviera fuera le enviaría la carta de despido. Seguro que hacía tiempo que ya lo había decidido y toda aclaración carecía por lo tanto de sentido. Kaminski miró los dibujos de desmontaje que se encontraban sujetos a la pared con chinchetas cerca de la ventana. Se los sabía de memoria hasta en su menor detalle. Su corazón se hallaba unido a esos planos, que se habían convertido en una parte de su vida. ¿Y ahora, debía abandonar Abu Simbel sin más? Mientras Arthur meditaba la posibilidad de rechazar o aceptar la oferta de Jacobi, llamaron a la puerta y seguidamente entraron Moukhtar y el doctor Heckmann. Ambos le tendieron la mano en silencio, lo que Kaminski tomó como un gesto de obligada cortesía más que como una muestra de cordialidad. Se sentaron junto a Jacobi, al otro lado de la mesa, y Arthur se sintió igual que ante un tribunal de la Inquisición. —En su ausencia —le aclaró Jacobi— hemos estudiado su caso. —¡Ah! —observó Kaminski con intención irónica, pero aunque estaba muy nervioso se dio cuenta enseguida de que en su situación era incapaz de ser mordaz, así que preguntó—: ¿Ya qué conclusión han llegado? —Míster Kaminski —le respondió Hassan Moukhtar— no es nada agradable para todos los involucrados ocuparse de este asunto, pero ha ocurrido y ha tenido gran repercusión. Los periódicos de todo el mundo han informado del caso y los reporteros han hecho preguntas muy incómodas. Por ejemplo, cómo fue posible que un descubrimiento arqueológico de tal envergadura se hubiera guardado tanto tiempo en secreto... —Y seguramente —le quitó la palabra el ingeniero— les contestó usted que nadie podía suponer que entre el personal hubiera delincuentes y que éstos recibirían el justo castigo que se merecen. Eso o algo parecido fue lo que les respondió, ¿no es así, míster Moukhtar? ¿Tengo razón? Jacobi alzó las manos. —Por favor, señores, no hay necesidad de enfrentamientos personales. Nuestra situación ya es de por sí demasiado seria, al fin y al cabo todos vamos en el mismo barco. Moukhtar volvió la vista a un lado, indignado, y continuó: —No quiero hablar del aspecto jurídico o delictivo, lo que me interesa es encontrar una respuesta plausible a la cuestión de cómo fue posible mantener en secreto el hallazgo de la tumba en medio de una obra en la que trabajan más de mil hombres. La historia es tan increíble que ya se han alzado algunas voces que afirman que nosotros, los arqueólogos, habíamos organizado un complot para vender ilegalmente la momia en el extranjero por una enorme suma de dinero. El doctor Heckmann, que hasta entonces se había limitado a seguir la conversación sin intervenir, tomó la palabra: —Parece usted muy reservado, Kaminski. ¿Tiene eso algo que ver con el inesperado final de sus relaciones con la doctora Hornstein? Si bien Kaminski había seguido el discurso de Moukhtar más o menos con indiferencia, las palabras de Heckmann le afectaron personalmente. Estaba claro que ese mequetrefe aún no había aceptado que Hella le hubiera dado calabazas. Su observación le molestó pero al mismo tiempo le hizo sentir una sensación de triunfo sobre aquel don Juan de pacotilla que todavía no había logrado digerir su derrota. Como no se le ocurrió otra cosa, Arthur esbozó una amplia sonrisa provocadora y le preguntó con fingida serenidad: —¿Y quién le ha dicho a usted que nuestras relaciones han terminado? Moukhtar lo miró sorprendido y Heckmann apretó los labios. Ninguno de los dos pronunció una palabra. Finalmente fue Jacobi quien rompió el penoso silencio con una pregunta dirigida a Kaminski: —¿Sabe usted dónde se encuentra actualmente la doctora Hornstein? —Esperaba que hubiera regresado aquí —respondió el ingeniero. Jacobi negó con la cabeza. —Dudo que volvamos a verla más por Abu Simbel... —¿Qué quiere decir? Heckmann, con la rabia escrita en el rostro, le quitó la respuesta al profesor. —Todos somos de la opinión —aclaró— de que Hella Hornstein no regresará nunca. Aunque eso tiene menos que ver con usted que con el estado de salud mental de la doctora. —No le comprendo. —Bien —Heckmann se retorció como un gusano—, no lo quiero perjudicar a usted ni a Hella, pero la doctora Hornstein, sin que esto se refiera a su capacidad médica, presentaba en los últimos tiempos claros síntomas de esquizofrenia. Es posible que usted no se haya dado cuenta, pero he estado muy pendiente de la doctora durante mucho tiempo desde que vi en ella el primer síntoma y mis observaciones confirmaron la sospecha. Kaminski se levantó de un salto hacia el médico y lo habría abofeteado si Moukhtar no le hubiese sujetado la mano. Todo quedó en el intento, pero el propósito fue tan claro que Heckmann comprendió que había hecho diana. Se sintió orgulloso y continuó casi de inmediato: —Comprendo su enojo; si estuviera en su situación me ocurriría lo mismo. Sin embargo, debe hacerse a la idea de que la doctora Hornstein padece catatonía perniciosa y la esquizofrenia paranoica que ésta implica. —¿Puede darnos más detalles? —se interesó Jacobi. —Eso significa trastornos motrices, estados de inquietud e irritación con aumento de la temperatura corporal, y conduce a delirios, alucinaciones sensoriales y visuales, que pueden derivar en cambios de la personalidad. Arthur no pudo seguir escuchándolo. —¿Y pretende haber observado todos esos síntomas en Hella Hornstein? ¡Me gustaría saber cuándo y en qué circunstancias! La simple idea de que Heckmann hubiera estado espiando a Hella a sus espaldas le ponía la piel de gallina. Pero ¿podía esperarse otra cosa de un tipo como él? Un médico que se presenta voluntario para trabajar durante años en un hospital perdido en medio del desierto no podía ser un individuo normal. La idea acabó asustándolo. ¿No había hecho lo mismo él al aceptar el puesto en Abu Simbel? —Creo, Kaminski, que usted me menospreció en exceso —repuso el médico—. También puede ser que le cegara su amor por Hella. Muchas veces estuve más cerca de usted y la doctora de lo que puede pensar. Por ejemplo, aquella vez en el depósito de los bloques del templo en que Hella representó una extraña escena al masturbarse delante de una estatua del faraón Ramsés... —¡Cállese! —... en esos instantes yo estaba sentado en la cabina de la grúa y pude verlo todo con claridad. ¿Diría usted que es normal ese comportamiento ? —¡Repugnante mirón! Arthur hervía de rabia, sobre todo porque se daba cuenta de cómo Heckmann disfrutaba de la situación. El médico había esperado ese momento durante mucho tiempo y nada hay en el mundo más implacable que la venganza de un amante despechado. Era el desquite de un tipo que, por lo que Kaminski podía deducir, había vivido tres años sin mujer, si se exceptúa a Nagla, la cantinera de los grandes pechos que por dinero era capaz de acostarse casi con cualquiera. Entretanto, el ingeniero se encontraba en tal estado que le afectaba más la actitud de Heckmann que el verdadero motivo de la discusión. Mientras más trataba el doctor de hacerlos parecer sospechosos, más inclinado se sentía a quitarle importancia al intento de asesinato de Hella y a examinar en su mente la amarga experiencia para cerciorarse de que su último encuentro transcurrió verdaderamente de aquel modo y que no se trataba de una alucinación, una Fata Morgana que nunca llegó a suceder. Cinco años de desierto y de calor, arena entre los dedos de los pies y entre los dientes, en la ropa interior, en la cania y en el pan hacían posible que la persona de carácter más firme dudase de su razón. La esquizofrenia podía ser un alivio. Los reproches de Kaminski no parecieron impresionar especialmente al médico. —Debería tomarse en serio la enfermedad de Hella —el doctor Heckmann reanudó su charla—, pues según su sintomatología la esquizofrenia puede ser tratada e incluso curada, sobre todo con psicofármacos aunque también con psicoterapia y métodos de choque. —Pero para eso —intervino Jacobi—, antes que nada, tendríamos que saber dónde se oculta la doctora Hornstein. —Y añadió volviéndose hacia Arthur—: ¿Verdaderamente no tiene usted idea de dónde puede estar? —No —respondió cauteloso—, ni la menor idea. Era extraño, pero casi se avergonzaba de esa respuesta. Se sentía culpable por no poder dar ninguna información sobre el lugar en el que se encontraba pese a que Hella había querido quitarle la vida. —Volviendo al punto de partida de nuestra conversación —Jacobi carraspeó un tanto incómodo—, considero muy importante por el bien de todos que de momento se tome unas largas vacaciones; lo suficientemente largas para que la hierba vuelva a crecer sobre este asunto. El profesor habló despacio y de modo entrecortado, todo lo contrario a lo que era habitual en él. Sin duda, eso se debía principalmente a que Jacobi era un hombre recto y honesto que se sentía a disgusto en esa situación, y le hubiera gustado hablar con mayor sinceridad y decir: «Kaminski, preferiría que renunciara a su empleo y se despidiese, eso nos evitaría muchos contratiempos a usted y a mí». Arthur captó intuitivamente lo que el profesor pensaba en realidad, pero le molestó observar que no tenía el valor suficiente para afrontar la verdad. Por esa razón levantó la mano, la agitó en el aire y declaró: —Está bien, profesor, le he entendido. No tendrá que sufrir con un colaborador inoportuno. Me voy voluntariamente. —No era mi intención —replicó Jacobi, pero el alivio se vio reflejado en su rostro—. Quiero decir que podemos volver a hablar del asunto con más tranquilidad. —Pero si Kaminski ya ha tomado esa resolución... —intervino el doctor Heckmann. Su aversión por el ingeniero era tanta que no pudo disimular cuánto sentiría que se volviera atrás en su decisión—. Y he de añadir que me parece una postura muy noble. Arthur se puso en pie. Como si fuera a comenzar un largo discurso, unió las manos como un predicador y se dirigió a Heckmann: —¡Ah, como sabe, doctor, su aprobación me tiene sin cuidado! —Se volvió a Jacobi—: No me he comportado de manera muy inteligente. Aquí no se discute el cómo ni el porqué. Realmente he quedado como un tonto, lo siento. Mañana haré las maletas. ¡Le ruego que tenga preparados mis documentos! Sin saludar y sin esperar una respuesta del profesor, Kaminski abandonó la oficina. Regresó a su alojamiento a pie y contempló cómo la gran presa iba invadiendo el paisaje con sus múltiples garras. El despiadado y fascinante lugar se había convertido en su segunda patria y le costaba trabajo abandonarlo. Se apoderó de él una sensación de tristeza. No viviría el gran triunfo cuando se levantara el templo en su nuevo emplazamiento, lejos de la amenaza de las aguas, pero tenía una certeza, todo lo que quedaba por hacer era pura rutina. ¡Él, Arthur Kaminski, había creado una obra maestra de la ingeniería! Istvan Rogalla, que salía de la Cuadra, se cruzó en su camino. Nunca había existido entre los dos verdadera simpatía, pero cuando Rogalla se enteró de que había dejado su cargo voluntariamente, le tendió la mano de manera espontánea y dijo que era una pena que en esos años pasados no hubieran llegado a conocerse mejor, ahora ya era demasiado tarde. Arthur pensaba lo mismo. Pero en el caso de que Kaminski necesitara su ayuda podía contar con él. Al atardecer, cuando el ingeniero entró en el casino para cenar, se sintió marginado; todos se apartaban de él. Se sentó solo en una mesa y al mirar a su alrededor se dio cuenta de que los demás desviaban la vista o acercaban sus cabezas para hablar en voz baja. Incluso Nagla, que se mostraba simpática con casi todo el mundo, lo ignoró por completo. Kaminski decidió marcharse. Pidió en la barra dos botellas de cerveza y se las bebió rápidamente una detrás de la otra. Las necesitaba. Una vez en casa, Arthur no tuvo tiempo de quitarse la ropa, todo le daba vueltas en la cabeza y se dejó caer en la cama tal y como estaba. No tardó mucho tiempo en quedarse dormido. Kaminski era una de esas personas que raramente sueñan o, al menos, que no recuerdan haberlo hecho. Pero esa noche fue diferente. Al levantarse a la mañana siguiente recordaba un sueño. En éste se había levantado, la luna teñía de plata el desértico paisaje de Abu Simbel y a grandes pasos se dirigió al lugar donde antes se encontraban los dos grandes templos. El Nilo ya lo había inundado con sus aguas, que eran tan claras que dejaban ver la arena. Y allí, en el fondo, vio a Hella... ¡No, no era Hella, sino Bent-Anat! ¿O se trataba de la misma persona? Fuera como fuese, la mujer estaba vestida con una larga túnica transparente que se ceñía a su cuerpo. Parecía flotar y, aunque andaba a pasos cortos, pronto estuvo delante de él. Se quedó inmóvil y de repente se transformó en una estatua de piedra. En ese mismo instante Arthur vio la causa de su quietud: delante de ella, en la entrada del templo, se encontraba un gigante que no vestía más que un taparrabos de cuero. Tenía los brazos cruzados sobre el torso desnudo y se cubría la cabeza con una artística peluca como las que solían llevar los faraones. Kaminski se asustó al ver el rostro del rey, ¡eran sus propias facciones! Finalmente, el faraón golpeó con el pie la estatua de la mujer, que cayó y se rompió en innumerables trozos. En esos momentos, Arthur se despertó. Era tarde, había que darse prisa si quería tomar el barco de las nueve. Una vez a bordo tendría tiempo suficiente para reflexionar sobre el sueño. Todo lo que poseía lo metió en las dos maletas con las que había llegado allí cuatro años antes. Al cerrar la última, se dio cuenta de la austeridad en la que había vivido hasta entonces. Antes de asimilar esa idea ya la había rechazado. ¿Era el mismo Arthur Kaminski quien al acabar los estudios se había jurado no hacer nada de lo que los demás consideraban una meta deseable? ¿El hombre que odiaba todo lo rutinario, para quien la semana de cuarenta horas tenía tan poca importancia como la casa con jardín, las vacaciones pagadas o la pensión de jubilación? Siempre quiso realizar algo grande y eso fue lo que finalmente lo trajo a Abu Simbel. Kaminski no miró ni una vez más la casa que en los últimos cuatro años le había servido de hogar. Sólo tenía un pensamiento: ¡fuera de aquí, lo más rápidamente posible y antes de ver a nadie! Balboush lo esperaba fuera en el Volkswagen amarillo. El sirviente egipcio luchaba por contener las lágrimas, como si la partida le afectara más a él que a Arthur. —¡Míster Kaminski buena persona! —repitió mientras colocaba las maletas sobre el asiento trasero del coche. El ingeniero le dedicó un gesto afectuoso. —Está bien, Balboush, está bien. Intentó poner cien dólares en la mano del egipcio, pero éste los rechazó, aunque finalmente acabó aceptándolos ante la insistencia de Kaminski; después besó las manos del ingeniero y arrancó el automóvil. En el camino hacia el embarcadero, que tras la subida de las aguas se encontraba más tierra adentro, Arthur mantuvo la mirada fija en la carretera. No quería ver nada más de aquel lugar que tanto había llegado a amar. Ahora lo odiaba, aborrecía Abu Simbel. Esa mañana había pocas personas en el muelle; de entre ellas, le sorprendió ver a una que no esperaba encontrar allí, Hassan Moukhtar. Éste lo había estado esperando. —¡Míster Kaminski! —lo llamó—. He venido para despedirme de usted —dijo y en sus labios apareció aquella sonrisa de suficiencia que a Arthur siempre le había producido aversión. —¡Hasta la vista, doctor Moukhtar! —le respondió secamente desde la pasarela y sin detenerse en su camino. El arqueólogo volvió a dirigirse a él: —Si me permite darle un último consejo, míster Kaminski, debe dejar de buscar a Hella Hornstein. 38 A Ahmed Abd el-Kadr, director desde hacía tres años del Museo Egipcio de El Cairo, no le gustaba ser molestado por las mañanas mientras revisaba el correo. Las cartas, solía decir citando a un sabio musulmán, son la mano derecha de la sabiduría. Por esa razón su secretario Solimán, que reinaba en la antesala de la dirección, mantenía cerrada la puerta del despacho cuando Abd el-Kadr leía la correspondencia de la mañana para que nadie lo interrumpiera. La dirección, situada a la derecha de la entrada principal en los bajos, causaba una impresión de desidia y abandono. En sus pasillos, cuyo desgastado suelo de piedra anunciaba desde lejos la llegada de cualquier visitante, había grandes estanterías con libros, manuscritos y carpetas. El polvo que los cubría delataba que hacía más de medio siglo que muchos de ellos no eran consultados. La eterna falta de espacio del museo había desplazado la dirección a esa parte del edificio, que incluso en pleno verano era un lugar oscuro y el aire denso y polvoriento dificultaba la respiración de los que trabajaban allí. Ahmed Abd el-Kadr era el único que parecía sentirse a gusto en aquel lugar, raramente abandonaba su caluroso despacho y cuando lo hacía era por poco tiempo. Su puesto de director estaba muy bien considerado y era comparable a un alto cargo gubernamental, en lo que a rango social se refería; se decía, además, que Abd el-Kadr contaba con muy buenas relaciones. Desde luego, superaban con mucho sus conocimientos de egiptología, ya que le había costado mucho esfuerzo obtener su licenciatura en Oxford y no con muy buenas notas. En el transcurso del trabajo de aquella mañana, el secretario llamó a la puerta del despacho de su superior, aunque sabía que no iba a obtener respuesta de éste porque, como ya hemos dicho, le disgustaba enormemente ser molestado. Solimán debía de tener una razón muy poderosa para interrumpirlo, pues de otro modo no hubiera sido capaz de semejante atrevimiento. Ahmed el-Kadr ni siquiera se dignó levantar la mirada de su escritorio. —Sir —se disculpó el secretario—, ha llegado un envío procedente de Abu Simbel. —Al ver que el director no reaccionaba se atrevió a preguntar—: ¿Dónde quiere que lo lleve, sir? Y puso sobre la mesa el recibo con el que había llegado. —¿Abu Simbel? —preguntó Abd el-Kadr. Solimán afirmó con un enérgico movimiento de cabeza, estiró los brazos y añadió: —Tiene al menos dos metros de largo. El director se levantó y dio instrucciones para que lo entraran por la puerta de atrás y lo llevaran al Instituto Arqueológico. Seguidamente salió a la antesala, tomó el teléfono y marcó un número, pero la línea permaneció muda. —El teléfono está estropeado —se disculpó Solimán, y Abd el-Kadr dejó caer con violencia el auricular sobre la horquilla. —Aquí hay que contar con la suerte para que algo funcione. —Trabajo alemán de precisión —observó el secretario con una sonrisa. El director respondió amargamente: —Sí, pero del año 1934. El profesor el-Hadid debe presentarse en el instituto. Después comentó algo sobre los estúpidos rusos que habían llegado al país en vez de los alemanes y que aquéllos eran los resultados. Abd el-Kadr percibió con el rabillo del ojo el rostro de una mujer en la alta ventana de la antesala que, con la mano en pantalla sobre los ojos, parecía tratar de ver lo que ocurría en el interior. Pero en esos momentos el director se encontraba demasiado excitado para conceder importancia a aquella aparición. Por la misma razón, tampoco se dio cuenta de que cuando cruzaba el parque de camino al Instituto Arqueológico una mujer lo seguía a cierta distancia. Ahmed Abd el-Kadr formaba parte, pese a su alto cargo, de los grupos de oposición que en número creciente veían en el socialismo árabe de Nasser más una plaga que la solución a los problemas económicos y sociales de Egipto. Tampoco tenía buena opinión de los rusos que estaban presentes como consejeros en todos los puestos claves del país. Hubiera preferido una apertura a Occidente, aunque sólo fuese para que los teléfonos volvieran a funcionar. Delante del instituto estaba aparcado un camión cuyos laterales llevaban la inscripción «Joint Venture Abu Simbel». Como muchos otros, también el edificio se encontraba en lamentable estado. La fachada necesitaba urgentemente una mano de pintura, los cristales de colores de las puertas de entrada estaban rotos en su mayoría y desde hacía años esperaban su reposición, y los peldaños de hierro de la escalera habían acumulado una respetable capa de óxido. Cuatro mozos del museo, cuyos uniformes de color marrón más bien parecían pijamas, arrastraban un gran cajón sobre el rellano de la escalera. El director les pidió que tuvieran cuidado, pero sólo consiguió disimuladas risas, ya que la palabra «cuidado» se contaba entre las más usadas por todos los arqueólogos siempre que se refería al manejo de objetos puestos bajo su custodia. En aquel caso concreto, verdaderamente había que ir con precaución. Un pasillo largo pintado de blanco en el primer piso del edificio conducía a una puerta de dos hojas con paneles de vidrio esmerilado y la inscripción «Laboratory». Ésta era una habitación de unos cincuenta metros cuadrados presidida por una gran mesa alargada cubierta con una chapa blanca, alumbrada con un gran foco redondo, como si se tratara de la sala de operaciones de un hospital. Junto a las paredes cubiertas de azulejos blancos había aproximadamente una docena de espacios de trabajo con mecheros, alambiques, frascos, probetas y otros misteriosos objetos. Al entrar el profesor el-Hadid, un hombre pequeño, de cuello abultado y con una corona de pelo cano, el-Kadr ya había abierto con una palanca la tapa de la caja que le enviaban desde Abu Simbel. Uno de los mozos del museo que estaba a su lado gritó y salió corriendo al ver el contenido: una momia seca, envuelta en trozos de vendas y trapos de color pardo, con el cabello bastante largo y enmarañado. Los otros ayudantes se quedaron algo apartados en un rincón, como si temieran que aquel ser tan extrañamente conservado pudiera levantarse y salir del cajón en cualquier momento. El-Hadid, catedrático de anatomía patológica de la Universidad Ain-Shams de El Cairo y uno de los mayores expertos en momias de todo el mundo, parecía más excitado que todos los demás. Con un pañuelo blanco se secó el sudor que le corría por el cogote mientras observaba el interior de la caja. Sus ojos, protegidos con unas gafas de gruesos cristales tintados, miraban inquietos. —¿Está usted completamente seguro? —le preguntó a Abd el-Kadr sin apartar la vista de la momia. —¡Completamente seguro! —confirmó el arqueólogo—. Es Bent-Anat. Existen varias referencias a su nombre. El catedrático movió la cabeza como si dudara de su juicio. —Bent-Anat —repitió dos veces—, Bent-Anat. —Hija de la diosa Anat —subrayó el director del museo—, una diosa asiática del amor y de la guerra. —¿Una asiática? —¡Oh, sí!... —respondió—. Ramsés adoraba a las diosas asiáticas Anat y Astarté con especial predilección, levantó un templo para cada una. De Anat llegó a afirmar más tarde que era hija del dios egipcio Ptah. ¿Por qué razón Ramsés no iba a dar a una de sus hijas el nombre de la diosa? —¿Cómo hija? Yo creía que era su esposa. —Ambas cosas, respetado colega, ambas cosas. Bent-Anat fue su hija y su esposa. El profesor alzó la mirada como si quisiera decir: «Por Alá, ¡vaya un tipo ese Ramsés!», pero guardó silencio. Entre los seis, Ahmed Abd el-Kadr, el catedrático y los mozos, sacaron la momia de la caja de madera en la que había sido transportada y la dejaron con cuidado, sobre la mesa blanca, en el centro del laboratorio. —¡Es un milagro! —exclamó el-Hadid y se quedó de pie ante el cuerpo embalsamado en actitud reverente. En sus veinte años de profesión había examinado muchas momias (sus investigaciones con las de los faraones le habían dado fama mundial) y, sin embargo, cada nueva momia aceleraba los latidos de su corazón, como le ocurría en esta ocasión. —¡Luz! —ordenó el patólogo y uno de los auxiliares encendió el foco que alumbraba la mesa. El profesor dirigió el haz de luz sobre la cabeza de la reina, cruzó los brazos sobre el pecho y contempló a Bent-Anat como si quisiera conversar con ella. Seguidamente cambió varias veces de posición, se agachó para examinarla algo más de cerca y otra vez volvió a sacar el pañuelo para secarse el sudor. Finalmente, el-Hadid bajó sus gruesas gafas hasta dejarlas casi sobre la punta de la nariz, colocó sus manos detrás de la espalda como si estuviera dando un tranquilo paseo y observó con todo detalle la dentadura bien conservada de la momia. Valoró el estado de cada diente uno por uno. Cuando se irguió de nuevo, dejó escapar el aire por las aletas de la nariz, lo que en una persona como él era señal de intensa tensión. —¿Su primera impresión? —quiso saber cuanto antes Abd el-Kadr. Se daba cuenta de su inconveniente precipitación, pero no podía contener la curiosidad. El catedrático dio dos pasos atrás y respondió: —¿No es como si aún estuviera viva? ¡Fíjese! A los mozos del museo les costaba trabajo conservar su actitud respetuosa. Se miraban entre sí sin entender nada. Por Dios Todopoderoso, ¿qué podía haber visto el profesor en esa cosa seca, carcomida y deformada para decir eso? Ninguno comprendía cómo era posible que un hombree famoso, respetado e instruido perdiera su tiempo con cadáveres secos como sarmientos. —Era todavía joven cuando murió —continuó el-Hadid después de una pausa larga e insoportable dedicada a la observación, que ni siquiera el director se atrevió a interrumpir—, sin duda no tenía aún los veinticinco años y debía de ser de agradable apariencia y muy aseada, todavía se notan restos de maquillaje en sus cejas. Nunca antes había visto algo así, verdaderamente increíble. —Lo absurdo es... —¿Sí? —Curioso, el profesor interrumpió al director del museo. —Lo absurdo es que debemos este descubrimiento al azar. Los que encontraron a Bent-Anat no fueron arqueólogos sino obreros de la construcción. Eso es agua en el molino de los que afirman que la arqueología es la ciencia de la casualidad. —Eso es algo de lo que puede acusarse a todas las ciencias exactas, sobre todo a las matemáticas. ¿O es que piensa usted que Tales de Mileto calculó mediante complicadas operaciones su célebre círculo o la ley del ángulo periférico? ¡Tonterías! Como se aburría clavó dos palos en la arena, los unió por medio de un semicírculo y descubrió que todos sus ángulos medían noventa grados. ¿Cree que el conocimiento tiene menos valor si se consigue casualmente? Ahmed Abd el-Kadr se encogió de hombros y contempló los largos dedos de la momia. Bent-Anat tenía los brazos cruzados sobre el pecho y esa postura le confería un aire enigmático. —A nadie se le hubiera ocurrido buscar la tumba de una esposa del gran Ramsés en Abu Simbel. Habría sido más lógico hacerlo en el Valle de las Reinas de Deir el—Medina. ¿Pero por qué se encontraba allí?... —Probablemente, el faraón tuvo alguna razón para enterrar en ese lugar a su hija y esposa. —Seguro, ¿pero cuál? —Mire usted —dijo el-Hadid y se acercó un paso al director—, la investigación de ese motivo será un tema de trabajo para la ciencia y, ¡por Alá!, es posible que también la casualidad sea la que nos ayude a descubrirlo. Con un movimiento de cabeza rápido y enérgico se colocó las gafas de nuevo en la punta de la gruesa nariz. Después, con unas pequeñas pinzas, le arrancó a la momia un solo cabello, lo cortó y lo depositó en un pequeño recipiente de cristal redondo. Hizo lo mismo con un trozo de venda y una muestra de piel que tomó de debajo del brazo. Cerró el frasco con su tapa, lo aseguró con una tira de cinta adhesiva y lo lacró a continuación. —La semana próxima tendrá usted los primeros resultados del laboratorio. Las pruebas de este tipo constituyen una rutina para un experto en momias. Con ayuda del examen de la piel, el pelo y el tejido el patólogo determinaría la antigüedad, el origen e incluso las enfermedades que sufrió en vida aquel ser embalsamado. El-Hadid propuso que después de tener las primeras conclusiones de los análisis se sometiera a la momia a una observación por rayos X para luego decidir si debían realizarse nuevas pruebas y sobre todo para saber si era necesario quitarle las vendas, lo que podía aportar conocimientos muy importantes. Terminado el trabajo, los mozos volvieron a colocar la momia en su ataúd de madera y el-Kadr clavó la tapa. Después, todos abandonaron el laboratorio y salieron al exterior por la oxidada escalera. En el jardín del edificio los recibió el bullicio del tráfico y tuvieron la impresión de que acababan de regresar de otro mundo y otra época. Los ayudantes se pudieron marchar y el-Kadr y el catedrático recorrieron juntos un trecho del camino polvoriento sumidos en sus propios pensamientos y poseídos de una extraña inquietud. —Sé lo que piensa en estos momentos —comenzó el-Hadid—, creo que es lo mismo que tengo yo en mente. Se hace algo diez veces, veinte veces y, sin embargo, en cada ocasión se siente la misma sensación de que se está haciendo algo incorrecto, ¿no es así? Ahmed el-Kadr se detuvo. —Exactamente eso es lo que venía reflexionando. En estas situaciones siempre me siento un intruso, un profanador sacrilego. —¿No es un objetivo de la ciencia investigar el pasado de la humanidad? —El profesor sacó del bolsillo de su chaqueta el pequeño recipiente de cristal precintado, lo puso delante del rostro del arqueólogo y añadió—: ¡Créame, en este frasquito hay más conocimiento que en el cerebro de un filósofo! El-Kadr alzó los hombros. Le costaba trabajo asimilar las ideas del patólogo, pero le tranquilizó observar que también él tenía escrúpulos. Andaron juntos un rato más hasta la elevada puerta de hierro del jardín. Allí sus caminos se separaron. 39 Aquella noche, en el Instituto Arqueológico tuvo lugar un extraño encuentro que provocó movimientos de cabeza y risas despectivas cuando fue conocido al día siguiente porque el hombre que contó la historia, aunque estaba bien considerado, tenía fama de estar un tanto chiflado. Se llamaba Youssef y era tan viejo que ni siquiera él mismo sabía su edad, pero tenía dos esposas en plena juventud y siete hijos a los que mantener, por lo que no podía pensar en jubilarse. Desempeñaba desde hacía muchos años el cargo de vigilante nocturno con gran eficiencia y seriedad y cada mañana daba el parte de su trabajo escrito con todo detalle. Youssef parecía un fantasma cuando paseaba con su linterna por los interminables y oscuros pasillos del instituto con una larga galabiya blanca que ocultaba su pata de palo y un bastón en la mano izquierda, que le había «requisado» a un coronel inglés cuando éstos se retiraron del canal. El ruido de sus pasos mientras realizaba la ronda era igualmente siniestro y capaz de poner en fuga a cualquier intruso. Por si eso fuera poco, Youssef poseía la penetrante voz de un almuecín y solía hablar solo. Conversaba con las paredes, las puertas y los armarios, pero sobre todo lo hacía consigo mismo y tenía un infinito repertorio de leyendas. Todas estas características no daban pie, precisamente, a que los demás empleados del instituto se lo tomaran muy en serio. Por eso, atribuyeron su historia a la excitación que supuestamente le produjo la presencia de la momia en el laboratorio. Ocurrió, según expuso Youssef, que poco después de la medianoche cuando controlaba los almacenes del piso superior le llamó la atención un ruido como el que produce un cristal al romperse. Al principio todo continuó tranquilo, pero al cabo de un par de minutos oyó pasos. Un hombre había entrado con violencia provisto de una linterna y, como quien sabe perfectamente adonde va, encaminó sus pasos al laboratorio, abrió la puerta con una palanca y sin molestarse en volver a cerrarla pasó al interior... Por esa razón cuando Youssef se acercó con cautela al laboratorio pudo ver claramente lo que ocurría dentro. El intruso, vestido con un traje muy holgado, se aproximó a la caja de madera donde se encontraba la momia y, con notable torpeza, consiguió abrir la tapa. La apartó a un lado y dirigió hacia el interior la luz de su linterna. El sonido que dejó escapar al ver su contenido resonó como el grito de dolor de una parturienta, un quejido que él conocía bien porque lo había oído siete veces y lo había sentido como en su propio cuerpo, por lo que se hallaba en condiciones de establecer la comparación. Youssef dedujo por el chillido que el extraño ladrón, ¡por las barbas del Profeta!, no podía ser un hombre sino una mujer con ropas de varón. Le pareció que la intrusa le hablaba a la momia en un idioma que no entendía y que desde luego no era inglés. Y cuando vio que ésta se disponía a tocar el cadáver embalsamado, así lo escribió en su informe, se pasó su bastón inglés de la mano izquierda a la derecha con la intención de usarlo para obligarla a confesar. Sin embargo se dio cuenta enseguida de que ésta no pretendía causar daño alguno por el cuidado que tuvo cuando tocó la momia varias veces. Al hacerlo, tembló como una anciana pese a que tenía los ágiles movimientos de una persona joven. Estas observaciones y la seguridad de que la extraña no tenía intención de causar ningún mal hicieron que Youssef desistiera de emplear la violencia, sobre todo cuando vio que volvía a colocar la tapa de la caja en su sitio. La mujer debió de lastimarse al hacerlo, pues se le escapó un grito contenido, como una hilandera al pincharse con el huso, y sacó un pañuelo, parecido al que utilizaba la gente distinguida de la isla Gerisa del Nilo, y se envolvió la mano con él. Youssef se escondió en un entrante al otro lado del pasillo para ver qué dirección tomaba la extraña criatura. Un ladrón que se introduce en una casa utiliza siempre para salir el mismo camino por el que ha entrado. Así, pudo observar que la mujer abandonaba el instituto por el acceso lateral que daba al jardín y que normalmente se encontraba cerrado por dentro con un cerrojo. Cuando Youssef inspeccionó la puerta se dio cuenta de inmediato de que uno de los cristales opacos estaba roto y que la intrusa había metido la mano desde fuera para descorrer el pestillo e introducirse en el interior. Nadie quiso creer la historia del pobre Youssef que escribió en su libro especial de informes con un lenguaje florido y ampuloso. Cuando Abd el-Kadr y el catedrático se enteraron de la noticia corrieron al lugar del suceso, lo comprobaron todo personalmente y no pudieron apreciar el más mínimo cambio en la momia. Intercambiaron unas palabras con el vigilante nocturno, cuya presencia debió de hacer que el intruso emprendiera la fuga. Ni el-Kadr ni elHadid vieron las tres gotas de sangre que habían quedado en el suelo embaldosado del laboratorio. Youssef se disgustó al comprobar que no se le tomaba en serio y decidió que en adelante no volvería a escribir más informes, pues era como arrojar perlas a los cerdos si después nadie los tenía en cuenta. Pero el suceso de la noche siguiente parecía indicado para hacer que se olvidara de sus propósitos. Casi a la misma hora que en la ocasión anterior, unos débiles martillazos, que semejaban proceder de la entrada lateral, despertaron la atención de Youssef. Corrió hacia la puerta todo lo deprisa que le permitió su cojera y su deseo de no hacer ruido y cuando llegó apagó su linterna para no ser descubierto. Desde fuera alguien intentaba arrancar la plancha de madera que cubría provisionalmente el hueco dejado por el cristal roto. Una vez más Youssef se cambió el bastón de mano y retrocedió unos pasos. Oyó cómo la puerta se abría y se cerraba casi enseguida. En ese momento encendió su lamparilla y gritó con su voz penetrante: —¡Alto, ni un paso más! Para él estaba claro que no podía ser otra que la intrusa de la noche anterior y, en cuestión de segundos, le vino a la cabeza la idea de que la visita previa no había sido más que un reconocimiento del terreno para preparar el golpe. Por ese motivo, creyó conveniente actuar con la mayor precaución. Youssef se quedó enormemente confuso cuando advirtió que la mujer, que vestía el mismo traje de hombre de la noche anterior que ahora podía observar a la luz de su linterna, iba desarmada y parecía temblar de nerviosismo. Tampoco mostró la menor intención de huir, lo que le hubiera sido fácil, sino que dio un paso con un gesto de sumisión en dirección al vigilante. —¡Alto, ni un paso más! —repitió Youssef. La mujer lo obedeció. —¿Qué busca aquí? ¡La vi la noche pasada! La desconocida no pareció sorprenderse. —Es sólo por la momia —respondió. Sus palabras sonaron como una excusa. —¿Y?... —preguntó el vigilante. Sacudió la cabeza vacilante y pretendió marcharse. —¡Quieta, quédese donde está! —gritó Youssef con su voz de acero. El tono enérgico surtió efecto. Eso le dio valor y repitió su pregunta: —¡Lo que quiero saber es qué busca usted aquí! La mujer metió la mano en su chaqueta. El vigilante nocturno se la quedó mirando inmóvil incapaz de reaccionar creía que seguidamente iba a sonar un disparo y que sería lo último que oiría en su vida. Por eso tardó en cornprender lo que en realidad sucedía. La intrusa había extraído un billete norteamericano de su bolsillo —Youssef se encontraba demasiado confuso y asustado para observar de cuántos dólares era—, lo sostuvo delante de sus ojos como si fuera un trapo y murmuró: —Sólo quiero ver la momia una vez más. El vigilante miró alternativamente el rostro de la desconocida y el dinero que tenía en la mano. La expresión de la mujer daba a entender que hablaba en serio. Y, por lo que él pudo comprobar, el billete era de veinte dólares. «¡Veinte dólares —pensó—, Alá está conmigo! ¡El sueldo de todo un mes!» Youssef hubiera querido saber por qué la mujer era tan generosa; sin embargo, un número desconocido, pero grande, de años de experiencia lo había convencido de que es poco provechoso preguntar los motivos que llevan a una persona a mostrarse espléndida. Para la mayoría de la gente, la generosidad es cuestión del momento y éste era uno de ésos. El vigilante cogió el billete y dijo: —Venga usted, mistress. 40 No faltó mucho para que Jacques Balouet acabara con la vida del coronel Smolitschew con el golpe de un pesado jarro de porcelana en la casa del pintor Abdel Aziz Suheimy. Jacques y Raja Kurjanowa estaban convencidos de que habían sido seguidos por el jefe del KGB en Asuán y sabían lo que eso significaba para ellos. Pero antes de que Balouet pudiera atacar al coronel, que se encontraba tendido en el suelo, éste logró liberarse; sin embargo no intentó escapar ni tampoco revolverse contra ellos, sino que les rogó casi sin respiración todavía y con un tono de voz totalmente extraño en un hombre como él que le escucharan unos instantes. Seguidamente les contó sin grandes rodeos que, precisamente a causa de su fuga, él también había caído en desgracia en Moscú, le ordenaron regresar y decidió seguir el mismo camino que ella: desaparecer. Raja, de naturaleza mucho más desconfiada que Balouet, no quiso creerle. Tenía tantas malas experiencias con la gente del KGB que le pidió al coronel una prueba de que era verdad lo que les decía. Smolitschew no disponía de ninguna. No obstante, le pidió a su antigua agente que no lo delatara. Un auténtico espía del KGB siempre puede demostrar lo que dice por falso que sea. Balouet dedujo entonces que era probable que el coronel estuviera declarando la verdad. De hecho, Smolitschew estaba muy distinto. La joven no recordaba haber visto nunca a nadie que cambiara tanto en tan poco tiempo; costaba trabajo creer que el coronel estuviera fingiendo. Su rostro siniestro, autoritario y la mirada escrutadora y penetrante de sus ojos duros se habían disuelto en el miedo. Smolitschew permanecía con la vista baja y la mirada huidiza, como si quisiera esconderse de su interlocutor, todo lo contrario de antes. Sus movimientos enérgicos y casi violentos del pasado se habían vuelto más suaves y precavidos y su forma de andar parecía la de un anciano. Aunque sólo hacía unos pocos meses que lo habían visto por última vez, el coronel parecía haber envejecido muchos años. Ahora, el temido y agresivo jefe del KGB parecía suplicar compasión. Naturalmente, ni Raja ni Balouet sentían la menor pena por él y, al principio, Jacques pensó incluso en vengarse y denunciarlo sin dar la cara. Pero el coronel insinuó que poseía muy buenos contactos entre las autoridades egipcias y que tenía la intención de conseguir de éstas la documentación necesaria. Además podía acceder a una cuenta en un banco, en la que había unos cien mil dólares, cuya existencia no conocía nadie. Pese a la desconfianza que sentían, Smolitschew podía serles útil. Jacques se interesó principalmente por el depósito bancario, pues en El Cairo cualquier cosa podía conseguirse con los dólares necesarios. El coronel no quiso decirles en qué banco de la ciudad se encontraba el dinero ni cómo se podía disponer de él, pero cuando Balouet declaró que creía que estaba mintiendo, sacó del bolsillo un fajo de billetes y los puso delante de ellos sobre la mesa con la observación de que si necesitaban más, sólo tenían que hacérselo saber. Todos los que han tenido algo que ver con el KGB saben que el servicio secreto soviético falsifica dólares y no demasiado bien, por lo que algunos de sus agentes habían sido descubiertos. Por esa razón, Raja rechazó el dinero y lo dejó intacto mientras declaraba que eso era un truco. ¿Quería atraerlos con dólares falsos para hacerlos caer en una trampa? El coronel respondió que él mismo utilizaba ese dinero y que podían estar seguros de que, en su actual situación, no se iba a arriesgar con moneda falsa. En la conducta del coronel Smolitschew había naturalmente bastante egoísmo. Al día siguiente de su encuentro, les confesó que su intención era recabar en París y una vez allí, tal vez ellos —una mano lava la otra— podían ayudarle si ahora él utilizaba su influencia y sus contactos en El Cairo para facilitarles una documentación falsa y el dinero que necesitaran. Jacques fue aumentando poco a poco su confianza en el coronel, pero la joven, por el contrario, continuaba escéptica y opinaba que un cerdo como Smolitschew no se transforma de la noche a la mañana en una mansa paloma, y era necesario por lo tanto someterlo a prueba. ¿Pero cómo hacerlo? Raja y Balouet decidieron en consecuencia ser muy precavidos con el ruso. Exteriormente fingían confiar, pero cuando hablaban con él se pensaban dos veces cualquier palabra y seguían tratando por cuenta propia de obtener los pasaportes para salir del país. La solución para conseguirlos se presentó de forma más sencilla de lo que habían esperado. Llevaban dos días en aquella pensión sin nombre cuando una mañana Abdel Aziz Suheimy llamó a la puerta de su habitación y les anunció que tenían una visita. Hassan, el taxista que los había llevado hasta allí, quería hablar con ellos, ¿podía dejarlo entrar? Hassan los sorprendió con la noticia de que había encontrado a un hombre, un verdadero artista, capaz de falsificar un pasaporte de cualquier país del mundo tan bien que era imposible diferenciarlo de uno original. Para confeccionar dos documentos necesitaba dos semanas y pedía mil dólares norteamericanos. Él, Hassan, se conformaba con una pequeña comisión, digamos del veinte por ciento; la tercera parte pagadera de inmediato y el resto a la entrega de la documentación. Balouet rechazó la oferta; el precio exigido era demasiado alto. Y, además, puso como condición examinar una muestra del trabajo del «artista». La actitud del francés no molestó en absoluto a Hassan, todo lo contrario, los hombres que pagan sin discutir se consideran en Egipto poco dignos, sin voluntad y hasta descorteses. En consecuencia, el taxista regresó al día siguiente con una prueba y una rebaja en la oferta: ochocientos dólares para el «artista» y ciento cincuenta para él. Finalmente llegaron a un acuerdo: setecientos cincuenta dólares para el falsificador y cien de comisión para Hassan. El pasaporte francés que le presentaron como muestra estaba expedido a nombre de Francois Brasse, nacido el 7 de octubre de 1921 en Grenoble, domiciliado en esa ciudad, calle de las Naciones núm. 147 y parecía tan auténtico que Balouet llegó a dudar de que no lo fuera. Finalmente, el taxista llevó a Jacques y a Raja a una droguería situada cerca de la pensión. Grandes botellones redondos de agua de colonia adornaban el escaparate. La estrecha tienda estaba tan llena de estanterías y vitrinas de vidrio que apenas ofrecía espacio para cinco clientes. Al entrar Hassan con los dos extranjeros, el perfumista abrió una parte del mostrador e invitó a la pareja a pasar a la trastienda. En la penumbra vieron un viejo diván, pero cuando el tendero encendió la luz descubrieron que se trataba de un taller de fotografía. Sobre un imponente trípode de madera había una anticuada cámara con su bolsa de tela negra. Dos focos con grandes bombillas redondas y unas pantallas de cartón negro revestidas de papel de estaño servían para la iluminación. El droguero se mostró bastante diestro en el manejo de la luz y la cámara a la hora de tomar las fotografías para el pasaporte, faena que terminó cada vez con un chasquido y una mirada a una de las pantallas de aluminio. Mientras contemplaba el trabajo del fotógrafo, Balouet fue consciente de que hasta entonces Smolitschew no les había pedido sus datos personales ni las fotos para la documentación. Eso reforzó su desconfianza y tras cambiar impresiones con Raja decidieron no descuidar la vigilancia del coronel. Entre los huéspedes anónimos que vivían en casa de Suheimy no existía el menor contacto. Por lo que el periodista pudo determinar, después de una semana de estancia, que en la pensión del pintor vivían unos diez inquilinos de pago, entre ellos dos matrimonios. Por lo general, se evitaban unos a otros y la mayoría ni siquiera parecía dispuesta a intercambiar un saludo cuando se encontraba con otros residentes en alguno de los oscuros pasillos. A Smolitschew no había forma de verlo, así que Balouet se decidió a preguntar a Abdel Aziz Suheimy qué había sido del hombre mayor con aspecto de ruso que ocupaba la habitación enfrente de la suya. El pintor estaba bien informado sobre los usos y costumbres de sus huéspedes y ante la insistencia del francés le respondió que aquel caballero tenía unos extraños hábitos: nunca abandonaba su habitación durante el día; regularmente, salía de la pensión después del atardecer, a eso de las nueve, y raramente regresaba antes de medianoche. Sus horarios, añadió Aziz, le traían sin cuidado mientras pagara su alquiler con puntualidad. Sin embargo le preguntó cortésmente a Jacques si es que había tenido algún problema con él. Éste le contestó que el único motivo de su interés era la impresión misteriosa que causaba y su aspecto de ruso. Abdel Aziz Suheimy acabó con ese gesto teatral de ignorancia que suelen hacer los egipcios, que consiste en elevar los ojos al cielo y volver las palmas hacia arriba como hiciera el profeta Mahoma ante la visión de Alá el Todopoderoso. Él no se interesaba por los habitantes de su casa; al fin y al cabo todos ellos eran criaturas de Dios, incluso los rusos, que negaban su existencia. Había alojado a otros soviéticos en su casa en muchas ocasiones y jamás le habían dado motivos de queja. De todos modos, con su pregunta Balouet logró averiguar cuándo Smolitschew solía salir de la pensión. Y además, no le quedó la menor duda de que Suheimy sabía sobre el coronel mucho más de lo que admitía y de que él y Raja también estaban siendo observados. Consecuentemente, toda precaución era poca. Un día por la tarde se dedicaron como discretos turistas a visitar los lugares típicos de El Cairo. La mezquita de Hassan, donde según la tradición se conservan las reliquias del Profeta y la cabeza de su nieto, no se encontraba lejos de su refugio, como tampoco lo estaba la Mezquita Azul en Sharia Bab el-Visir. Jacques y Raja no regresaron a la pensión antes de que se hiciera de noche, contrariamente a lo que era su costumbre, sino que se quedaron en un lugar desde el que podían observar la tienda de tapices que servía de entrada a la casa de Suheimy. En las partes en que el estrecho callejón no estaba protegido del sol implacable por lonas grises, el cielo brillaba con un claro color turquesa; por el contrario, sobre la calle ya se había extendido la oscuridad. Las farolas y las lamparillas en las ventanas le daban a la sucia ciudad el aspecto encantado de un fabuloso decorado teatral por el que pululaban los figurantes que, aparentemente, iban de un lado para otro sin ningún plan preestablecido. En el aire se mezclaba el olor de la comida de las cocinas con el dulce perfume de los pastelillos y el aroma áspero del cuero y la lana teñida. Poco después de las nueve de la noche, Smolitschew salió de la tienda de alfombras. El coronel resultaba casi imposible de reconocer. Por lo que podían ver desde aquella distancia, se había cortado las espesas cejas negras, lo que le daba un aspecto más juvenil, además vestía un traje de lino claro y un sombrero de paja, que le confería distinción y toda la apariencia de un turista occidental. Smolitschew parecía seguro de lo que hacía. Sin mirar hacia atrás, cruzó la estrecha calle del mercado y torció a mano derecha hacia Sharia el-Kabir, donde los vociferantes vendedores y los pequeños comercios daban paso a establecimientos más elegantes. En los escaparates de estas tiendas se ofrecían tejidos, ropas, zapatos y otros artículos de cuero. La hora de las ventas había pasado ya. Después del atardecer ningún egipcio se compra ropa, pero sería una ofensa para el honor de un mercader cairota cerrar la tienda simplemente por esa razón. Los comerciantes se reunían entonces delante de sus establecimientos con vecinos, clientes y su personal para dedicarse al ocio y sobre todo a la conversación, una actividad social que allí era practicada principalmente por los hombres. Smolitschew descendió por la calle con las manos cruzadas detrás de la espalda y a pasos mesurados, seguido a distancia segura por Balouet y Raja, que no querían ni perderlo de vista ni ser descubiertos. El coronel se detenía de vez en cuando delante de un escaparate como si le llamase la atención lo que había en él, pero Jacques pensó que no le interesaba nada de los mismos, sino su propia imagen reflejada en ellos. El coronel Smolitschew continuó su camino, cambió dos o tres veces de acera y abandonó la ancha Sharia elKabir para cruzar un arco elevado que había a la derecha y entrar en un callejón angosto. Para Raja y Balouet el riesgo de ser descubiertos era mayor que en la calle comercial, mucho más ancha. Por otra parte, obligados a mantenerse a más distancia, aumentaba el peligro de perderlo de vista. Smolitschew había penetrado unos cien metros en la calleja cuando desapareció corno tragado por la tierra. La pareja dirigió sus pasos hacia el lugar donde vieron a Smolitschew por última vez. A la izquierda se alzaban varios bloques estrechos y altos, que en El Cairo se construyen en pequeñas manzanas de dos o tres edificios, lo que provoca frecuentes derrumbamientos. A la derecha, también había casas de viviendas, menos una en cuyo piso bajo se había instalado un café. Una fuerte música salía del interior. Tres hombres con instrumentos de viento y de cuerda divertían a los clientes con su melodía lastimera, o al menos así sonaba a oídos europeos. Dos escalones de piedra conducían a un pequeño zaguán con mesitas decoradas y brillantes cafeteras de cobre. Una artística celosía de madera, pintada con pámpanos, flores y arabescos, impedía la visión del salón interior, al que sólo podía llegarse por un arco cubierto con una cortina de cuentas de colores, situado a la derecha del vestíbulo. A Jacques le pareció aconsejable no seguir adelante. Si el coronel los descubría, sabría de inmediato que lo estaban espiando y en el futuro pondría mayor cuidado. Salieron de nuevo a la calle y se refugiaron en la oscuridad de un portal desde donde podían observar la salida del local mientras cambiaban impresiones sobre lo que debían hacer. No podía ser una casualidad que Smolitschew saliera de la pensión precisamente para visitar un establecimiento como aquél, un tanto apartado y sólo frecuentado por nativos. Un coronel del KGB, aun después de haber dejado la organización, seguía manteniendo suficientes relaciones y, por lo visto, contactos con egipcios. Al cabo de media hora en aquel incómodo puesto de vigilancia, Balouet expresó su deseo de cambiar a un cómodo asiento en uno de los numerosos y pequeños restaurantes de la Sharia el-Kabir, pero Raja lo retuvo. Decidió con su peculiar sentido de desconfianza que debían esperar hasta que Smolitschew volviera a salir del café y rehusó enérgicamente la observación de Jacques de que podía tardar varias horas. El argumento de la joven sonaba razonable: un agente del KGB no se pasa horas en un lugar público y si era coronel y ruso, menos aún. Había transcurrido apenas una hora y Balouet estaba a punto de protestar por la tozudez de Raja cuando apareció Smolitschew en la puerta del establecimiento. Llevaba el sombrero en la mano derecha y parecía de excelente humor. —¡Raja! —exclamó el periodista sin poderse contener señalando la entrada del café. La joven, a la que había empujado con el codo para que retrocediera al interior del portal, se quedó muda de asombro mirando a la mujer que salía del local detrás del coronel: ¡Hella Hornstein! Asombrados, casi fuera de sí por la sorpresa vieron cómo el coronel se despedía de la doctora Hornstein insinuando un beso en la mano, lo que a Balouet, como buen francés, le pareció lógico, mientras que para la joven rusa la conducta de Smolitschew resultaba no sólo poco natural sino tan ridicula que estuvo a punto de soltar una carcajada. Mientras el coronel Smolitschew tomaba el mismo camino por el que había venido, Hella Hornstein se alejó en dirección contraria. Aunque Jacques y Raja se hallaban muy lejos de encontrar una explicación para aquel extraño encuentro, les bastó una mirada cómplice para seguir a distancia prudencial, no al coronel, sino a la doctora. Se sorprendieron al observar la desenvoltura de la médica de Abu Simbel por aquellos callejones desiertos de la ciudad vieja de El Cairo. Sobre todo una europea necesitaba mucho valor para andar sola por un barrio como ése a aquellas horas de la noche. En la Sharia el—Ashar, una calle muy transitada que va en línea recta hacia la mezquita del mismo nombre, Hella se dirigió a una parada de taxis y subió a uno de esos viejos coches. Balouet y Raja la siguieron en otro. Un recorrido en taxi por El Cairo es siempre una aventura y perseguir a otro puede llegar a ser una empresa suicida y exige del conductor la destreza de un verdadero artista. Jacques o, mejor dicho, el billete de una libra que agitaba en la mano a la vista del chófer hizo que éste se olvidara de todas las normas de circulación y de los demás vehículos con la excepción del que debía seguir. Éste se dirigió por la Midan el-Ataba y pasó por delante del pomposo edificio de Correos y la famosa Ópera hasta la Sharia Imad ed-Din que desemboca directamente en la más bella de las calles de El Cairo, la Sharia Ramsis, próxima a la estación principal de ferrocarril. Hella Hornstein se bajó del vehículo junto a una de las entradas laterales de la estación. Raja se quedó dentro del suyo para no perder de vista el taxi, que seguía esperando a la doctora, mientras Balouet se fue siguiéndola. Hella se dirigió a la parte de atrás de un edificio anexo donde se encontraba, en una sucia pared, la consigna. Extrajo una bolsa de viaje y una maleta negra de una taquilla y con ese equipaje regresó a su taxi. Reanudó el viaje, en esta ocasión en dirección oeste hasta llegar cerca del puente del Veintiséis de Julio y tomó el carril de entrada al hotel Ornar Khayyam, un palacio construido un siglo antes y que desde entonces ha tenido una trayectoria muy agitada. Situado en un parque entre altas palmeras y alegres fuentes parece un paisaje de Las mil y una noches. Desde una distancia segura, Jacques y Raja observaron cómo el taxista llevaba el equipaje de Hella desde el coche hasta la recepción. La doctora causaba la impresión de estar muy segura de sí misma, pagó al chófer y desapareció en el interior del hotel. Balouet y su compañera sabían ya dónde se alojaba la doctora Hornstein, pero continuaban ignorando el motivo de su encuentro con Smolitschew, que despertó en ellos, como es natural, una larga serie de preguntas. Raja fue la primera en plantear la posibilidad de que la doctora también hubiera trabajado para el coronel y el KGB. Formaba parte de la estrategia del servicio secreto soviético tener varios agentes dedicados al mismo objetivo sin que ninguno conociera la existencia de los otros. Jacques temió en esos momentos que durante todo el tiempo en que actuó como infiltrado en Abu Simbel hubiera sido espiado a su vez por la doctora Hornstein. Eso podía explicar la misteriosa aparición del coronel Smolitschew en Abu Simbel, que les habría pasado inadvertida si Raja no lo hubiese reconocido en una fotografía. ¿Cómo situar el encuentro nocturno de Smolitschew y la doctora Hornstein en un café de El Cairo en aquel rompecabezas? ¿El coronel los estaba engañando? ¿Su proclamada expulsión del KGB no sería un señuelo para hacerlos caer en una trampa? —Tengo miedo —confesó la joven rusa mientras Balouet le daba instrucciones al taxista para que los retornara a la pensión de Suheimy. 41 A las siete en punto, el revisor llamó a la puerta del cornpartimento del coche-cama en el que viajaba Kaminski. —¡Señor, son las siete! Me dijo usted que lo despertara. —¡Gracias! —respondió Kaminski todavía medio dormido. El día anterior había comprado un billete de primera clase con litera con la esperanza de dormir durante el viaje y a las siete de la tarde se subió en Asuán al tren nocturno para El Cairo. El departamento del vagón, de origen húngaro, era bastante cómodo. Un asiento tapizado de terciopelo rojo se transformaba en cama durante la noche. Había un armarito para la ropa con puertas corredizas tras un pequeño biombo de madera y en el rincón de la izquierda, junto a la ventana con cortinas enrollables, se encontraba una vitrina con espejo que, presionando un botón, se transformaba en un diminuto lavabo. Sin embargo, las vibraciones, el traqueteo y las sacudidas del tren apenas permitían conciliar el sueño a un europeo no acostumbrado. Cuando estaba a punto de quedarse dormido, acunado por el ritmo monótono de las ruedas, el chirrido de los frenos volvió a despertarlo. Kaminski miró por la ventanilla y vio que habían llegado a Luxor, donde tenían que cambiar de locomotora. —¿Dónde estamos? —le preguntó Kaminski a través de la puerta cerrada al revisor. —Entre Asiut y Minia, míster. ¿Desea café o té para el desayuno? —Iré al vagón restaurante —repuso Kaminski, que consideró que le sería imposible en esa estrecha cabina llevarse a la boca una taza llena sin derramarla. La higiene matutina exigía la habilidad de un equilibrista y la agilidad de un yogui. Del anticuado y brillante grifo niquelado del lavabo apenas goteaba un hilillo de agua. Kaminski la recogía entre sus manos, pero cada vez que intentaba llevársela a la cara un movimiento inesperado del tren sobre los desiguales raíles impedía que el agua le llegara a los ojos. En tales circunstancias era absurdo pensar en afeitarse. Y así, no del todo despierto y un poco malhumorado, Arthur Kaminski se dirigió al coche restaurante. El humo llenaba el vagón a consecuencia de las inútiles tentativas de tostar el pan sin quemarlo. Arthur se sentó a una mesa con mantel blanco, pidió un té y, en vista de la humareda, pan blanco sin tostar, que le sirvieron con una mermelada amarilla. No había otra cosa. Mientras comía se dio cuenta de que lo observaba un joven más bien grueso y con el pelo oscuro y rizado, pero como en los últimos tiempos siempre se sentía vigilado, apartó la idea y siguió tratando de comerse aquel pan, tan poco apetitoso como la mermelada y la mantequilla que lo acompañaban. —Excuse me! —De repente vio delante de él al joven que lo había estado mirando—. Perdone, ¿me permite que me siente con usted? —No puedo impedírselo —gruñó el ingeniero de mala gana. —Me llamo Mike Mahkorn y soy periodista. Vengo de Alemania. —Al ver que su interlocutor no reaccionaba continuó—: Usted es Arthur Kaminski, el hombre que descubrió la momia de la reina. —No, no soy Kaminski y desde luego no sé de lo que me está hablando, señor... —Mahkorn, Mike Mahkorn. —Tampoco me interesa su nombre. Lo único que quiero es desayunar tranquilo, si me lo permite. El desconocido insistió con tozudez y mientras sacaba del bolsillo un recorte de un periódico alemán dijo casi como un reproche: —¡Óigame, señor Kaminski, he volado tres mil kilómetros, me he pasado toda la noche en este maldito tren sin pegar ojo y todo para hablar con usted! El reportero dejó el papel sobre la mesa al lado de la taza de té de Arthur. Bajo el título «El tesoro de Abu Simbel» había un artículo a tres columnas con una fotografía suya y al pie se leía: «Arthur Kaminski: ¿Descubridor o embaucador?». Kaminski echó una ojeada al reportaje, sin que el periodista le quitara la vista de encima. Finalmente, el ingeniero levantó la mirada y le preguntó en tono conciliador: —¿Y qué es lo que quiere saber? Aquí ya lo dice todo. Agitó el recorte con aire indiferente, pero en realidad estaba tan asustado que le hubiera gustado poder levantarse y desaparecer de allí sin más, ¿pero le habría servido de algo? Mahkorn sonrió con suficiencia. Estaba seguro de conseguir lo que quería y de que Kaminski no se le iba a escapar. —Sencillamente quiero saberlo todo, ni más ni menos. Por ejemplo, el papel que la doctora Hornstein ha desempeñado en todo este asunto. —¡Deje a esa señora al margen! —se enfureció Arthur. El joven no se amedrentó. —Se comenta que usted actuó motivado por su, digamos, afecto hacia esa mujer y porque ella era, precisamente, la que deseaba que el hallazgo de la momia se mantuviera en secreto. ¿Es eso cierto? ¿Por qué lo hizo, señor Kaminski? El ingeniero masticó un trozo de pan casi sin saborearlo. Una vez más movió su taza de un lado a otro y mientras observaba por la ventanilla el paisaje amarillo y verde de la orilla del Nilo, que pasaba ante sus ojos como en la pantalla de un cine, comentó sin responderle: —Por lo que sé, la momia ha sido trasladada a El Cairo. Ya no tengo nada que ver con eso, así que déjeme en paz. Hasta entonces, Arthur nunca había tenido que vérselas con un reportero de prensa; no sabía cómo tratar con esa gente y por esa razón se encontraba desde el principio en inferioridad de condiciones frente a Mahkorn. Éste sacó un purito de una pitillera de metal negra y dorada, lo encendió y soltó el humo seguidamente. —Supongo que no le molestará. —Y sin esperar respuesta continuó—: Mire, señor Kaminski, usted puede seguir haciendo como que no sabe nada, naturalmente; pero no crea que eso le va ayudar en el futuro y menos aún que le vaya a dejar fuera del asunto. Si no me da ninguna información, me veré obligado a recurrir a la imaginación. Y las especulaciones pueden ser para usted mucho más desagradables que la verdad. De un modo u otro tengo que escribir mi artículo, aunque sólo sea para recuperar los gastos y cobrar las dietas. Tenga la segundad de que será así, señor Kaminski. La amenaza del periodista, tan vulgar como desvergonzada, no dejó de causar su efecto. Arthur reflexionó; no sabía de qué información disponía Mahkorn, pero era lógico temer que aquel joven pudiera causarle mucho daño. Por otra parte, tenía interés en saber si conocía el paradero de Hella Hornstein. No podía sacarse a Hella de la cabeza y a medida que iba transcurriendo el tiempo desde aquella horrible noche en el hotel de Asuán, el recuerdo de lo ocurrido se iba haciendo menos siniestro y doloroso y ella parecía instalarse con mayor fuerza en sus pensamientos. Estaba seguro de que Hella no había querido matarlo, quizá sólo dejarlo fuera de combate para llevar a cabo algo que él no debía saber. Arthur se sintió invadido de nuevo por esa enigmática sensación de unión con Hella Hornstein que tanto le fascinaba, una especie de misteriosa relación que lo unía con el pasado y para la que no encontraba explicación. Instantes como ése se habían acumulado en los días anteriores y su reacción fue siempre la misma; Kaminski deseaba, por encima de todo, encontrarla. Una conversación con ella lo aclararía todo y la momia dejaría de ser un motivo de enfrentamiento entre ellos. Mike Mahkorn se dio cuenta de que su interlocutor estaba ensimismado en sus pensamientos y durante un rato lo dejó tranquilo, más que nada para no hacerlo enfadar. Su experiencia le decía que resultaba muy difícil hacer que una persona cambiase de opinión una vez que ha dicho que no. La reacción de Arthur cogió al reportero completamente por sorpresa. —¿Y por qué me pregunta a mí? —inquirió Kaminski—. ¿Por qué no interroga a Hella Hornstein? Mahkorn respondió: —No sé dónde está la doctora Hornstein, su pista se pierde en Asuán. Es como si se la hubiera tragado la tierra. ¿Tiene usted idea de dónde se puede encontrar? El ingeniero apartó a un lado el plato y el cubierto del desayuno. —No —contestó adusto—. Y aunque lo supiese, lo más probable es que no se lo dijera a usted. Mi relación con Hella Hornstein es un asunto privado entre ella y yo. Sin quererlo, Arthur se había dejado arrastrar a la entrevista. Aunque no se daba cuenta, lo cierto es que estaba conversando con él. —Yo podría ayudarle a buscar a Hella Hornstein —se ofreció Mahkorn—, en el caso de que usted lo quisiera. Como sabe, los periodistas tenemos nuestros propios medios... Kaminski prestó atención, había oído hablar mucho de reporteros que lograron encontrar a personas desaparecidas en países extranjeros. Adolf Eichmann, el asesino de judíos, fue localizado por la prensa antes de que los servicios secretos dieran con su pista. Era posible que aquel agudo periodista pudiera ayudarle en la búsqueda de Hella. Personalmente, Arthur no sabía qué hacer para encontrar a Hella. ¿Debía buscarla en Luxor, en Asuán o tal vez en El Cairo?, ¿situarse en los lugares más concurridos y esperar por si pasaba por allí?, ¿preguntar en los hoteles uno por uno? Kaminski no tenía ningún plan, ni siquiera había pensado en ello. Posiblemente, aquel Mahkorn le llegaba como llovido del cielo. —Oiga —empezó el ingeniero—, usted está interesado en mi historia. —Por eso estoy aquí. —Y yo sólo deseo encontrar a Hella Hornstein; su reportaje me tiene totalmente sin cuidado, pero si el precio que debo pagar para que me ayude a dar con ella es ése, estoy dispuesto a hablar, a condición de... —¿A condición de qué? —... de que usted escriba la verdad, es decir, lo que yo le diga sin hacer ninguna especulación. Mahkorn le tendió la mano a Kaminski por encima de la mesa. —¡De acuerdo! —¡De acuerdo! —repitió Arthur. Naturalmente, éste no pensaba contárselo todo. No le hablaría de su dependencia de Hella, pero ¿por qué no decirle que quiso vender la momia? Las intenciones no pueden ser castigadas penalmente y la historia ya se consideraba probada en autos. A Kaminski no le quedaba más remedio que hacer una confesión pública. —¿Quiere usted mucho a esa mujer? —La pregunta de Mahkorn lo devolvió a la realidad. —Sí, la amo —respondió con seriedad—. Han ocurrido muchas cosas y tengo que hablar con ella. —¿Y dónde supone que puede estar? Quiero decir, ¿tiene alguna idea que nos sirva de punto de partida para nuestra búsqueda? Arthur adelantó el labio inferior y arrugó la frente. —Hella... la doctora Hornstein se comporta de forma imprevisible en los últimos tiempos. Dice y hace cosas que aparentemente carecen de toda lógica. Algunas veces llegué a pensar que había perdido la razón, sin embargo... —¿Sin embargo?... —Eso es imposible. Compréndalo usted, Hella Hornstein es una persona culta e inteligente. Nunca en mi vida he encontrado otra mujer en la que se unan en tal medida la belleza y la inteligencia. Mahkorn apoyó los codos sobre la mesa, dejó caer su cuerpo hacia delante y se quedó mirando el mantel lleno de manchas. Se veía que estaba entusiasmado con las apasionadas palabras del ingeniero. —Eso no tiene nada que ver con la inteligencia —opinó pensativo—. La experiencia dice que es precisamente la gente muy lista la que muestra rasgos esquizofrénicos. Son personas magníficas, jefes y líderes en sus profesiones, pero que en su trato con la familia y fuera del ambiente de su especialidad no pueden ser considerados normales. Esquizofrenia. La idea le golpeó como un mazazo. Ya había pensado en eso, pero no por Hella. Kaminski había reflexionado sobre su propio comportamiento y cada vez que lo hacía aparecía ante él el rostro grotesco de la momia contraído en una espantosa mueca como lo vio en la enfermería del hospital de Abu Simbel o en la cama cuando ocupó el lugar del cuerpo de Hella. Tal vez lo soñó... o quizá no. En todo caso, no podía negar que había vivido todo eso de un modo u otro. ¿No tenía motivos para pensar que también él sufría alucinaciones? «Las personas que dudan de su juicio —se dijo—, no son esquizofrénicas, sólo lo son las que afirman que están completamente cuerdas.» Arthur sentía cómo trabajaba su cerebro, cómo su memoria trataba de juntar fragmentos de ideas, de reunir datos que sirvieran para hallar una explicación, pero todos esos pensamientos no hacían más que atormentarle y se sintió tan nervioso y cansado que no pudo avanzar ni un solo paso más en sus reflexiones. El tren entró en Minia, una fea ciudad industrial capital de provincia. Faltaban aún tres largas horas para llegar a El Cairo. Kaminski y Mahkorn decidieron continuar su conversación en el compartimento. Mientras tanto, el revisor había vuelto a transformar la cama en un cómodo asiento, en el que ambos se sentaron de cara a la dirección de la marcha. Esa posición le vino bien a Kaminski, que de ese modo no se sentía observado por el periodista tan directamente como antes. Así, su conversación se desarrolló mientras miraban a través de las ventanillas. El verde de la vegetación y la perezosa corriente del río ejercían un efecto tranquilizador. Poco a poco, Arthur comenzó a tener cierta confianza en el tenaz reportero. Estaba contento de haberlo encontrado, pues hasta entonces jamás había tenido la posibilidad de hablar con una persona neutral sobre sus problemas con Hella. Aunque Mahkorn era joven, no debía de pasar de los veintiocho años, tenía mucha experiencia y parecía conocer a la gente. Su capacidad de desarrollar una idea y exponerla desde todo los ángulos hizo que Kaminski revisara su opinión sobre él. Mientras el tren corría hacia el norte ambos tenían la impresión de que la velocidad aumentaba a medida que se acercaban a la capital, el ingeniero comenzó a contarle cómo encontró por casualidad la entrada a la tumba bajo su barraca de trabajo, cómo confió su descubrimiento a la inabordable doctora Hornstein y que con ello se ganó su afecto inesperadamente. Le habló de su pasión y de los acontecimientos inexplicables que había vivido, de las marcas rojas como de quemadura que aparecieron en sus palmas después de haber movido la tapa del sarcófago y del escarabajo verde que cogió de la mano de la momia y que desde entonces estaba en poder de Hella, que lo guardaba con tanto cuidado como a las niñas de sus ojos. El periodista tomaba notas y de vez en cuando movía la cabeza de un lado a otro cuando el relato de Kaminski le parecía demasiado fantástico o en ocasiones, hasta increíble. —Ya lo sé —se volvió Arthur—, muchas de las cosas que le estoy contando son difíciles de creer para una persona seria. Es posible que encuentre mi relato un tanto exagerado. —De ningún modo —le interrumpió Mahkorn—. Y además no estaría aquí, sentado a su lado, si lo que tuviera que contarme fuera una simple historia de cada día. —Entonces, ¿me cree usted? —Naturalmente. La vida se compone de exaltación y demencia, de eso se nutren los diarios y las revistas. Son muy pocas las cosas cotidianas de las que vale la pena escribir. Naturalmente, en su caso queda una cuestión pendiente: ¿qué explicación tiene todo esto? —¿Qué es lo que hay que explicar? ¿El descubrimiento de la momia? Fue pura casualidad. —No me refiero a eso. Estoy pensando más bien en todo lo que sucedió después. Kaminski sacudió la cabeza. —Ustedes, los periodistas, siempre quieren saber lo que hay detrás de cada historia. —Totalmente cierto. Pero no se debe a nuestra curiosidad personal, sino a la del lector, que quiere conocer los motivos. Consecuentemente, lo que me ha contado hasta ahora es sólo la mitad de su relato. El ingeniero estaba contento de no habérselo dicho todo. Podía imaginar cuál habría sido su reacción si le hubiese hablado de sus noches con Hella y de cómo ésta se transformó de un momento a otro en la momia de Bent-Anat. Probablemente lo habría tomado por loco. El reportero trató de enfocar el tema desde otro ángulo totalmente distinto: —Dígame —preguntó directamente—, ¿qué ha sido de ese escarabajo verde? Arthur alzó las cejas. Hasta entonces apenas le había concedido importancia a aquel objeto insignificante. En una ocasión se preguntó por qué Hella siempre lo llevaba consigo, pero llegó a la conclusión de que se trataba de un capricho y no le dio más importancia. No podía suponer que tuviera algo que ver con las enigmáticas apariciones. Pero, por el contrario, Mahkorn parecía tener la sospecha de que en el escarabajo verde había algo que excedía su significado como símbolo de identificación de la tumba. —No sé adonde quiere llegar —dijo reflexivo Kaminski—. Ese objeto tiene apenas el tamaño de un huevo de gallina y desaparece dentro de un puño. Hay un número incontable de ellos. Se consideraban símbolo del dios del Sol y se colocaban a los muertos como amuleto para el más allá. La mayoría lleva signos escritos en la parte de abajo. —¿El escarabajo que cogió de la mano de la momia tenía una de esas inscripciones? —Sí, naturalmente, y recuerdo los diminutos jeroglíficos. —¿Pero no conoce su significado? —¿Cómo iba a saberlo? Soy ingeniero, no egiptólogo. Incluso éstos tienen a veces dificultades en descifrarlos. —¿Y la doctora Hornstein? —Aquí hay algo extraño. Hella demostraba a veces un gran conocimiento de la historia del Egipto de los faraones. En una ocasión me sorprendió al declamar un incomprensible texto de aquella época; es decir, yo creo que leía en antiguo egipcio. Y cuando descubrimos las marcas circulares en nuestras palmas se asustó. Yo sólo vi la mancha roja en mi mano, pero Hella pareció entender lo que decía e hizo todo lo posible para que yo no llegara a saberlo. —¿Y consiguió usted descubrirlo? —Sí. En mi mano se había grabado el nombre de Ramsés y en la de ella podía leerse el de Bent-Anat. —¿Qué ha sido del escarabajo verde? ¿Sigue todavía en poder de Hella Hornstein? —Estoy convencido de que sí. Siempre lo lleva consigo. Mahkorn se levantó y se quedó de pie delante de la ventanilla del departamento con las piernas separadas mientras reflexionaba. Había investigado las más increíbles historias, se las había visto con tramposos, asesinos de mujeres y espías y gracias a ello desarrolló la habilidad de hacer hablar a la gente, incluso a la que no lo deseaba, y menos públicamente. Y lo había conseguido también con Arthur. Tenía la impresión de que detrás de aquel caso, del que habían informado tantos periódicos, se ocultaba un relato mucho más complicado. Ciertamente, el hallazgo de la momia constituía una historia fascinante; sin embargo, poco a poco Mahkorn se había ido interesando principalmente por las relaciones entre Arthur Kaminski y Hella Hornstein. El reportero sabía que no debía presionar a su interlocutor. Lo mejor que podía hacer era evitar que Kaminski se percatase de que estaba menos atento a los pormenores del descubrimiento arqueológico que a los de sus desgraciadas relaciones amorosas con Hella Hornstein. Se daba cuenta también de que el ingeniero no se lo había confesado todo. Pero no podía exigir total sinceridad a un hombre al que conocía desde hacía sólo dos horas. De lo que se trataba en ese momento era de ganarse su confianza. El periodista volvió a sentarse después de encender un delgado purito y abanicar con la mano la primera bocanada. Como era su costumbre, expulsó el humo por la nariz y seguidamente preguntó con la mirada todavía fija en el paisaje: —¿Cómo cree que se comportará la doctora Hornstein cuando la encuentre? —Es difícil saberlo. La realidad es que se ha marchado. —¿Por qué se ha ido? Kaminski respiró hondamente. —Pienso que influyeron varios motivos. Tal vez se disgustó al ver que nuestro golpe había fallado. Es posible que además creyera que había cometido un asesinato o... —Arthur se detuvo y al cabo de unos momentos de reflexión continuó—: Por Abu Simbel corrieron rumores de que el servicio secreto soviético había infiltrado agentes en la obra. Conozco a dos de ellos incluso por sus nombres y, lo que es más, les ayudé a escapar. Pero nadie puede asegurar que fueran los únicos espías de Moscú... —¿No pensará en serio que Hella Hornstein trabajaba para el KGB?, ¿qué significado tendría en ese caso la momia de Bent-Anat? ¿Tiene alguna razón para suponerlo? Kaminski movió su cabeza de un lado a otro como el péndulo de un reloj. —Un día en casa de la doctora Hornstein vi una carta a máquina en ruso que no tenía remite. Hella se asustó cuando quise saber qué significaba y me preguntó de inmediato si yo hablaba ese idioma. Cuando le respondí negativamente se echó a reír, hoy diría que aliviada, y la guardó en una caja mientras me decía que se la había enviado una antigua amiga. De muchacha había estudiado ruso en la escuela, pero ahora le resultaba muy difícil entenderlo. Entonces no le di ninguna importancia. —Interesante —afirmó Mahkorn y sacudió la ceniza que le había caído en la chaqueta—. Es posible que esta historia tome un rumbo muy distinto del que ha seguido hasta ahora. Si le entiendo bien, a usted le parece que las cosas se le pusieron feas a la doctora y ésta decidió desaparecer, en vista de la popularidad que había alcanzado con el asunto de la momia. Si eso es así, señor Kaminski, hemos de reconocer que no tenemos buenas cartas. —¿Qué quiere decir? —Me he ocupado frecuentemente de temas de espionaje. Se trataba siempre de enfrentamientos entre norteamericanos y rusos por lo que conozco un poco las costumbres de la CÍA y las del KGB que, todo hay que decirlo, se parecen extraordinariamente. No crea usted que los agentes de Estados Unidos son más honestos que los rusos... todos intentan embaucar a sus adversarios y escapar siempre que pueden antes de ser cazados. —¿Qué quiso decir cuando afirmó que nuestras cartas no eran buenas ? —No hay nada que los servicios secretos teman tanto como que uno de sus agentes llegue a las páginas de los periódicos, aunque sea por algo que no tiene nada que ver con su actividad. Un espía conocido es un mal espía y la experiencia muestra que un agente que se hace célebre, por lo general no sigue viviendo mucho tiempo. Arthur miró al periodista a la cara. Este apagó su purito presionándolo en el cenicero que había junto a la ventanilla. —Siento mucho haberlo asustado, pero ésa es la situación en que se encuentra Hella Hornstem si es que las cosas son como creemos. De todos modos, sea cual sea la verdadera versión no será fácil encontrarla, pues en cualquier caso tiene motivos más que suficientes para tratar de borrar todas sus huellas. 42 Habían pasado ya dos semanas desde que se hizo público el descubrimiento de la momia y el intento de sacarla del país clandestinamente para venderla. El interés seguía siendo grande, pero se dudaba de que ésta fuera verdaderamente Bent-Anat. Famosos egiptólogos británicos —el prestigio de éstos se mantiene desde hace más de ciento cincuenta años— argumentaban que el lugar donde fue hallada hacía poco probable que se tratara de la tumba de una reina. Muchos especialistas consideraban impensable que el gran Ramsés hubiera hecho enterrar a Bent-Anat, su segunda mujer, a sólo un tiro de piedra del templo de su esposa favorita Nefertari. El otoño amarillo y brumoso era especialmente desagradable ese año. Desde hacía muchos días caía sobre El Cairo un calor tan agobiante como el de una incubadora, ni el menor soplo de aire refrescaba la atmósfera y nubes de arena gris oscurecían el sol. Como consecuencia, el número de accidentes y el de fallecimientos había aumentado notablemente. El profesor el-Hadid, el patólogo y especialista en momias con el cuello de toro, tenía que luchar contra aquel tiempo tan desapacible. A veces, el aire parecía centellear sobre las montañas del este y la atmósfera paralizante y agobiadora hacía que la cara le sudara. Pero, pese a todo, ése iba a ser el gran día de el-Hadid. Hacía veinte años que se dedicaba a la anatomía patológica centrada en el examen de momias, una especialidad que en la mayoría de los científicos causaba admiración al mismo tiempo que cierta conmiseración. Esta disciplina estaba mal vista y era mucho menos popular que la arqueología, pese a que no tenía en absoluto menor importancia para la investigación del antiguo Egipto. Aquella mañana, el-Hadid fue uno de los primeros en aparecer por el instituto. Llevaba un traje cruzado de lino claro que le sentaba muy bien a su figura bajita y regordeta. Se había invitado a científicos y periodistas de todo el mundo al gran acontecimiento. En cierto modo, el patólogo se sentía como una especie de Howard Cárter, el arqueólogo que 4 5 años antes había abierto la tumba de Tutankamón con un gran despliegue de publicidad. Una comisión creada por ellos mismos, entre los que se contaban el egiptólogo y arqueólogo doctor Hasan Moukhtar, Ahmed el-Kadr del Museo Egipcio y el arqueólogo alemán Istvan Rogalla, había acordado arrancar una buena parte del vendaje que envolvía la momia mientras fuera posible hacerlo sin causarle daño. El objetivo de esa operación era la búsqueda de un posible adorno pectoral o de un escarabajo amuleto que llevara el nombre de la momia. Todavía faltaban pruebas de que el cuerpo embalsamado hallado en el sepulcro con inscripciones fuese realmente el de Bent-Anat; en la historia de la egiptología existían numerosos ejemplos de faraones que habían sido encontrados en el interior de sarcófagos de otros reyes. Sin dejar de pensar en su popularidad, el profesor elHadid había decidido realizar el reconocimiento en el aula magna de su instituto. Para eso fue necesario llevar a cabo el detallado traslado del instrumental y demás aparatos científicos, pero en compensación la sala ofrecía sitio a más de un centenar de interesados en presenciar el acontecimiento. La momia, cubierta con una gran sábana blanca, yacía sobre una camilla móvil de acero cuando a eso de las diez de la mañana los invitados empezaron a tomar asiento en las sillas plegables colocadas en filas por toda el aula. Una tensión claramente perceptible dominaba el murmullo como cuando se espera que se alce el telón en una representación teatral muy esperada. Fotógrafos con cámaras y flashes ocupaban la primera fila y dos equipos de filmación se habían situado a ambos lados de la sala. El profesor el-Hadid, seguido de Rogalla, Abd el-Kadr y el doctor Moukhtar entraron en la estancia. Ni siquiera el patólogo, para quien aquel día significaba la culminación de su carrera profesional, había esperado lo que sucedió a continuación. Los presentes aplaudieron entusiasmados como si en vez de ser científicos los que entraban en el aula se tratara de actores que suben a un escenario. Los movimientos con los que el-Hadid trató de insinuar una reverencia hicieron que el hombrecillo pareciera un tanto desmañado y torpe, como un novicio a punto de pronunciar sus primeros votos. El profesor, Rogalla y el-Kadr se colocaron detrás de la camilla, mientras que Moukhtar se presentaba a la asamblea y con breves palabras hacía un resumen sobre la posible época de la momia y la situación familiar de Ramsés II. El egiptólogo no entró en detalles sobre las circunstancias en las que fue hallada ni cómo llegó a El Cairo, pero sí señaló claramente que fue él quien dirigió la excavación. El patólogo por su parte se limitó en su introducción a ofrecer unas indicaciones generales sobre la investigación científica de las momias y de los primeros resultados del reconocimiento realizado sobre «el objeto», como él la llamaba. Los análisis cromatográficos, procedimiento conocido desde hacía ya cien años por el que se determinaban las materias orgánicas, habían demostrado sin lugar a dudas que las resinas y grasas utilizadas en la momificación procedían del período del Imperio Nuevo. Exámenes comparativos realizados en las momias de Seti 1 y Ramsés II habían dado resultados casi idénticos. Un segundo reconocimiento físico aún más preciso con el método del carbono 14, en el que se utilizó un cabello de la momia para determinar su intensidad radiactiva, confirmó las anteriores conclusiones. El-Hadid explicó que todos los organismos contienen ese carbono, que tras la muerte del ser vivo va desintegrándose muy lentamente y esa cantidad radiactiva del carbono que queda puede ser medida. Los análisis fijaban en 3.220 años la antigüedad de la momia con un margen de error superior o inferior a cincuenta años. El fallecimiento de la reina, por lo tanto, debió de ocurrir hacia el año 1250 a. de C. —Tiene usted toda la razón —vino Moukhtar en apoyo del catedrático— y por lo tanto aceptamos esa fecha. Abriré la momia; todos nosotros esperamos encontrar en ella un dato o una indicación sobre su nombre. —¿Es cierto que el descubridor de la tumba, un ingeniero de Abu Simbel, se apoderó de todos los objetos que había en ella? La pregunta de un periodista inglés provocó un silencio de muerte. Los cuatro actores que estaban alrededor de la momia todavía sin descubrir se miraron entre sí en busca de aviada. Finalmente fue Rogalla quien tomó la palabra: —Las verdaderas circunstancias del hallazgo todavía no son bien conocidas. Como ustedes saben, se produjeron ciertas incorrecciones que aún precisan una investigación a fondo. Nosotros no hemos encontrado nada en la tumba que nos pueda servir para establecer la identidad de la momia. Si esos objetos, que indudablemente debieron existir, fueron robados en épocas anteriores o lo han sido ahora, es algo que queda por determinar. Por favor, comprendan que no puedo decir nada más sobre el asunto. Los reporteros tomaron notas apresuradamente y uno de ellos planteó una nueva cuestión: —Profesor, ¿no tiene usted miedo de que al quitarle el vendaje a la momia entre en contacto con hongos o bacterias dañinas? En los últimos tiempos se ha vuelto a escribir mucho sobre la maldición de los faraones. El-Hadid se ajustó las gafas y se volvió hacia el periodista que le preguntaba: —Se refiere usted sin duda al Aspergillus niger, un hongo nocivo que los científicos norteamericanos han encontrado en algunas tumbas. El análisis bacteriológico de la momia realizado por el profesor el—Nawawi del Instituto Químico no indica que se haya producido ninguna infección por bacterias; por el contrario, el—Nawawi ha descrito su estado como absolutamente limpio. Sin responder a las restantes cuestiones con que lo asediaban los reporteros, el profesor hizo señas a un ayudante vestido de blanco que le ofreció una bata del mismo color y unos guantes de goma. Finalmente el auxiliar le acercó un carrito, en realidad una pequeña mesa con ruedas, sobre el que se encontraba el instrumental propio de la anatomía patológica. Seguidamente, el-Hadid quitó la sábana que cubría el cuerpo embalsamado. Un grito contenido recorrió las filas de los observadores y relampaguearon los flashes. Allí estaba la momia de la reina envuelta en vendas de color pardo amarillento, los brazos cruzados sobre el pecho y las cuencas de los ojos sin vida fijas en el techo. Transcurrió un buen rato hasta que los asistentes, sobre todo los fotógrafos, recobraron la tranquilidad, y de nuevo reinó la calma. Sólo entonces se dirigió el catedrático a la mesita con el instrumental. Tomó un escalpelo con la mano derecha y en la izquierda unas pinzas grandes y se acercó a la momia por detrás para quedar de cara al auditorio. De nuevo brillaron los flashes y el profesor el-Hadid pidió a los periodistas gráficos que dejaran de hacer fotografías durante los minutos siguientes, lo que provocó un fuerte murmullo de protesta por parte de éstos. Los brazos y parte del pecho de la momia ya estaban libres de vendajes. Se podía deducir del estado del tejido orgánico que aparecía a la vista que no había pasado mucho tiempo desde que se los quitaron. Las vendas bajo los brazos se habían mezclado con los aceites y las resinas y se habían endurecido hasta formar una especie de coraza que parecía estar tallada en madera. El-Hadid y los egiptólogos habían acordado descubrir completamente el pecho de la momia, pues sospechaban que debía de ser ahí donde encontrarían las pruebas de su identidad. El profesor se sirvió de unas grandes tenazas de acero cromado para sostener levantados los brazos cruzados de la momia. Con la seguridad de un forense habituado a miles de autopsias, el patólogo realizó con fuerza un corte que partía del cuello hacia abajo. El material era muy firme pese a su porosidad y el catedrático tuvo que insistir varias veces hasta separar la envoltura de resina endurecida. En el auditorio reinaba un silencio total y no se oía ni la respiración de los presentes. Algunos de los observadores que nunca habían presenciado una autopsia y que sólo conocían aquel procedimiento por referencias escritas apartaron la mirada impresionados por su duro realismo. El profesor el-Hadid practicó varios cortes seguidos en las vendas que quedaban sobre los apuntalados brazos de la momia hasta que Hassan Moukhtar, que observaba de cerca su trabajo, le hizo señas de que no continuara. Sólo muy pocos espectadores se dieron cuenta de la extraordinaria agitación que se reflejaba en el rostro de Moukhtar. El director del museo sí lo notó y dirigió una mirada interrogativa a Rogalla, que se limitó a manifestar su ignorancia sobre el nerviosismo de su colega con un encogimiento de hombros. El-Hadid se encontraba tan inmerso en su tarea que no vio el objeto dorado de forma ovalada que había aparecido entre las tiesas capas de vendajes. A continuación, Hassan Moukhtar hizo un gesto con la mano y el patólogo se detuvo, pero contrariamente a la expresión de asombro de los egiptólogos, éste parecía gratamente sorprendido. No se había dado cuenta de que aquel metal no podía ser, en ningún caso, un objeto antiguo. Ante las numerosas exclamaciones de admiración de los asistentes al acto, extrajo la chapa oval de entre las vendas y se la entregó al doctor Moukhtar, que se la puso sobre la palma de la mano. Éste parecía más disgustado que entusiasmado. De nuevo se produjo una tempestad de flashes, que cayó sobre él. Alzó la mano que mantenía vacía y trató de hablar, pero sus palabras se perdieron en el bullicio. —¡Señores!... —gritó al excitado público—. ¡Se han alegrado demasiado pronto! Mientras, le pasó el objeto de metal dorado a Ahmed Abd el-Kadr, quien a su vez se lo entregó a Rogalla con expresión de estar al tanto de lo que ocurría. A los testigos más observadores no se les escapó que este último tuvo que hacer un esfuerzo para no estallar en una carcajada. También él agitó la cabeza desengañado. —¡Señores!... —De nuevo el arqueólogo intentó hacerse oír. También el-Hadid pareció entender lo que estaba sucediendo, pues la desilusión se reflejaba en su rostro—. El objeto encontrado no es antiguo, ni una pieza procedente de la época de Ramsés. Se trata de una joya de nuestros días; incluso lleva una inscripción en alfabeto latino y lengua alemana. Pero creo que sobre ello nuestro colega alemán podrá decirles algo más. Rogalla levantó el medallón oval —eso era en realidadentre el pulgar y el índice y lo mostró a los presentes. De nuevo brillaron los flashes y se oyeron los disparos de las cámaras. —Es un colgante de nuestra época —explicó Rogalla— y tiene una dedicatoria en alemán: «Ewig Dein. A. K.». Es decir «Tuyo eternamente. A. K.». Se hizo un silencio de muerte. Moukhtar, el-Kadr y el-Hadid bajaron la mirada humillados. Sólo Rogalla parecía más bien divertido por el inesperado hallazgo. El periodista inglés que antes había hecho una pregunta fue el primero en recuperar la palabra y se dirigió a Moukhtar con ironía: —¿Y qué dice la ciencia de este descubrimiento? Todos los ojos se posaron sobre el doctor Hassan Moukhtar. Sabía que no podía permitirse una falsa respuesta que lo avergonzara para siempre. Temía que él mismo y el hallazgo de la momia, que hacía ya tiempo que iba unido a su nombre, cayeran en el más espantoso de los ridículos. Durante unos instantes vaciló mientras pensaba si no sería conveniente interrumpir el acto y convocar una conferencia de prensa para el día siguiente en la que informar del incidente. Se dio cuenta de que eso no haría más que empeorar la situación y provocar un escándalo con las más peregrinas especulaciones. Consecuentemente, mientras el-Hadid continuaba su trabajo e iba separando las vendas capa tras capa, trató de explicar a los periodistas que entre el descubrimiento de la momia y el momento en que fue sacada al exterior transcurrió cierto tiempo durante el que se convirtió en objetivo de traficantes e intermediarios. Él no sabía lo que había ocurrido con la momia mientras tanto, por lo que no podía decir nada sobre el origen del colgante moderno. Aunque tenía cierta sospecha. Habría sido mejor que Moukhtar no hubiera dicho esa última frase. Los periodistas rodearon al arqueólogo y se produjo una ruidosa discusión, durante la cual pasó inadvertido el descubrimiento por parte del profesor el-Hadid de una quebradiza banda de cuero que rodeaba el tórax del cuerpo momificado y en la que figuraba el nombre de Bent-Anat. 43 Simultáneamente a esos hechos se produjo un extraño incidente en el hotel Ornar Khayyam, que incluso días después dio ocasión a la publicación de una noticia a una columna en el prestigioso diario Al Ahram. Una señora elegantemente vestida desayunaba en la terraza del hotel. Era la única europea que se había sentido capaz de soportar el intenso calor al aire libre. Los demás huéspedes prefirieron el aire denso, aunque algo más fresco del comedor con sus llamativas ventanas de color amarillo junto al vestíbulo de entrada. El desayuno en el Ornar Khayyam era una catástrofe, como ocurría en todos los hoteles egipcios. El camarero vestido con una galabiya blanca le ofrecía a cada huésped dos pequeñas raciones de mermelada y un paquetito de mantequilla; únicamente el té era abundante. En un hotel de El Cairo, una mujer que viaja sola llama la atención y más aún si es atractiva y parece muy segura de sí misma. Entre los clientes se hacían cabalas sobre quién podría ser esa señora y si valdría la pena invitarla a cenar en uno de aquellos restaurantes flotantes anclados a orillas del Nilo. Aparte del desayuno, la mujer no comía en el hotel. Generalmente abandonaba el Ornar Khayyam por la mañana y cuando regresaba ya tarde el único que advertía su llegada era el conserje de la noche. Su porte orgulloso, que impedía que los hombres se dirigieran a ella, no tenía nada de vanidoso. Irradiaba una especie de dignidad que es rara de encontrar en una joven de su edad. Era preciso por lo tanto una buena dosis de seguridad en sí mismo o de atrevimiento y en el mejor de los casos de ambas cosas para dedicar una galantería a una mujer así o para atreverse a dirigirle la palabra. El hombre que aquella mañana se acercó a la mesa en que desayunaba la desconocida era norteamericano, de unos cincuenta años y reunía ambos requisitos. Se presentó como Ralph Nicolson, declaró que tenía una fábrica de tejidos de algodón en Chicago y le preguntó si conocía esa ciudad. La segunda cuestión fue si le permitía sentarse a su mesa. Le dijo que estaba radiante y la felicitó por ello. —Congratulations! —dijo. A la primera interpelación la joven respondió que no. En cuanto a la segunda, aseguró que no podía prohibírselo; de todos modos ya había terminado su desayuno y estaba a punto de marcharse. Nicolson se molestó al ver que la bella extranjera no le decía su nombre, pero hizo como si no se diera cuenta del desprecio y le preguntó cortésmente si se encontraba allí por motivos de trabajo o si había venido a conocer las maravillas del país. La mujer evitó una respuesta directa y señaló que resultaba imposible sustraerse a los encantos de Egipto aunque se estuviera allí por razones profesionales. A continuación rechazó la invitación del norteamericano para realizar un recorrido turístico. Lo hizo de modo educado pero firme; no tenía tiempo. Terminó su taza de té y estaba despidiéndose del extranjero cuando de repente se llevó la mano al pecho y lanzó un grito agudo como si la hubieran apuñalado en el corazón; seguidamente, se desplomó en la silla como muerta. Nicolson se levantó de un salto y trató de sostenerla, pero su cuerpo se inclinó hacia delante y por poco no cayó al suelo. Casi de inmediato acudieron algunos huéspedes y miembros del personal del hotel alarmados por el chillido. El portero se acercó con una jofaina de agua y salpicó la cara de la mujer desmayada sin ningún resultado. —¡El calor, el calor! —repetía una y otra vez. Pasaron unos minutos hasta que el estruendo de una sirena anunció la llegada de la ambulancia. Dos enfermeros con traje blanco la colocaron en una camilla y la llevaron hasta el vehículo que arrancó inmediatamente y se alejó de allí a toda velocidad. Era un viaje de sólo unos cientos de metros. A la salida del puente del Veintiséis de Julio se produjo un atasco que hizo imposible que la ambulancia continuara su marcha con la misma rapidez y un segundo embotellamiento la obligó a detenerse junto a los Jardines Andaluces. Entre unas cosas y otras, tardaron veinte minutos en llegar a la clínica de Ibu-en-Nafis. Uno de los enfermeros abrió la puerta del vehículo: la paciente había desaparecido. Su nombre era Petra Kramer, según publicó el diario Al Ahram al día siguiente. 44 Kaminski y Mahkorn se alojaron en el Nilo Hilton en la avenida el-Corniche. El hotel se encontraba en el centro de la ciudad y brindaba una indescriptible perspectiva sobre el río y la ciudad antigua. Habían llegado a confiar el uno en el otro. Arthur se había dado cuenta de que el periodista tenía algo más que un simple interés profesional en el asunto y éste quería encontrar a Hella Hornstein, lo que favorecía sus propios planes. Dejaron pasar el primer día sin hacer nada. Charlaron una parte del tiempo en el gran vestíbulo del hotel y otra, en un bar llamado Kasr-el-Nil en la orilla opuesta del Nilo, bajo una visera cuadrada de mimbre que los protegía del sol mientras el periodista consumía una abundante cantidad de sus delgados puros y Kaminski se tomaba media docena de vasos de una bebida rojiza y fría a base de té. Mahkorn fue conociendo más y más detalles sobre el fondo de la historia, sobre todo referidos a la peculiar relación entre Kaminski y Hella Hornstein y llegó a la conclusión de que existía una fuerte dependencia por parte de él con respecto a la doctora. En todo caso, parecía haber entre ambos un extraño lazo marcado por una fascinante combinación de amor y odio. Intentar hallar a una joven en El Cairo era como la célebre búsqueda de la aguja en un pajar. Si Arthur hubiera estado solo, sin duda habría renunciado muy pronto, pero para un hombre como Mahkorn aquello era un auténtico desafío. El periodista llegó a la conclusión de que si Hella Hornstein se encontraba en esa ciudad, debía alojarse en uno de los hoteles frecuentados por europeos. En la capital egipcia existen cientos de hoteles y pensiones, pero debido a las severas exigencias de control de extranjeros impuestas por la ley, sólo muy pocos podían hospedarlos. Mahkorn le contó al portero de noche del Nilo Hilton una historia conmovedora: había conocido a una mujer por la que se sentía muy interesado y quería volver a verla; la desconocida no le había dicho su nombre y él suponía que se alojaba en un hotel de El Cairo, ¿podía ayudarlo a encontrarla? Poco después, Mahkorn poseía una lista de doce hoteles con sus respectivas direcciones: Shepheard’s, Sharia Elhami; Continental Savoy, Midan Opera; Semiramis, Sharia Elhami; Kasr-en-Nil, Sharia Kasr-en-Nil; Atlas, Sharia Bank el-Gumhurija; Palmyra, Sharia Veintiséis de Julio; National, Sharia Talaat Hab; Cleopatra, Sharia el-Bustan; Grand Hotel, Sharia Veintiséis de Julio; Ambassador, Sharia Veintiséis de Julio; Victoria, Sharia el-Gumhurija; Ismailian House, Midan et-Tahrir. Otros hoteles para turistas, pero que estaban bastante más apartados del centro, eran Mena House, Heliopolis House y el Carden City House, aunque debido a su situación había menos probabilidades de que la doctora Hornstein se alojara en uno de estos últimos. Kaminski alquiló un taxi por diez libras y comenzaron a buscar a Hella. El Shepheard’s, un hotel pasado de moda de la época colonial y el moderno Semiramis con su gigantesco anuncio luminoso en letras árabes sobre el tejado se encontraban cerca del muelle donde atracaban los vapores que navegan por el Nilo. Mahkorn le tendió al conserje un billete de una libra y una nota con el nombre de Hella Hornstein con la desenvoltura del periodista acostumbrado a nadar en todas las aguas y le preguntó si ésta se alojaba en el hotel. Sin resultado. Tampoco tuvieron éxito en el Semiramis; sin embargo allí, en un puesto de periódicos situado a la derecha de la recepción, una fotografía de la primera página del diario Al Ahram le llamó la atención a Mahkorn. Era la imagen de la momia de Bent-Anat rodeada de un grupo de científicos, que procedían a su reconocimiento. Otra foto de gran tamaño mostraba un colgante con la inscripción «Eternamente tuyo. A. K.». —¡Ése es mi medallón! —gritó excitado Kaminski—. Se lo regalé a Hella. ¿Cómo es que su fotografía está en la primera página de un diario ? El reportero le pidió al conserje que les tradujera el artículo. Éste se echó a reír y les dijo que no era necesario porque todos los periódicos, incluso los de habla inglesa, publicaban esa misma noticia en primera página. Kaminski se dirigió al quiosco de prensa. El Daily Telegraph titulaba a grandes letras: «The Secret of the Mummy of Bent Anat». También allí figuraba una fotografía del medallón con el pie: «What’s about this locket?». En el artículo se decía que al examinar la momia de Abu Simbel se habían descubierto los restos de una pieza de ropa con el nombre de Bent-Anat, tal y como habían esperado los expertos. Pero también, y de manera totalmente inesperada, había aparecido una joya moderna con la dedicatoria en alemán: «Ewig Dein. A. K.», escondida entre las vendas, lo que hacía suponer que la momia de la reina, hija y esposa de Ramsés II había sido hallada mucho antes de que su descubrimiento se hiciera público y fue manipulada de modo indebido y no profesional. Finalizaba la noticia diciendo que se sospechaba que había sido salvada en el último momento cuando estaba a punto de ser transportada ilegalmente al extranjero. —¡Ése es mi medallón! —repitió Arthur y golpeó el periódico con la mano abierta. Mahkorn trató de calmar al ingeniero cuyo comportamiento estaba llamando la atención de algunos clientes del hotel y se lo llevó aparte. —¿Entonces A. K. quiere decir Arthur Kaminski? —¡Naturalmente! ¿Qué otra cosa si no? —respondió Kaminski—. Lo que no puedo explicarme es cómo el colgante pudo ir a parar a la momia. El vestíbulo del hotel Semiramis no era el lugar más adecuado para reflexionar. Mientras Mahkorn trataba de convencer al ingeniero de que debían marcharse de allí, su pensamiento se encontraba lejos: intentaba adivinar qué motivos tenía Hella Hornstein y qué quería conseguir con eso, pues no le cabía duda de que ella estaba detrás del asunto. ¿Trataba de humillar a Kaminski, de ponerlo en ridículo o incluso de destruirlo? ¿Le ocultaba él algún hecho que le hubiera dado motivos para vengarse?, le preguntó. Arthur se limitó a mirar perplejo al periodista, sin dejar de negar con la cabeza. —¡No lo sé! —balbuceó desesperado—. ¡No lo sé! No sé nada, de verdad. ¿Qué es lo que le he hecho? Amaba a Hella y creía que ella me correspondía. —El amor es ciego —replicó Mahkorn—. Una vulgar frase hecha, pero no conozco otra que contenga más verdad. —¿Piensa usted que yo le era totalmente indiferente? Oiga, cuando llegué a Abu Simbel me había hecho el firme propósito de mantenerme alejado de las mujeres; tenía mis razones. Pero entonces ella se cruzó en mi camino. Al principio pareció fría e inabordable, pero cuando nos fuimos conociendo mejor demostró ser mucho más apasionada que ninguna de las mujeres que había conocido anteriormente. ¿Cree que todo lo sucedido no son más que suposiciones mías? —¡Pero Hella Hornstein trató de asesinarle! —Eso fue lo que creí en el primer momento porque estaba obsesionado, hoy veo las cosas de modo distinto. Tuvo que haber un motivo para que Hella me pusiera aquella inyección y cuando la encuentre le preguntaré cuál fue. Yo la amo, ¿es que no me comprende? Naturalmente que Mahkorn lo entendía y sabía también que nada es más difícil que volver a la realidad a un hombree enamorado. —¿Sabe una cosa? —observó pensativo el periodista—. Detrás de la palabra «amor» se esconden los más diversos conceptos. Hay algunas especies de insectos en las que la hembra devora al macho después del apareamiento. —¿Qué quiere decir con eso? —Tan sólo que ésa es también una forma de amor. ¡Nosotros no podemos comprenderlo y sin embargo es así! Con todo, tenían por fin un rastro de Hella Hornstein. No sabían ciertamente dónde ni cuándo dejó el medallón en la momia, pero de lo que no les cabía duda era de que lo había hecho. Mahkorn propuso visitar el Instituto Patológico, donde el profesor el-Hadid había hecho el extraordinario hallazgo, pero Kaminski se mostró contrario. La visita ofrecía verdaderamente la oportunidad de dar con una pista de Hella, aunque Arthur temía algún encuentro desagradable. No le interesaba toparse con antiguos conocidos de la Joint Venture Abul Simbel. En primer lugar, porque no quería que aludieran a su intento de vender la momia y además, que pensaran que él la había manipulado; por otra parte, el hecho de que Hella dejara el colgante que él le había regalado sobre la momia les daba la ocasión de reírse a su costa. Finalmente, Mahkorn logró convencerlo de que no le quedaba más remedio que aparecer por allí si quería recuperar su medallón. Mientras tanto, Bent-Anat había sido devuelta al Museo Egipcio. A la mañana siguiente, poco antes de las diez, Kaminski y el periodista se presentaron en el museo y anunciaron que deseaban hablar con el director. Solimán, el secretario, trató de librarse de ellos. —Ahmed Abd el-Kadr se encuentra en una reunión muy importante. Debían de haber oído hablar del descubrimiento de la momia... —Se trata precisamente de ese asunto —le informó Mahkorn—. Tenemos algo de suma importancia que debemos comunicarle al director en relación con el origen del colgante hallado en la momia. —Les ruego que esperen —dijo Solimán. La antesala en el sótano del museo no tenía nada de acogedora. Las oscuras estanterías y los manuscritos cubiertos de polvo causaban la impresión de que uno se hallaba en la secretaría de dirección de un presidio. Abd el-Kadr apareció en la puerta que estaba frente a ellos y al verlos su rostro se ensombreció. Cuando supo que Mahkorn era periodista adoptó una actitud más que de reserva, de rechazo. No demostró interés por ellos ni les invitó a pasar a su despacho hasta que Kaminski se presentó como el hombre que había descubierto la momia en primer lugar y declaró que las iniciales A. K. que había en el medallón significaban Arthur Kaminski, que ése era su nombre y que él le había regalado aquella joya a la médica del campamento de Abu Simbel, la doctora Hella Hornstein, y que deseaba recuperarla si eso era posible. Frente a la recargada mesa de despacho del director del museo había dos hombres que Kaminski reconoció de inmediato pese a que se encontraban de espaldas a la puerta: el doctor Hassan Moukhtar y el arqueólogo alemán Itsvan Rogalla. Ambos estaban inclinados sobre un paño blanco que había sobre la mesa. Arthur hubiera preferido dar media vuelta y marcharse; intentó hacerlo, pero Mahkorn lo empujó hacia el interior. Moukhtar no se sorprendió menos que el ingeniero y su saludo fue notablemente frío. Por el contrario, Rogalla le apretó la mano amigablemente y le preguntó cómo estaba. —¡Vaya, los señores ya se conocen! —observó Abd—elKadr irónicamente—. Míster Kaminski tiene que contarnos algo con respecto al medallón. Por favor, señor Kaminski. Este no se fue por las ramas: —Lo que tengo que explicar es muy simple: ese colgante es mío. Las letras A. K. que figuran en él son las iniciales de mi nombre. Es un regalo que le hice a la doctora Hornstein hace dos años. Lo que no sabría decirles es cómo fue a parar a la momia. De momento reinó un helado silencio. Nadie dijo una palabra. El doctor Moukhtar se puso de pie, dio unos pasos hacia la ventana y una vez allí alzó la cabeza. —¡Debí imaginármelo! —En su voz había un tono de indignación—. Esa mujerzuela volvía locos a todos los hombrees de Abu Simbel. Iban detrás de ella como perros en celo. Arthur no pudo contenerse y exclamó con rabia: —Sobre todo un tal Hassan Moukhtar. ¡Pero sus intentos nunca tuvieron éxito! El arqueólogo se dio la vuelta. Sus ojos negros brillaban de ira y trató de acercarse a Kaminski. Abd el-Kadr le llamó la atención con unas palabras breves y enérgicas, en árabe. Finalmente, Moukhtar se giró y volvió a su sitio. —Lo que deseo saber es dónde está Hella Hornstein —dijo Kaminski. Moukhtar lo miró con furia, pero fue el director del museo quien respondió en su lugar: —No tenemos la menor idea, míster Kaminski. Yo había creído que usted podía darnos alguna indicación sobre su paradero. El ingeniero se fijó en la mesa. Ya había visto la tela blanca extendida sobre ella en el momento de entrar en el oscuro despacho, pero sólo ahora reconoció el escarabajo de color verde oscuro que había encima. Desde lejos se parecía como una gota de agua a otra al que había cogido de la mano de la momia en Abu Simbel. —¿Qué es eso? —preguntó Arthur a Abd el-Kadr. El director dirigió a Moukhtar una mirada interrogativa, como si quisiera saber si debía contestar al ingeniero. La actitud del egiptólogo mostraba a las claras que no encontraba ninguna razón para darle explicaciones. —Lo pregunto —siguió Kaminski— porque yo encontré en la momia otro escarabajo semejante, aunque creo que de un verde aún más brillante. El-Kadr, Moukhtar y Rogalla se lo quedaron mirando como si no pudieran creer lo que oían. —Usted ha... —tartamudeó el director y se detuvo sin saber cómo continuar. La sorpresa de Moukhtar superó incluso el odio que le tenía a Kaminski. De nuevo se sintió poseído por la rabia y sin poderse contener gritó: —¿Por qué ha esperado hasta ahora para decirlo? ¿A quién le vendió el escarabajo? ¡Usted... usted es un estafador! Pese a su furia contra el arqueólogo, Arthur se esforzó en poner en sus labios una sonrisa que parecía decir «¡No puedes ofenderme!» y respondió: —Hasta ahora no he tenido la ocasión de explicar las circunstancias de mi descubrimiento, puesto que nadie me preguntó por ellas. En cuanto al escarabajo, no lo he vendido, lo he regalado. —¿Regalado? —gritaron todos al unísono. —La doctora Hornstein mostró un especial interés por los objetos que había en la tumba. —Dirigió una mirada al oscuro escarabajo verde de la mesa y continuó—: Era del mismo tamaño y tenía la misma forma. Pero todavía no han contestado a mi pregunta. ¿De dónde procede éste? —Naturalmente, también de la momia —respondió Ahmed el-Kadr—. Pasó inadvertido entre la agitación producida por el hallazgo del medallón. El-Hadid lo encontró bajo la última capa de vendas, exactamente donde en vida latió el corazón de Bent-Anat. Su descubrimiento no tiene nada de extraño, ni tampoco el lugar donde fue hallado; era una costumbre de la época. Lo único extraordinario es la fórmula grabada en el dorso. —El director del museo le dio la vuelta al amuleto, señaló los caracteres grabados en él y le preguntó a Kaminski—: ¿Hay la misma inscripción en su escarabajo? ¿Puede acordarse? Kaminski no necesitó reflexionar mucho tiempo. —No —fue su respuesta—, ésta es totalmente diferente. No entiendo nada de jeroglíficos, pero estoy casi seguro de que la que figura en mi escarabajo no tiene nada en común con ésta. Completamente seguro. Rogalla intervino en la conversación: —Eso hace que nuestro interés por esa otra pieza sea aún mayor. ¿Cree probable que la doctora Hornstein conserve todavía el amuleto? —¡Sin lugar a dudas! —afirmó Kaminski—. Hella siempre lo llevaba encima, lo consideraba su talismán. Estaba como loca con él. Pero cada vez que le pregunté qué veía de extraordinario en ese objeto y por qué era tan precioso para ella, hacía un gesto evasivo y guardaba silencio. El-Kadr se sentó detrás de su mesa, observó el oscuro escarabajo que había sobre ella y preguntó sin apartar los ojos de Arthur: —Hella Hornstein era médica, pero ¿se sentía atraída por la arqueología? Kaminski alzó los hombros indeciso. Istvan Rogalla respondió por él: —Me llamó la atención observar que la doctora Hornstein mostraba interés en las inscripciones jeroglíficas de los bloques que sacábamos del templo. Recuerdo que en varias ocasiones me consultó sobre algunos que tenían significados complicados. Preguntas muy interesantes a las que ni yo mismo podía responder. Eso me sorprendió pero, naturalmente, en aquellos momentos no pensé demasiado en ello. —Algunas veces —intervino el ingeniero— la oí pronunciar frases que yo no podía entender. Hablaba en un idioma desconocido para mí. Pero ése es sólo uno de los muchos misterios que la rodean y que la hacen precisamente tan fascinante. Hassan Moukhtar mostraba su disconformidad con la conversación dejando escapar de vez en cuando el aire por la nariz como una máquina de vapor. —Ustedes le están concediendo mayor importancia de la que realmente le corresponde —gruñó—. La doctora Hornstein es una mujer como cualquier otra. Debemos dejarlo claro. —¿Qué quiere decir la inscripción de este escarabajo? Arthur no estaba dispuesto a desviarse de su idea, pero ni el-Kadr ni Moukhtar se mostraron proclives a responderle. Rogalla, al que la situación le resultaba bastante desagradable, carraspeó cortado antes de aclarar: —Mire, Kaminski, existen descubrimientos que hacen que un científico se sienta perplejo porque no se adaptan al concepto de su disciplina. ¿Cómo podría explicárselo? Usted como ingeniero se encuentra inmune a las sorpresas: sabe que una suma es una suma. Pero en la arqueología no se está a salvo de éstas, como lo prueba esta inscripción para la que hasta ahora no existe un texto comparativo. En tales situaciones, los arqueólogos siempre nos mostramos escépticos y ninguno se atreve a comentar un descubrimiento tan extraordinario. El periodista había seguido hasta entonces la conversación desde un segundo plano y reafirmado su opinión de que Hella Hornstein provocaba una extraña tensión con efectos distintos: en uno, una pasión ciega; en otros, un odio tan profundo como un abismo. En esos momentos, Mike Mahkorn se sintió aguijoneado por la explicación de Rogalla. Se movió de un lado a otro en su silla y finalmente le dijo a éste: —Creo entender lo que quiere decir; sin embargo, ha despertado nuestra curiosidad. ¿Puede traducirnos la inscripción? Quiero decir, sólo leerla, sin ningún comentario, para que nosotros podamos hacernos nuestra propia idea, aunque sea la de unos profanos en la materia. —«Mi cuerpo ha sido purificado en salitre y refrescado con incienso / he sido bañada totalmente con la leche de la Vaca Hap / todo mal inherente a mi ser está desechado / Tefnut, la hija de Ra lo ha dispuesto todo para mí en los campos de la paz. / Así, cabalgo hacia el oscuro valle para regresar en tres veces mil y dos veces cien años.» Esas palabras parecieron impresionar menos a Kaminski que al reportero. Tal vez, el primero no entendía plenamente su significado o quizá se sentía agobiado por lo que había oído. Por el contrario, Mahkorn parecía estar muy excitado cuando planteó la siguiente pregunta. —¿Creían los egipcios en la reencarnación? Rogalla y el-Kadr contestaron simultáneamente: —Sí. —No. Ambos se echaron a reír y el arqueólogo alemán añadió: —Con esto puede ver lo difícil que es contestar a su pregunta. —No entiendo. —Bien —comenzó Rogalla para tratar de explicarlo—, si usted interpreta la reencarnación como el proceso por el que un ser humano muere y pasa a vivir otra forma de existencia, entonces los antiguos egipcios sí creían en ella. Pero si entiende por ésta que una reina que murió hace quinientos años hoy esté llevando una nueva vida como simple asalariada, o al revés, en tal caso no creían. —Si le comprendo correctamente —propuso Mahkorn—, lo que hoy día se entiende por reencarnación era algo ajeno a los egipcios; por ejemplo, la idea de que después de fallecidos podemos revivir en un caballo o en un ave. ¿Es eso? —La pompa y el culto con que rodeaban la muerte de los suyos es una expresión clara de que no creían que ésta fuera el final de todo. Por el contrario, estaban convencidos de que al fallecer el ser humano volvía a nacer de nuevo y que iba a encontrar otra existencia al otro extremo del mundo. Ésta fue interpretada de manera distinta según los periodos del antiguo Egipto. En la época del faraón Ramsés II, Ka, el protector de los espíritus, daba «vida» a la imagen física ideal del ser humano, y siempre que el cuerpo estuviera protegido contra todo daño; por eso los egipcios embalsamaban y momificaban a sus difuntos. Había además otras formas de continuación de la vida, por ejemplo la del ba, lo que hoy día llamaríamos alma, que después de la muerte ascendía al reino de los dioses. —Eso está muy bien, pero ninguna de esas dos teorías significa que una persona muerta reciba una nueva vida terrenal, tal y como parece decir el texto que figura en este escarabajo. —Precisamente —contestó Istvan Rogalla—, y eso es lo que nos deja tan perplejos. En este jeroglífico la difunta afirma que volverá a nacer transcurridos tres veces mil y dos veces cien años, es decir al cabo de 3.200 años. Mahkorn no se dio por satisfecho. —¿Entonces, considera que esta inscripción no es auténtica? Rogalla sonrió: —Nada me gustaría más que responder a su pregunta pero no puedo hacerlo hasta que no entendamos cómo este escarabajo, aparentemente insignificante, es capaz de poner en tela de juicio todos nuestros anteriores conocimientos sobre la religión del antiguo Egipto. Quizás ahora comprenda nuestra inquietud. —Lo entiendo —respondió el periodista; aunque, en esos momentos, la ciencia le interesaba verdaderamente menos que la relación entre Bent-Anat y Hella Hornstein. Su nueva pregunta cogió por sorpresa a los arqueólogos—: ¿Cuándo nació la reina Bent-Anat? —En torno al año 1250 antes de nuestra era; no conocemos la fecha exacta —le contestó Rogalla—. ¿Por qué lo dice? Mahkorn sacó su pequeña libreta de notas e hizo unos cálculos. —¿Cuánto hay que sumar a mil doscientos cincuenta para obtener tres mil doscientos?... Mil novecientos cincuenta. ¿Cuándo nació Hella Hornstein? —En 1940 —respondió Kaminski. El periodista realizó nuevas operaciones. —¿Podría ser que la reina hubiera muerto diez años antes, en el año 1260 antes de Cristo? —Desde luego —respondió Rogalla—. ¿Adonde quiere ir a parar? Mahkorn le pasó al arqueólogo su libreta y declaró: —Una suma muy sencilla: mil doscientos sesenta más mil novecientos cuarenta son tres mil doscientos. —Ahora entiendo lo que quiere decir —afirmó Rogalla—; eso hace tres veces mil y dos veces cien años. 45 Alguien totalmente inesperado, dada su situación, acabó ayudando a Jacques Balouet y Raja Kurjanowa a encontrar una explicación a la extraña cita del coronel Smolitschew con Hella Hornstein. Cuando éstos regresaron a la pensión después ya de la medianoche vieron que Abdel Aziz Suheimy, como era su costumbre, seguía sentado en su desgastado sillón del zaguán leyendo el Corán y acariciándose de vez en cuando su negra perilla. Jacques alabó la gran devoción del pintor. Este se rió con socarronería y, en un gesto característico de él, levantó los ojos al techo y explicó que la lectura frecuente del Corán no tenía nada que ver con la devoción sino con la sabiduría y se correspondía al deseo de Alá de que todos los creyentes fueran listos, inteligentes y los infieles, tontos. La palabra «Corán» no significaba otra que libro, un libro que se tenía que leer con asiduidad, y a eso era a lo que él se atenía. Seguidamente, sin relación aparente, le preguntó a Balouet: —¿Tuvieron éxito con su seguimiento del ruso? Jacques y Raja se miraron y el asombro se reflejó en sus caras. —Yo pensaba —dijo Balouet— que usted no sabía nada de sus huéspedes. Suheimy se rió entre dientes. —No sé los nombres de mis clientes —replicó—, pero eso no significa que no sepa lo que ocurre en mi casa. Odio a los rusos. Todos los egipcios los aborrecemos, excepto nuestro gobierno. Ya lo dice el Corán: «Quien en vez de buscar la protección de Alá busca la de Satanás, encontrará su perdición. Satanás le hace promesas y excita sus deseos, pero lo que Satanás promete es sólo engaño». Y ese demonio tiene un nombre: ¡comunismo! ¿Qué tienen ustedes que ver con ese ruso? La pregunta del egipcio sonaba como una amenaza y Balouet no estaba seguro de cómo debía reaccionar. ¿Qué sabía de Smolitschew ese hombre, al que claramente habían infravalorado? Y, sobre todo, ¿qué sabía de ellos? —¿Qué tienen que ver con él? —repitió. —Nada —mintió Jacques—, salvo que ha prometido que nos facilitará documentación. Necesitamos pasaportes, ¿entiende? La explicación disgustó al pintor. Se puso las manos sobre el pecho y preguntó: —¿Y por qué no hablaron de ello con Abdel Aziz Suheimy? ¿Por qué hacen tratos con un ruso, precisamente? —Su voz aguda amenazó quebrarse—: ¡Con un comunista! ¿Es que ustedes también son comunistas? —¡Por todos los cielos! ¡Claro que no! —negó Balouet—. Ese hombre nos prometió que nos conseguiría pasaportes, pero no sabemos si podemos fiarnos de él. Afirma que huye del servicio secreto soviético, por lo visto fue miembro del KGB. —Eso es lo que él dice. —Suheimy soltó una fuerte carcajada y se agitó en su sillón con tal energía que por un momentó pareció que fuera a derrumbarse. Cuando terminó de reír se secó la frente con la manga, al mismo tiempo hizo una profunda aspiración como si le faltara el aire—: Es un embustero, eso es lo que es, como todos los comunistas. Una cosa quedó clara a los ojos de la pareja: si querían ganarse la consideración de Abdel Aziz Suheimy debían hablar mal de los comunistas y de los ateos... Pero seguían sin conocer la información de que disponía Suheimy. ¿Sabía quiénes eran ellos? Raja, incapaz de soportar esa incertidumbre, se adelantó un paso hacia el misterioso pintor. —Señor Suheimy, ha hecho usted algunas insinuaciones que nos inquietan profundamente. ¿No podría ser un poco más claro? Con ello nos ayudaría mucho. El egipcio observó a Raja con detenimiento y seguidamente respondió: —Quizá peque de ligereza, puesto que no les conozco en absoluto —mientras hablaba se acarició repetidas veces la barba corta y negra—, pero Abdel Aziz Suheimy no puede dejar de complacer a una mujer tan guapa. ¿Qué es lo que quiere saber, bella señora? Jacques se había dado cuenta de que Raja se entendía mejor con su anfitrión y decidió que fuera ella quien llevase la conversación. —¿Qué sabe usted del ruso? —preguntó ésta. Por un momento, Suheimy pareció dudar, como si no quisiera traicionar lo que sabía, pero al ver la ansiosa expectación reflejada en el rostro de la joven respondió repitiendo su anterior pregunta: —¿Qué quiere saber? —¡Todo! —interrumpió Balouet. —Principalmente una cosa —añadió Raja—. ¿Sigue perteneciendo al servicio secreto o ha desertado y trata de escapar del KGB? —¿Desertado? ¡No me haga reír! Ese hombre se encuentra casi a diario con militares rusos de uniforme. Él mismo es coronel y se llama Smolitschew, aunque lo más probable es que se trate de un nombre falso. Es un pez gordo del servicio secreto soviético. —Nos contó que los rusos lo han expulsado y que está aquí para esconderse del KGB. Afirma que aún dispone de tan buenos contactos que puede facilitarnos pasaportes para que salgamos del país. —Puede ser... —gruñó Suheimy disgustado—, mejor dicho, es posible que continúe teniendo muy buenas relaciones y contactos, pero lo que no se puede afirmar en modo alguno es que se esconda. Casi cada noche, cuando sale de la casa recorre a pie dos esquinas, allí lo espera una limusina negra que lo lleva a Midan es—Saijida Senab. En ese lugar se encontraba el cuartel general del servicio secreto soviético en Egipto, por lo tanto Smolitschew les había tendido una trampa. —¿Y qué más sabe con exactitud? —insistió Raja—, quiero decir, ¿cómo ha conseguido esa información, señor Suheimy? El pintor aclaró el porqué de su conocimiento: —Abdel Aziz tiene muchos amigos que se muestran satisfechos si pueden hacerle algún favor, y todos ellos disponen de tiempo, de mucho tiempo. En los primeros días de su estancia aquí, Smolitschew no salió una sola vez sin ser seguido por uno de mis amigos. Supuse casi enseguida que se trataba de un ruso, de un comunista. Tiene todo el aspecto de un demonio. —Y en ese caso, monsieur, si tanto lo odia, ¿por qué no lo pone en la calle? —Se lo diré, señora. —Sin levantarse del sillón se inclinó hacia Raja—: Smolitschew es un hombre poderoso. Él y su gente han descubierto que albergo aquí a extranjeros que se encuentran ilegalmente en el país. Desde entonces, me veo obligado a colaborar con ellos en algunos asuntos; por ejemplo, dar refugio sin hacer preguntas a la gente que ellos me envían. Lo único bueno en todo esto es que los rusos pagan bien. La joven sudaba y al mismo tiempo sentía escalofríos. ¡Habían ido a parar, precisamente, a un escondite del KGB! Raja y Balouet se miraron perplejos: ¡no podía ser verdad! —Naturalmente, cuando ustedes llegaron creí que también habían sido mandados por los comunistas —continuó hablando Abdel Aziz—, pero por lo visto se trataba de un error. Jacques se acercó con su silla a su anfitrión y habló en voz baja como si temiera que alguien los estuviera escuchando: —Monsieur Suheimy, le suplico que nos crea. Estamos huyendo de los rusos. Por favor, no nos pregunte por qué. Pero, tal y como están las cosas, queda claro que Smolitschew nos ha hecho caer en una trampa. Nos dijo que también escapaba del KGB y nos prometió unos pasaportes. ¡No teníamos ni idea de que nos estaba engañando! —Alá los castigará —sentenció el egipcio—. Esos malditos comunistas son como garrapatas que se pegan a la piel de cualquier ser humano. —¿Dónde está Smolitschew en estos momentos? Suheimy señaló con los ojos el piso de arriba. —Regresó hace media hora. Se ha encontrado con una doctora alemana que estuvo empleada en Abu Simbel. Pero eso es sólo la mitad de la verdad; la otra, es que es una espía del KGB. Se llama Hella Hornstein. Balouet se levantó de un salto, se acercó a Raja y la cogió de la mano. Intercambiaron las miradas, pero ninguno de los dos se atrevió a decir una palabra. El pasado discurrió ante sus mentes como si fuera una película: el intento de llegar a Sudán en la lancha, la detención en la aldea nubia, la huida en avión hasta Uadi Halfa, el amable capitán en el tren a Jartum... ¿Cuántos de aquellos hechos fueron casuales y cuántos obra del coronel y su gente? —Smolitschew —dijo la joven en voz baja—, Smolitschew... —afirmó con la cabeza—. Debí haberlo imaginado. No es tan fácil librarse de las garras del KGB. Su compañero no estaba menos impresionado. —Hay una cosa que no comprendo —declaró resignado—. Si el coronel Smolitschew verdaderamente estuviera implicado en nuestra búsqueda, le habría sido muy fácil hacer que sus secuaces nos quitaran de en medio. —La forma en que actúa es típica del KGB —observó Raja, que tenía lágrimas de rabia en los ojos—. Nos está utilizando en algún juego que desconocemos. Sin duda, observó a distancia y durante un tiempo nuestros penosos esfuerzos por escapar; ahora le produce un placer especial ser el protagonista del asunto. —¿Eso quiere decir que nuestro encuentro con él en esta casa también fue algo preparado? —Estoy convencida. Balouet se dejó caer en la silla. Se encontraba agotado y había perdido todo su valor. —Sencillamente, no puedo creerlo —repitió una y otra vez moviendo la cabeza y en el mismo tono de desengaño y resignación preguntó a Suheimy: —¿De qué conoce a Hella Hornstein? El hombrecillo regordete sonrió amablemente. —Ya les he dicho que Abdel Aziz Suheimy tiene muchos amigos. Unos por aquí y otros por allá, casi como el KGB. De Hella Hornstein sé muchas cosas más. Es alemana, como ya saben; estudiaba medicina en Berlín Oriental y antes de que cayera el muro pasó a continuar su carrera en la zona occidental. Todo eso fue tramado por su amante, con el que mantenía relaciones desde que sólo tenía dieciséis años, un hombre casado que hubiera podido ser su padre... —Lo supongo —lo interrumpió Raja—, ése era Smolitschew, que trataba de ganarse sus primeras estrellas en el Berlín Oriental. Su anfitrión la miró asombrado. —¿Cómo lo sabe, madame? —Me lo he figurado. Raja intentó salir de la situación con un airoso regate. —Las relaciones íntimas entre ellos habían terminado cuando Hella Hornstein, que ya era licenciada en medicina, se vino a Egipto. Durante todo ese tiempo siguió trabajando para el servicio secreto, pero entonces debió de ocurrir algo que originó un conflicto entre ambos. Mi amigo Ismaíl, que escuchó cierta conversación en el café Esbekija, me informó de que se habían insultado mutuamente y que se colmaron de reproches. Smolitschew la llamó pendón, un calificativo que, ¡por las barbas del Profeta!, dicho sea entre paréntesis, puede aplicarse a cualquier mujer comunista. También la amenazó con hacerla desaparecer si no cesaba en sus escapadas. Se separaron furiosos. —¿Qué quiso decir el coronel Smolitschew con escapadas? —preguntó Jacques. Suheimy no respondió y Balouet siguió sentado incapaz de encontrar una salida a la nueva situación. La joven tenía miedo de volver a su cuarto. ¿Quién podía saber los planes que Smolitschew tenía para ellos? —No debí haberlo hecho —comenzó a lamentarse Abdel Aziz—, tenía que haberme callado. El Corán dice que Alá no ama a quienes con su saber fomentan la corrupción y el envilecimiento en la Tierra. Espero que Alá, el Misericordioso, sabrá perdonarme. ¿Cómo puedo ayudarles? Ninguno de los dos conocía la respuesta en aquellos momentos. Estaban llenos de dudas y en lo que a Balouet se refería, de nuevo, se encontraba a punto de ceder, de darse por vencido... Y ni siquiera se avergonzaba de tener esos pensamientos. Raja lo miró de soslayo. Con el tiempo, Jacques había llegado a conocerla lo suficientemente bien para saber lo que pensaba. Cuando él se resignaba a la derrota, en su rostro aparecía una expresión característica. Pero de todos modos, ¿adonde iban a ir en mitad de la noche? Suheimy sospechaba lo que les estaba pasando por la cabeza y les dijo: —No se lo impediré, pero si quieren mi consejo creo que será mejor que no dejen mi casa precipitadamente. Smolitschew debe de estar convencido de que ustedes le han creído. Nada es peor que confiar en que el enemigo está dominado. Mañana seguiremos estudiando el asunto. Como ya saben, Abdel Aziz Suheimy tiene muchos amigos. Aunque la altruista amistad que les demostraba el pintor no les parecía muy digna de fiar, Balouet tampoco encontraba otra salida. Le hizo un gesto a Raja y ella cornprendió perfectamente lo que quería decir. Nunca jamás, su habitación, iluminada con las dos desnudas bombillas del techo, les había resultado tan fría y poco acogedora como en aquella ocasión. Las paredes de color fueron para ellos, de pronto, igual que los muros de una prisión y el mobiliario les pareció aún más gastado y viejo. Se dejaron caer en la desvencijada cama vestidos tal y como estaban y trataron de dormirse abrazados desconsoladamente. Ninguno de los dos podía conciliar el sueño ni pensar con claridad y permanecían atentos a cualquier sonido extraño. Raja se levantó sobresaltada con las primeras luces del alba. Los ruidos que se oían fuera y dentro de la casa no eran los normales de cada amanecer. Jacques se puso a escuchar también con la boca abierta: era algo inusitado. Pese a que estaban convencidos de lo desesperado de su situación, los extraños sonidos no los habían asustado pues sabían que cuando el KGB entraba en acción lo hacía en silencio. Se oía el crepitar de los transistores por la ventana abierta y el pasillo. Escucharon de todas partes gritos y voces que no podían entender, pero que indicaban claramente una gran agitación y en el interior de la casa sonaban pasos precipitados. ¿Qué estaba ocurriendo? Balouet vertió un poco de agua en la palangana, con la mano se humedeció el rostro sudoroso y se pasó los dedos por el cabello. Se dispuso a salir y le dijo a Raja que cerrara la puerta cuando él se hubiera marchado. Quería informarse de lo que sucedía. Entretanto, ella permaneció detrás de los postigos cerrados de la ventana sin lograr enterarse de nada. Al cabo de un corto tiempo regresó Jacques. —Es la guerra —declaró sin salir todavía de su asombro—. Los israelíes han atacado Egipto, Siria y Jordania. Todos los extranjeros de El Cairo están bajo arresto domiciliario. Smolitschew ha desaparecido con todo su equipaje. La joven necesitó un buen rato para darse cuenta de lo que eso significaba. No sabía si la nueva situación debía ser para ellos motivo de alegría o causa de preocupación. Balouet también se sentía confuso ante los acontecimientos. Unos golpes enérgicos en la puerta alarmaron a la pareja. Abdel Aziz Suheimy apareció en la habitación y con voz excitada les dijo: —¡Alá, el Misericordioso, ha escuchado mis plegarias! ¡Se ha ido, el ruso se ha ido! Levantó el brazo sobre la cabeza como una danzarina y comenzó a bailar de alegría. Jacques y Raja supieron los antecedentes de la declaración de guerra por Suheimy. El presidente egipcio Abdel Nasser venía siendo presionado desde hacía bastante tiempo por sus Estados hermanos Siria y Jordania para que cerrara el golfo de Aqaba a los buques de Israel. Al hacerlo así, el Estado judío había quedado aislado de sus fuentes de abastecimiento de petróleo en Oriente Próximo y, naturalmente, fue sólo cuestión de tiempo que los israelíes trataran de recuperar esa ruta marítima haciendo uso de la fuerza. La iniciación de la guerra fue motivo de júbilo para los egipcios. Por todas partes se oían las radios y los televisores que informaban a toda velocidad de las cifras de pérdidas de la aviación enemiga. Ese mismo día fue tomada una gran zona de Galilea y se produjeron ataques aéreos contra Tel Aviv. Quienes creyeron aquellos partes se pusieron a bailar en las calles llenos de júbilo. Abdel Aziz Suheimy retuvo en su casa a Raja y Balouet y al cabo de sólo tres días les expuso sus dudas sobre la veracidad de la información oficial del gobierno egipcio. Él mismo había escuchado la BBC inglesa a puerta cerrada y según sus noticias las cosas estaban sucediendo de modo muy distinto: los israelíes habían ocupado toda la península del Sinaí. El sur del Líbano y el de Siria también habían sido tomados y las tropas enemigas se encontraban a las puertas de Ammán. Era de temer que los ejércitos de Israel cruzaran el Canal de Suez, y desde El Cairo a Suez sólo había 135 kilómetros. ¡Que Alá protegiera a los egipcios! Pero el Todopoderoso les volvió la espalda. En sólo seis días todo había acabado. Egipto fue derrotado y la península del Sinaí se convirtió en un depósito de chatarra de los destrozados tanques de Nasser y de las botas que sus soldados perdieron en la huida. El presidente presentó la dimisión. Los extranjeros podían volver a moverse libremente y Jacques y Raja sintieron nuevos ánimos y valor. 46 En los días que siguieron a la ignominiosa derrota de los egipcios, la situación en El Cairo se hizo aún más caótica de lo normal, aunque eso pudiera parecer impensable en una ciudad en la que la confusión y el desorden reinaban cotidianamente. Personas que no se conocían, al encontrarse en la calle, se abrazaban espontáneamente y lloraban y maldecían a los infieles. Muchos, incapaces de reconocer la derrota y de convivir con ella, se suicidaron arrojándose desde torres y puentes. La opinión sobre el presidente Nasser quedó dividida. Unos lo imprecaban y lo culpaban de lo ocurrido, para otros era un mártir y sólo él podía salvarlos. Durante aquellos días de confusión, Arthur Kaminski y Mike Mahkorn continuaron buscando las huellas que Hella Hornstein había dejado en El Cairo. El periodista estaba convencido de que la relación especial que parecía existir entre la momia de Bent-Anat y Hella se encontraba por encima de una simple atracción sensacionalista. Intuía que entre ambas había una tensión misteriosa y secreta que estaba seguro que acabaría por descargarse de una manera u otra. Pero por mucho que reflexionaba seguía tan lejos de dar con una solución al problema como al principio de sus investigaciones. Por el contrario, Kaminski no pensaba tanto en las circunstancias que habían llevado a Hella a venerar a la momia, lo consideraba más bien como una de las muchas características de una mujer apasionada y por encima de todo quería volver a verla y aclarar las cosas, la amaba y no estaba dispuesto a renunciar tan fácilmente. Entre Kaminski y Mahkorn se estableció una buena amistad, durante las horas del toque de queda que se pasaron charlando y bebiendo en el bar del hotel, Arthur, pese a ser el mayor de los dos, sentía más admiración por Mike que a la inversa. Apreciaba en él la fría seguridad en sí mismo, la superioridad con que sabía juzgar, y estaba convencido de que no había nada capaz de sacar de sus casillas a aquel joven, fuerte como un roble, pero que en ocasiones mostraba una sensibilidad que le sorprendía. Con sus acertadas preguntas, Mahkorn había logrado profundizar en el carácter de Hella; aunque no la conocía personalmente y hablaba de ella como si fuera una vieja amiga. Kaminski seguía sin tener la menor idea sobre las razones que la habían llevado a esconder su medallón en la momia, pero para el periodista aquello tenía un significado especial. No podía decir con seguridad qué buscaba Hella con eso, pero estaba convencido de que perseguía un fin determinado y de que se había esforzado en dejar una señal, En cambio, Arthur tendía a pensar que la joven sólo había intentado burlarse de él y ponerlo en ridículo; Mahkorn estaba seguro de que eso no era así. Los incidentes políticos que estaban ocurriendo en El Cairo no habían hecho desistir al periodista y a Kaminski de seguir buscando a Hella Hornstein. Cuatro días después del final de la guerra, es decir, el 15 de junio de 1967, entraron en el vestíbulo del hotel Ornar Khayyam, después de haberse informado sin éxito en siete de los hoteles reservados a extranjeros. Arthur llevaba consigo una fotografía de Hella tomada delante del gran templo de Abu Simbel en la que había quedado muy bien; la había hecho al principio de sus relaciones. Habían comprobado por propia experiencia que los conserjes y porteros de los hoteles cairotas recordaban mejor las imágenes que los nombres. El periodista le presentó la foto al recepcionista, con su típico aire de seguridad que no admitía negativas y le preguntó si aquella señora, una alemana, residía en el hotel. El conserje, uno de aquellos jóvenes egipcios de la nueva generación, con malos modales, que tratan de hacer carrera por cualquier medio, no se dejó impresionar. Muy tranquilo, se tomó un tiempo provocativamente exagerado para examinar la fotografía. Mahkorn ya estaba a punto de cogerle por la corbata para exigirle una contestación y sacarlo de su afectada y aburrida indiferencia, cuando un caballero de mediana edad, cuya llamativa forma de vestir lo identificaba como norteamericano, se interesó por la foto en el momento en que iba a dejar la llave de su habitación en el mostrador. Con un marcado acento que hizo la palabra casi ininteligible exclamó: —Congratulations! Al principio, ninguno de los dos pareció interesarse por el cumplido del hombre al ver la fotografía, pero tuvieron que hacerlo cuando éste se volvió a Mahkorn y le preguntó si aquella mujer era su esposa. —No —respondió el interpelado y señaló a Kaminski sólo con la intención de librarse del curioso. —Oh, congratulations! —repitió el americano ante el desagrado de los dos amigos que enseguida se mostraron expectantes cuando aquél continuó—: No hace mucho tiempo la vi desayunando en la terraza del hotel y me quedé impresionado por su belleza. Congratulations! —reincidió. Mike y Arthur se llevaron aparte al norteamericano. Le mostraron de nuevo la foto y el periodista le preguntó: —¿Está usted seguro de que se trata de la misma persona? Sin pararse a examinar la imagen demasiado tiempo les respondió: —Hey folks, Ralph Nicolson tiene una vista especial para las mujeres bonitas, desgraciadamente sólo eso, y esa cara es de las que se conservan en la memoria. ¿No es fantástica? Hasta el propio Mahkorn se quedó tan asombrado con esa afirmación que hizo un gesto de asentimiento y repitió: —Sí, realmente es fantástica. Una sonrisa se extendió por todo el ancho rostro de Nicolson. —Es raro, pero todas las mujeres guapas del mundo están ya casadas. Me pregunto por qué. Soltó un carcajada tan fuerte que su eco resonó por todo el vestíbulo del hotel. Entretanto, Mahkorn y Kaminski habían recobrado la calma. —Sir... —comenzó el primero pero fue interrumpido por Nicolson. —Nada de sir —dijo éste pasando al tuteo—, me llamo Ralph, ¿y tú? —Mike. —¡Oh, norteamericano!... —No, alemán. —No importa. El periodista no pudo evitar una sonrisa irónica. —¿Y cuándo fue eso? Quiero decir, ¿cuándo la viste en el hotel? —Dos o tres días antes de la guerra. Oh, Dios mío, qué raro suena eso. ¡Dos o tres días antes de la guerra! —De repente se puso serio e hizo un gesto expresivo como si se quitara una mota de polvo de la manga de su chaqueta—. Después de ese primer encuentro no volví a verla. ¡Lo siento por vosotros! El jefe de recepción del hotel, un hombre mayor, los venía observando y había oído la conversación. Se acercó a ellos cortésmente. —Perdónenme los señores si me mezclo en el asunto. ¿Se trata de una dienta de nuestra casa? Mike alzó la foto para que el conserje pudiera verla. —¿Por qué se interesan por la señora? —preguntó. —Es la prometida de este caballero —mintió Mahkorn señalando a Kaminski—. Habían quedado en encontrarse aquí, pero como ve no se ha presentado. El recepcionista asintió comprensivo. —¿Cuál es el nombre de la señora? —Doctora Hella Hornstein. Es alemana. —Tiene razón sólo en parte —le contradijo el jefe de conserjes—. Es alemana, pero su nombre es Kramer, Petra Kramer. Yo mismo le conseguí un billete de avión para volver a su país. —¿Cuándo fue eso? —El 3 de junio. —¿Y a qué parte de Alemania se dirigía? Reflexionó un momento y movió la cabeza. —A Frankfurt, si no me equivoco. Espere, señor, me parece recordar que era para Munich vía Frankfurt. —¿Y el billete fue expedido a nombre de Petra Kramer? —Tal y como se solicitó. Los dos amigos estaban asombrados. Arthur arrugó la frente y Mahkorn puso un billete en la mano del recepcionista. —Smolitschew debe de haberle procurado documentos falsos —opinó el periodista mientras Nicolson se despedía agitando la mano—. ¿Qué relación tenía con Munich la doctora Hornstein? —Ninguna que yo sepa —respondió Kaminski—. Hella procede de Bochum. Nunca mencionó Munich. —Reflexionó y finalmente dijo—: Tengo que ir. Debo encontrarla. Mike asintió con un gesto. —Por mi parte está bien, allí estoy en mi casa. Pero creo que debo aclararte una cosa: es más fácil localizar a una europea en El Cairo que a una alemana en Munich. Esa ciudad está llena de alemanes —bromeó. Arthur se rió con él; comprendía perfectamente lo que Mike quería decir. Mientras Kaminski y Mahkorn, un tanto confusos, reflexionaban qué más podían hacer y dónde continuar buscando a Hella Hornstein, el anciano conserje se acercó de nuevo a ellos. Colocó un papel delante de la nariz del periodista y le dijo: —Tal vez esto pueda servirles de algo. La señora que ustedes buscan telefoneó dos veces a Munich el día de su partida. Aquí está la lista de las conferencias de la centralita, correspondiente al 2 de junio. Vea usted, habitación 217, en el ala lateral, la que ocupaba la señora Kramer. Y éste es el número de teléfono de Munich al que llamó dos veces: 219 82 63. —¿Te dice algo este número? —le preguntó Mahkorn a su amigo mientras lo anotaba en un trozo de papel. Arthur negó con la cabeza. —Nada en absoluto, no tengo la menor idea. 47 Desde el penoso incidente con el medallón, el profesor elHadid no había tenido ni un momento de tranquilidad. Todos los periódicos que informaron sobre ello se olieron un escándalo y sus opiniones sobre los métodos de investigación científica del patólogo no fueron nada positivas. Por esa razón, el profesor estaba muy interesado en hacer algo que pudiera compensar ante la opinión pública su desgraciado traspiés. Un buen día le comunicó a Ahmed Abd el-Kadr que pensaba visitarlo y le anunció que le llevaría novedades sensacionales sobre la momia de Bent-Anat. El-Kadr recibió la noticia de el-Hadid más bien con escepticismo; sin embargo, seguidamente citó a Hassan Moukhtar y a Istvan Rogalla, que todavía seguían en El Cairo, para que se reunieran con él en su despacho y asistieran a la entrevista con el catedrático. El profesor el-Hadid sacó de una gran cartera de cuero negro varias radiografías de distinto formato con la afectación propia del científico de la vieja escuela y se acercó con ellas a la ventana. El-Kadr, Moukhtar y Rogalla lo siguieron interesados. Las radiografías anunció con expresión de orgullo han sido tomadas según un nuevo procedimiento norteamericano, que muestra contrastes mucho más marcados. ¡Y miren lo que he descubierto! Los tres hombres se colocaron alrededor del profesor y con atención contemplaron las imágenes al trasluz. El negativo que el-Hadid tenía delante de la ventana mostraba de perfil el cráneo de la momia. El patólogo tomó un lápiz y señaló una red de líneas blancas. —¿Y eso qué significa? El profesor bajó la radiografía y miró con aire triunfal a los que le rodeaban. —Lo que pueden ver en la placa es una fractura de la base del cráneo y que fue posiblemente la causa de la muerte de Bent-Anat. De acuerdo con esta imagen, el fallecimiento debió de producirse por un golpe en la parte de atrás de la cabeza, pero... —el patólogo mostró otra radiografía y continuó— los hallazgos que nos muestra este otro negativo aportan conclusiones bien distintas. En él podemos ver la pelvis, en la que se aprecia una complicada fractura múltiple. El-Kadr, Moukhtar y Rogalla, poseídos de una gran excitación se agruparon junto al profesor y observaron con toda claridad el corte que cruzaba la pelvis en varias direcciones. —Estas nuevas lesiones, por sí solas —disertó el-Hadid como si estuviera en su cátedra— no hubieran conducido directamente a la muerte, pero en aquellos tiempos roturas de este tipo habrían acabado convirtiendo a la reina en una inválida permanente que, más pronto o más tarde, habría muerto como consecuencia de ellas y en medio de grandes dolores. —¡Interesante! —comentó Rogalla—. ¿Y cuál podría ser la causa de esas lesiones? El patólogo sacó una tercera placa y la colocó a contraluz. —Ésta es la radiografía del cráneo de un suicida que se arrojó desde un piso muy alto en el distrito de Bulak. Como puede ver, el tipo de fracturas es casi el mismo. —¿Sospecha usted que la reina se suicidó? —preguntó Moukhtar impresionado. —De hecho, hay ciertos indicios que hablan en favor de esa tesis —contestó el-Hadid—. Pero tenemos un principio básico en anatomía que dice que si las causas de la muerte aparecen especialmente claras, la investigación debe empezarse de nuevo desde el principio. ¡Eso es válido también para una momia! —¿Y el resultado? —Van a sorprenderse. Además de otras roturas óseas en brazos y piernas, que confirmarían la teoría original, descubrí también lo siguiente —el profesor señaló con el lápiz un pequeño negativo cuadrado—: éstas son las vértebras cervicales y este hueso en forma de herradura es el os hyoideum. Está situado en la parte anterior superior del cuello, entre la mandíbula inferior y la faringe y su nombre vulgar es hueso hioides. Obsérvenlo con atención; pueden ver con toda claridad que está partido en su punto medio. —¿Y eso significa...? —Con toda probabilidad que Bent-Anat fue estrangulada, al hacerlo le rompieron el hueso hioides. Es posible que para encubrir la causa de su muerte sus asesinos la arrojaran después desde una gran altura. El-Kadr, Moukhtar y Rogalla se miraron entre sí. La declaración del catedrático fue algo totalmente inesperado para todos ellos. Se conocía bien poco sobre Bent-Anat, la esposa de Ramsés II, y desde luego nada en absoluto sobre su fin. La investigación del profesor el-Hadid los colocaba posiblemente sobre la pista de un drama histórico. Ahora se tenía que comparar esos hallazgos con otros para ver qué había de verdad y adonde llevaba ésta. Se trataba de un proyecto cuya realización quizá precisara varios años de difícil trabajo, pero que desde luego parecía muy adecuado para dar fama y prestigio a un investigador. Pero ¿a quién debía considerarse el verdadero descubridor de la momia? ¿Con cuál de ellos se mantendría unido a lo largo de los años el nombre de Bent-Anat, como el de Howard Cárter lo está para siempre con el de Tutankamón? Secretamente, todos y cada uno de ellos esperaban serlo: El-Hadid, porque había dirigido el estudio anatómicopatológico; el-Kadr estaba considerado un gran experto en momias y la de Bent-Anat se guardaba en su museo; Moukhtar, como arqueólogo jefe de Abu Simbel; y Rogalla, porque como especialista en Ramsés II era posiblemente el mejor cualificado para seguir adelante con las nuevas investigaciones. El respetuoso silencio de aquellos cuatro hombres tenía por lo tanto menos relación con el drama que debió de ocurrir 3.200 años antes que con las posibilidades que creían abiertas para conseguir la fama, lo que en el campo de la arqueología es de tanta importancia, o quizás aún más, como en cualquier otra ciencia. Las mejores cartas las tenía, de momento, el profesor el-Hadid. Éste pensaba escribir en un plazo breve un trabajo sobre los resultados de su investigación, que sin duda acabaría siendo referencia obligada para muchos colegas. Con ello, muy pronto quedarían olvidados los penosos incidentes que se produjeron al dejar al descubierto el cuerpo de la momia. De los otros tres científicos, sólo tenía una posibilidad de emular o superar la fama de el-Hadid aquel que realizara algún hallazgo relacionado con Bent-Anat que confirmara o desmintiera de modo espectacular los conocimientos aportados por el patólogo. Rogalla se paseaba nervioso de un lado para otro. Los demás debieron de darse cuenta de que tenía algo en mente que lo inquietaba. —¿Su primer comentario? —El-Kadr se dirigió directamente al arqueólogo alemán. —No sé qué decir. Las conclusiones del reconocimiento de la momia me resultan tan inesperadas y sorprendentes como a usted. Para expresarlo con precaución diré que se trata de algo extraordinario, tal vez único; por otra parte, hay que tener en cuenta también el lugar donde se halló la tumba. A donde quiero ir a parar es que si yo no hubiera visto con mis propios ojos que Bent-Anat estaba enterrada en Abu Simbel, recibiría con desconfianza el informe del profesor, pero ahora nos encontramos frente a dos nociones arqueológicas que quedan fuera de toda norma. Nuestra tarea consistirá en extraer las oportunas conclusiones de estas dos anomalías. A Moukhtar le desagradó desde el principio la opinión de Rogalla, sobre todo porque el alemán ya había hecho otras objeciones a su aspiración a ser considerado el descubridor de la momia. —Todo eso no son más que tonterías —musitó furiosodos factores extraordinarios en una investigación están muy lejos de ser una prueba válida para confirmar una teoría. Ni siquiera cabe descartar la posibilidad de que nos estemos enfrentando a una falsificación. Esa observación tuvo la virtud de hacer que le tocara el turno de encolerizarse a el-Hadid. El profesor, bajo de estatura pero fuerte, se quitó las gafas y se secó el sudor de la frente. —Moukhtar —exclamó con voz tan fuerte que resonó en la habitación de techo bajo—, ¿cree usted que veinte años de práctica profesional no son suficientes para que pueda llegar a una conclusión válida? He escrito incontables trabajos, muchos de ellos pioneros en el estudio de las momias y en particular en las de los faraones del Imperio Nuevo. Y, hasta ahora, de su parte sólo he recibido comentarios mordaces. ¡Precisamente de usted, que es quien menos ha hecho hasta ahora en el campo de la investigación! Moukhtar comenzó a alborotar furioso cuando Rogalla, que no podía seguir conteniéndose, aprobó las palabras de el-Hadid con movimientos afirmativos de cabeza y musitando entre dientes «así es, exactamente». Ciego de rabia, apartó a un lado al profesor y antes de marcharse lo llamó «neurótico presuntuoso que necesita llamar siempre la atención» y a Rogalla, asqueroso alemán. Seguidamente se fue dando un portazo. —Lo siento mucho —se excusó Ahmed Abd el-Kadr, el director del museo—, pero creo que deben disculparlo y achacar lo ocurrido a su nerviosismo. —Y volviéndose expresamente a Rogalla añadió—: Es bastante fácil hacernos perder el control a los egipcios. 48 Jacques Balouet y Raja Kurjanowa sabían por propia experiencia que el servicio secreto soviético vigilaba todas las fronteras egipcias y también los aeropuertos. Tampoco les cabía la menor duda de que sus nombres debían encabezar la lista de las capturas ordenadas por el KGB. Desde el fin de la guerra de los seis días el coronel Smolitschew no se había dejado ver por la pensión de Suheimy, pero eso no significaba con certeza que los hubiera perdido de vista. Lo creían capaz de las peores encerronas y por si estaban siendo espiados habían ideado un plan para zafarse. En los últimos días durante sus paseos por la ciudad antigua de El Cairo, tomaron la costumbre de separarse, vagaban sin meta por las calles y regresaban a la pensión a horas distintas para engañar a un posible perseguidor. Balouet había conseguido del aparentemente inofensivo droguero los dos pasaportes con visado por el precio acordado de 750 dólares. Ironía del destino, pagó con el dinero que les había entregado el propio Smolitschew. Los documentos iban a nombre de Jean y Simone Taine, matrimonio residente en París, y tenían toda la apariencia de ser auténticos. Poco a poco, día tras día, Jacques y Raja fueron entrando en su nueva identidad. Tomaron una habitación bajo su actual nombre en el hotel Central, que en realidad era un abominable albergue en la Sharia el-Bosta, y como les informó Suheimy, apenas era frecuentado por franceses. Allí, sus pasaportes resistieron la primera prueba y no despertaron la menor sospecha ni siquiera en los agentes de policía que examinaban personalmente los documentos de todos los clientes. Balouet, alias Taine, había reservado billetes de avión para Roma, pues su dinero no daba para más. Lo principal era salir del país, una vez fuera ya verían la forma de seguir adelante. El vuelo LH 683 a Frankfurt con escala en Roma salía a las diez y media de la mañana. En el amplio vestíbulo del aeropuerto reinaba una gran animación interrumpida tan sólo por los anuncios de los altavoces, que repetían sus comunicados, y que nadie entendía, en árabe, inglés y francés. Muchos extranjeros parecían tener todavía el miedo de la guerra metido en el cuerpo. La mayoría vivía desde hacía años en Egipto y ahora abandonaba el país con una gran cantidad de equipaje. Las maletas y las cajas se amontonaban en la entrada, lo que permitía hacer un excelente negocio a los mozos de cuerda que trabajaban de modo irregular y sin permiso oficial. Jacques y Raja se abrieron paso por el vestíbulo hasta la sala de espera anexa donde, después de haber revisado sus billetes y obtenido la tarjeta de embarque, se sentaron en unos modernos bancos de tubo de acero y plástico. Balouet no apartaba la vista de los letreros luminosos que marcaban las entradas a los diferentes vuelos. Raja buscó la mano de su compañero. Se mantenían en silencio, pero ambos estaban pensando lo mismo: sólo podrían considerarse verdaderamente a salvo una vez que estuvieran a bordo del avión. A partir de entonces, todo iría bien y comenzarían una nueva vida. El aire asfixiante y el sol implacable que entraba por las altas ventanas les hacían sudar. Tenían miedo de que en el último momento algo pudiera salir mal y que todos sus esfuerzos y sufrimientos acabaran por resultar inútiles. Las manecillas del reloj sin cifras que había en la alta pared blanca frente a ellos parecían haberse detenido. Hay situaciones en las que los minutos se alargan igual que horas. De repente, como si hubiese estado esperando que ocurriera, como un hecho irremediabie, Jacques oyó pronunciar su nombre. Alguien gritó: —¡Ahí está Balouet! Raja reaccionó de inmediato. Apretó la mano de Jacques, mientras seguía impasible con la mirada fija al frente, y le dijo: —No lo escuches. ¡No eres Balouet sino Taine! El francés sintió que la sangre se le subía a la cabeza. Reconoció la voz y al volverse supo que no se había equivocado. Durante unos segundos, pensó en hacerse el tonto y contestar: «¡perdone usted, pero debe de tratarse de un error!», sin embargo se dio cuenta de que con ello no haría más que ponerse en ridículo sin que mejorara su situación lo más mínimo. Así que se dirigió al hombre que estaba frente a él acompañado de otro que no conocía: —¡Ah, es usted, Kaminski! El ingeniero les presentó a Mike Mahkorn y comentó: —Por lo que veo lo han conseguido. ¡Me alegro mucho, de veras que me alegro! Raja creyó que en esas palabras no había más que puro cinismo y exclamó sin poderse contener: —No tiene que disimular, monsieur, lo sabemos todo. ¿Qué piensa hacer con nosotros? —No comprendo —replicó Arthur—, ¿qué quiere decir? Tal vez podría... Balouet lo interrumpió. —Sabe usted, hemos pasado mucho en las últimas semanas. Hemos visto cómo supuestos amigos resultaban ser enemigos y viceversa. Nos sorprendió que nos ayudara a escapar de Abu Simbel, pero no volvimos a pensar más en ello. No se nos ocurrió que usted y la doctora Hornstein nos estaban utilizando. Bueno, ya nos tiene, ¿qué es lo que quiere de nosotros? Seguro que sus gorilas acechan en cualquier rincón. Kaminski no comprendía lo que el francés quería decir. ¿Por qué y de qué modo habían engañado a aquella pareja? Inseguro, miró a Mike y creyó leer en sus ojos «¿qué me has ocultado?». Finalmente, el ingeniero se volvió a Balouet y le preguntó: —¿No podría explicarse con más claridad? Raja se echó a reír con amargura. —Bien, monsieur, ya que quiere oírlo: sabemos que usted y la doctora Hornstein trabajan para el servicio secreto soviético. Mahkorn tomó a Arthur del antebrazo y lo apartó a un lado. Se acercó a Raja Kurjanowa y le pidió: —¿Querría repetir lo que ha dicho? —Kaminski y la doctora Hella Hornstein son esbirros del KGB. El periodista alemán se dio la vuelta, se metió las manos en los bolsillos y se irguió con toda su imponente y poderosa presencia delante de Arthur. —Creo que me debes una explicación, ¿no es así? Kaminski no acababa de comprender qué le pasaba a su amigo y vaciló un momento sin encontrar una respuesta. —Mire —dijo finalmente dirigiéndose a Balouet—, cuando ustedes me contaron en Abu Simbel que habían trabajado para el KGB y querían dejarlo, no tuve la menor duda e hice lo que me pareció más natural: ayudarles. ¡Resulta absurdo que ahora trate de implicarme a mí con los rusos! —Naturalmente que es absurdo —replicó Jacques—, pero aún lo es más que la doctora Hornstein trabaje para el KGB. —¿Hella Hornstein? ¡Imposible! —Nosotros no podemos probar nada contra usted, aunque todo habla en su contra, pero tenemos pruebas definitivas de que la doctora está al servicio del espionaje soviético. —¡Hella!, ¡precisamente Hella! —Sí, ¡precisamente Hella! —intervino Raja, furiosa—. Hemos visto con nuestros propios ojos cómo se encontraba con el coronel Smolitschew. Este tiene muchos enemigos en Egipto que pueden confirmarlo. —¿Quién es el coronel Smolitschew? —preguntó Mahkorn asombrado. —El principal hombre de los rusos en este país y el mayor de sus cerdos. —La joven lloraba de rabia—. Nos ha tenido en sus manos en Sudán, el mar Rojo y medio Egipto haciéndonos creer que estábamos seguros. La verdad es que todo fue un espectáculo teatral bien escenificado. Smolitschew jugó con nosotros como si fuéramos marionetas y la doctora Hornstein le ayudó. Mientras hablaba dirigía la vista asustada a todos lados esperando que en cualquier momento se acercaran a ellos Smolitschew o sus hombres y con aire de suficiencia y triunfo los cogieran del brazo. Pero no ocurrió nada. La mirada de Kaminski se encontraba ausente. Parecía incapaz de hacer frente a la situación. —Pueden estar seguros de que no tengo nada que ver con los rusos, absolutamente nada. Y en lo que respecta a Hella Hornstein, yo no estaba enterado y ni siquiera puedo creerlo. Estoy convencido de que las cosas se aclararán y se verá que todo ha sido un error. Pero ¿dónde y cuándo han visto ustedes a la doctora Hornstein? —Uno o dos días antes del comienzo de la guerra. ¿Por qué lo pregunta? Mahkorn se dio cuenta de que Arthur se hallaba demasiado confuso para seguir por sí mismo la conversación y se explicó en su lugar: —Estamos buscando a Hella Hornstein. Ha sucedido una serie de acontecimientos extraños. —Si Kaminski no sabe su paradero... —No, no lo sabe, pero está haciendo todo lo posible por encontrarla. Es probable que su desaparición esté relacionada con toda esta historia del servicio secreto, al menos cabe pensarlo así. Mike dirigió al ingeniero una mirada compasiva, como si tuviera lástima de él. El tiempo parecía haberse detenido para Arthur Kaminski. Lo único que sentía era un gran vacío y una inmensa perplejidad. Su aspecto no les causó la impresión de ser el de un hombre que de un momento a otro va a detenerlos. ¿Era posible que Kaminski no hubiera sabido nada de lo que hacía Hella Hornstein? Raja se encontraba más cerca de aceptar esa probabilidad que Balouet. Ella sabía por propia experiencia que en el servicio de inteligencia el muro del secreto podía separar incluso a los padres de los hijos y a los maridos de sus esposas. ¿Por qué no a los amantes? —Smolitschew y Hella Hornstein se vieron en un café del casco antiguo —comenzó la joven—, por lo que sabemos se produjo una discusión entre ellos. La doctora vivía últimamente en el hotel Ornar Khayyam. Mahkorn hizo un gesto afirmativo. —Lo último también lo sabíamos nosotros. De acuerdo con nuestras informaciones, Hella Hornstein se marchó a Alemania, posiblemente a Munich, el día anterior al del comienzo de la guerra. Ésa es nuestra última pista. La cabeza de Mike Mahkorn hervía de incógnitas. Encendió uno de sus delgados puros y masticó nervioso su punta. En los primeros momentos de excitación al descubrir que Hella había trabajado para los soviéticos creyó que eso le ayudaría a desentrañar el misterio que la rodeaba, pero mientras más reflexionaba sobre ello, menos seguro estaba. Existen servicios secretos que por motivos muy diferentes se interesan por las momias, sin embargo el asunto del medallón le parecía tan provocador que no cabía dentro del marco de acción de una agente secreta. Hella Hornstein podía ser una espía o no, pero su relación con la momia debió de confundir y disgustar también al KGB, pues a los servicios de inteligencia les interesa especialmente el desconcierto, siempre que se produzca en el bando contrario y mientras puedan aprovecharse, pero, desde luego, nunca en el propio. Las palabras del altavoz apenas pudieron entenderse, pero el letrero de la puerta de embarque se iluminó anunciando el vuelo LH 683. Jacques tomó la pequeña bolsa de viaje que había dejado en el suelo delante de él. —Llevamos el mismo camino —observó Kaminski. —Entonces venga —le respondió Balouet—. Pasemos juntos el control de pasaportes, quiero mirarle a los ojos cuando nos detengan. Ya estará informado de que tenemos documentos falsos. Viajamos con los nombres de Jean y Simone Taine. Bien, ya lo sabe todo. Los policías, detrás del recinto de vidrio a prueba de balas, demostraban estar bien entrenados. Los rusos les habían enseñado a mostrarse enérgicos y autoritarios. También habían aprendido otra costumbre: detrás de cada funcionario uniformado se encontraba otro agente vestido de paisano, como un monumento del poder del Estado. Balouet, que ahora se llamaba oficialmente Kean Taine, trató de dar a su rostro una marcada expresión de indiferencia cuando le ofreció al policía su pasaporte y el de Raja. El agente de aduanas, un egipcio de piel oscura y pelo ensortijado con un delgado bigotito, se sumergió en el estudio de cada uno de los documentos como si estuviera leyendo un sura del Corán. El corazón de la joven le latía a punto de salírsele del pecho mientras el funcionario observaba las fotos y las comparaba con los rostros que tenía delante. Después dedicó toda su atención a examinar los visados. El policía de paisano muchas veces era en realidad un agente del KGB tomó seguidamente los pasaportes de Raja y de Jacques y los inspeccionó de nuevo, dedicando especial atención a los visados. Eso duró un tiempo que les pareció interminable. Raja pensó en cómo reaccionaría en el caso de que el severo funcionario se dirigiera a ellos de repente y les dijera «¡Hagan el favor de acompañarme!». Sin duda, sería presa de un ataque de nervios, gritaría y se revolvería con violencia a patadas y puñetazos. No trataría de contenerse, convencida como estaba de que eso sería para ella el final definitivo. El agente de uniforme comenzó a revisar su agenda en la que figuraban las personas buscadas por la policía, pero por lo visto no se aclaró con el alfabeto y, con la observación franjáis, les devolvió los pasaportes. Pero Jacques, en vez de seguir adelante, permaneció inmóvil frente a la ventanilla como si hubiera echado raíces en el suelo, como si lo detuviera un imán de fuerza insuperable. Había esperado ese instante con tanta ansiedad, había soportado todos los miedos terribles que acongojan al fugitivo y ahora, al ver que todo había pasado, se quedó petrificado, incapaz de moverse. Quería continuar adelante pero sus piernas no le obedecían. La conducta de Balouet comenzó a despertar las sospechas del aduanero uniformado, que pareció darse cuenta de que había algo raro en aquel francés, y a través de la ventanilla se dirigió a él: —¿Monsieur? —Hizo un movimiento con la mano, como si quisiera apartar una mosca pesada, indicándole que siguiera su camino—: ¡Monsieur! Mike se dio cuenta de inmediato de la situación, se adelantó a Kaminski, que iba delante de él en la fila, y le propinó un empujón a Balouet que le hizo vacilar y casi provocó su caída. La reacción del periodista consiguió que el francés recuperara el dominio de sí mismo. El agente del control de pasaportes hizo un comentario dedicado a Mahkorn sobre la mala educación y la prisa de los turistas. El avión, un Boeing 707, no estaba completo y necesitó, sin embargo, recorrer toda la pista hasta que, finalmente, se elevó en el aire. Jacques y Raja se sujetaban con fuerza al brazo de su asiento, permanecían en silencio y ni siquiera se atrevían a intercambiar una mirada. Sólo cuando el aparato alcanzó su altura de crucero y bajo ellos el amarillo y el gris del valle del Nilo dejaron paso al brillante azul turquesa del Mediterráneo supieron que lo habían conseguido y llenos de felicidad se abrazaron. —¡Triunfamos, triunfamos! —exclamó Raja una y otra vez sin cesar de besar a Jacques, que tuvo que poner freno a su entusiasmo. El piloto anunciaba por el servicio de megafonía que en esos momentos volaban por encima del extremo occidental de Creta cuando Mike Mahkorn apareció detrás de la pareja. —Espero que no se haya tomado a mal el empujón en el control de pasaportes. Jacques cogió la mano del periodista en reconocimiento de su ayuda. —Todo lo contrario, debo darle las gracias. Se dio cuenta de la situación y reaccionó con rapidez. En aquellos instantes pensé que todo había terminado. Nunca en mi vida he vivido un momento semejante. Ni siquiera Raja notó lo que me pasaba. ¡Es usted un psicólogo, monsieur! —Soy reportero, como usted, y hemos de conocer un poco de todo. Ya lo dicen de nosotros: un periodista debe saber algo de todo, pero nunca lo suficiente. —No puede decirse eso en este caso —opinó Raja—. ¡No nos queda más remedio que estarles sumamente agradecidos! Mike hizo un gesto restándole importancia al asunto. —Kaminski me ha contado todo lo que han pasado. —Movió la cabeza comprensivo y añadió—: Les deseo lo mejor para el futuro y si puedo serles útil... —¡Oh, no! —se defendió Balouet—. ¡Somos nosotros los que estamos en deuda con usted! Si su trabajo le lleva a París vaya a ver a Mauriac, de París Match, es un viejo amigo, él sabrá dónde encontrarme. Mahkorn le dio las gracias y comentó: —Creo que han sido injustos con Arthur. Por lo que se ve, verdaderamente no sabía nada de la relación de la doctora Hornstein con el KGB. ¡Fíjense cómo está! —Y señaló el lugar que ocupaba. Kaminski se encontraba en la penúltima fila de asientos con un vaso de whisky en la mano; ¡emborrachándose! 49 Una vez que Kaminski y Mahkorn regresaron a Alemania, ocurrió algo extraño. De pronto, el ingeniero pareció desinteresarse por el tema e incluso hubo un largo periodo de tiempo en el que Mike lo perdió de vista. Él mismo había dejado de momento el asunto, pero no podía quitárselo de la cabeza. De repente, un buen día, Arthur apareció inesperadamente en Munich y colmó de reproches al periodista por no haber seguido ocupándose de su historia. Sin embargo, Kaminski no dijo nada sobre dónde había estado y qué había hecho, lo que despertó en Mahkorn cierta desconfianza. Pese a todo, pronto se pusieron de acuerdo en que debían continuar buscando a Hella. El número de teléfono que habían conseguido en el hotel Ornar Khayyam era el de una dependencia de la Bayerischen Staatsbibliothek de Munich. La sección de manuscritos e incunables se ubicaba en el piso superior, allí se guardaban 40.000, entre ellos 700 papiros, el más antiguo de los cuales tenía más de cuatro mil años. Una lúgubre entrada daba acceso al pomposo edificio, muestra del brillante periodo muniqués del reinado de Luis I. Mahkorn, que sólo conocía la institución desde el exterior, hubiera preferido darse la vuelta, tan frío y poco acogedor era su aspecto, pero Kaminski lo empujó hasta un tablero que informaba sobre las distintas secciones, de las cuales la dedicada a los papiros era la más valiosa y secreta. Sólo los elegidos —éstos eran muy pocos— sabían lo que había detrás de las numerosas puertas y de las cajas de acero con sus enigmáticos tesoros, tan herméticamente cerradas a los visitantes ordinarios como el Arca de la Alianza a los israelitas. El olor que se extendía por todas las salas era una mezcla de incienso y cera de suelos que parecía destinado a causar mareos y dolores de cabeza a los visitantes o, al menos, a provocar en ellos la necesidad de volver a salir al aire libre y evitar que se quedaran demasiado tiempo. Junto a la entrada de la sala de lecturas de la sección de papiros, detrás de una mesa modernista de acero y plástico de tan mal gusto como el resto del mobiliario, se sentaba una muchacha de aspecto amable con el pelo largo y oscuro que pidió los documentos de identidad a Kaminski y Mahkorn como condición previa para entrar y anotó sus nombres en una lista. Estos solicitaron ver al jefe del departamento y la muchacha les señaló una de las puertas laterales en la que había una placa con el nombre de doctora Wurzbach. Las paredes del despacho estaban cubiertas del suelo al techo con estanterías llenas de libros antiguos. En el centro de la habitación había otra mesa, tan fea como la anterior, detrás de la cual se sentaba la doctora Wurzbach, una señora de aspecto severo con una melena no muy larga peinada hacia atrás y gafas negras de hombre que les preguntó con profesional cordialidad qué deseaban. Mike se presentó a sí mismo y a Kaminski como periodistas, sacó del bolsillo la foto de Hella Hornstein, que tan buenos servicios les había prestado, y le preguntó a la grave señora si aquella mujer se había presentado por allí. Sí, les respondió ésta, se acordaba de ella. Se había pasado allí dos o tres días, lo que no era nada raro, pues había científicos que trabajaban en la biblioteca durante semanas. No pareció dispuesta a decirles nada más y añadió que estaba muy ocupada. Pero Mahkorn no era de los que renuncian fácilmente y Arthur no pudo por menos de admirar la elocuencia de su amigo con la que consiguió ganarse la confianza de la doctora Wurzbach. Para lograrlo le contó a la jefa de sección la historia conmovedora de un hombre con lo que claramente se refería a Kaminski al que su prometida había abandonado como consecuencia de un simple malentendido. Un drama sentimental como aquél era capaz de conmover incluso a una funcionaría de alto nivel, y la doctora Wurzbach acabó por mostrarse dispuesta a darles más información. Según las listas y fichas, llevadas con la mayor fidelidad, se pudo deducir que Hella visitó ese departamento tres veces en total, que se inscribió con su verdadero nombre y que siempre pidió un mismo documento, el Papiro Schmalenbach. Éste había sido adquirido, entre otros muchos, por el comerciante muniqués Johannes Schmalenbach en el siglo pasado durante uno de sus viajes a Egipto y desde entonces llevaba su nombre. Sus herederos regalaron la valiosa pieza al Estado bávaro y se decidió que el documento se guardaría en aquella biblioteca. La doctora Wurzbach, convertida de repente en la amabilidad en persona, se ofreció a mostrarles el papiro, del que sin duda se encontraba muy orgullosa; Mahkorn le contestó que no adelantarían nada con ello pues no podían leer los jeroglíficos, pero si ella conocía su contenido les sería de gran ayuda. La doctora les respondió que eso era pedir demasiado,pero había varios trabajos y traducciones del papiro que podía dejarles ver si lo deseaban. La directora de la sección desapareció para volver al poco rato con dos libros en rústica y dijo que eran lo mejor que se había escrito sobre el Papiro Schmalenbach. Kaminski y Mahkorn buscaron asientos en la sala de lectura y estudiaron con detenimiento el texto, que empezaba con estas palabras: «Oh, Amón-Ra, tengo dispuesto para ti el ojo de Horus. Su agradable aroma asciende hacia ti. El olor del ojo de Horus sale a tu encuentro, Amón-Ra, tú que amas el corazón...» El periodista apartó la vista. El texto consistía en extractos del Libro de los Muertos y ofrecía una perspectiva sobre cómo los egipcios se imaginaban el viaje del alma al otro mundo. Se componía de frases y estribillos que se repetían e interminables letanías. Mahkorn abandonó la lectura al cabo de pocas páginas. —Si supiera lo que Hella buscaba en el papiro... —le susurró Kaminski a su amigo. Mike movió la cabeza. —La historia se hace cada vez más misteriosa. La directora ha dicho que la doctora Hornstein leyó el papiro original y no estas traducciones. Eso significa que tu Hella puede descifrar los jeroglíficos. ¿Cómo es que sabe interpretarlos? Arthur, que había ojeado la traducción, respondió: —No lo sé, aunque siempre lo supuse. Cada vez que intentaba hablar con ella sobre eso cortaba la conversación y cambiaba de tema... Era como si se avergonzara de ello o tratara de mantenerlo oculto. —Kaminski se interrumpió de repente y comenzó a leer en voz alta muy agitado—: «¡Oh, qué cruel es mi queja! Tú que paseabas conmigo por los jardines y las orillas del Nilo, mis piernas están envueltas en vendas. ¿Me reconoces, tú, el más grande entre los grandes? Soy tu esposa, tu bien amada hija Bent-Anat. La alegría está con aquel que aquí descansa en paz, pero tú me has condenado y mis miembros han sido quebrados, de modo que...». —¿De modo que qué...? —insistió Mahkorn para que continuase. —¡Nada! —respondió Kaminski—. Aquí termina el texto. La doctora Wurzbach se acercó a ellos. —Díganos, doctora —preguntó Arthur—, ¿qué sabe usted del origen de este papiro? La directora contestó con amabilidad: —¡Tanto como nada! Schmalenbach fue un coleccionista de antigüedades y lo trajo de uno de sus viajes a Egipto sin conocer el contenido del papiro que, dicho sea de paso, no es de gran importancia para la egiptología. Al parecer lo consiguió en Abu Simbel. Es uno de los muchos papiros anónimos que están repartidos por todos los museos del mundo. Kaminski y Mahkorn se la quedaron mirando. Ambos tenían el mismo pensamiento. —De todos modos, me pareció ver algo raro en la conducta de aquella señora —comentó de improviso la doctora Wurzbach—, pero por aquí vienen muchos tipos extraños. No siempre se puede medir a los científicos con el mismo baremo que se usa para las personas normales, ¿comprenden? Ninguno de los dos lo entendía y Mahkorn preguntó: —¿Qué quiere decir con «algo raro»? —Bien, siempre se sentaba a la misma mesa en uno de los rincones más alejados y dejaba escapar extraños sonidos, como si estuviera leyendo en voz alta el texto. Sin embargo, como todo el mundo sabe, eso no es posible porque el sonido de las palabras de los antiguos egipcios se ha perdido. Sólo conocemos los signos de sus consonantes, pero los de las vocales los ignoramos. Cualquier frase de este manuscrito que se lea en voz alta en su idioma original no es más que pura especulación. Pero hay algo más. —La doctora Wurzbach frunció la frente—: Siempre ponía a su lado un escarabajo verde, que debía de ser probablemente una de esas copias baratas que en Egipto pueden comprarse en cualquier esquina. Siempre lo colocaba cara arriba. —¿Echado sobre la espalda? —Sí. Creo que comparaba los jeroglíficos que figuraban en la parte inferior del escarabajo con el texto del papiro. No sé qué inscripción llevaba el amuleto —dijo mirando a Kaminski con aire interrogador—, pero quizás usted puede decirnos lo que su prometida buscaba en el papiro. —¿Yo?... No, no —contestó cortado; menos por desconocer la respuesta que porque la directora había mencionado a Hella Hornstein como su prometida. En cierto modo era como si hubieran estado prometidos, de hecho habían pasado mucho tiempo juntos. Se habían amado o, cuando menos, habían dado rienda suelta a su pasión y Hella no lo contradijo cuando le propuso que una vez terminado su trabajo en Abu Simbel comenzaran una nueva vida en común en alguna otra parte. —¿Y bien? ¿Había algo más? —No. Después de su tercera visita, la doctora Hornstein no volvió a aparecer por el departamento de papiros. Kaminski y Mahkorn dejaron a la señora Wurzbach un número de teléfono donde podría localizarlos si tenía noticias de Hella. Ellos volvieron a preguntar otras dos veces, inútilmente. No había la menor pista de Hella Hornstein. En vista de eso, poco a poco, Arthur comenzó a hacerse a la idea de que ella había salido de su vida para siempre. 50 En aquellos días de renuncia, Mike Mahkorn fue el único apoyo para Kaminski. Todo parecía indicar que el ingeniero no tenía familia ni amigos y, según insinuó en cierta ocasión, su piso anterior en la cuenca del Ruhr lo había dejado poco después de aceptar el trabajo en Egipto. Arthur disponía de dinero en abundancia, no tenía que preocuparse de su futuro, pero la inquietud que lo había impulsado hasta entonces no había desaparecido. El mismo le había contado a su amigo que no existía un medio más efectivo para hacerle olvidar que encontrar otro trabajo o una nueva misión que realizar. Mientras buscaba empleo, lo que no resultaba demasiado fácil para un hombre de cincuenta años, vivió con Mahkorn en el apartamento de éste en Schwabing, un piso amplio en un edificio antiguo con las paredes estucadas, los marcos de las puertas pintados de blanco y con vistas a la Kurfürstenplatz. Mike siempre compartía su apartamento con alguien, pues cuando estaba solo se sentía incómodo. Por lo general, sus subarrendados eran del sexo femenino. Su vida inquieta y el hecho de que raramente estuviera en casa tenía como consecuencia que sus inquilinas por no llamarlas «compañeras de cama» no aguantaran mucho tiempo a su lado. Kaminski comenzó a habituarse con más rapidez de lo que había esperado a la vida sin Hella o, al menos, eso era lo que creía cuando la firma Eichbaum AG, una empresa de obras públicas que trabajaba principalmente en Turquía, le ofreció un empleo por cuatro años en aquel país, a partir de noviembre, en la construcción de un moderno estadio deportivo. La obra en Ankara no era comparable a la de Abu Simbel, pero allí había una cosa de la que podía estar seguro: nadie se ocuparía de su pasado. Arthur debía haberse dado cuenta de que Mahkorn ya no mencionaba ni una sola palabra del tema que los había hecho amigos y también que éste era uno de esos tipos que cuando emprenden una tarea nunca cesan de investigar hasta haber encontrado la solución definitiva. Sin que Kaminski lo supiera, el periodista había fijado una fecha para entrevistarse con el Profesor Heinrich Wenders, un experto en parapsicología de la Universidad de Friburgo. Mahkorn confiaba en que le informaría sobre el fenómeno de la reencarnación, fues creía que ahí se hallaba la clave de la inexplicable cortducta de Hella Hornstein. El instituto del profesor Wenders estaba situado en la parte alta de una colina que se í»lzaba sobre la ciudad entre bosques de verde vegetación y viñedos. Desde fuera parecía más una de esas lujosas villas construidas en los últimos años del siglo pasado y primeros de éste por los grandes industriales alemanes que un centro de investigación científica. Los visitantes, sin embargo se sentían defraudados cuando se les hacía entrar por un estrecho acceso lateral. Las enormes habitaciones de antaño habían sido divididas en varias más pequeñas para ofrecer espacio al mayor número posible de estudiantes e investigadores. En los pasillos había altas estanterías, armarios con puertas correderas y ficheros metálicos, cuyo aspecto no dejaba la menor duda de que eran de antes de la guerra. La sala en la que Wenders recibió a Mahkorn había conocido días más alegres. Tres gandes ventanas abovedadas ofrecían su vista al valle, pero era imposible acercarse porque delante tenían varias metas que servían para dejar montones de libros, actas y documentos— En el centro de la habitación había una gran mesa angada de madera clara rodeada de sillas que, como la mayoría de los profesores, hacía ya muchos años que habían alcanzado el tiempo de la jubilación. La edad avanzada de Wenders se reflejaba principalmente en sus ojos hundidos y en la hinchazón de sus párpados, lo que le daba un innegable parecido al papa Pío XII. Era evidente que el profesor trataba de disimular sus años peinándose su largo cabello rubio, casi blanco, a la moda de los existencialistas Amando cigarrillos mentolados como sus estudiantes. Wenders hablaba despacio y Mahkorn, que por lo general era muy charlatán y lo hacía en voz tan alta que a veces asustaba a sus interlocutores, se supo adaptar a la forma de expresarse del profesor. Se dio cuenta de que una voz fuerte como la suya resonaría en exceso en una habitación que, aparte de las mesas mencionadas, no tenía mobiliario. Sin mencionar ningún nombre, el periodista le contó la historia de Hella Hornstein con todos sus detalles y al final le preguntó: —Señor catedrático, ¿cree usted posible que esa mujer sea víctima de un caso de reencarnación? El anciano profesor, que había escuchado el relato de Mahkorn con los ojos fijos en la mesa, pareció de pronto volver a la vida. —¿Por qué víctima? No comprendo bien lo que quiere decir con eso. ¿Por qué víctima? El fenómeno de la reencarnación no significa nada malo, perverso o que cause dolor. Es una experiencia fantástica. ¿Es que a usted no le gustaría ser Einstein, Schopenhauer o Goethe? —¡No! —respondió el periodista con una franqueza que lo dejó desarmado. El catedrático pareció enfadado y de nuevo su mirada se posó en la mesa. Tenía la boca entreabierta y daba la sensación de que masticase. —Para contestar a su pregunta —dijo tras una pausa indignada—, sí, los síntomas que me ha descrito me llevan a la conclusión de que se trata en efecto de un caso de reencar— _ nación. De todos modos, para expresar un juicio definitivo tendría que mantener una larga conversación con la persona en cuestión... —También a mí me gustaría hablar con ella —observó el periodista—, pero al parecer forma parte de su papel de reencarnada esconderse de los amigos y los conocidos, es decir, llevar una vida en el anonimato. Wenders pareció entusiasmado. —¡Típico! ¡Totalmente típico! —exclamó excitado—. Por lo que parece nos encontramos ante un fenómeno de reencarnación cerrada; es decir, la persona de referencia a causa de una vivencia perturbadora como, por ejemplo, un accidente o una profunda conmoción psíquica ha entrado en la fase de identificación total con su existencia anterior y la vive como si fuera real y actual. Por eso no acepta a las personas de esta época que la rodean. Las cosas podrían llegar hasta el extremo de no reconocer a sus mejores amigos. Normalmente se necesitan varias sesiones de terapia regresiva bajo hipnosis para lograr que un individuo que cree ser la reencarnación de alguien llegue a alcanzar ese estado. En el caso que me cuenta es como si la regresión, la vuelta a otra época y la conversión en otro ser humano se hubiera realizado por sí sola. Quizá por autosugestión o también, como ya he dicho, por una influencia externa especial. Sea como sea, es una situación peligrosa y en todo caso esa mujer necesita ser observada por un psiquiatra. Mike no había esperado una toma de posición tan clara por parte del profesor Wenders. Sus palabras lo habían intranquilizado y, lo que era más raro en él, se sentía consternado y confuso. —Sabe —comenzó precavidamente, porque ya se había dado cuenta de la susceptibilidad del profesor—, he oído mucho sobre el tema, pero si he de ser sincero debo decirle que no acabo de creer en ello... —¿Es usted católico? —lo interrumpió casi amenazador. —Protestante —respondió el reportero—. ¿Por qué? —Los cristianos y los musulmanes son los que admiten más difícilmente la reencarnación, por el contrario los budistas y los hindúes no tienen ningún problema. —Wenders se había ido excitando y aunque su voz se mantuvo en el mismo tono bajo, ganó en intensidad—. ¡Sepa usted, joven amigo, que el fenómeno de la reencarnación está conforme con la primitiva tradición cristiana! La creencia en una existencia anterior del alma sólo fue prohibida por la Iglesia en el Concilio de Constantinopla en el año 553. ¡Ja, ja! ¡En el Nuevo Testamento, en el Evangelio de san Mateo, se dice que la gente creía que Jesucristo era una reencarnación del profeta Elias, que vivió novecientos años antes de la era cristiana! ¡Tome a los padres de la Iglesia! Casi todos se proclamaron seguidores de esa teoría. Orígenes afirmó que el alma en nuestro mundo material no puede vivir sin cuerpo, pero cuando éste muere lo cambia por otro nuevo. Además, existen numerosos fenómenos que sólo tienen una explicación razonable bajo la premisa de otra vida anterior. Tomemos por ejemplo el caso de los niños prodigio. ¿Cómo es posible que niños de cuatro años de edad sean capaces de resolver ecuaciones de segundo grado, tocar el piano maravillosamente o jugar al ajedrez como un maestro? ¿Por qué? Porque llevan consigo el saber y la habilidad de una existencia precedente. Bobby Fisher jugaba al ajedrez como un dios cuando otros niños de su edad todavía pasaban el tiempo con sus ositos de peluche. Fisher afirma personalmente ser la reencarnación de uno de los campeones más grandes del ajedrez mundial, el cubano Capablanca. Mahkorn reflexionó. —Eso aclararía que la persona de la que estamos hablando pudiera leer textos que presentan grandes dificultades a los especialistas. Pero ¿por qué lo hacía? El profesor Wenders miró por la ventana la ciudad a sus pies, sumergida en una niebla vaporosa. —Tendría que conocer el caso mucho mejor para dar una respuesta concluyente, pero la explicación más plausible es que esa persona está buscando su pasado. Cada ser humano quiere saber de dónde viene y adonde va. Ese es el origen de todas las religiones. El individuo al que nos estamos refiriendo necesita de su existencia anterior porque no puede seguir viviendo como hasta ahora. Sospecho que busca un suceso clave totalmente determinado. —¿Y cree usted que espera encontrarlo en los antiguos jeroglíficos? —¿Por qué no? Yo no entiendo nada de la historia ni de la ciencia de la Antigüedad, pero estoy seguro de que los egipcios poseían grandes conocimientos sobre la vida, muchos de los cuales se han olvidado. Con todo, las palabras del parapsicólogo no contestaban a la pregunta de por qué Hella Hornstein quería encontrar en los antiguos textos egipcios un acontecimiento que había ocurrido hacía más de tres mil años. ¡Si ella era efectivamente Bent-Anat debería conocer su vida anterior! Una vez más, Wenders pareció intuir los pensamientos del periodista y trató de aclarar sus dudas. —Debe saber que la reencarnación —explicó— no es un proceso cerrado. Es como si la persona afectada se fuera sumergiendo en las aguas de su pasada existencia. Muchos, por no decir la mayoría, se quedan en la superficie y sólo muy pocos llegan hasta el fondo de su pasado. —¿Y qué es lo que ven allí? El profesor sonrió burlonamente, como si se divirtiera con la ignorancia de su interlocutor. —En lo más profundo de esas aguas encuentran el devenir y el fenecer, el nacimiento y la muerte. —¿Y cómo puede alguien llegar a sospechar que es la reencarnación corporal de otro ser humano? —De modos muy diversos. A veces se comienza hablando de cosas que uno nunca ha conocido. Por ejemplo, se pueden describir edificios en los que no se ha estado o hablar idiomas que jamás se aprendieron. Generalmente, esas personas se sienten atraídas de manera inexplicable por alguien determinado o por un lugar y pueden ir tan lejos que el afectado busque tumbas, difuntos o, como en el caso que usted me ha relatado, una momia. —¿Pero por qué lo hacen? —Al principio, en la mayoría de los casos, ni ellos mismos lo saben. Sienten sólo un impulso incontenible a hacer algo, una atracción comparable al amour fou, esa locura o enamoramiento irracional, inexplicable, hacia otra persona. El que ama de esa forma hace cosas sólo para estar cerca del ser amado que parecen incomprensibles para quienes lo rodean. Si se quiere, ese tipo de enamoramiento y la reencarnación son el mismo fenómeno. Desde los primeros días de la humanidad, ha habido personas que mediante fuerzas no explicables por las ciencias han llegado a ejercer un poder dominante sobre otras. —¿Le atribuiría todavía ese poder a la momia de Bent-Anat? —Desde luego. La claridad y la seguridad con que el profesor Wenders analizaba el caso tenían algo de espantoso. Mahkorn no pudo librarse de la sospecha de que el profesor sabía mucho más de lo que decía. El periodista tuvo cuidado a la hora de hablar por temor a herir con sus penetrantes preguntas algún lugar sensible de Wenders. Por esa razón se mostró prudente al plantear la cuestión: —Hay críticos de su teoría que afirman que la reencarnación no es más que la fijación de ideas deseadas. Una dependienta puede querer ser princesa... O al menos, haberlo sido en su vida anterior. —Un argumento brillante —respondió el profesor—, pero que hace ya mucho tiempo que perdió su fuerza. En la Universidad de Virginia se han investigado miles de casos de reencarnación. Los resultados le sorprenderán. Sólo una parte minúscula de esas personas afirmó que en su vida pasada fue un personaje famoso. Para la mayoría, su anterior existencia significaba más bien un retroceso económico, social o de prestigio. —Entonces, el caso citado por mí es la excepción de la regla. Al fin y al cabo, Bent-Anat era una reina y la mujer de la que hablo una simple médica. —Tiene razón. También se han hecho investigaciones en ese sentido que dicen que los que creen estar reencarnados o que vivieron otra existencia anterior en otro cuerpo físico suelen ser personas generalmente inteligentes, en muchas ocasiones incluso muy cultas. Aunque le fascinaban las teorías generales, Mike intentó llevar de nuevo la conversación a su caso concreto y le preguntó: —Profesor, ¿qué conclusiones extrae del hecho de que esa mujer rastree en documentos antiguos referencias de su vida anterior? O dicho de otro modo: ¿qué cabe esperar que ocurra cuando haya encontrado lo que busca? —Ése es un aspecto interesante de la cuestión, aunque sólo podamos especular a la hora de dar una respuesta, cosa que creo que debemos hacer. En primer lugar surge la cuestión de los lazos personales, las relaciones madre hija, amor y pareja, nacimiento y muerte, etc. ¿qué se sabe de la vida de Bent-Anat? —Poco, casi nada. Sólo que fue una de las hijas de Ramsés II y que éste, más tarde, la tomó como esposa. Wenders reflexionó. —Creo que ahí puede estar la explicación de la inquieta búsqueda emprendida por el Yo reencarnado para hallar testimonios del pasado. Estoy seguro de que esa mujer se presentará en todos los lugares donde se guarden documentos egipcios del tiempo de Bent-Anat y, más tarde o más temprano, aparecerá de nuevo junto a la tumba de la momia. —Eso no es posible —lo interrumpió Mahkorn—; el lugar del enterramiento se encuentra sumergido bajo la presa de Asuán. —¡Dios mío! —exclamó el profesor Wenders en voz muy baja—. Tengo una espantosa sospecha. Aunque está totalmente desprovista de rigor científico. Es sólo eso: pura suposición. De todos modos, debe encontrar cuanto antes a esa mujer. 51 Mahkorn intentó por todos los medios convencer al profesor Wenders de que dijera claramente lo que le preocupaba, pero no lo consiguió. Por esa razón regresó a Munich con el firme propósito de intensificar las investigaciones y la búsqueda de Hella Hornstein, incluso sin la participación de Kaminski. Estaba decidido a poner orden en el caos en que se había convertido el caso. Su significado había superado con mucho la medida general de todo lo que hasta entonces había investigado por razones profesionales. Mike tenía la sensación de que él mismo se había convertido en uno de los personajes marginales de la historia. Últimamente Kaminski había sufrido una extraña transformación. Mahkorn llegó a tener la sensación de que al ingeniero el caso ya sólo le interesaba de modo muy superficial e, incluso, que prefería abandonarlo. Arthur había comenzado a beber en exceso y su amigo casi no lo reconocía. Ingería tal cantidad de vino tinto que al llegar la noche ya no podía valerse por sí mismo y tenía que ser llevado a la cama. La noche que el periodista regresó a casa después de su entrevista con el profesor Wenders, se encontró una vez más con Kaminski en aquel estado de embriaguez e incapacidad física. Sin embargo, todavía se podía hablar con él. La información por parte de Mike de que había hablado con un parapsicólogo sobre Hella pareció despejar a Kaminski y sacarlo de su borrachera. Su rostro, que por aquel entonces solía tener una expresión plañidera, se ensombreció de repente, y miró furioso a su amigo. —Habíamos acordado apartar temporalmente el asunto —lo acusó—. ¿Por qué continúas espiando mi vida? —Arthur —comenzó precavidamente Mahkorn, que conocía las explosiones de furia de Kiminski cuando había bebido—, comprendo tu situación. Tampoco las cosas son fáciles para mí. Pero nuestro problema no va a resolverse si enterramos la cabeza en la arena. Soy periodista y ésta es la historia más emocionante e interesante de todas las que he encontrado en mi vida. Le he dedicado un gran esfuerzo. ¿Crees que voy a limitarme a cobrar las dietas? El ingeniero metió la mano en el bolsillo del pantalón como si buscara dinero. —¡Está bien, está bien! —dijo con un exagerado tono amistoso—. ¿Cuánto has gastado en el... caso? —Pronunció la última palabra con un tono de menosprecio—. Yo me hago cargo de las dietas y tú te olvidas del asunto por completo. ¿Está claro? Mike se dio cuenta de que la aparente tranquilidad de su amigo era fingida. Podía suponer lo que estaba pasando por su cabeza y por esa razón trató de tranquilizarlo. —Sabes perfectamente que el dinero empleado en el caso no es mío, sino de mi revista y que ellos a cambio esperan un reportaje mío, ¿es que no lo entiendes? Además, me parece más importante que tú acabes por saber exactamente qué es lo que está ocurriendo. Arthur, no se trata de simples sucesos que puedan olvidarse sin más. ¡Y tú lo sabes mejor que yo! —¡Fuera! ¡Olvidado! ¡Terminado! —Kaminski golpeó sobre la mesa con la mano abierta—. ¡No puedo seguir oyendo el nombre de Hella Hornstein! —¡Eso es una tontería! —Mahkorn comenzó a gritar—. No haces otra cosa más que reprimir tu problema. Quizá lo consigas por unos días o unas semanas, pero Abu Simbel regresará a tu mente y todo empezará de nuevo. —¡No puedo volver a oír ese nombre! —repitió. —¡Vaya! Apostaría cualquier cosa a que si Hella apareciera ahora mismo por la puerta darías un salto de alegría y olvidarías todo lo que te ha hecho. Arthur levantó la cabeza, le costaba trabajo ocultar su embriaguez. Mahkorn sintió compasión por él. —Tienes que acostumbrarte a la idea de que nos encontramos frente a un fenómeno de reencarnación. Hella es, o al menos así lo cree, la reencarnación de la reina Bent-Anat. Los casos como éste no son raros, aunque generalmente no son tan marcados. —¿Eso es lo que te ha dicho ese Wenders? —Sí. —¡Magnífico descubrimiento! ¡Yo no tengo nada que ver! —¡Pero debes enfrentarte contigo mismo! El profesor Wenders me ha explicado la conducta de Hella: está buscando su existencia anterior, quiere saber lo que ocurrió entonces. En el dorso del escarabajo encontró unas indicaciones, pero no lo bastante claras. Esa es la razón por la que aparece en los lugares donde se guardan textos relacionados con la vida de Bent-Anat. Hella sólo encontrará la paz cuando tenga un conocimiento completo de su vida anterior. Sólo entonces volverá a ser la mujer que tanto significó para ti. Kaminski estaba echado en el sofá, medio embotado por el alcohol y con la vista fija en sus zapatos como si en ellos estuviera ocurriendo lo más importante del mundo y todo lo demás le tuviera sin cuidado. Su actitud provocó la ira del periodista, su tozudez parecía la de un niño. A Mahkorn le hubiera gustado cogerlo por los hombros y sacudirlo hasta quitarle la borrachera, pero posiblemente eso no hubiera hecho más que empeorar las cosas. Mientras, Arthur se levantó con dificultad y vacilando se dirigió al pasillo, sacó del armario su equipaje, dos viejas maletas de plástico negro, y empezó a guardar en ellas sus abundantes pertenencias. —¿Qué te propones? —preguntó su amigo. —Me largo —replicó Kaminski sin interrumpir su tarea—. Has abusado de mi confianza. ¡Me voy! Mahkorn no pudo seguir conteniéndose y le gritó furioso: —¡Está bien, márchate! ¡Ve a donde quieras pero no vuelvas! Arthur se detuvo un momento, lo miró y respondió: —¡Puedes estar seguro! Acabó de hacer las maletas, se echó la chaqueta sobre los hombros y se fue. Mike oyó cómo la puerta se cerraba, después todo quedó envuelto en un silencio desagradable. Al día siguiente Mahkorn se dio cuenta de cómo se había acostumbrado a su presencia y de cuánto había llegado a significar para él. ¿Debía salir en su búsqueda y rogarle que volviera? Eso le pareció tan absurdo como carente de sentido. Conocía la tozudez de Kaminski. Además, no le cabía la menor duda de que regresaría por propia iniciativa. Pero Mike se equivocó. Arthur no regresó al día siguiente, ni al otro. ¿Se sentía tan defraudado? Al cabo de cuatro días recibió una llamada telefónica. Era Balouet, que había conseguido un empleo en el París Match, como encargado de los archivos. No era el trabajo soñado, pero al menos le aportaba unos aceptables ingresos que tanto él como Raja necesitaban perentoriamente. El verdadero motivo de la llamada asustó a Mahkorn, aunque no se tratara de ninguna información que atemorizase. Jacques le comunicó que se había encontrado con Hella Hornstein en circunstancias bastante extrañas. Seguidamente le preguntó dónde estaba Kaminski. Para no complicar aún más la situación, decidió no hablarle de su discusión con Arthur y se limitó a decirle que, naturalmente, le informaría de su llamada. La intención de Balouet era indudablemente disculparse por su conducta con el ingeniero y hacerle un favor. Le explicó que se había encontrado con Hella en la estación de metro de Pont Neuf. Él la reconoció de inmediato y se dirigió a ella, pero la doctora mostró una actitud confusa, como si no lo hubiera reconocido e incluso lo amonestó por atreverse a molestar en la calle a una señora desconocida. Mahkorn le preguntó si no se habría equivocado, pues en París siempre hay cientos de miles de turistas, pero Jacques le aseguró que no. Aun en el caso poco probable de que hubiera otra persona tan parecida a Hella Hornstein, era difícil que una mujer tan pequeña y delicada tuviera una voz tan bronca como la suya y que además mostrara, si uno se fijaba bien, aquella débil cojera, tan peculiar, que la hacía arrastrar la pierna izquierda. Lo que sí le quedó claro a Balouet era que la doctora no deseaba relacionarse con él. Posiblemente, su historia con el KGB le resultara penosa, observó Jacques, y por eso éste se disculpó diciéndole que debía de haberse equivocado. Después, continuó explicando, él descendió las escaleras del metro, convencido de que seguía observándolo para cerciorarse de que no la seguía. Entonces, él volvió a salir a la calle por otra salida y vio que, en efecto, Hella se había quedado allí y que cuando creyó estar segura continuó su camino. Balouet la siguió a una distancia discreta y observó que descendía por la Rué de Rivoli y entraba en el Louvre. «¡El Louvre, naturalmente! ¡Debí imaginármelo! En ese museo se encuentra la mayor colección del antiguo Egipto de toda Europa. ¿Dónde, si no allí, podrían encontrarse más indicios sobre la vida de la reina Bent-Anat?», reflexionó el alemán. Mike Mahkorn no se lo pensó demasiado y reservó un billete para el próximo vuelo a París. Estaba seguro de que en esa ciudad daría un paso más en la solución del problema. Además, París era una ciudad que le encantaba, como a todos los periodistas. 52 El hotel Danton, situado en la calle del mismo nombre, se encontraba en Saint Germain. Una de sus ventajas era que entraba dentro del límite de las dietas de Mahkorn; otra, que desde allí tenía fácil acceso a todos sus objetivos probables en la ciudad, a pie o en el metro desde la estación Saint Michel. El periodista confiaba en encontrar a Hella en París. Estaba decidido a confrontarla con la teoría de la reencarnación del profesor Wenders. No estaba dispuesto a aceptar un rechazo ni a dejarse confundir. Era demasiado profesional, y conocía a fondo su trabajo y disponía de material suficiente para hacerla hablar. La entrevista supondría la coronación final de su reportaje. La primera noche tras su llegada, Mahkorn se encontró con Jacques Balouet y Raja Kurjanowa en un pequeño restaurante situado a dos calles de su hotel. Les sirvieron pescado, la mayoría con nombres que Mike jamás había oído. Ella seguía haciéndose llamar Simone Taine. Parecían felices. Se notaba que se habían librado del peso de su antigua pertenencia al KGB. Se sentían libres y disfrutaban plenamente de ello, aunque sin descuidar la atención. Sin embargo, aún seguía existiendo en ellos un resto de aquella desconfianza que los había acompañado durante tantos años. Aquella noche, Mike no tuvo más remedio que confesarles que había perdido de vista a Kaminski. Balouet volvió a insistir en su idea de que Kaminski también fue un espía y que les tendió una trampa. Mahkorn trató de probarles que eso no era cierto y que el ingeniero, en todos los años que estuvo en Abu Simbel, sólo había tenido otro pensamiento aparte de su trabajo: Hella Hornstein. En lo que se refería a la búsqueda de ésta, a Jacques no se le ocurrió otra idea más que vigilar el museo del Louvre durante varios días seguidos, una tarea difícilmente practicable, entre otras cosas porque tenía diferentes entradas. En vista de eso, Mahkorn decidió seguir otro camino. Visitó el departamento egipcio del Louvre y le mostró a cada uno de los vigilantes de las distintas salas una fotografía de Hella y les preguntó si la habían visto por allí en los últimos días. Después de unos veinte intentos con resultado negativo, el periodista desistió. Finalmente, Mike se encontró con el director del departamento, Fierre Ledoux, y le dijo la verdad. No había ninguna razón para falsear la historia o para silenciar los motivos de su investigación. El profesor, un seguidor de las ciencias ocultas, se mostró interesado. —¿Una reencarnación de la reina Bent-Anat? Ledoux pronunció la frase como si cada palabra se derritiera golosamente en su boca. El asunto le pareció atractivo. —¿Cómo puedo ayudarle? —Es muy fácil —respondió Mahkorn—, ¿existe en su departamento algún objeto o documento que esté en relación con Bent-Anat o que informe de su vida? Ledoux, un francés ladino con el pelo aceitoso, se rascó reflexivamente la cabeza. —Espere, monsieur..., Bent-Anat... Repasó mentalmente las existencias del departamento egipcio sin encontrar nada que le recordara su nombre. —Como usted debe saber —dijo excusándose—, esa reina no es una personalidad de auténtica relevancia histórica. Incluso Nefertari, la esposa principal de Ramsés II, que aparece en muchos documentos, es de una importancia secundaria para la egiptología. —Lo sé —respondió Mike Mahkorn—, pero en el caso que le he contado Bent-Anat es vital. ¿Está usted seguro de que en este gigantesco museo no hay nada que se refiera a ella? Ledoux afirmó con un gesto. —Totalmente seguro. La forma en que le respondió despertó la desconfianza del periodista. De acuerdo con sus experiencias, la doctora Hornstein era una mujer astuta e inteligente. ¿Podía desechar la posibilidad de que Hella Hornstein se hubiese ganado la confianza de Ledoux y hubiese comprado su silencio con concesiones especiales? Hasta ahora, Hella no había cometido el menor error en la búsqueda de indicios y detalles sobre la vida de Bent-Anat. Por otra parte, existían suficientes rivalidades entre los científicos que podrían justificar una fingida ignorancia por parte de Ledoux. Mike no le creía y sobre todo no se dejó desanimar por sus declaraciones y así se lo demostró claramente con esta inesperada pregunta: —Dígame, profesor, ¿cuántos arqueólogos trabajan actualmente en el Louvre, quiero decir, expertos en egiptología? —Aparte de mí, otros tres —respondió el profesor Ledoux—, si quiere se los puedo presentar. Mahkorn rehusó dando las gracias. Si el profesor tuviera algo que ocultar habría silenciado a sus colaboradores. En vista de eso, agradeció su amabilidad y salió de la oficina por la antesala. Las recepcionistas ejercen una mágica fuerza, de atracción sobre los reporteros. Eso se debe menos a sus encantos que al notable poder e influencia de que disponen. Movido por una última esperanza, Mike sacó de su bolsillo la foto de Hella y se la mostró a la secretaria de Ledoux, una señorita sonriente y de aspecto bondadoso, y le preguntó si esa señora había aparecido por allí. La respuesta fue negativa. La secretaria de Ledoux no podía acordarse. Mahkorn iba a marcharse cuando el profesor abrió la puerta de su despacho y salió muy excitado. —Menos mal que no se ha ido, monsieur. Se me acaba de ocurrir algo... Sin más explicaciones, Pierre Ledoux le hizo una seña para que le siguiera. Nervioso, el director del departamento recorrió las interminables salas del Louvre. Mahkorn tuvo trabajo en seguirlo. Después de subir dos tramos de amplias escaleras, llegaron por fin a una amplia habitación llena de vitrinas a ambos lados. Durante aquella larga caminata por el interior del museo ninguno de los dos perdió el tiempo en decir una sola palabra y el periodista se dio cuenta de hasta qué punto estaba obsesionado con sus propios pensamientos. Por fin el profesor se detuvo delante de una vitrina entre dos ventanas. Señaló un joyero apenas mayor que una caja de zapatos situado en el centro. —Creo que esto podría interesarle, monsieur. La cajita de madera y de color ocre estaba decorada con figuras de dioses, mitad hombre y animal, enmarcadas en pequeñas franjas de arabescos. —Un joyero del periodo de Ramsés II —aclaró el profesor—, no especialmente valioso, pero sí precioso debido a su buen estado de conservación. Sobre todo en lo que se refiere a sus inscripciones. No se sabe exactamente a quién perteneció esta pieza, yo supongo que a alguna de las numerosas esposas de Ramsés II. El relato que usted me ha contado me ha dado una idea. Mahkorn empezó a dar muestras de inquietud. El profesor llamó a uno de los vigilantes del museo y le dio un encargo. Durante la ausencia de éste, Ledoux no dijo ni una sola palabra. Mantuvo su mirada fija en la caja mientras movía perceptiblemente los labios como si estuviera musitando una plegaria. Mike no se atrevió a molestarlo. El conserje llegó con una pequeña llave que le entrego. Ledoux abrió la vitrina y señaló la tapa del joyero. En la parte interior se destacaban artísticos jeroglíficos. El director mantuvo su mirada fija en los signos durante vanos minutos. Ni él ni Mahkorn parecieron darse cuenta del interés que mostraba el empleado por lo que hacían. —¡Mire aquí! —dijo el profesor de inmediato, señaló uno de los jeroglíficos verticales y, con lentitud, comenzó a leer—: «Yo, la sin nombre, abrazo el ojo de Uzat y me recrearé en la luz. Quiero estar en el ojo de Horus, su vitalizador aroma purificará mi cuerpo. Ungida con el aroma del ojo de Horus seré un espíritu de luz y volverán a unirse los huesos y miembros que me rompió User-maat-RaSetepen-Ra a causa de mi infidelidad». Mike se sorprendió por lo que Ledoux había deducido de aquellos enmarañados símbolos. Nunca se había visto mezclado en cosas semejantes. Estaba fascinado, aunque, por su parte, no acababa de encontrar sentido al texto. —¿Qué significa eso en relación con mi relato? El profesor repitió en frases más corrientes lo que acababa de leer. —La cajita —continuó— tiene una historia oscura. Por lo que se sabe llegó a París con los que regresaban de la campaña de Napoleón en Egipto. Al parecer, estuvo con anterioridad en posesión de un campesino de la región de Abu Simbel. Pero ningún investigador, y yo no me excluyo, le atribuye especial importancia al lugar del hallazgo. Se creyó que el joyero se encontró en Abu Simbel, donde había ido a parar, de camino hacia el Valle de los Reyes. Tras su información sobre el descubrimiento de la tumba de Bent-Anat, esta caja y su origen ganan naturalmente mucha más trascendencia. —¿Cree usted que procede del enterramiento de Bent-Anat? —Lo creo posible, monsieur. «Yo, la sin nombre» es la reina Bent-Anat. De momento es sólo una teoría, pero los indicios se unen entre sí de manera que parecen confirmarlo. La excitación de Mahkorn aumentó. No comprendía el papel que Hella Hornstein representaba en ese momento, ni sabía por qué Bent-Anat aparecía en el texto como la sin nombre. Ledoux comprendió las dudas del periodista. —Debe entender que para los hombres y mujeres del Alto Egipto no había nada peor que ser despojados de su nombre. Visto así, el anonimato era el más duro de los castigos. —¿Y en la cajita no figura el nombre de su propietaria? —No. El texto incluye cien nombres, pero falta el de ella. Se llama a sí misma tan sólo la sin nombre. —¿Y quién decidía su pérdida? —¿Quién era el único que podía hacerlo? ¡El faraón! —Ramsés II en este caso, ¿verdad? Pero éste era el padre y esposo de Bent-Anat... —¡Exactamente! —No lo entiendo. —Ramsés amaba a su hija más que a todo en el mundo más aún que a su esposa favorita Nefertari, en honor de la cual levantó el pequeño templo de Abu Simbel. Pero tuvo un amargo desengaño con Bent-Anat. —Déjeme adivinar, profesor: amaba a otro. —Falso. Era una espía del mayor enemigo de Ramsés II, los hititas. —¡Oh, Dios mío! Mike se secó el sudor de la cara. Tenía la sensación de que acababa de caer un telón que le impedía toda perspectiva. Con un gran esfuerzo consiguió ordenar sus pensamientos: Hella Hornstein había sido agente de los soviéticos. ¡Hella era Bent-Anat! —¿Sigue encontrándose mal, monsieur? —preguntó el profesor Ledoux. Mahkorn tenía muy mal aspecto. —¡No, no! —aseguró el reportero—. Es sólo la excitación, ¿sabe? Poco a poco, la extraña conducta de la doctora Hornstein empezaba a adquirir sentido. Realmente, estaba viviendo la segunda vida de la reina Bent-Anat. —¡Una pesadilla! —observó el profesor. —¿Qué quiere decir? —¡Mire! —Ledoux señaló con el índice un lugar en el texto y citó—: «Seré un espíritu de luz y mis huesos y miembros volverán a ser unidos». Eso significa que... —Un experto en momias egipcio —interrumpió Mahkorn— determinó en la de Bent-Anat la existencia de numerosas fracturas de huesos; entre otras, una craneal y otra de la pelvis. —Según este texto, User—maat—Ra—Setepen—Ra le quebró los miembros. —¿Quién es User—maat—Ra?... —El propio Ramsés II. Ése es su nombre de coronación. —¿Cree entonces que Ramsés II asesinó a Bent-Anat con sus propias manos ? —¡Claro que no, señor! El faraón no mata, hace matar. —¿Y cómo se supone que ocurrían esas cosas? El profesor Ledoux alzó los hombros. —Eso es lo raro. Sabemos que en el antiguo Egipto existía la pena de muerte, pero no conocemos ningún detalle sobre su aplicación, por eso no puedo responderle. En lo que respecta a su caso, monsieur, tengo que decirle que como egiptólogo, me interesa mucho. ¿Dónde puede encontrarse la doctora Hornstein actualmente? Mahkorn levantó las manos. —¡Si yo lo supiera! Hace unos días fue vista aquí, en París. Sacó la fotografía del bolsillo y se la puso delante de la cara. El conserje del museo, que aún permanecía allí y que había seguido la conversación con suma atención, agitó la cabeza enérgicamente y señaló la foto con el dedo. Sí, él la había visto hacía poco. Se había pasado mucho tiempo delante de la vitrina donde se guardaba la caja. Le había llamado la atención porque era..., sonrió con timidez, excepcionalmente bonita con su cabello corto y negro. La tomó por francesa. Siempre se mostraba ausente mientras permanecía con la mirada fija en la misteriosa caja. —¿Cuándo fue eso? —preguntó Mahkorn cogiendo por el brazo al conserje. Éste reflexionó, hizo como si contara para sí mismo y respondió que no podía decirlo con seguridad, pero que hacía sólo tres o cuatro días que la había visto por última vez. El periodista dejó escapar un taco en alemán que ni Ledoux ni el empleado lograron entender. Mike quería regresar en principio a Munich aquella misma noche, pero el caso pareció interesar más a Ledoux que, intrigado, le prometió que al día siguiente buscaría más detalles relacionados con Bent-Anat. El profesor no encontró nada en el Louvre; pero, en cambio, le hizo una manifestación inesperada. 53 Kaminski alquiló una habitación en la calle Schiller en un barrio de dudosa fama. La pensión se llamaba Else como su propietaria, una viuda resuelta y algo metida en carnes, que ya había pasado de los cincuenta. Tenía una hija soltera que se parecía a ella como una gota de agua a otra incluso en la corpulencia. Juntas administraban las veinte camas y, desde el primer día, Arthur supo que algunas de las habitaciones también se alquilaban por horas, previo pago y sin factura, naturalmente. A solas, en aquella fría habitación que le recordaba notablemente el miserable hotel de Asuán, salvo las persianas que no estaban cerradas y le permitían observar una tienda de máquinas de coser y bicicletas, Arthur se dio cuenta de que su vida carecía, de sentido sin Hella. Le dolía amargamente estar solo y comprendió cuánto la necesitaba. Sentía un deseo urgente de verla, de hablar con ella y cuando se encontraba con la hija de la dueña de la pensión se hacía más fuerte el anhelo irresistible de dormir con Hella, de revivir toda la salvaje pasión que siempre existió entre ellos. En su desamparo, Kaminski volvió a llamar a la doctora Wurzbach de la biblioteca estatal. Arthur se había dado cuenta enseguida de que a la doctora, ya no tan joven y de aspecto serio, le seguían gustando las galanterías tanto como los primeros rayos de sol de la primavera. Se presentó con un ramo de violetas que había comprado a una florista en la puerta de la universidad y la invitó a cenar en un restaurante italiano de la Theresienstrasse. La doctora Wurzbach aceptó contenta. Su nombre de pila era Leila, un nombre que no le iba nada bien. Bebió lambrusco, que desató su lengua y la liberó de sus inhibiciones. Kaminski no se quedó corto y en el transcurso de la velada se bebió una botella de litro de frascati que había en su mesa, igual que en todas las demás. Arthur supo despertar la compasión de Leila contándole detalladamente la búsqueda de Hella Hornstein y cómo había desaparecido de su vista precisamente allí mismo, en esa ciudad. Leila se quedó fascinada. Las circunstancias de la segunda vida de la reina de Egipto Bent-Anat la emocionaron de tal modo que le prometió investigar sobre el paradero de documentos u otras referencias relacionados con ella. A Kaminski apenas le quedaban esperanzas. Pensaba que hasta que la doctora Wurzbach encontrara algo podían pasar semanas. Por eso le sorprendió aún más la llamada que recibió al día siguiente en la pensión. Leila Wurzbach le informó de que en Alemania existía otro documento en el que aparecía el nombre de Bent-Anat. Se trataba de una pieza de cuarzo en la que Hori, un oficial de Ramsés II, relataba los acontecimientos más importantes de su vida, entre ellos la muerte de una sin nombre en el año 42 del reinado de su soberano. Leila le comentó que sobre la identidad de aquella sin nombre todo eran especulaciones, pero que se decía que se trataba de la hija y esposa de Ramsés, Bent-Anat. Determinadas circunstancias de su muerte estaban descritas en los jeroglíficos de la piedra de Hori. El doctor Stosch, un egiptólogo berlinés, sabía más sobre el caso. ¿Las circunstancias de su muerte? Arthur se quedó como si hubiera recibido una descarga eléctrica. ¿Hella buscaba su propio fin? Sin pensarlo demasiado, reservó una plaza en el avión a Berlín. La niebla caía sobre el aeropuerto de Tempelhof cuando el Boeing azul y blanco de la Pan Am se posó en una de sus pistas. Era un día frío y desapacible de finales de verano. La Budapester Strasse y el Kurfürstendamm estaban cerrados al tráfico a causa de una nueva manifestación de los estudiantes y el taxista, enfadado, tuvo palabras duras e insultos contra aquellos vagos, como los calificó. Kaminski percibía todo lo que ocurría a su alrededor envuelto en un velo de irrealidad. Ante sus ojos sólo se mostraba un objetivo: encontrar a Hella y averiguar la verdad sobre su misteriosa misión. Por mucho que se había defendido frente a Mahkorn, negándose a aceptar esa loca hipótesis, lo cierto era que en lo más íntimo de su ser ya hacía tiempo que se venía imponiendo la idea de que Hella era Bent-Anat. No sabía cuándo la iba a encontrar, pero presentía su presencia. El mismo día de su llegada a la antigua capital alemana, el ingeniero visitó el Museo Egipcio en la Charlottenburger Schlosstrasse donde esperaba encontrar al doctor Stosch. Pero el egiptólogo no estaba allí y tuvo que resignarse a esperar al día siguiente. Arthur subió las escaleras del museo en busca de la famosa piedra de Hori y fue a dar a una lóbrega estancia, cuyo centro estaba escasamente alumbrado. Bajo una especie de urna de cristal, rodeada de gente maravillada, descubrió el busto de Nofret. «¡Qué hermosa era!», pensó. Kaminski se incorporó a la fila de los curiosos y dejó que la imperecedera belleza fuera actuando sobre él. El maquillaje, que parecía moderno, sobre un rostro de tres mil años de antigüedad lo llenó de animada excitación. Los ojos de almendra pintados de negro, la boca ligeramente torcida y sensual despertaron en él sentimientos profundos como si el rostro estuviera vivo. La pequeña barbilla y los pómulos salientes, ¿no se parecían a los de Hella Hornstein como dos gotas de agua? Y la nariz recta, regular, con sus pequeñas aletas, ¿no recordaba la gracia de sus encantadoras facciones? Enseguida se olvidó de la muchedumbre que rodeaba el busto, se sentía seducido por esa cara que parecía un cornpendio de toda la feminidad y lo devoró con los ojos como un mirón. Cambió de lugar para admirar el delicado perfil, el cabello largo y la nuca saliente bajo la capucha azul característica de las reinas. Y al hacerlo, su mirada atravesó el lado opuesto del cristal de la urna y vio otro rostro que era al mismo tiempo muy parecido y muy distinto al de la reina egipcia. Conocía aquella cara, la boca apretada con la leve insinuación de una sonrisa, la nariz regular y los ojos almendrados y oscuros. Su fantasía ya le había gastado malas pasadas en los últimos tiempos; por eso, al principio se negó a aceptar lo que tenía ante sus ojos, como un espejismo. Se resistía a admitir la verdad, tal vez porque no había nada que deseara con más fuerza que el que aquella imagen engañosa fuera real. El rostro al otro lado seguía inmóvil, pero vuelto hacia él, y no tuvo ninguna duda de que se había dado cuenta de su presencia. Durante unos segundos, los dos pares de ojos se miraron fijamente, como empeñados en un desafío por demostrar quién era el más fuerte, quién podía resistir por más tiempo la mirada del otro; seguidamente, movidos por una orden silenciosa e invisible, ambos se abrieron paso entre la gente que rodeaba el santuario de vidrio y Kaminski fue el primero en recobrar la palabra. —¿Tú? —habló por fin cuando estuvieron un poco alejados de la multitud y, vacilante, como si no se atreviera a creer que aquello era cierto, añadió—: ¿Hella? —Sí —respondió ella—. ¿Qué haces aquí? Kaminski la cogió por las muñecas. Quiso responder, pero en el momento en que percibió el contacto de su piel una extrema rigidez inmovilizó sus cuerdas vocales y no logró pronunciar ni una palabra. «¿Si supieras cómo te he buscado por todas partes? —hubiera querido decir—, ¿cuánto he hecho por encontrarte...?» Pero permaneció mudo, incapaz de articular un solo sonido. Los visitantes del museo miraban a Arthur y Hella como si quisieran decirles que aquél no era el lugar más apropiado para sus asuntos sentimentales. La muchacha se dio cuenta y le dijo a Kaminski: —No podemos seguir aquí. ¡Vamonos! El ingeniero afirmó con la cabeza.. Llovía con fuerza cuando llegaron al vestíbulo de salida. Los automóviles circulaban por el Spandauer Damm levantando a su paso cascadas de agua. Desde el oeste, llegó un autobús de dos pisos de la línea 54 que se detuvo muy cerca de donde ellos estaban. —¡Vamos, sube! —gritó Hella y lo arrastró hacia el vehículo—. Aquí, al menos, estaremos a cubierto de la lluvia. Ninguno de los dos sabía adonde los llevaría el autobús. En esos momentos les era totalmente indiferente. La joven empujó a Kaminski por la pequeña escalera y lo hizo subir al piso de arriba, donde se encontraron solos. Sin una palabra, se sentaron uno al lado del otro con la mirada dirigida hacia la calle. Arthur, emocionado, trató de coger la mano de Hella, que se estremeció al sentir su contacto, pero que enseguida la dejó entre la suya. Kaminski movió la cabeza, como si no pudiera creer que fuera cierto lo que le había ocurrido en los últimos minutos. Verdaderamente había ido a buscarla, pero el encuentro fue excesivamente inesperado. Miles de pensamientos cruzaron su cerebro. ¿Cómo iba a comenzar? —¡No digas nada! —murmuró Hella entre el ruido del autobús. En esos momentos ella también parecía sumida en sus pensamientos. Kaminski se sonrió cortado y a la vez contento de que lo librara de su obligación de decir algo. Su contacto producía una cálida sensación y Arthur, aunque intentó defenderse de ello, se sintió invadido por los infinitos deseos contenidos en los últimos meses. Puso la mano, todavía cogida en la de ella, entre sus muslos; Hella lo dejó hacer, pero el resto de su cuerpo se contrajo en una especie de reacción defensiva. —La última vez que te acaricié... —¡Chist!... —lo interrumpió ella—. Me gusta... Fue en Asuán, en aquel miserable hotel con las persianas cerradas. —Lo sé. —Hella mantuvo su mano apretada entre los muslos—. Eso es agua pasada. —¿Pasada? —Arthur no entendía. La miró a la cara—. Tienes que explicarme qué ocurrió. ¡Quisiste matarme! Hella abrió las piernas y la mano de Kaminski quedó suspendida en el aire. Asustado, la retiró. Se sintió molesto por su rechazo y balbuceó: —¡Perdona! La joven se echó a reír con aquella franqueza y cordialidad que él conocía tan bien de tiempos pasados y volvió a coger la mano que él había retirado avergonzado, la colocó de nuevo entre sus muslos y apretó con tanta fuerza que casi le causó dolor. —No, no quise matarte —dijo ella. Su mirada seguía el tráfico en la calle mojada—. ¿Crees que si lo hubiera querido no habría sabido hacerlo? Sólo quise dejarte fuera de combate durante unos días para buscar un nuevo escondite para la momia, ¿lo entiendes? Aunque no podía comprender de ningún modo lo que en aquellos días había pasado por su mente, Arthur no se atrevió a preguntárselo. Su mano extendida y aprisionada entre las piernas de Hella lo excitaba demasiado y temió que cualquier pregunta que le hiciera, como, por ejemplo, qué demonios pensaba hacer con la momia o por qué no le había dicho la verdad sobre sus sentimientos, podría llevarla a poner fin a aquella felicidad. Sabía que Hella podía ser implacable y guardó silencio. —¿No podemos olvidar todo lo que ha pasado? —comenzó la joven de nuevo. ¿Cómo podría olvidarlo? Abu Simbel había cambiado su vida. Kaminski hizo un gesto afirmativo, pero ausente y, de algún modo, se sintió como un perro bien adiestrado dispuesto a hacer lo que su dueño le ordenara. Eso lo enfureció, sintió rabia contra sí mismo y, en su debilidad, estuvo a punto de perder el control y gritarle a Hella que quién se creía que era, si pensaba que su presencia bastaba para hacer de él lo que quisiera... Pero en ese momento ocurrió algo inesperado que dio al traste con sus intenciones. Hella se dio la vuelta y con las piernas abiertas se sentó sobre él. Kaminski miró adelante y atrás para saber si alguien los veía. Al comprobar que no era así, cedió y dejó que siguiera. La joven tomó la barbilla de él con su mano derecha y lo besó en la boca mientras que con la otra, segura de su objetivo, trataba de abrirle los pantalones. Montada sobre él, se movía como una amazona sobre la silla de su caballo. Ansioso, Arthur llevó las manos a sus senos pequeños y firmes. Hella dejó escapar un grito y echó la cabeza hacia atrás como si hubiera recibido un latigazo. ¡Dios mío, qué mujer!, se dijo Kaminski. Y dejó de pensar, sólo sentía. Estaba a punto de perder la conciencia, sin voluntad y sin consideración alguna, deseando únicamente que los movimientos voluptuosos de Hella no terminaran jamás. Y sin embargo aquella danza sensual tuvo un final abrupto. —¡Parada Otto—Suhr—Allee! El sonido de las puertas hidráulicas al abrirse, seguido por el bullicio de un grupo de adolescentes con largas melenas, volvió a Kaminski a la realidad. Los muchachos tomaron al asalto la plataforma superior. Hella apenas tuvo tiempo de bajarse del regazo de Arthur y poner en orden sus ropas. Se rieron, sentados allí y mirando con disimulo a través de la ventanilla empañada. Kaminski supo en ese momento que jamás lograría librarse de aquella mujer. Se citaron para cenar esa noche en un pequeño restaurante italiano de la Kantstrasse. Apenas se habían sentado cuando llegó una de aquellas floristas que tanto abundan en las noches berlinesas. Arthur le compró el ramo entero con la correspondiente alegría de la joven vendedora y se lo entregó a Hella. Estaba decidido a demostrarle su amor por todos los medios. Hella se sonrojó, cosa que Kaminski no había visto en ella hasta entonces. Sus mejillas adquirieron un color púrpura brillante y luminoso como el de una lustrosa manzana. Arthur se sentía dichoso y recordó que hacía mucho tiempo que no era tan feliz... con Hella. El reencuentro, después de tanto tiempo, transcurrió tranquilo y sin complicaciones porque parecía que ambos se hubiesen puesto de acuerdo en no sacar a relucir un tema, ese tema. Kaminski abrigaba la esperanza de que las cosas podrían volver a arreglarse entre ellos. Había llegado a creer que los meses de ausencia los habrían distanciado, cambiado, convertido en personas diferentes. Pero no fue así, y Hella volvió a seducirlo desde el primer momento con la fuerza de la pasión y en ese instante desaparecieron todos sus reparos. No podía creer que el día anterior todavía la hubiera culpado de intentar quitarle la vida. A ambos les vendrían bien unos días de distensión, juntos de nuevo, para centrarse, encontrar la calma y escapar al caos en el que la vida los había precipitado. ¿Había algo mejor que la reconciliación, que el deseo de renovar los sentimientos? Bebieron frascati y saborearon una deliciosa saltimbocca en pinchos de madera y evocaron los tiempos felices en Abu Simbel. —¿Recuerdas nuestro primer encuentro? —preguntó Hella sonriendo—. Tenías un corte en la cabeza e insististe en que te diera los puntos sentado, sin echarte en la camilla. Sin duda querías que viera lo duro que eras. Kaminski se echó a reír. —Pero por lo visto no era así. —Te desplomaste como un trapo mojado. Tuvimos que arrastrarte hasta la camilla entre dos personas. Arthur guiñó un ojo: —Lo hice a propósito, lo único que quería era apoyarme en tu pecho. —De lo que te aprovechaste realmente y con largueza. —Y continuó—: Cuando Heckmann se dio cuenta de nuestras relaciones soltó todo su veneno y su resentimiento. Es uno de esos tipos que no saben perder. Se consideraba el más importante de los hombres, pero cuando yo lo miraba se empequeñecía como una de esas figuras de enanos que adornan los jardines, ¡ese Heckmann! Hella se comportaba como si no hubiese habido cornplicaciones entre ellos, y Arthur tuvo la impresión de que se esforzaba en probarlo. Tal vez esos años de soledad, se dijo Kaminski, siempre en el mismo paisaje solitario y desértico, la habían empujado a esa especie de locura. Deseaba explicarle lo que pensaba, pero la promesa de marginar momentáneamente todo lo escabroso le impidió hacerlo y siguió hablando de otras cosas. Le informó del nuevo empleo en Turquía que aún no había aceptado definitivamente. ¿Y ella, qué pensaba hacer?, le preguntó. Hella no respondió, sino que planteó otra cuestión. —¿Querrías volver conmigo a Abu Simbel? Mientras hablaba sacó de su bolso el escarabajo verde y lo dejó sobre la mesa. Arthur se quedó petrificado y la miró como si acabara de hacerle una terrible propuesta. Sintió que el corazón le latía con fuerza, sin saber realmente por qué. Quiso coger el amuleto, pero Hella fue más rápida y lo volvió a guardar en el bolso. —Lo digo —añadió la doctora— sólo por ver el resultado definitivo. Al fin y al cabo tú participaste de manera crucial en el proyecto. Kaminski estaba interesado, como era natural. Realmente quería ver su obra finalizada. Los periódicos sólo tenían palabras de elogio para el proyecto técnico y su ejecución magistral. La joven extendió su mano sobre la mesa y sus ojos brillaron: —Te acompañaré allí, donde empezó todo. «Tiene razón —pensó él—. Tal vez sea posible girar hacia atrás la rueda del tiempo y volver a empezar en el lugar del primer encuentro.» Quizá fuera posible, con ese paso, salvarla de la demencia y hacerla volver a la realidad. Entonces podrían forjar planes para un futuro en común. Pero en Abu Simbel también estaban las murmuraciones, el escándalo y la vergüenza; sin embargo, él sólo deseaba que la vida de Hella fuera suya. De nuevo, mientras sostenía su mano entre las suyas, sintió el lazo que los unía con el pasado. Y ese cálido sentimiento provocó en él una reacción no deseada, se aferró a su mano como un ahogado que trata de salvarse y se oyó decir a sí mismo: —Ésa es una idea magnífica, Hella. Regresemos a Abu Simbel, donde todo comenzó. 54 En París, Mike Mahkorn tuvo noticias de que en el Museo Egipcio de Berlín Charlottenburg existía una nueva prueba sobre la existencia de una sin nombre. El profesor Ledoux le mencionó al doctor Stosch. Tras establecer contacto telefónico con éste, se trasladó a Berlín. Creía conocer a Arthur y tenía la impresión de que, pese a sus manifestaciones en sentido contrario, aún seguía interesado por la doctora Hella Hornstein. —¿ Ha intentado contactar con usted un hombre llamado Kaminski? —fue su primera pregunta. —No, que yo sepa. —El doctor Stosch, un caballero de pelo blanco, que vestía con excesiva corrección un traje cruzado, se mostró cortés, pero al mismo tiempo reservado—: De todos modos, he estado de viaje durante varios días. Es posible que viniera mientras tanto. ¿Qué pasa con ese Kaminski? Mahkorn le contó la historia y no pudo dejar de darse cuenta de que el doctor acompañaba de vez en cuando su narración con una sonrisa burlona. —¿Y cómo puedo ayudarle? —quiso saber el egiptólogo después de que Mike terminara su relato. —Es muy sencillo —respondió éste—, me interesa conocer literalmente el texto que figura en la piedra de Hori o, por lo menos, un resumen de su contenido. El doctor Stosch sacudió la cabeza. —Deseo que sus investigaciones lleguen a buen puerto señor Mahkorn, pero lo que me pide no es posible. Tiene que comprenderlo; la piedra de Hori es un documento histórico de gran importancia cuyo análisis científico aún está en curso. En el ámbito profesional no se vería con agrado que la traducción del texto ocupara toda una página de una revista ilustrada. Una publicación de ese tipo debería estar reservada para nuestro boletín. Sacó una fina hoja de su libreta y la colocó encima de la mesa de escritorio donde había un ejemplar del Zeitschrift für ägytische Sprache und Altertumskunde. —Lo entiendo —respondió Mike, pero su voz no sonaba como la de alguien que se ha resignado. Por el contrario, sabía como vérselas con los científicos más tozudos. Por lo tanto, comenzó a hablar con precaución: —Naturalmente, comprendo su actitud. Todo experto debería obrar del mismo modo, pero me gustaría que reflexionara sobre dos cosas. La primera, que no tengo el menor interés en publicar literalmente el texto de la lápida de Hori, lo que me interesa es su contenido. Además me permito indicarle que la publicación de su nombre y de su trabajo en una gran revista favorecerá el prestigio del que ya goza. Hay bastantes ejemplos de investigadores —continuó Mahkorn— que consiguieron fama mundial gracias a una conferencia de prensa. Creo que debe meditar sobre ello, doctor Stosch. El egiptólogo se rascó la nariz minuciosamente. Necesitaba tiempo para pensar. Aquel periodista tenía razón. Con mucha frecuencia había deseado una mayor publicidad para sus investigaciones, mayor reconocimiento y, ¿por qué no?, también más popularidad. Su nombre no era conocido; tan sólo, tal vez, por unos pocos colegas. —¿Qué desea saber? —preguntó huraño. —Me interesa lo que Hori dice sobre la sin nombre. Todo, ¿lo entiende? —¿Me citará en su reportaje? —Naturalmente. Eso es una exigencia profesional y del juego limpio. También será mencionado el profesor Ledoux. La idea de que su nombre apareciera en el mismo artículo junto al de Ledoux, del Louvre, pareció halagarlo. Stosch se levantó, se dirigió a un archivador de persiana y sacó un expediente amarillo. —Quiero que sepa —comenzó como si tratara de excusarse— que lo que voy a enseñarle todavía no ha sido publicado. El contenido de la piedra de Hori sólo se conoce a grandes rasgos, muy por encima. Todavía falta el comentario científico, una tarea que me está reservada. Pronunció las últimas palabras con meditada lentitud, casi con devoción. Después sacó cuatro hojas separadas del expediente y las puso juntas sobre la mesa. La mitad izquierda de cada folio se encontraba llena de jeroglíficos y en la derecha había signos gráficos que representaban las consonantes, totalmente incomprensibles para el periodista, junto con algunos trazos y dibujos; debajo, entre paréntesis, estaba la traducción al alemán. —Hori era un oficial de la guardia de Ramsés II —explicó el doctor Stosch—. Placas conmemorativas como ésta hay muchas. Todo hombre de rango se hacía levantar una para que su nombre se conservara en la posteridad. En ella se mencionan los acontecimientos más importantes de su vida; en este caso, su participación en las campañas militares contra los hititas. —¿Y qué información da sobre la sin nombre? —presionó impaciente Mahkorn. —Despacio —trató de apaciguarlo—. En primer lugar quiero aclararle en qué se basa mi teoría de que esa persona condenada al anonimato es la reina Bent-Anat. He mantenido correspondencia con el profesor Ledoux y se muestra conforme con mi tesis. —Sí, Ledoux me lo ha explicado todo. —Mike interrumpió al investigador temeroso de que éste se fuera a extender en una interminable lección magistral—. Partamos de la base de que la sin nombre, es Bent-Anat. Stosch le dirigió una mirada de disgusto. El estilo directo del periodista le hacía desconfiar. Finalmente, tomó la tercera de las hojas que había sobre la mesa y continuó: —La parte que a usted parece interesarle exclusivamente la encontramos aquí. —Se puso a leer—: «En el año 42 del reinado del gran User-maat-Ra-Setepen, el gran Toro, amado de Anión, la gran esposa real que llevaba la corona de Hator perdió su nombre. Ése fue el salario que hubo de pagar por su infidelidad cuando User-maat-Ra-Setepen-Ra tomó de ella el hálito de Atón sobre el ápice de su templo más meridional». Mahkorn se quedó mirando al egiptólogo con aire interrogante. —¿Y todo eso qué significa? El profesor Stosch torció el gesto y se rió como atormentado por la ignorancia del periodista; seguidamente respondió: —Los antiguos egipcios solían expresarse en un lenguaje lleno de fiorituras, estaban acostumbrados a describir los hechos con complicadas metáforas. Por eso, a veces, resulta tan difícil descifrar los textos. Ledoux afirma que Bent-Anat fue una espía de los hititas, lo que confirmaría, a mi entender, el uso de la expresión infidelidad. —¿Y qué significa que User—maat—Ra, es decir Ramsés, «tomó de ella el hálito de Atón»? —Eso tiene una sencilla explicación. Anión es la personificación del dios creador en el caos previo al tiempo. Su hálito es el dios del aire Shu, que junto con Tefnut, su hermana y esposa, forman la base de toda vida. Podríamos decir con una expresión adecuada a nuestros tiempos que Atón es el oxígeno. —Entonces el párrafo quiere decir que Ramsés, como castigo, le quitó a Bent-Anat el oxígeno, o sea que la privó del aire para respirar. ¡La estranguló, doctor! ¡Ramsés mató a Bent-Anat! Mahkorn se quedó mirando al científico mientras esperaba ansioso una respuesta. —Ésa podría ser, de hecho —contestó Stosch—, la consecuencia lógica. Yo también he llegado a la misma interpretación. —¿Y el templo más meridional es...? —Abu Simbel. —Ramsés mató a Bent-Anat —repitió Mahkorn— en Abu Simbel. Luego trató de concordar esas ideas con la vida de Hella Hornstein. ¿Éste era el secreto buscado por la doctora? Y una vez que lo conociera, ¿qué consecuencias podría tener para ella? —Dígame, doctor —comenzó pensativo—, ¿qué significado simbólico le corresponde realmente al escarabajo? Lo pregunto porque la mujer de la que le he hablado lleva siempre consigo uno que sacó de la tumba de Bent-Anat. ¿Puede tener eso algún significado especial? El profesor hizo un gesto confuso con la mano, como si quisiera decir «¿qué puedo saber yo de los motivos de esa persona?». Pero seguidamente respondió: —Ese animal es nuestro escarabajo común. Entre los antiguos egipcios tenía una gran importancia. En los jeroglíficos significa origen, génesis, pues creían que se engendraba a sí mismo de la nada. No sabían que el escarabajo hembra para proteger sus huevos los envuelve en una pelota de escrementos y porquería; lo único que ellos veían era que aquella bola aparecía de repente llena de larvas. Por esa razón lo adoraban como chepre, que quiere decir originado en la tierra. Consecuentemente situaban al escarabajo al mismo nivel que el dios Atón y más adelante en la misma jerarquía que el propio dios del sol, Ra, el dador de vida. Los egipcios ponían la figurilla de este animal a sus muertos como amuleto y símbolo para una nueva existencia. Mahkorn comprendió. Se dio cuenta de que todo lo que Hella Hornstein había hecho hasta entonces se correspondía con un plan concreto, ninguno de sus actos había sido casual. Hella quería justificar dar una razón de ser a su segunda vida. ¿Significaba eso que también conocía su final? «Por suerte —se dijo a sí mismo—, Hella Hornstein y Arthur Kaminski se encontraban, ambos, muy lejos de Abu Simbel.» 55 El 18 de septiembre de 1968 la agencia Deutsche Press difundió la siguiente noticia: «La obra de ingeniería más arriesgada del siglo está terminada. Ayer domingo, el gobierno egipcio abrió al público el templo de Abu Simbel, de 3.200 años de antigüedad, con una ceremonia festiva. Durante cuatro años de trabajo los arquitectos, ingenieros y técnicos serraron el monumento en varios miles de bloques, los trasladaron tierra adentro 180 metros y los volvieron a instalar sobre una colina de 6o metros de altura. Esa operación de salvamento del templo se hizo necesaria porque debido a la construcción de la presa de Asuán, las aguas del lago originado por ésta iban a invadir el lugar de su emplazamiento. El proyecto fue dirigido por una constructora de obras públicas de Essen. En el consorcio de empresas participantes figuraban firmas suecas, italianas, francesas y egipcias. El control lo ejercieron la Unesco y el gobierno egipcio. Como consecuencia de una convocatoria de ésta, el 8 de marzo de 1960, cincuenta naciones se comprometieron a participar en los gastos para la salvación del templo de Abu Simbel. El coste del proyecto se eleva hasta el momento a 26 millones de dólares-USA. En la ceremonia de inauguración la República Federal de Alemania estuvo representada por su ministro de Ayuda al Desarrollo, Hans-Jürgen Wischnewski.» 56 Tres días más tarde, Arthur Kaminski y Hella Hornstein llegaron en avión a Abu Simbel. La polvorienta pista de aterrizaje que antes exigía de Kurosn el Águila toda su maestría en el arte de volar había dado paso a una buena pista de cemento, una línea recta en el desierto, que ya desde lejos mostraba su trayectoria al piloto. En vez de los monomotores de los tiempos de la construcción, ahora aterrizaban los grandes aviones con cientos de pasajeros. Desde el pantano soplaba el chamsin y las turbinas de los aviones se protegían de la arena inmediatamente después del aterrizaje con unas cubiertas de aluminio del tamaño de una rueda. La antigua vivienda de Kurosh era ahora el edificio de piedra del aeropuerto, desde el cual una instalación de megafonía lanzaba sus mensajes a los pasajeros. Por la carretera, ahora asfaltada, que unía el aeropuerto con el nuevo emplazamiento de los templos, circulaban dos autobuses bastante desvencijados. La superficie del embalse se había duplicado desde el día en que Kaminski comenzó su trabajo allí. En el autobús, el calor resultaba insoportable. Las ropas se pegaban a los polvorientos asientos de plástico y el viejo motor dejaba escapar humo y olores como una antigua locomotora de vapor. —Fíjate —señaló Hella a través de la ventanilla—, ¡no queda ni una sola de las barracas del antiguo campamento de trabajo! Arthur se echó a reír. —Pero nuestras casas y el casino todavía siguen ahí. —Y al hospital le han dado un capa de pintura. ¿Crees que Heckmann conservará su cargo? Hella le dio a Kaminski un golpecito de aviso. Los turistas se apresuraron a bajar del autobús y excitados comenzaron a hacer a pie el resto de la subida hasta el templo. —Me gustaría estar sola —dijo Hella—, sola contigo, Arthur. Kaminski cogió su mano y se volvió hacia ella. —¿Adonde vamos? —preguntó la muchacha sonriendo. Arthur no respondió nada y ella lo siguió. Sin una palabra, ascendieron por la colina detrás de la cual estaba ahora el templo. Desde allí se podía ver toda la zona. —¡Allí! —Una vez arriba Kaminski señaló con el índice extendido en el aire—. ¿Te acuerdas? Apenas quedan rastros del campamento. Allá abajo, en la arena, hicimos por primera vez el amor al aire libre. Hacía tanto calor como hoy. —Claro que me acuerdo —respondió Hella y bajó la mirada como si se avergonzara—. Podría decirse que casi cada piedra es un recuerdo, retazos de memoria. —¿Recuerdos agradables? —Uhmm... —La respuesta de la joven doctora no resultó convincente. —Tienes razón —coincidió Arthur—, también ocurrieron cosas que me gustaría borrar. —Se dio la vuelta y miró al embalse cuya orilla opuesta se difuminaba con el cielo en la neblina que el calor levantaba de las aguas. —¿Cuáles? —preguntó Hella mientras se cogía del brazo del ingeniero. El viento se hacía cada vez más fuerte. Al hablar les entraba arena que chirriaba entre los dientes. —Te he preguntado algo —insistió—. ¿Qué te gustaría olvidar del pasado? ¿Qué querrías que no hubiese sucedido? Arthur no quería responder. Hella se dio cuenta, se soltó de su brazo y se lo quedó mirando desafiante, cerrándole el paso. Kaminski acabó por contestar con desaliento: —El descubrimiento de la momia. De un segundo a otro, la expresión del rostro de Hella cambió. La feminidad de sus facciones se transformó en dureza. De pronto, su encantadora mirada brilló con mal humor y rabia. —Lo sé —dijo vacilante Arthur—, no queríamos hablar del pasado, pero ya que me obligas... —¡Tenemos que hablar de ello! —replicó Hella—. ¿Y dónde mejor que aquí? El chamsin arrastraba nubes de arena y Kaminski propuso regresar al autobús. —¡Quédate! —le ordenó ella. Su voz había adquirido de nuevo ese tono que asustaba a Kaminski—. ¿Por qué no estás dispuesto a aceptar la verdad? —¿La verdad? ¿Cuál? —Que yo no soy la persona que crees tener delante de ti. —Lo sé, lo sé. —El ingeniero se sintió despreciable. —¡Tú no sabes nada! —exclamó furiosa—, no sabes absolutamente nada de nada. Y aunque lo supieras no podrías entenderlo. Kaminski replicó excitado: —Está bien: yo no sé nada, no entiendo nada; pues bien, explícame entonces cuál es tu situación. Hella sacó el escarabajo verde de entre sus ropas. —Aquí tienes —dijo y se lo puso delante de la cara—, ¿recuerdas dónde lo encontraste? —Claro. ¡Qué pregunta más tonta! Lo cogí del puño de la momia. —Cierto. ¿Y por qué crees que la momia llevaba el escarabajo en la mano? —Eso debía de tener un significado simbólico. —¡Naturalmente! —gritó Hella Hornstein. —¿Qué significado? —Bent-Anat llevaba en la mano el destino de su vida escrito en esta piedra; ahora la tengo yo y su destino es el mío. Lleno de ira, las palabras de Hella resonaron en su cabeza. Le hubiera gustado gritar. Tenía necesidad de hacerlo para escapar de aquella embarazosa situación que lo atosigaba. Buscó aire, pero era como si algo le apretara la garganta. ¿ Iba a empezar todo de nuevo ? —¿Es que no has causado ya bastante daño con tu locura? ¿Quieres destruirnos? —¡Locura, locura! —exclamó la joven con sus grandes ojos llenos de rabia—. Llamas locura a todo lo que no entiendes. Creo que nunca comprenderás que yo soy Bent-Anat. Arthur se acercó a Hella, la cogió por los hombros y la sacudió como si quisiera expulsar fuera de ella todos sus tétricos pensamientos. —¡Tú no eres Bent-Anat! —gritó y su voz arrastró sus últimos reparos—. ¡Vives en medio de delirios y fantasías que te llevan a creer que eres ella! Hella se rió con malicia mientras con aire amenazador agitaba delante de su rostro el escarabajo verde. —¡Te demostraré que lo soy! Kaminski intentó arrebatarle el escarabajo de sus manos, pero Hella se defendió con una energía increíble. Aquella persona, pequeña y delicada, desarrollaba una fortaleza física que nadie hubiera podido suponer. Pero él tenía que hacerse con aquel despreciable amuleto verde, quería cogerlo para arrojarlo al embalse, verlo describir un arco en el aire y seguidamente hundirse para siempre. Quizás eso haría que Hella recuperara la razón. Las manos de Arthur se aferraron al cuello de Hella con la fuerza de las tenazas de una grúa. Apretó con fuerza, pero al parecer eso apenas parecía impresionarla, por el contrario, le dirigió una mirada llena de odio como si quisiera decirle: «Aprieta, aprieta, enclenque. ¡Ni siquiera puedes matarme!». El viento, que se había convertido casi en un huracán, y el implacable calor que traía consigo, le habían robado a Kaminski todas sus fuerzas. O quizá fue la impresión de derrota que la mirada de Hella dejó en él, pero se sintió incapaz de hacerle daño. Y sin embargo hubiera querido hacerlo. Quería atormentarla, hacerle daño; la odiaba como a una enemiga. Había esperado que ella sollozara, gritara y tratara de escapar de sus garras. Pero no ocurrió nada de eso: Hella estaba allí de pie, inmóvil, esperando a ver lo que quería hacer con ella. De pronto comenzó a torcer las comisuras de los labios y ese gesto se extendió casi hasta los ojos. Fue como si de repente empezara a sentir dolor y bastó esa impresión para dar nuevas fuerzas a Kaminski. Apretó con más energía, con tanta furia que su dedo pulgar, con el que presionaba la laringe, empezó a dolerle. Paso a paso, bailando rítmicamente como un caballo amaestrado, Hella empezó a retroceder, pero aparte de un susurro como el ronronear de un gato no dejó escapar el menor sonido, aunque seguía con sus ojos desafiantes fijos en los de Arthur. ¿Por qué no se defendía? ¿Por qué no empleaba esa fuerza que había mostrado hacía un momento? ¿Por qué no utilizaba sus brazos para librarse de él? Kaminski estaba decidido a matar a Hella Hornstein, lo sabía y lo deseaba, pero de repente sintió que el miedo se apoderaba de él. Temió que Hella fuera a pasar de pronto al ataque y lo derrotase, estaba convencido de que disponía de capacidad suficiente para hacerlo. Recurrió a sus últimas fuerzas para evitarlo y en ese mismo instante percibió que cedía la maliciosa expresión de seguridad que aún seguía escrita en el rostro de ella y que poco a poco se iba convirtiendo en miedo. Su cara ya había dejado de ser hermosa. Parecía que los ojos se le iban a salir de las órbitas. Unas arrugas horizontales se marcaron en su frente, profundamente, como los cortes de un cuchillo. Sus mejillas estaban lacias y caídas como el barro de un charco seco. Al retroceder unos pasos Hella comenzó a vacilar. Por unos instantes, Arthur gozó de la fuerza y de la sensación de poder que emanaba de ella. Su rostro se contrajo. La arena rechinaba entre sus dientes. De repente, se desplomó y Kaminski tuvo que soltarse de sus brazos para no ser arrastrado por ella. Bent-Anat golpeó con la espalda contra el saliente de una roca y volteó en el aire como el pájaro alcanzado por un disparo. Desde arriba era visible el tocado real del coloso de Ramsés sobre el que chocó al caer. El asesino vio cómo el cuerpo de Bent-Anat era despedido de allí y daba de nuevo sobre las rodillas del faraón, donde volvió a rebotar para finalmente quedar tendido delante de la entrada del templo. Allí estaba el faraón sobre la colina de Abu Simbel, agitado por un viento procedente del abismo del tiempo. Triunfante cruzó los brazos sobre el pecho y miró hacia abajo, a su obra. Había llegado su hora, la hora de la venganza que había esperado durante tanto tiempo, el momento de su desquite, de su castigo. Levantó la cabeza al cielo y dejó escapar una risa sardónica. El chamsin, arrastró una nube de arena sobre él y lo envolvió como si fuera una capa ardiente. El viento siguió soplando durante todo el día y la noche. A la mañana siguiente, a los pies del segundo coloso se encontró un cadáver. 57 Los periódicos de todo el mundo informaron dos días después de un misterioso suicidio ocurrido en Abu Simbel. La antigua médica del campamento de la Joint Venture se había arrojado delante del templo de Ramsés. De acuerdo con las declaraciones de los organizadores del proyecto, la doctora había mostrado en el pasado síntomas de esquizofrenia. Había sido despedida cuatro meses antes, después de que intentara vender en el extranjero la momia de la reina Bent-Anat descubierta por ella y su compañero y amante alemán. Junto al cadáver de la doctora se encontró un escarabajo verde procedente del tesoro de la tumba de la reina. Llevaba una inscripción. Ahmed Abd el-Kadr, del Museo Egipcio de El Cairo, lo había descifrado. Decía así: «Yo Ramsés, User-maat-Ra, te he arrojado desde la cúspide de mi templo más meridional. Y cada vez que vuelvas a vivir te alcanzará el mismo destino.» 58 Cuando Mike Mahkorn se enteró de la desgracia intentó dar con Arthur Kaminski, pero éste seguía sin aparecer por ninguna parte. No se había presentado para incorporarse a su nuevo trabajo en Turquía. Tampoco en Egipto fue posible encontrar su rastro. Mahkorn se acordó de Balouet. Kaminski le había entregado una dirección en el caso de que quisiera mostrarle su agradecimiento por la ayuda que le ofreció en su fuga. Ni Jacques ni Mike podían suponer qué había tras «Essen, Katharinenstrasse, 55». El francés insistió en acompañar a Mahkorn en su visita a aquel lugar. La casa estaba al sur del Stadtgarten, en un distrito de villas y rodeada por altos sauces llorones. En la puerta del jardín había una placa con el nombre: «Kaminski». Tocaron el timbre y salió a abrirles una muchacha de unos veinte años. Mahkorn se presentó como amigo de Arthur Kaminski y preguntó si estaba en casa. —No, respondió la joven. Hacía más de cuatro años que no se había dejado ver. Tal vez él sabía algo sobre su desaparición. La muchacha los invitó a entrar en la casa y el periodista alemán comenzó a contarle cómo conoció a su padre. La vivienda no daba muestras de mucha prosperidad. Las cortinas, los papeles de las paredes, las alfombras y el mobiliario necesitaban una renovación. En el piso bajo había una sombría sala de estar. Sobre una mesita oscura, un televisor. —Mamá —anunció la joven al entrar en la habitación— han llegado unos amigos de papá. Frente a la tele, en un sillón tapizado de flores, se sentaba una mujer con el cabello negro recogido en un moño sobre la cabeza. Tenía un extraña sonrisa. —Como deben saber —dijo la muchacha—, mi madre..., bueno, ha perdido la razón. Son muy pocos los momentos en que tiene ideas claras. Mike se sintió conmovido y preguntó: —Lo siento mucho. ¿Un accidente? La joven hizo un ademán afirmativo. Luchaba por contener las lágrimas. —¿No se lo ha contado mi padre? —No —respondió Mahkorn—. Puede que le parezca extraño pero nunca nos habló de que tuviera esposa y una hija. —Están divorciados —observó la muchacha—. Es mejor así. Mi padre se ocupa de nosotras. —¿Lo hace? —No voluntariamente, pero lo hace. La mujer que estaba frente al aparato volvió la cabeza. —Vengan, vengan, podemos ver la tele. La joven bajó el sonido del televisor y dijo con voz enérgica: —Mamá, estos señores no han venido a ver la televisión. Son amigos de Arthur. —¿De Arthur? —respondió—. ¿Qué Arthur? —Ya lo ven. De nuevo tiene uno de esos días en los que no sabe nada de nada. —Terrible —observó Mahkorn—. ¿Qué fue lo que ocurrió? La hija de Kaminski se rió con amargura. —Un ataque de locura. No sé hasta qué punto conocen a mi padre, pero sufre de ataques de demencia. Cada vez que se siente inferior a una mujer tiene una crisis. Pero seguro que ya habrán sido testigos de alguna. Mike puso cara de sorpresa. —No recuerdo haberlo visto nunca en un estado semejante —mintió. —Entonces no lo conocen —comentó la joven. —Puede ser —reconoció Mahkorn—, ¿pero qué quiere decir con eso de que tiene una crisis? La chica iba a responder, pero debió de pensárselo mejor y no dijo nada; en cambio, les hizo una seña a sus visitantes, indicándoles que la siguieran. Mientras subían las escaleras pintadas de marrón que conducían al piso superior, les contó: —Si dependiera de mí, todo esto que van a ver ya hubiera ido a parar a la basura. Pero mi madre, en uno de sus pocos momentos de cordura, me pidió que lo dejara todo como está. La verdad es que no sé qué le ve. La hija de Kaminski abrió una puerta al final de la escalera. Los dos periodistas entraron. La habitación tenía las cortinas corridas y estaba casi en penumbra, se encontraba literalmente llena del suelo al techo de fotografías, copias, documentos, ropas y pinturas del antiguo Egipto, un museo o un mercadillo de cosas de poco valor, cabezas, bustos, estatuas y relieves de Ramsés II. Allá donde se posaba la mirada, estaba representado de una u otra forma el rostro de Ramsés. Mahkorn oyó las explicaciones de la hija de Kaminski perdidas en la distancia. —Mi padre vivía en la locura de creer que era Ramsés. Cuando una mujer le hacía sentir su superioridad, su personalidad se transformaba repentinamente. En uno de esos ataques, trató de tirar a mi madre desde la torre de la catedral de Colonia. Se salvó de milagro, gracias a que se defendió desesperadamente. Fue eso lo que la hizo perder la razón. Después de abandonar la casa, los dos hombres anduvieron juntos y en silencio durante un rato. —Mike —dijo finalmente Balouet—, no le envidio en absoluto. No me gustaría tener que escribir esta historia. ]

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